Hay profesiones que, habiendo sido importantes, emblemáticas y sumamente útiles para la sociedad en otras etapas históricas, con el paso de los años y los nuevos hábitos y costumbres, además del avance acelerado de la tecnificación y la “hiper valoración” del reloj, han cambiado en su naturaleza de forma muy intensa. En la actualidad, su práctica tradicional ha ido prácticamente desapareciendo. Es preciso reconocer también que todavía hoy quedan “insólitos testigos” o islotes puntuales de aquellas actividades, pero envueltos en tales determinantes que su comparación con las antiguas formas parece ya muy lejana y casi irreconocible. Son residuos del pasado o “señas de identidad” de otras épocas, profundamente pretéritas.
Una de aquellas entrañables profesiones artesanales, es la de sastre o sastra. El sastre clásico tradicional, que hacía trajes mayoritariamente para los hombres, prácticamente ha desaparecido en los tiempos actuales. Su local de trabajo podía no estar a nivel de calle, pero desde su ventana o balcón se mostraba un amplio cartel en el que se podía leer la palabra SASTRERIA, en ocasiones acompañado en su rótulo con el nombre de su propietario o un dibujo de un señor elegante y bien trajeado. Ese cartel anunciador de la profesión ya no lo vemos en nuestras calles y fachadas, pues esa actividad testimonial sólo puede encontrarse en algunos grandes almacenes, ocupando una pequeña habitación de sastrería y tal vez en algunos comercios elegantes de ropa, en donde pueden encargarse trajes a medida para determinadas ceremonias sociales, especialmente bodas y fiestas selectas.
A nivel particular, hay señoras que montan su propio taller domiciliario, en el que ellas mismas y sus ayudantas cortan y cosen ropa para una clientela selecta. No suelen llamarse sastras, sino modistas y costureras. “Voy a casa de mi modista, pues quiero que me arregle este traje o aquella falda, o le llevaré tela para que me haga un vestido para estrenar en la boda o el bautizo de …” es una frase muy común en las conversaciones de señoras “bien” que quieren ponerse trajes originales, hechos a su medida. Pero en general, hoy la ropa, tanto masculina como femenina, se compra en los grandes almacenes o tiendas especializadas para vestir, con material ya elaborado industrialmente en los importantes centros de producción, muchos de ellos instalados en el continente asiático. Las distancias kilométricas y técnicas se han ido “desvaneciendo” por los efectos de la globalización.
Acerquémonos con interés a una de aquellas antiguas sastrerías del siglo precedente y conozcamos a los protagonistas de una sencilla historia, en su contexto social y técnico.
Emilio, hijo único de un modesto matrimonio formado por Arturo y Deseada, acompañaba con frecuencia a su padre al TALLER DE SASTRERIA A SU MEDIDA propiedad de Don Julián Baena. Arturo ganaba difícilmente el sustento para su familia como cobrador de los clientes que acudían a solicitar los servicios de muy dicharachero sastre de trajes masculinos. Era una época, lejanos años 50 y 60 del siglo XX, en que las carencias socioeconómicas soportadas por miles de familias provocaban que la compra de un traje (chaqueta, chaleco y pantalones) tuviera que pagarse a plazos, durante un número elevado de meses. El cobrador del sastre don Julián, Arturo Chinchilla, sin oficio definido, encontró esa muy necesaria oportunidad laboral gracias a la acción de su mujer Deseada, quien iba a coser a casa de unos primos de don Julián. Estos señores hicieron las gestiones para que el marido de su costurera, fracasado en tantos intentos por encontrar trabajo, accediera a ese buen puesto de cobrador.
Arturo se desplazaba, de un lugar a otro de la ciudad, montado en una vieja bicicleta de segunda mano que con mucho esfuerzo económico había comprado, llevando colgado en bandolera una gran cartera con los recibos o cartones pendientes de cobro. Acudía al domicilio de esos clientes, las veces que fuese necesario, con la intención de que le pagaran el “cartón” de la mensualidad correspondiente (generalmente, doce plazos) por el traje que le habían hecho en la sastrería. Don Julián retribuía a su cobrador con el 6% de aquellos cartones que hubiese cobrado, muy modesto rédito para el intenso esfuerzo desarrollado, pesetas que sumadas a las ganadas por Deseada con su costura particular permitía al matrimonio “ir tirando” y criando en la buena obligación a su pequeño Emilín. Hay que reiterar que el esfuerzo desarrollado por el modesto cobrador era manifiesto. Recorría de una punta a otra la ciudad pedaleando en su vieja bicicleta, recibiendo con frecuencia desaires, engaños, dilaciones y excusas de los clientes. Pero, si quería ganar algunas pesetas, tenía que esforzarse, volviendo una y otra vez a esos domicilios en los que no siempre se le abrían las puertas. Si el cliente no pagaba, él no cobraba. Así que tenía que aplicar infinita paciencia, insistencia, incluso ruegos con esta clientela para convencerla de que abonaran sus deudas. Técnicas que el voluntarioso Arturo aplicaba si quería que su familia y él mismo tuvieran cada día un plato de comida en la mesa.
