Apenas estaban
finalizado el almuerzo, cuando la reunión familiar en el domicilio de los
QUINTANA – ROMERALES se disgregó, con las prisas propias de las obligaciones a
cumplir por parte de algunos de sus miembros. Las dos hijas del matrimonio
fueron las primeras en levantarse de la mesa, pues los relojes les recordaban
que tenían que apresurarse para atender a sus obligaciones. Paula tenía clase a las 16:30 en la facultad de
Turismo, teniéndose que tomar el bus 11 para desplazarse al Campus universitario.
Por su parte, Coral había quedado para pasar
la tarde estudiando en casa de su amiga Jennifer, ya que ambas tenían exámenes
próximos en el Instituto donde cursan 2º de Bachillerato. La madre de las dos
hermanas, Celia, iniciaba esa tarde de jueves,
a las 17 horas, una larga jornada de guardia nocturna en el Hospital Clínico
Universitario, donde trabaja como enfermera, para no volver a casa hasta la
mañana siguiente.
Entonces este
licenciado en derecho, que trabaja en las oficinas del Registro de la Propiedad,
se “armó de valor” y bajó al garaje de su domicilio en el que están ubicados
esos cuartos trasteros, correspondientes a las diversas viviendas que
constituyen el bloque. Llevaba consigo unas grandes bolsas de plástico, a fin
de poner en ellas aquellos objetos y materiales que pensaba podrían eliminarse
o regalarse. Nada más abrir la puerta del trastero 5º C, comprendió el
fundamento de las protestas de Celia. De manera infructuosa, intentó penetrar
en el interior del atestado y no muy grande espacio de “desahogo”. La imagen
que tenía ante su vista era espléndidamente agobiante. La densificación de
objetos inservibles que estaban allí apiñados planteaba el complicado problema
de por dónde empezar “para abrir paso” en esa selva de cosas guardadas.
Repasó
pacientemente con la vista algunas de las mismas, allí depositadas por el
sentimiento de los recuerdos. Las bicicletas infantiles de sus hijas, con los "ruedines" correspondientes, viejos ordenadores portátiles con años de
obsolescencia, el antiguo televisor que hubo de sustituirse, porque fallaba el
sintonizador y en el taller lo tenían como descatalogado, la antigua cubertería
que le regalaron sus suegros para la boda, que Celia era remisa en eliminar por
el sentimiento de unos padres que ya no estaban, abundantes libros y carpetas
de apuntes de unos y otros miembros de la familia, bolsas repletas de ropa y
zapatos usados para regalar, pero no encontrándose nunca el tiempo oportuno para
llevarlas a las Hermanitas de los Pobres o al local de la ONG de la zona
centro, las muñecas y peluches de Paula y Coral, la enorme tartera regalo de la
tía Engracia o el “peculiar” cuadro pintado por el cuñado Braulio, una
“voluntariosa” marina que sólo suben al piso para colgarla cuando celebran con
los familiares la comida de Navidad, y así un largo etc.
En esa
disyuntiva filosófica se encontraba, entre lo sentimental y lo racional, cuando
reparó en algo que mucho le afectaba. Sobre una descolorida y arañada mesita de
noche descansaba un marco de cristal que contenía la
orla universitaria de graduación, con las fotos de los compañeros de
promoción en la facultad de Derecho. Le quitó con una bayeta el polvo acumulado
y se puso a observar los nombres y rostros de los sesenta y seis compañeros que
se animaron a fotografiarse, entre los cuales, lógicamente, él se encontraba.
Tras repasarla, pensó en que faltaban determinados alumnos, quienes por alguna
razón no quisieron o pudieron integrar el animoso y solemne grupo estudiantil. De
inmediato, el sentimiento le embargó. Habían pasado casi 25 años de esa fecha
feliz en que se graduaron, 1997. Fijándose en su propio rostro, tomó conciencia
en que todos habrían cambiado en su físico con respecto a esos años de
juventud, comenzando a hacerse las lógicas preguntas acerca de ¿cómo les habrá
ido en sus vidas? ¿cómo será su actual imagen, corporal y anímica? Decidió, al
fin, sacar del trastero las abundantes bolsas de ropa y zapatos usados,
introduciéndolas en el maletero de su coche. Al día siguiente prometía
llevarlas a alguno de los centros benéficos que conocía, confiando en que parte
de su contenido les podría ser de alguna utilidad. Tras lo cual subió a su
domicilio, llevando bajo el brazo la testimonial orla académica, abandonada por
años en el trastero, que tanto le había impresionado por los recuerdos
sentimentales que albergaba.
