Mariela,
nacida en 1952, llegó al matrimonio de Palma y Ramiro cuando aún no había
cumplido sus primeros tres años de vida. Procedía de un centro oficial de
acogida infantil para niños abandonados o maltratados, cuyos encargados habían
decidido buscarle unos nuevos padres adoptivos, ya que en la primera familia a
la que fue adjudicada no era tratada de la manera adecuada, según el dictamen
de seguimiento emitido por los responsables técnicos de acción social. Dada las
circunstancias en la que esta niña fue hallada, abandonada a los pocos días de
de nacer en la puerta parroquial de una barriada malacitana, no fue posible
encontrar a la madre genética. En la pequeña cesta de mimbre en la que fue
depositada sólo se halló, además del cuerpo sollozante de la pequeña envuelto
en unas modestas telas, una nota torpemente manuscrita con una sola palabra: MARIELA, probablemente el nombre que su madre
deseaba fuera puesto al bebé al ser bautizado.
En aquel
feliz momento, sus nuevos padres adoptivos la recibieron con la mayor alegría y
alborozo, sintiéndose inmensamente felices porque en sus once años de
matrimonio no habían podido tener descendencia. Eran aquellos unos años en que
la investigación genética y reproductora carecía de los actuales avances, por
lo que la adopción era la única vía posible para las parejas matrimoniales
frustradas por no poder traer hijos al mundo. Su nuevo papá, RAMIRO, 36 años, se ganaba honradamente la
vida llevando una pequeña tienda de barrio. Era un popular comercio de
alimentación instalado en el bajo del vetusto bloque de viviendas donde vivía
la familia, local y vivienda por los que pagaba el correspondiente alquiler.
Este conocido tendero de ultramarinos, frutas y verduras, atendía con amabilidad
y eficacia a la numerosa clientela que iba a comprar diariamente a su modesto
negocio. Su mujer, PALMA, cuatro años
menos que él, era también una persona laboriosa y muy diestra en las tareas de
costura. Atendía el trabajo del hogar, aunque muchas de las tardes también bajaba
a la tienda, con el fin de ayudar a su marido tras el mostrador en la atención
al publico u otras necesidades organizativas que el comercio exigía.
Al paso de
los años supieron cuidar con mucho amor y responsabilidad de su pequeña hija,
que el destino y las circunstancias habían puesto gozosamente en su corta
familia. Eran padres ejemplares, pues además del cariño inmenso que profesaban
a la cría, sabían corregirle las travesuras en que se implicaba, haciéndolo de
una forma racional y educativa. Mariela era una preciosa niña de largo cabello rubio
y ojos de color turquesa, delgada de cuerpo por su constante actividad en los
juegos y con un carácter cariñoso, pleno de inocencia, obediencia y
disponibilidad. Sobre todo, destacaba en su forma de ser esa natural alegría
que iluminaba y agradaba a todas las personas con las que trataba, de manera
especial a sus felices padres. Además de ir al colegio público, instalado a
varias manzanas de su vivienda, Palma iba enseñando a su hija a colaborar en
las tareas del hogar (cocina, poner y quitar la mesa, hacer algunos mandados) y
a ir aprendiendo labores básicas del hilo y la aguja. Por supuesto que además
de cumplimentar las tareas escolares, encontraba esos minutos necesarios para
los juegos con las amigas y chiquillería del barrio. En los días y horas de
fuerte clientela, le gustaba también acompañar a su padre en la tienda,
ayudándole en lo que su pequeño organismo permitía.
Ya en la
adolescencia, la mayor ilusión de Mariela era ir algunas tardes a esa playa de
la Misericordia, no lejana de su domicilio, para pasear descalza por la fina
arena junto a la orilla del mar. Se entretenía recogiendo pequeñas conchas
traídas por el oleaje, además de piedrecitas de colores que encontraba en la
arena, para desarrollar en casa diversas y habilidosas tareas artesanales. Le
gustaba decorar, con esos cromáticos materiales marinos, numerosas cajitas de
cartón que podían ser útiles para guardar joyas u otros enseres personales. Su
padre le facilitaba el pegamento, algunas pinturas y cajitas de diferente
formato y procedencia. Estas habilidosas artesanías, muy valoradas y apreciadas
por las señoras del vecindario, las ponía a la venta en una esquina del
mostrador de la tienda, ganándose unas pesetas para sus gastos en chuches, esos
caprichos propios de la adolescencia y también para disfrutar con el cine de
programa doble algunos domingos por la tarde, acompañada de sus amigas más
próximas.
