Hoy en día las comunicaciones entre las personas pueden realizarse utilizando medios informáticos, tan versátiles e inmediatos como el propio ordenador personal, el IPad o tableta, los móviles telefónicos con múltiples prestaciones, la universal aplicación de Whatsapp e incluso contando con los mensajes de voz o la ayuda mágica de SIRI en determinada telefonía. Ya no tienes ni que marcar el número con el que pretendes comunicar, sino utilizar la voz para ordenar al medio electrónico tu intención o necesidad. Es el adelanto infinito de la informática y la Revolución de Internet.
Pero había otros tiempos, no tan remotos o lejanos, en que esa comunicación no era tan fácil o al menos tan inmediata. Nos referimos a los años cuarenta, cincuenta o sesenta del siglo pasado. Por supuesto que se disponía del teléfono, pero no existían los móviles, la informática era una “revolucionaria posibilidad” más bien inserta en la ciencia ficción o en estructuras secretas de algunos poderosos gobiernos. La ciudadanía común utilizaba con profusión el correo ordinario, con esas cartas manuscritas que hoy apenas se redactan. Precisamente ese correo ha quedado hoy prácticamente reducido para la propaganda comercial o de información bancaria. Pero no podemos olvidar aquellas “míticas” bellas y literarias cartas personales, a las que se aplicaba una cuidada caligrafía, se franqueaban y se introducían en los buzones de correo, sobres que “viajaban” durante algunos días hasta que el repartidor o cartero los llevaba al domicilio del destinatario, el cual los abría y extraía la misiva interior con interés, alegría, emoción, duda, ilusión o preocupación. Algunas de esas cartas no llegaban a su destino, generalmente por error en los datos anotados en los sobres correspondientes. Esta es la atmósfera temática, en la que está inserto el presente relato.
Se habían conocido durante una tarde de guateque y pick up dominguero, en la década de los años sesenta, cuando ambos estudiaban sus respectivas licenciaturas universitarias en la ciudad nazarí de Granada. Ninguno de los dos jóvenes era natural de esa mágica y romántica localidad de la Alhambra. Él procedía de la capital malagueña, mientras que ella tenía su residencia familiar en Murcia, dos ciudades vecinas de aquella provincia que habían elegido para estudiar sus respectivas carreras universitarias, un par de años antes. CLAUDIO estaba matriculado en 2º curso de comunes, pues quería hacer la especialidad de Filología Románica, en la facultad de Filosofía y Letras de la calle Puentezuelas. DORA estudiaba también 2º curso de Farmacia, en las instalaciones docentes de la calle rector López Argueta, en la céntrica zona de San Jerónimo.
Desde el primer instante de la presentación, los dos estudiantes tuvieron la impresión de estar iniciando una buena amistad. Disfrutaron esa lúdica tarde con la música, los bailes, los refrescos, además de intercambiar anécdotas acerca de sus respectivos colegios mayores donde residían. En el caso de la chica, el C.M. Jesús y María, en el Polígono de Cartuja, mientras que el de Claudio era el C.M. Albayzin.
Quiso el destino o el azar que ambos jóvenes volvieran a coincidir en diversas oportunidades festivas o simplemente callejeras, por lo que la sencilla amistad inicial se fue cimentando con más confianza diálogo e intimidad. Con periodicidad quedaban para ir a las proyecciones de arte y ensayo en el cine Príncipe, películas que analizaban posteriormente en algunas de las buenas tascas que pueblan el plano urbano de Granada. También acordaban estudiar juntos, de manera especial en época de exámenes. Elegían normalmente la biblioteca de la Facultad de Letras, muy céntrica y de ambiente agradable, en cuyo edificio neoclásico (Palacio de los condes de Luque o de las Columnas) habían habilitado un espacio para el estudio, denominado popularmente “la ligoteca” pero en el que estaba autorizado poder hablar y compartir la realización de trabajos. Junto a ese punto de encuentro y diálogo se había instalado un pequeño bar, en donde podían adquirirse unos sabrosos cafés preparados por un simpático camarero al que privadamente se le conocía como “el brujo, por la eficacia que sus infusiones generaban en la memoria y concentración de los abrumados estudiantes. Claudio y Dora disfrutaban degustando tan sorprendente pócima. Por supuesto que algunos viernes eran dedicados para hacer la ruta de las cervezas, a fin de recibir con buen talante el fin de semana, recorriendo numerosas tascas y ambientes estudiantiles, en los que la bebida estaba acompañada por unas suculentas tapas con las que prácticamente se podía cenar y bien alegrar el ánimo personal.