Ya sentado en
el salón de su piso, con indisimulada emoción, pero con tenaz paciencia, se
puso a recordar las numerosas imágenes que venían a su mente de esa juvenil e
irrecuperable etapa de su existencia. A sus 49 años, habían pasado casi cinco
lustros por esa gran fotografía grupal. Tomaba conciencia de que la relación
posterior con los antiguos compañeros había sido prácticamente nula. Algún
encuentro ocasional, de naturaleza individual, con rituales, breves y educados
saludos, pero nada más. No se le ocultaba que, debido a la proximidad del
aniversario, correspondiente a los veinticinco años en que finalizaron sus
carreras, tal vez a alguien se le podría ocurrir el contactar con los que se
pudiera, para celebrar alguna comida de hermandad. De todas formas, comprendía
que ello conllevaría una ardua y difícil labor de localización, ya que unos y
otros estarían por esos mundos de dios, repartidos y protagonizando sus respectivas
vivencias, sus actividades laborales, sus relaciones familiares, con sus
aventuras y desventuras propias de cada vida.
Al tener toda
la tarde para él solo, fue repasando y seleccionando a un pequeño grupo de
cinco o seis compañeros, con los que recordaba haber tenido, en la fragilidad visual
de la memoria, una mayor afinidad, connivencia o algo parecido a la amistad
¿Por qué no intentar contactar con algunos de ellos, a fin de intercambiar el
afecto de las palabras y el sentimiento emocional de los buenos recuerdos?
Serían las
18:30 cuando Coral puso un WhatsApp a su padre, diciéndole que esa noche iba a quedarse a cenar y dormir en casa de su
amiga Jennifer, pues estaban trabajando bien esas inminentes pruebas académicas
que estaban “a la vuelta de la esquina”. Como Paula terminaba sus clases en la
facultad a las 20:30 y siempre solía dar una “larga” vuelta con su actual
pareja, tenía toda la tarde para él solo. Se prepararía algo de cena o en todo
caso cuando su hija volviera a casa, encargaría un par de pizzas, menú que a
Paula le encantaba. Armenio se dispuso a iniciar un laborioso proceso de
investigación, vía Google y Facebook, sentándose ante su ordenador Mac, a ver
si podía averiguar algo de ese pequeño grupo de compañeros seleccionados, en
esa recuperada orla académica que de nuevo estaba en su cuarto de trabajo, reposando
por ahora encima de una de las sillas de esta también abigarrada habitación.
Tuvo suerte,
consiguiendo el número telefónico del segundo nombre que había elegido. Recordaba
con mucho agrado a ROSO (Generoso)
con el que había compartido numerosas aventuras de salidas nocturnas durante
los años de universidad. En su memoria lo dibujaba como una persona muy vital,
dicharachera, tal vez algo alocado o impulsivo, también fantasioso, pero con
una naturaleza emprendedora verdaderamente admirable. Por su capacidad de
iniciativa, solía ser elegido por los compañeros para cualquier proyecto o negociación
con los profesores. Conocía someramente que se había casado y que se había
dedicado al negocio inmobiliario. Pero la cercana relación de amistad que los
vinculaba se había eclipsado, tras el abandono de los claustros universitarios.
Y habían pasado ya cinco lustros.
“Hola, buenas
tardes. Trato de contactar con Generoso. Soy Armenio, un antiguo compañero y
amigo de la facultad de derecho. Hace ya muchos años que no sé nada de él y me
gustaría saludarle. ¿Podría ponerse al teléfono?”
Al otro lado
de la línea telefónica respondía una mujer que se identificó como Prudencia, la esposa de Roso. Percibió en la voz
de su interlocutora cierto nerviosismo. Tras unos incómodos segundos de
silencio y con la voz entrecortada, respondió a la petición que se le
efectuaba:
“Verá, él no
puede ponerse al teléfono. No se encuentra aquí. Según me comenta, veo que
tenían bastante amistad. Mi marido está pasando por una situación muy difícil,
que no le puedo ampliar en este momento. Si lo estima oportuno, dado su
interés, podríamos vernos personalmente, a fin de explicarle la dificultad que
va a tener, por ahora, para reencontrarse con Generoso. Para su tranquilidad le
diré que no es un problema de salud. Vd. me indica el momento para cuándo
podemos vernos. Tengo disponibilidad horaria por las tardes”.
Un tanto
extrañado y preocupado, Armenio le dijo que si lo estimaba oportuno podrían
verse al día siguiente. Quedaron citados para ese viernes, a las cinco de la
tarde, en una cafetería de la Plaza de la Merced. Se despidió con cortesía de
la mujer de Roso a quien percibía un tanto emocionada por el tono de su voz. En
los instantes finales de la breve conversación notaba que Prudencia estaba a
punto de echarse a llorar. Desde luego, la primera experiencia de contacto con
los integrantes de la un tanto amarillenta orla universitaria había resultado
un tanto misteriosa y llena de intriga. Como si fuera un thriller
cinematográfico. Pero en modo alguno quiso desanimarse, en este proceso de
búsqueda y reconstrucción de un pasado ya muy lejano. Por ello pulsó un nuevo
número, entre aquellos que había logrado localizar.