Cuando Mariela
daba esos largos paseos por la orilla de la playa, a la caída y puesta del sol,
se sentía vitalizada en su ágil organismo, respirando los salinos y
embriagadores aromas marinos que la suave o más intensa brisa mediterránea
hacía llegar hacia su persona. También le gustaba observar e intercambiar
algunas palabras con los pescadores de caña y anzuelo, quienes esperaban
pacientemente sentados en sus pequeñas sillas de tijera el balanceo propio del
sedal y la caña, avisando que había una nueva captura de esos peces plateados
que pueblan las aguas azuladas del mar. En alguna oportunidad tenía la suerte
de contemplar el esfuerzo abnegado de los pescadores profesionales, que
“tiraban del copo”. Eran fuertes trabajadores de la mar, que enlazaban a su
torso unas cintas que se anclaban en una fuerte y alargada maroma, para ir
arrastrando hasta la playa esa gran bolsa de pescado o copo, previamente echada
al mar desde la barcaza trainera. Era todo un grato espectáculo de fuerza y
tesón aplicado por los muy bronceados y curtidos pescadores, esfuerzo que
completaban posteriormente clasificando las capturas en cajas de pescado fresco,
que eran llevadas a las naves del puerto (pescadería) a fin de ganarse el
sustento diario con su posterior subasta o venta directa.
Desde su
temprana adolescencia Mariela comentaba con frecuencia a su grupo de amigas,
principalmente del colegio donde estudiaba, su ilusión por convertirse, algún
día, en maestra de niños. Este deseo también lo conocían sus padres, a los que
también gustaba esa profesión de educadora que su hija quería seguir para
cuando finalizara sus estudios del bachillerato elemental, que en aquel tiempo
se cursaba entre los 10 y los 14 años. Buena estudiante, Mariela finalizó su bachillerato
a los catorce años, con un buen expediente en sus calificaciones,
matriculándose ya en el curso siguiente en la Escuela Normal, ubicada en la
recién urbanizada zona del Ejido malacitana.
En esa feliz
etapa de su desarrollo, la hija de Ramiro y Palma se había convertido en una
muy atractiva joven, tanto por la esbeltez de su cuerpo como por su positivo
carácter, muy apreciada en su entorno de profesores, compañeros, amigos y
vecinos, quienes valoraban, entre sus muchas cualidades, una constante
predisposición por atender, con la sonrisa en su rostro, las necesidades de los
demás. Nunca le abandonaba esa proverbial inocencia de confiar en las personas
que constituían su pequeño mundo de cada día. Y en uno de esos largos paseos
por la playa, en una tarde de viernes, llegó a su vida el descubrimiento
personal y trascendente para sus ilusiones de un pescador, llamado RANIO.
Se trataba de
un joven pescador, que a sus 22 años había recién finalizado la etapa del
servicio militar. Su nombre Eufranio era abreviado, por los compañeros de
trabajo y amigos, por el más breve apelativo de Ranio. De contextura atlética,
fuerte y delgado de cuerpo, era moreno de cabello y con los ojos castaños. Su
tersa piel también esta intensamente bronceada, debido a las numerosas horas de
exposición al sol que su trabajo conllevaba. Este joven quedó prendado al ver a
una bella joven Mariela, de áureos cabellos, ojos azulados y frecuente sonrisa
en sus labios, que esa tarde caminaba descalza, con sus sandalias en la mano, paseando
por la orilla de la playa y jugueteando con las olas espumosas que cíclicamente
traía el mar. En realidad, el “flechazo” fue recíproco, cuando la misma joven
observaba con atención cómo ese apuesto pescador ordenaba y guardaba los
aparejos de trabajo, en esa gran barcaza trainera en donde junto a otros
compañeros se ganaba el sustento diario. Allí y en ese día de la inicial
primavera surgió una romántica amistad, a través de un simple intercambio de
palabras entre ambos. Estos sentimentales y románticos encuentros se fueron
repitiendo en tardes sucesivas, entre un joven de 22 años y una estudiante de
magisterio, con 16.
Mariela
continuaba ayudando responsablemente en las tareas de la casa y también se
mostraba obediente cuando su padre le pedía que le echara una mano para ordenar
mercancía en la tienda o atender a la clientela en los momentos en que ésta era
numerosa o el tendero tenía que ausentarse por algún motivo puntual. Pero
siempre que podía, durante las tardes, sabía encontrar esos ilusionados minutos
para reunirse con ese amor que había encontrado en Ranio, dando juntos esos prolongados
paseos de amistad, comunicación y atracción sexual que ambos tanto valoraban.
Ramiro y sobre todo Palma, padres adoptivos y siempre responsables de los
movimientos y comportamientos de su hija, no eran ajenos a esos frecuentes
paseos vespertinos de Mariela y sabían leer esa dulce mirada de ojos perdidos
en el amor que mostraba “su niña”. Entendían con sensatez que era perfectamente
natural que una joven, a punto de cumplir los 17 años, sintiera en su cuerpo y
en su ánimo los intensos latidos del amor.