Claudio no estaba vinculado a pareja estable, le gustaba poder disfrutar de la libertad que daba su espléndida juventud, pero Dora si tenía pareja “formal” desde hacía tiempo en su Murcia natal. Sin embargo, consideraba a Claudio como su mejor amigo, para intercambiar en confianza las alegrías y los problemas. Compartían también numerosas actividades culturales y recreativas, como exposiciones, teatro experimental, tesis doctorales, conferencias, cine fórum, subida a la Alhambra y el Generalife, presentaciones de libros y todo aquello que sustentase ese buen ambiente universitario de que siempre ha gozado la ciudad de los cármenes. Ella nunca ocultó a Claudio que tenía novio formal en su ciudad de procedencia. Se llamaba ELADIO, era cinco años mayor que Dora y ya había finalizado su carrera de medicina, teniendo como proyecto la preparación del MIR en Ginecología. Era una persona seria de carácter, muy responsable de sus obligaciones y obsesivamente centrado en los estudios. Desde luego que carecía de las ocurrencias vivenciales y literarias del malagueño Claudio.
Precisamente a Dora le divertía y enriquecía la poderosa capacidad imaginativa, lúdica y traviesa de este compañero de Letras, cuya amistad equilibraba el austero mundo de formulaciones químicas y numerosas horas de laboratorio que su especialidad demandaba. Cuando estaba aturdida por el estudio de apuntes, libros y la realización de trabajos, donde predominaba la seria responsabilidad, llegaba la complicidad de su amigo Claudio, con sus poemas, relatos, proyectos y aventuras escenográficas y esa lúdica forma de ver al mundo que la enriquecía y sosegaba con irrenunciable necesidad. Era una sana amistad que nada pedía, pero que regalaba sonrisas, naturaleza, nubes y estrellas, percibiendo en casi todos los momentos el lado bueno, positivo, lúdico y cromático de la existencia.
Una noche de sábado, Claudio invitó a su amiga a subir al barrio del Albayzín. Iban a recorrer el denso tejido de arterias empedradas, oscuras, misteriosas y mágicas, en un barrio que “rezuma” encanto y estimula la ensoñación y la leyenda. Todo ello ayudado por ese acústico toque de guitarra que acompaña el sentimiento emocional de los cantares populares que hablan del amor y el dolor, protagonizado por la gente sencilla. Pero Claudio deseaba mostrar a su amiga una sensación nueva para motivar sus latidos vitales. Tras recorrer numerosas y angostas callejuelas y recovecos, acabaron en una coqueta placita, no lejos de San Nicolás. En el centro de la misma, dormitaba una antigua fuente de piedra, con tres caños, de los que manaban finos chorros de agua que, con el paso del tiempo, habían provocado suaves depresiones cónicas en el fondo del gran vaso receptor que parecía de mármol.
En un momento concreto, Claudio miró con sumo afecto a Dora diciéndole: “entorna los ojos y piensa en el azul del firmamento y el fulgor brillante y alegre de las estrellas. Escucha el sonido del agua percutiendo sobre el mármol mojado en el fondo de la fuente”. Así lo hizo su joven amiga, permaneciendo ambos en silencio durante unos largos minutos. La acústica orquestal protagonizada por el agua, junto a la suave brisa nocturna que traía el dulce aroma de algún Carmen cercano, regalaba un bello concierto en un lugar inigualable para la sensibilidad y el sentimiento. “Esta noche hemos asistido a un sensible y emocionante espectáculo, que lo guardarás y recordarás con cariño en el patrimonio de tus recuerdos”. Así era Claudio. Aquella noche del fin de semana la completaron en el ventorrillo El Candil, tomando unos tintos de barrica, acompañados de tapas de papas bravas, con chorizo alpujarreño.