El siguiente
elegido se llamaba PAULINO del Valle.
Lo recordaba como el perfecto showman del polifacético grupo universitario. Era
un verdadero artista, por las imitaciones, bromas y “payasadas” que
improvisada, en los momentos más inesperados. En aquellos tiempos de la
juventud consideraba que este alegre compañero debía haber elegido el oficio de
actor. Incluso en alguna ocasión le preguntó acerca de su presencia en los
estudios de leyes, materia para la que no lo veía especialmente indicado. La
respuesta del también amigo era concluyente “Son cosas de la influencia
paterna, que es la que paga y pone los cuartos. Ya conoces que muchos padres no
renuncian a que sus vástagos continúen su trayectoria profesional. Es mi caso, amigo
Armenio”.
Tras efectuar
varias llamadas, pues la línea comunicaba, una joven voz masculina atendió la
llamada. “Buenas tardes, soy Armenio Villalba. Pregunto por Paulino del Valle,
con quien me gustaría hablar, antiguo compañero de estudio en la universidad.
¿Podría él ponerse, por favor??
“Efectivamente
yo me llamo Paulino del Valle. Pero me parece que Vd pregunta por mi padre. Me
temo que no ha tenido contacto con él en los últimos años ¿verdad? Observo que
ha carecido de información acerca de lo que le ocurrió. Entiendo que eran
amigos. Por ese motivo quiero explicarle de manera resumida y concluyente la
situación. Mi padre no ejerció la titulación que había estudiado. Decidió, con
valentía y profesionalidad, seguir la senda escénica, su verdadera vocación, a
la par que formaba una familia. Trabajó fundamentalmente en los teatros
madrileños, de manera muy digna y reconocida, aunque no era estrella de cartel.
Fue un actor muy laborioso, representando con eficacia cualquier papel que se
le encomendaba. Pero hace unos nueve años sufrió un terrible accidente de
tráfico. Conducía su vehículo por la carretera de Cercedilla, para incorporarse
a un grupo de teatro que preparaba una gira por diversas ciudades española. Desgraciadamente
no pudo superar las secuelas del terrible choque con un tráiler de mercancías. Lamento
tener que darle, como compañero y amigo de mi difunto padre, esta triste
noticia que ocurrió hace muchos años, casi una década, como le he comentado. Yo
soy su único hijo y ya ve, me llamo igual que él. Cuando Vd. venga a Madrid no
dude en contactar conmigo, pues me agradará conocerle y saludarle personalmente”.
Tras
disculparse y expresar la profunda impresión que le embargaba al conocer la
pérdida de ese compañero y buen amigo, se despidió cortésmente del Paulino,
ofreciéndose para todo lo que fuese necesario, pensando en la memoria del
antiguo y apreciado compañero de facultad.
Verdaderamente,
recorrido por los compañeros fotografiados en orla académica no estaba siendo
positivo para su ilusión. Con respecto a los dos primeros que había elegido,
uno había fallecido y el otro debía estar inmerso en algún grave problema, cuyo
contenido probablemente conocería al día siguiente, al entrevistarse con su
mujer. Sin embargo, el oficial del Registro se mostró dispuesto a realizar un
tercer intento, aunque su ánimo estaba bajo mínimos.
En este caso
había elegido a una mujer, llamada CLAMIA, una apreciada y bien parecida
compañera de promoción, a quien recordaba como muy agradable, cariñosa, siempre
generosa con los demás y muy estudiosa. Incluso tuvieron algún que otro
acercamiento afectivo que a punto estuvo de llegar al noviazgo formal, pues
estuvieron saliendo juntos algunos fines de semana. Pero el conocimiento de
Celia, en una fiesta veraniega, tras finalizar el cuarto año de carrera, hizo
que frenara los indudables deseos de esta compañera de curso, con la que hasta
entonces tan bien se llevaba. Después de veinticinco años no había vuelto a
saber nada de ella. Rebuscó en las páginas de Internet y lo curioso del caso es
que el nombre de Clamia Álvarez aparecía ubicado en una Congregación de
religiosas Adoratrices, en la localidad de Tudela. Consiguió el número de esta
congregación religiosa, al que llamó con un especial interés.
Cuando se descolgó el teléfono, al
otro lado de la línea, apareció la voz “venerable” de una señora, que se
identificó como la hermana Dorotea encargada de la portería.