Durante esos
largos y lentos recorridos por la arena al atardecer, en los que se mezclaban
las palabras, los silencios, las miradas, las sonrisas y las caricias, Ranio
manifestaba a Mariela sus repetidas promesas de amor y fidelidad, plenamente
ilusionado como estaba con la chiquilla. También le confiaba la intimidad de
sus proyectos, pues deseaba mejorar en su trabajo, dado que la abnegada y
sacrificada labor que realizaba en la barcaza, durante cada uno de los días u
noches, tenía como compensación unos ingresos casi siempre reducidos y
vinculados a la respuesta más o menos generosa del mar, con las capturas
pesqueras que podían arrebatarle. Comentaba que le habían hablado de un buque
factoría que estaba buscando trabajadores expertos en las artes de pesca, pues
se disponía a realizar una larga navegación por los caladeros del mar del
Norte, durante unos cuantos meses. Esa y otras zonas a las que se podrían
dirigir en la navegación mostraban, atendiendo a los resultados, unos
importantes bancos pesqueros. El inconveniente para los dos enamorados es que él
tendría que estar ausente durante un largo período, pescando y desembarcando
las capturas obtenidas en los diversos puertos nórdicos, en donde preparaban el
pescado para repartirlo y venderlo por medio mundo.
Al fin Ranio fue
aceptado para integrarse en ese buque piscifactoría, que una semana después iba
a partir desde el puerto de Vigo. Desde Galicia, navegaría hacia los bancos
pesqueros del norte con un contrato laboral de seis meses, prorrogables. La tarde antes de la partida, Mariela pidió
permiso a sus padres para llegar a casa más tarde de lo habitual, explicándoles
que el joven con el que estaba saliendo iba a estar ausente durante un largo
periodo de tiempo, a consecuencias de un buen trabajo que había conseguido en
una empresa solvente de la industria pesquera. Para Ramiro y Palma fue toda una
sorpresa la confidencia que su hija les hacía, acerca de su relación con ese
joven al que no conocían. En realidad, sospechaban que algo así podría estar
sucediendo, desde hacia muchas semanas, teniendo en cuenta la edad de Mariela y
las frecuentes salidas que hacia cada tarde a la zona marítima de la ciudad.
Fue una
despedida profunda e intensamente romántica. Se citaron a las cinco de la tarde
y estuvieron juntos hasta cerca de las once de la noche. Ranio y Mariela protagonizaron
una separación física, que no afectiva, plena de amor, entrega, sentimiento y
sexo, con promesas recíprocas de fidelidad, confianza, comunicación y fundadas esperanzas
para ese reencuentro que no se produciría hasta los meses del otoño. En los
días siguientes los padres de Mariela comprobaron el desánimo y tristeza de su
hija, cuyo carácter siempre había mostrado esa sana y vital alegría, para todo
lo que emprendía o proyectaba. Comprendían lógicamente que su chiquilla estaba
profundamente enamorada, por lo que la ausencia de su amado, del que
prácticamente casi nada sabían, era la causante de ese declive anímico que la
joven mostraba. Con habilidad y extrema prudencia, fue Palma quien trató de
conocer todos los datos posibles a través de su hija acerca de ese joven
pescador que tan intensamente había encandilado al tesoro de sus vidas. Para
ello habló, en distintos momentos con Mariela, diálogos breves en los que le
rogaba que le hablara de ese joven del que estaba tan profundamente enamorada.
Sin embargo, aunque siempre respetaba y confiaba en la buena voluntad de su
madre, Mariela no se mostraba muy explícita en detalles sobre su amor ausente,
no sólo por ese sentimiento de “orfandad “en el que se sentía sumida, sino
también porque tampoco ella conocía mucho de la familia de Ranio. Comentó que
sus padres residían en Huelva, que eran labradores y que él se había asentado
en la bahía malacitana por una serie de factores, como eran la influencia de
unos amigos, la oportunidad de haber encontrado un pronto acomodo laboral, tras
finalizar el servicio militar y ese carácter abierto y hospitalario, junto al
excelente clima, que lustraba una ciudad alegre y cada vez más abierta al
turismo como era Málaga y una Costa del Sol cada vez más abierta y prometedora
para el desarrollo turístico. Aseguraba a su madre que era una persona muy
atractiva de aspecto, noble y bueno de corazón, abierto de carácter y muy
cumplidor de sus obligaciones para el duro trabajo marinero que desarrollaba.