Durante los veranos, cuando volvían a sus raíces familiares, intercambiaban algunas cartas para mantener la comunicación amistosa, aunque uno y otro sabían que la presencia de Eladio en la vida de Dora había que respetarla. El novio médico, futuro profesional de la ginecología, era muy apreciado en el entorno familiar de la joven. La joven pareja se conocía desde los años de la adolescencia y la fidelidad entre ellos era respetuosamente mantenida. Todo ello suponía una “gran muralla” para los sentimientos de Claudio, que no veía posibilidad alguna de romper esa bien trabada urdimbre socio afectiva, con el escénico y único bagaje de sus poemas y relatos, sus inesperadas y divertidas ocurrencias y la alegre lírica de sus palabras, miradas y sonrisas.
En el verano del 69 llegó a los dos universitarios el esperado y grato momento de la graduación, en sus respectivas licenciaturas. Claudio y Dora prometieron mantener la amistad en la distancia, aunque uno y otro sabían que eran más los buenos deseos que la lógica de una tozuda realidad. Apenas hubo unas líneas y poco más, en el discurrir de los meses. De hecho, en la primavera del 70, Claudio recibió un sobre con el remite de Dora. Lo abrió con esa mezcla de alegría, intriga y nerviosismo infantil, que se convirtió pronto en un profundo silencio embargado de realidad: en el interior del sobre había una tarjeta de invitación a la boda de Eladio y Dora, enlace que iba a celebrarse a comienzos de mayo. Sólo una dedicatoria, en el anverso de la invitación, amable, correcta, tal vez afectuosa, pero fría en su lirismo y poesía: “Bueno, compa. Como ves, ya me toca formar una familia. Nos alegraría contar con tu presencia. Un beso. Dora”. La decisión de Claudio fue difícil, pero valiente. Se excusó con cortesía, no sin antes encargar en Interflora el envío de un gran ramo de flores, para ese sábado, alegre y nostálgico de la primavera. “Queridos amigos Dora y Eladio. Os deseo una inmensa felicidad. Besos, Claudio”.
El paso del tiempo continuó impulsando la marcha inexorable del almanaque. Las vidas de Claudio y Dora no volvieron a cruzarse. El silencio comunicativo entre los dos antiguos e íntimos amigos se mantuvo durante décadas. El intercambio de palabras y confidencias había desaparecido entre ellos, por la lógica y ociosidad del destino.
A comienzos del nuevo siglo, Claudio, ya jubilado como profesor de lengua y literatura hispánica en secundaria, ordenaba unas antiguas carpetas de fotos, textos, cartas y recuerdos de tiempos pretéritos. Entre el material revisado, encontró un viejo sobre con numerosas fotos de su ya lejana estancia en Granada, durante la etapa estudiantil. Entre esas fotografías, no faltaban algunas en las que aparecía junto a Dora. Motivado por los recuerdos, estuvo navegando por Internet, buscando información sobre su antigua e íntima amiga. ¿Qué habría sido de ella? No le fue difícil obtener información para responder a sus interrogantes. Su amiga había sido propietaria de una farmacia, instalada en la localidad de Cartagena. Se animó a enviar una carta franqueada a la dirección de ese establecimiento, con el ánimo de poder contactar con Dora. Era una carta manuscrita, respetando y añorando esos otros tiempos en los que no existía el correo electrónico. La misiva estaba presidida por un contenido cordial y afectivo, aunque comprendía que habían transcurrido más de tres décadas de silencio entre ellos. Se presentaba como el viejo amigo de los estudios en Granada. Le preguntaba cómo se encontraba y le expresaba su interés con mantener alguna comunicación, que recordase aquellos entrañables y fugaces años de la juventud universitaria.
Manteniendo el ritual de los viejos tiempos, franqueó el sobre y lo echó a un buzón de correos. Para su racional desaliento, pasaron los días y los meses sin que le llegase respuesta alguna a su envío. Comprendía que tantos años en la distancia, habrían borrado los recuerdos o el interés por mantener un contacto que, en los momentos actuales, carecía de una lógica o interesante motivación. Olvidó el asunto sin más. Se dijo a si mismo que el tiempo pasado es, obviamente, imposible de recuperar. Lo mejor es preparar de forma adecuada el que ha de sobrevenir.
