viernes, 14 de enero de 2022

UN OPORTUNO EFECTO ESPEJO EN LA BIBLIOTECA.

Los avances tecnológicos y el admirable esfuerzo inteligente de las personas ponen a nuestra disposición útiles medios que nos permiten ver objetos, de cualquier naturaleza, a los que en principio parece que “no estamos mirando”. Ello incrementa nuestra privacidad y discreción, ocultando la intencionalidad. Pero ¿a qué nos estamos refiriendo? Citemos algunos ejemplos al respecto.

Vamos conduciendo un vehículo, aplicando una mayor o menor velocidad al desplazamiento. Tenemos ante nuestra visión aquello que nos permite ver el cristal delantero del coche. En algunos momentos también vemos el espacio a derecha e izquierda, por ambos cristales laterales, ayudándonos del movimiento de nuestros ojos y cuello. Pero no tenemos percepción de lo que vamos dejando atrás en nuestra marcha (a menos que cometamos la insensatez de volver la cabeza). Sin embargo, con la ayuda de los espejos retrovisores (tanto el interior como los externos, situados en las puertas delanteras) a poco que los miremos, observaremos el espacio que ya hemos recorrido en nuestro desplazamiento. Esos imprescindibles cristales espejos evitan que tengamos que volver la cabeza, con el riesgo subsiguiente. Parece ser que fueron diseñados y aplicados inicialmente para los coches de carreras deportivas.

Un segundo ejemplo. Por cualquier causa o motivo, deseamos ver cuerpos u objetos sitiados a gran distancia (metros o kilómetros) de donde nos hallamos situados. Utilizamos para este fin unos prismáticos, catalejos o gemelos, que aproximan ante nuestros ojos aquello que a simple vista no podemos distinguir. El objeto personal focalizado difícilmente podrá conocer que lo estamos observando.

Deseamos observar/conocer y, supuestamente, grabar, con discreción, un destalle concreto del paisaje rural o de la misma vida urbana. Carecemos de prismáticos, pero tenemos una cámara fotográfica con un objetivo focal dotado de un buen mecanismo zoom (que hará el efecto prismático). Podremos tomar la correspondiente fotografía de ese detalle que nos interesa, con la mayor discreción y sin molestar al objeto o persona grabada en la memoria digital de nuestra cámara.

En los tres ejemplos (y en algunos otros que se podrían añadir) el elemento nuclear para nuestra ayuda han sido los espejos y las lentes adecuadas de la óptica. Esos cristales, técnicamente tratados, nos acercan y nos alejan del espacio enfocado, nos clarifican o nublan nuestra visión y pueden mostrarnos aquellas imágenes que tenemos detrás o lateral de nuestros ojos.

Sin embargo, hay un cuarto ejemplo realmente interesante por su versatilidad y auxilio de nuestra privacidad. Ese cuarto elemento va a ser protagonista involuntario de nuestra historia, contenido narrativo que a continuación se desarrolla.

Un día me encontraba en el interior de una biblioteca pública municipal, no lejos de mi domicilio. Al ser época vacacional, el centro cultural era utilizado por muchos usuarios, estudiantes y lectores, a fin de preparar futuros exámenes o para simplemente poder leer, consultar libros o escribir, con la comodidad propia de un gran espacio adecuado para estos fines. Me había desplazado a este sosegado lugar en horas de tarde, encontrándome las plazas de lectura ya ocupadas. Pero tuve suerte, pues una chica estudiante recogía sus libros y apuntes, con la intención de dejar libre el asiento que ocupaba. Allí fue donde me senté. Ese puesto de lectura no se encontraba en las grandes mesas de madera, que ocupan los espacios centrales de las dos salas de estudio, sino en una longitudinal, muy alargada, pero más estrecha mesa de grueso cristal verde oscuro adjunta al muro lateral de la sala, muro que en su mayor parte tiene grandes ventanales fijos de cristal que permiten aprovechar, durante las horas soleadas del día, la iluminación natural procedente del exterior. Estos enormes cristales tienen además una especial particularidad. Cuando la tarde oscurece, con la llegada de la noche, esos grandes ventanales hacen un interesante efecto espejo: cierra la visión exterior de la sala, pues a modo de espejo sólo ves el espacio interior de la biblioteca. No sólo te ves a ti mismo, sino que también pueden observar todo lo que sucede detrás de ti, con la nitidez de un espejo “retrovisor” de tonalidad grisácea u oscurecida. Y en este cultural escenario comienzan los hechos específicos de nuestro relato.