La vida de
Mariela continuó con ese esquema habitual que ella tanto había arraigado,
asistiendo a las clases por las mañanas y dedicando las tardes a las horas
necesarias para el estudio, sin dejar en ningún momento su constante
predisposición para ayudar en casa y, en lo posible, esos ratos que su padre,
de tarde en tarde, le pedía. El momento más importante de cada día era la
posible llegada del cartero, don Venancio, que mostraba una socarrona alegría
cuando traía alguna carta o postal dirigida a la Srta. Mariela. Durante las
primeras semanas, la correspondencia con Ranio era fluida. El marinero pescador
le escribía al menos una vez cada semana, ya fuese una carta de amor, que su
amada leía y releía, hasta aprendérsela de memoria o esas lindas postales,
también con palabras calidad y sensuales, que mostraban aquellos puertos y
ciudades en las que el buque Poseidón amarraba para la descarga y el necesario avituallamiento.
Pero, al paso de las hojas del calendario, la comunicación remitida por Ranio
(que era contestada con fervorosa e ilusionada puntualidad por su amada) se fue
paulatinamente espaciando en el tiempo, entre carta y carta. La joven estaba
verdaderamente obsesionada con ese amor de juventud que había llegado a su vida
y que navegaba por las fríos y lejanos mares nórdicos, desconsolándose con
nervios e insomnios por ese distanciamiento en la llegada de una y otra misiva.
Las postales se espaciaban y parece que los sentimientos en el remitente se
“adormecían”.
Entre las
cada vez más reducidas líneas, aparecían comentarios y excusas de la densidad
horaria del trabajo o la decisión ya tomada, ante la interesante oferta que le
hacían, de prolongar el inicial contrato que había firmado. La credulidad de la
joven era intensa, manteniendo en lo posible los paseos junto al mar,
observando el trajín de esos barcos de pesca en los que un día conoció a su
amor, ahora en la lejanía tras el horizonte de los atardeceres. Seguía
alimentando su entretenimiento con esa bella y laboriosa construcción de las
cajitas para regalos y joyas, decoradas con las alegres y cromáticas conchitas
marinas. Pero su animo se iba debilitando ante la “tozudez” de ese mar que cada
día traía numerosos barcos de pesca, pero se mostraba tozudo e insensible en
devolverle a su amor, que tanto necesitaba. Tristeza, ensoñación, pensamiento,
silencios prolongados, síntomas preocupantes en su tradicional alegre carácter,
que paulatinamente fueron derivando en comportamientos que encubrían una
patente depresión.
Sus padres
tomaron la decisión de llevarla al médico, pues también ellos compartían el
sufrimiento de una hija a la que mucho amaban. Aunque los consejos de los facultativos
y el aporte farmacéutico ayudaban, sin ningún género de dudas, Ramiro quiso ir
más allá e intervenir en lo posible, a fin de ayudar a su niña que sufría el
cada vez más el prolongado silencio de las comunicaciones y presencia de Ranio.
A este fin y con los no abundantes datos que tenía, contactó con algunos amigos
que residían en la ciudad de Huelva, pidiéndoles si podían echarle una mano, a
fin de poder contactar de alguna forma con la familia de ese joven pescador y
conocer la situación real de su vida. El buen tendero ya conocía, a través de
Palma, que en aquella tarde noche de la despedida, de la que habían pasado ya
unos seis meses, los dos enamorados no sólo habían unido sus palabras, miradas
y latidos, sino también y repetidamente sus cuerpos, como prueba por parte de
su hija del firme amor que deparaba a su vigorosa pareja, con el que quería
compartir toda su existencia.
A través de
esos amigos comunes, el tendero se puso en contacto con los padres de Ranio,
quienes eran efectivamente modestos y amables agricultores. Con sencillez y
duro realismo, éstos le explicaron que su hijo era una persona un tanto “volátil”
y algo mujeriego desde su adolescencia. Se encaprichaba con dolorosa e
inadecuada frecuencia con muchas chicas a las que cambiaba por otras
diferentes, para ir satisfaciendo el ego de su necesidad. Cosas de su fornida
juventud y de su fuerte vigor sexual. Pero que, en sus labores pesqueras por
los puertos norte europeos, había descuidado el control de sus frecuentes
contactos afectivos y había dejado embarazada a una joven galesa, hija de un honrado
armador británico, con la que estaba muy encariñado y con la que había decidido
casarse, boda por lo civil que tenían previsto realizar en el transcurso de las
próximas semanas. Prudencio, el padre
de Ranio, persona humilde y bondadosa, quiso disculparse sinceramente de
Ramiro, rogándole que transmitiera su pesar y respeto a Mariela, por todo el
dolor que su hijo le había provocado, pero que él, a sus muchos años, poco
podía ya hacer, para corregir la voluble voluntad e irresponsabilidad de un
hijo cuyo comportamiento con las chicas no era el más adecuado o respetuoso.
LA ESPERA DE MARIELA
JUNTO AL MAR
José
L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
08 abril
2022
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog
personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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