Hasta tres años transcurrieron desde esta “infantil” historia de su carta al pasado infinito. Pero el destino es travieso, absurdo, caprichoso y “milagroso” en ocasiones. Un nuevo mancebo, en la antigua farmacia comprada a Dora Valiana, limpiaba unos altillos y detrás de unos anaqueles expositores, descubrió una vieja bolsa. En ella había antiguas facturas, algunos botes de medicinas caducadas y un bloque de cartas, atadas con una gomilla, que se deshizo nada más tocarla. Entre las cartas (la mayoría eran de ofertas publicitarias y algunas bancarias) estaba la que envió Claudio a Dora tres años atrás. El prudente mancebo evitó abrirla por respeto y en su lugar hizo lo posible para que llegara a manos de su destinataria, ciertamente con un notable retraso…
Cuando la farmacéutica jubilada leyó la misiva de Claudio, le dio un vuelco el corazón. Se decía “tanto tiempo, tanto tiempo y aún se acuerda”. Respondió de inmediato al remitente con otra carta franqueada, mostrándole la alegría por saber de él, después de tres décadas largas de silencio y manifestándole su ilusión para que se produjera un reencuentro, aunque fuese breve, pero desde luego emotivo y profundamente sentimental. Le enviaba su actual correo electrónico y el número de teléfono de su móvil. Así todo transcurrió mucho más rápido, que utilizando el viejo y entrañable correo.
¿Dónde quedaron en verse para ese feliz e inesperado reencuentro? No podía ser en otro lugar mejor que en la romántica ciudad nazarí de la Alhambra, en donde ambos pasaron una etapa muy importante de su juventud. ¿Y cuál sería el punto urbano que los iba a unir de nuevo, casi cuatro décadas después? Internet y Siri les confirmó que aún existía el ventorrillo El Candi, ahora regentado por los nietos del buen Aurelio Palanca. Y tenía que ser un sábado, ¿cómo no? “Por cierto, Dora, no podemos dejar de pasar por la fuente de los Tres Caños, porque tienes que cerrar de nuevo tus lindos ojos, para soñar y bailar imaginativamente, con la percusión hídrica del chorro de agua sobre el mármol”
Y ese sábado de junio, 2010 al bueno de Claudio le temblaban las piernas cuando tomó el microbús en la Gran Vía, para subir al Albayzin. La hora fijada para el ansiado reencuentro sería a las 8 de la tarde. Al aproximarse a la puerta de El Candil, dos almas muy veteranas se miraban y dudaban. El paso del tiempo es cruel para la apariencia corporal. Pero el alma y los sentimientos resisten mejor el envejecimiento material. Desde aquel feliz día de la graduación, en el 69, había pasado por sus cuerpos un espacio temporal de 41 años. Ambos protagonistas dieron un paso adelante y se abrazaron emocionados. La buena señora no podía reprimir las lágrimas. Claudio también lo hacía. Y unos centímetros más atrás, permanecía un hombre de facies seria, traje elegante y de modales extremadamente educado, que los miraba con gran comprensión y respeto.
“Encantado de conocerle, amigo Claudio. Mi nombre es Eladio Pomares. Creo, honestamente, que he sido un buen esposo para nuestra querida Dora. Pero nunca he dudado que a ella siempre le faltó ese algo maravilloso y lírico que yo nunca pude o supe darle y que ella bien gozó durante sus años de facultad. Dora ha mantenido en su corazón esa feliz y gozosa etapa universitaria, desarrollada en esta tierra maravillosa de atardeceres, sultanes, sonidos del agua, zambras y cantos en la madrugada ¡Cuántas veces me lo ha repetido con sus palabras y con sus silencios! Y todo ello gracias a ti, respetado Claudio. Por eso me vais a perdonar que me ausente durante unas horas. Esta cálida noche del pre-verano, bajo el embrujo y el encanto granadino es vuestra. Absolutamente, vuestra. A eso de las doce, volveré al Candil. Para daros un fuerte y cariñoso abrazo a los dos. Tenéis mucho de que hablar. ¡Cuántas vivencias tendréis que contaros! Hasta luego, tortolitos ¡Portaos bien!”.
Un taxi esperaba, situado a pocos metros, al viajero Eladio. En pocos segundos el vehículo desapareció por entre las angostas callejuelas de un barrio hecho para dibujar sentimientos y emociones, en donde ya sonaban las cuerdas de la guitarra y esos vibrantes cantos recitados que hablan del amor, los latidos del alma y las carencias de la necesidad.-
CORREOS CON
FRANQUEO
ORDINARIO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
17 junio 2022
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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