Cuando Arturo iba a la sastrería a liquidar la cobranza, normalmente del 5 al 10 de cada mes, le agradaba que le acompañase su hijo Emilio. Pensaba que así el niño iría aprendiendo de D. Julián y sus ayudantes, acerca de cómo se trabajaba en un taller de prendas de vestir. En realidad, su gran ilusión era que algún día el patrón admitiese a su hijo en la empresa como aprendiz. Desde luego que al pequeño le gustaba entrar en ese “bosque” de piezas de telas, metros, tijeras, máquinas de coser, sin que faltara una gran planchadora. Le gustaba todo lo que veía. El corte de los paños para hacer chaquetas y pantalones, el continuo bregar de unos y otros con las agujas y los hilos en las manos, el buen olor a tela limpia y nueva. Pero, sobre todo, le sobrecogía la impresionante figura del dueño del taller, don Julián, enfundado en su largo batín de color gris verdoso, con dos enormes bolsillos a la altura de la cintura, en donde el maestro guardaba los jaboncillos de colores para señalizar el corte de los tejidos y esas pequeñas tijeras que cortaban con la precisión de un tiralíneas. En ocasiones lo veía bien serio, con su metro de madera en la mano diestra, como si fuera una lanza de combate, con la cinta métrica alrededor del cuello y los hombros, como una banda militar, es decir, todo un soldado bien dispuesto a disciplinar la insolencia de las telas o el mal trabajar y los errores de los aprendices y ayudantes.
El niño también se distraía contemplando los grandes estantes ubicados en un lateral del local, en los que reposaban los enormes rollos de tejidos, con distintos colores y calidades. Sus raros nombres también se le iban quedando en una memoria muy receptiva (paños, alpacas, algodón, muselina, sedas, panas, tergal, etc) Y también los cartones con la botonadura para los distintos tipos de trajes. Le divertía ver la toma de medidas o hechura a los diversos clientes que encargaban la prenda. Los datos del cuello, brazos, pecho, cintura, el largo y ancho de piernas… iban siendo anotados en una manoseada libreta taladrada, que don Julián siempre trataba con esmero. Los clientes recibían una lisonjeras y amables palabras, en las tomas de medidas y diversas pruebas: no se les decía que era un “barrigón” sino que estaba un poco relleno y al que era un “paticorto” se le comentaba que el largo de piernas era reducido, pero esbelto.
En ese “mágica fábrica” se hacían todo tipo de trajes para las distintas necesidades de uso o asistencia de quien encargaba la prenda: boda, comunión, bautizo, cumpleaños, fiesta, despacho, sepelio, aunque también se hacían trajes económicos para el trabajo manual, fuesen mecánicos, mayordomos, granjeros, servicio de casa, hospitales, milicia, baile, de domingo o semana. A ese niño, tan receptivo para todo lo que veía o escuchaba, se le quedaban grabadas algunas escenas que después su padre, ya en casa, se prestaba a explicarlas para su mentalidad infantil. No sólo cuando D. Julián regañaba acremente a sus ayudantes, sino también cuando algunos clientes, más modestos, rogaban y suplicaban con visible agobio al patrón de los trajes, paciencia para el cobro de los cartones, por sus carencias monetarias o cuando trataban de rebajar el coste de alguna camisa, chaqueta o pantalón.
“Ande Vd. don Julián, si yo me conformo con alguna chaqueta y pantalón de cualquier tejido que tenga Vd. por ahí, o algún resto de tela que se le haya quedado y se pueda aprovechar, pues es que tengo la boda de la mozuela y no quiero que la niña me vea vestido de pobre”.
Mientras Emilín observaba todos los detalles del maravilloso para él “proceso fabril” su padre despachaba con el jefe, quien repasaba con minuciosidad los cartones con los recuadros taladrados que reflejaban los pagos quincenales o mensuales que aún quedaban por cobrar. Hacían números y, tras la comprobación del maestro sastre, Arturo ponía sobre la mesa las cantidades cobradas, algunas de las mismas siendo conseguidas aplicando paciencia infinita y repetición de las llamadas a esas puertas no gentiles con el esforzado cobrador. Los deudores morosos eran abundantes, en aquellos años de ocre y normalizada carestía. Pero ese día del cobro era feliz en casa, pues su mamá Deseada preparaba comida especial (algún dulce nunca faltaba) ya que su marido venía con esas pesetas tan necesarias conseguidas por los recibos o cartones que había podido cobrar. Había que llegar a final de mes y los meses para estos padres modestos se hacían extremadamente largos para atender sus básicas e ineludibles necesidades.