En un instante concreto levanto los ojos del libro que estaba leyendo, a fin de descansar durante unos segundos el esfuerzo de mi visión, pequeños intervalos que suelo aplicar para compensar el “agotamiento” visual. De manera instintiva miré lo que tenía por delante, ese gran cristal que ya no permitía ver el espacio exterior de la biblioteca, sino que su superficie fumé desarrollaba ese efecto espejo, previamente explicado. En ese cristal me veía reflejado y también lo que ocurría a mis espaldas, en el resto de la gran sala. Básicamente observaba el movimiento de algunos usuarios, entrando, saliendo o dirigiéndose hacia las altas estanterías, repletas de libros. Entre esas imágenes, percibo a una persona mayor, que caminaba pausadamente en dirección a la escalera de salida. Aunque yo me encontraba de espaldas al mismo, podía distinguirlo perfectamente, aunque lógicamente la visión era con una tonalidad de escala de grises, como en las películas en blanco y negro. Esta persona caminaba con lentitud, pues iba observando las distintas estanterías situadas a su izquierda, así que tuve tiempo más que suficiente (unos 40 o más segundos) para reconocerlo.

A pesar del tiempo transcurrido (más de cinco décadas) con los cambios subsiguientes en el físico, tenía en mi favor el haber visto su fotografía en la prensa local, con su nombre y la función correspondiente que había ejercido. De una forma instantánea mi mente “voló” hacia los años sesenta del siglo precedente, con la velocidad de la luz, a modo de un extraordinario “efecto moviola” para la memoria. Él a mi no me podía ver, pues yo le daba la espalda, pero yo sí lo distinguía en mi visión, sin la menor dificultad, gracias a ese cristal espejo que tenía delante. Uno y otro habíamos cambiado físicamente, de niños a personas mayores, con el paso de estas décadas del tiempo por nuestras vidas. Habíamos compartido el mismo grupo escolar durante los cursos de aquel antiguo bachillerato elemental (hoy día serían los últimos cursos de la educación primaria y los primeros de la enseñanza secundaria obligatoria (ESO). La particularidad de nuestro vínculo no sólo era el estar agrupados en la misma aula, por ser coetáneos, sino también por nuestros apellidos, que estaban unidos en las listas de aula, ya que el suyo iba inmediatamente anterior al mío. La suerte del alfabeto no sólo nos unía en los listados de los profesores, sino también en la ubicación física del aula, pues en aquella época los maestros solían sentarnos correlativamente, según el orden de los apellidos insertos en los listados de alumnos. Incluso una de las escasas fotografías escolares que conservaba en casa, correspondientes a esos años, muestra la imagen grupal de nuestro curso, sentados alrededor del Sr, director del colegio, formados en diferentes filas. Nos habían situado por estaturas o envergaduras y los dos compañeros de lista estábamos también juntos en la simpática escena para el recuerdo.

Por fortuna, nunca olvidé su nombre completo, pues los profesores pasaban lista de manera diaria. La repetición de los apellidos hizo que se grabaran indeleblemente en mi memoria. Pasaron los años y, tras el bachillerato elemental, cambiamos de centro y nunca más coincidimos, a pesar de que teníamos una cierta amistad. En alguna oportunidad supe de él a través de las informaciones de prensa, debido a la actividad profesional que ejercía como arquitecto. La imagen actual que ofrecíamos, después del paso de tantos años de distancia por nuestras vidas, era bien diferente de la que aquellos niños de 10-12 años que compartíamos el aula escolar, por lo tanto era previsible que él no me reconociera y yo a él tampoco, si no fuese por la ayuda de las fotografías que había visto en la prensa, con sus nombres y apellidos.

Con presteza abandoné mi asiento, acercándome a su persona. Le indiqué si podía dedicarme unos segundos. Un tanto extrañado, pero con curiosidad, accedió a mi petición y salimos del recinto bibliotecario, para no molestar a los demás usuarios que ocupaban sus puestos de lectura y estudio. Percibí de inmediato, a través de su mirada, que en absoluto me reconocía, lo cual era perfectamente lógico ya que no habíamos mantenido contacto durante más de medio siglo.

Le comenté de inmediato que habíamos sido compañeros de aula durante unos cursos, en aquel antiguo bachillerato elemental entre los 10 y 14 años, citándole el nombre del Colegio situado en pleno centro de la ciudad, institución escolar inexistente desde hace años, pero cuyo edificio está hoy dedicado y adaptado a numerosos despachos profesionales. Para facilitar su recuerdo, mencioné mi nombre completo, junto al de muchos de los profesores que nos habían dado clase: D. Francisco, el director del centro, el jefe de estudios don Carlos, don Antonio y don Luis, profesores de guardia, don Alfonso de Matemáticas, don José de Geografía e Historia, don Andrés de Lengua y Literatura, don Florián de religión, don Rafael de Educación Física, doña Carmen de Francés, don Juan de Formación Política, don Manuel de Latín, don Juan de Matemáticas, don Salvador de Física y Química, etc. Concreté bien los apellidos de estos recordados profesores, aunque en esta narración se omitan.