“Disculpe, hermana. Mi nombre es Armenio
Quintana. Intento localizar a doña Clamia Álvarez, quien fue compañera de
estudios hace ya muchos años. En las redes sociales me aparece una localización
de esta persona en su convento o congregación. ¿Me podría ofrecer, por favor,
alguna información o dato acerca de la misma?”
“Creo que Vd. pregunta por la Hermana Purificación. Veré si se puede poner al teléfono, porque estamos en
las Completas, horas de rezo diario. Espere, por favor”.
Al cabo de unos 10 minutos de espera,
la hermana Purificación estaba en línea.
El intercambio de palabras con la
religiosa facilitó la identificación recíproca de ambos interlocutores. La
actual superiora de la Congregación de Adoratrices de la monumental ciudad
navarra había sido, veinticinco años atrás Clamia Álvarez, quien unos años
después de alcanzar la graduación en derecho, dio un giro trascendental en su
caminar por la vida. Hizo el noviciado y profesó en la congregación religiosa a
la que hoy sigue perteneciendo, como Hermana Superiora. Ese amor frustrado que
la joven sentía en el pasado por Armenio, lo recondujo para afrontar con
ilusión y convicción un amor más excelso y divino: el camino de la
religiosidad, como proyecto de vida. El dialogo con su antigua amiga Clamia fue
en todo momento respetuoso, cordial y fraternal. No exento de simpatía, afecto
y cariñosa emoción. En la despedida, la hermana Purificación aseguró que
pediría en sus oraciones por el bienestar de su antiguo compañero, mientras que
Armenio prometió viajar algún día para visitarla, acompañado de Celia y sus
hijas.
Poco antes de que el reloj marcase las
22 horas, su hija Paula llegó a casa. Además de su raída mochila, con las
carpetas de apuntes, traía en sus manos una pizza familiar de seis ingredientes,
apetecible menú para compartir con su padre. Ya no habría que llamar a
Telepizza para encargar la cena aunque Armenio, conociendo a su hija, había
preparado una muy apetecible ensalada de verduras variadas, que acompañaría a
la comida italiana que ambos tanto apreciaban. Mientras cenaban, Paula le hizo
la usual pregunta de casi tantas noches: “Ya sé que mamá no viene hoy, pues
tiene guardia esta noche en el Clínico. Y a ti ¿cómo te ha ido la tarde? ¿Te has aburrido mucho? Por cierto, he visto
sobre el tresillo tu vieja orla universitaria. Se os ve a todos los compas muy
jovencitos. Hoy ya sois unos simpáticos carrocillas, bastante talluditos, por
mucho que os arregléis. Como cumplís los 25 años, desde el final de carrera,
igual estaréis pensando en organizar alguna buena “quedada” para recordar
mejores tiempos ¿lo vais a hacer?”
En la tarde del viernes. Prudencia y
Armenio se encontraron en la cafetería Samoa. Tras los saludos y la compañía de
sendas tazas de café, la mujer de Roso fue directamente al motivo de su
explicación, contenido que supuso un nuevo y desalentador impacto anímico para
Armenio, tras las dos que había recibido en la tarde precedente. Resultó que, al
jovial y dinámico compañero de estudios, le había ido bastante bien, durante
años, como director regional de una importante agencia constructora, con
oficinas inmobiliarias en numerosas provincias. Pero unas oscuras y mal
pensadas operaciones contables, con repercusiones de efecto dominó, originaron
unos agujeros negros de gran importancia que, tras las denuncias y
procesamientos correspondientes, le habían llevado a ser condenado a tres años
y medio de prisión, de la que en ese momento había cumplido una tercera parte.
“Creo que erais amigos, por eso te lo he querido explicar de forma directa esta
dramática experiencia. Te pediría que fueras a verlo, pues me preocupa su
imagen, en las visitas que el reglamento me permite, cada vez más deprimido y
desanimado. Si le puedes echar una mano, no sólo yo te lo agradecería de
corazón, sino que harías una buena acción a una persona que mucho lo necesita”.
Armenio le prometió a Prudencia que, a
la mayor premura, actuaría en consecuencia, ofreciéndose además para cualquier
otra ayuda material o anímica que la familia de su antiguo compañero pudiera
tener. Al volver a su domicilio, y antes de sentarse en la mesa para cenar, que
ya tenía preparada Celia, lo primero que hizo fue trasladar de nuevo la orla
universitaria al cuarto trastero. Con la mayor firmeza estaba decidido a no
investigar más en las vidas de todas aquellas fotos de ilusionados jóvenes
universitarios, en la lejana fecha de su gozosa graduación. -
LA ORLA ACADÉMICA
DE LAS REALIDADES
José
L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
01 abril
2022
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog
personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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