Don Julián después de repasar cansina y severamente las cuentas, solía tener algún amable gesto con el pequeño Emilio, entregándole normalmente un chupachup de los que tenía guardados en una caja de lata brillante color cobre, caramelos con el palito de madera que el sastre con frecuencia consumía, a fin de reducir el mantenimiento en los gruesos labios de su boca de esos puros cubanos ensalivados, cuyo grisáceo humo deleitaba y perjudicaba los castigados pulmones del orondo maestro de los tejidos para ropa. Sin embargo, el problema para este niño observador era cuando aparecía doña Susana Fonseca, la segunda mujer del sastre tras su viudez por unas “malas fiebres” de su primera esposa. La señora acumulaba un cuerpo de notable humanidad como su marido, y gustaba abrazar y besuquear a Emilín apretándolo de tal forma que parecía cortarle la respiración, dejándole algo de carmín y algo de saliva en el infantil y fresco cutis de un niño que apenas superaba los nueve años. El matrimonio de Julián y Susa tenían un único hijo, Eduardo, que ya trabajaba en el taller, soportando las directrices de su padre, aunque en voz baja y en la intimidad de la confidencia manifestaba con resignación que no le gustaba el oficio de sastre.
En 1959, a los nueve años, Emilín iba a hacer su primera comunión. Arturo rogó a su jefe si podía hacerle un trajecito de marinero para para esa ceremonia que organizaba su colegio y la parroquia del barrio.
“Sé que su buen corazón, don Julián me hará un precio muy especial por este trabajo. El pequeño le aprecia mucho y quiere ir bien vestidito a la ceremonia religiosa. Es también la ilusión de Deseada, ver a su hijo ir vestido con elegancia para ese día tan especial en su vida, junto a los otros amiguitos del barrio. A buen seguro que Vd. encontrará algún retal que pueda adaptarse a las medidas del pequeño, cuyo cuerpo es bastante pequeño. No empleará mucha tela al cortarlo”.
El sastre frunció el ceño y respondió con sequedad “ya veremos”. Pero una semana después Arturo llevó a su hijo al taller, porque le iban a tomar medidas. Fue una experiencia muy importante para el niño, ¡Le iban a tomar medidas de su cuerpo, como el taller hacía con los grandes e importantes señores que allí acudían como clientes! También ese día, don Julián le regaló otro chupachup sacado de la lata en donde eran guardados, mientras que él seguía saboreando uno de sus puros. Todo iba siendo feliz aquel día, hasta que apareció doña Susana, en el día de las pruebas, comenzando con sus besos y abrazos, “estrujando” cariñosamente el frágil cuerpo del niño.
Ya con los diez años cumplidos, cuando acompañaba a su padre a liquidar la cobranza, don Julián no estaba en la sastrería. Era su hijo Eduardo quien se encargaba del taller y quien hacía las cuentas con Arturo. La repetición de estas ausencias llevó a Emilín a preguntar a su padre las causas de las ausencias de quien le daba esos apetecidos chupachups. Muy serio, su progenitor le contestó:
“Cuando seas mayor, ya te lo contaré. Todavía eres un niño y no entenderías de cosas que pertenecen a las personas mayores. Ahora dedícate a estudiar y a jugar.”
Al paso de los años la vida de los protagonistas de esta historia, vinculados a la SASTRERIA A SU MEDIDA, ha ido cambiando. Arturo dejó su oficio de cobrador, encontrando un plácido y cómodo trabajo como conserje en los juzgados de Málaga. La amistad que fue labrando con un juez decano, cliente de la sastrería, le facilitó ese puesto de auxiliar con el que alcanzó su jubilación anticipada, debido a un problema de cervicales, desde que un día de cobranza se cayó de la bicicleta. El frágil vehículo había derrapado a causa del aceite derramado por un coche que colisionó con otro transporte. También el taller de don Julián cesó en su actividad, pues Eduardo carecía de la constancia y habilidad de su padre para seguir manteniendo una actividad que nunca le había gustado. En realidad, este joven era un “tarambana” que terminó llevando algunas representaciones, entre otros productos, para mercerías (botones, velcros, cintas, bordados, productos para la costura…) Era un “culo de mal asiento” que no echaba raíces en las empresas que representaba.
Ya en su juventud, Emilio habló un día con su padre, preguntándole qué había pasado con el sastre con el que trabajo durante años.
Emilio se ha dedicado profesionalmente a la actividad docente, como profesor de Química en la Facultad, aunque en la intimidad de las amistades ha comentado, en más de alguna ocasión, que su “entrañable” vocación ha sido, desde su infancia, la de ser un buen sastre y disponer de un taller parecido al de su admirado D. Julián. -
EN AQUELLA SASTRERÍA
DE DON JULIÁN.
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
03 junio 2022
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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