El antiguo compañero escolar, al que llamaremos Francisco, pasó de una expresión de incertidumbre o duda a un estado profundamente emocional. Poco a poco iba recordando a algunos de los alumnos que le iba citando, entre sonrisas y movimientos de cabeza afirmativos. Tras recoger mis “bártulos de estudio” acordamos ir a tomar alguna infusión, a fin de poder hablar y ejercitar la memoria con más sosiego y profundidad.

“Me asombra tu potente capacidad para recordar hechos que protagonizamos siendo muy niños, ya con más de cinco décadas en la distancia. Efectivamente, ahora que me repites tus apellidos, recuerdo que todos los profesores pasaban lista en sus clases y que tu nombre venía siempre detrás de mis apellidos. Tu imagen la tengo envuelta en una nebulosa, que se me hace aún difícil definir. Me dices que también tienes una foto grupal en la que aparecemos todos los compañeros junto al director del colegio. Para mi sería un entrañable tesoro poder verla. Te dejaré mi correo electrónico para que tengas la generosidad de enviármela, pues me comentas que la tienes digitalizada. Los dos hemos cambiado físicamente, por supuesto. El paso de los años nos convierte de niños en adultos y a poco en personas mayores. Es una suerte poder compartir contigo este buen reencuentro, que de alguna forma nos rejuvenece ¿verdad?”

Separados físicamente por sendas tazas de té, pero unidos anímicamente por nuestros lejanos recuerdos de la infancia escolar, continuamos dialogando durante largos y emocionantes minutos, intercambiando simpáticas anécdotas de aquellos lejanos años en el colegio, con el protagonismo de los queridos profesores que, por la lógica temporal, ya no están entre nosotros. Lógicamente, también resumimos la evolución de nuestras respectivas vidas, tanto en lo profesional como en el ámbito privado de lo familiar. En su caso, dentro del marco constructivo de la arquitectura. En el mío, ayudando a modelar personas en el ámbito instructivo educacional. Y así, mientras los recuerdos iban aflorando, las manecillas del tiempo incrementaban la densidad del inesperado y peculiar reencuentro. Y ya, cuando los relojes marcaban su avance inexorable para la lógica despedida y cuando la noche había dibujado esas alegres estrellas que se perciben en el cielo, ocurrió un hecho curioso entre dos seres reencontrados, para la gozosa memoria de nuestras vidas.

Con las tazas ya vacías y somnolientas, las imágenes del pasado algo reconstruidas, los sentimientos ya más sosegados y los latidos anclados en la añoranza, nuestras miradas una vez más se cruzaron, abriéndose entre ambos ese tenso espacio de la reflexión y el silencio. A poco alguna sonrisa y nuestras pupilas seguían fijas, tratando de manifestar con la vista aquella realidad que no fluía con la acústica de las palabras. No recuerdo bien quién lo dijo, pero es igual, la idea nos era compartida y acertada.

“Amigo, es hermoso y estimulante calmar la sed afectiva en los recuerdos, pero ese tiempo pasado ya sólo pertenece a la generosidad de nuestras memorias. No busquemos más el consuelo de unas imágenes y vivencias inexistentes en la actualidad. Todo eso es nuestra pequeña historia que pertenece a otra realidad. Una inolvidable infancia que ya no es posible recuperar”.

Sin renunciar al blindaje de la sonrisa, nos estrechamos las manos, tal vez nos abrazamos y musitamos esa frase amable de tan difícil realización para las efímeras voluntades: “Tenemos que seguir en contacto. Cualquier día, en gozosa oportunidad, nuestras vidas volverán a reencontrarse”.

Camino de casa, tomé conciencia de un inoportuno error. Me preguntaba por qué no utilicé la cámara fotográfica que llevaba en la mochila, a fin de inmortalizar esa valiosa imagen que guardaría en la preciada carpeta de las personas en el recuerdo. De todas formas, el caprichoso y travieso destino, aliado con la tecnología del efecto espejo en los murales de la biblioteca, nos había regalado un sentimental reencuentro, totalmente imprevisible y sorprendente, emocionante reunión que se había dilatado o retrasado durante más de cinco décadas sumadas en las páginas vivenciales de los almanaques. -

 

UN OPORTUNO EFECTO ESPEJO

EN LA BIBLIOTECA

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga.

14 enero 2022

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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