viernes, 19 de noviembre de 2021

AQUELLOS LEJANOS DOMINGOS DE NUESTRA INFANCIA.

Es una obvia realidad en nuestra existencia, la sucesión de los cambios que se van produciendo con la evolución del tiempo histórico. Las personas y la sociedad en la que convivimos es todo un cosmos cambiante, que necesita y se esfuerza por modificar y mejorar lo que hasta ayer era aceptado y aplaudido. Otra cosa será la conveniencia, la reflexión y la rapidez que se impriman a esos cambios, pues no siempre lo nuevo va a ser mejor que lo anterior, atendiendo a la cronología, a la urgencia y al lugar. Podemos aplicar el sentido de esta introducción teórica a cualquiera de nuestras realidades vitales, una de ellas es la significación del domingo.

Ese séptimo día de la semana, dedicado por su íntima naturaleza al descanso de todo el trabajo desarrollado y acumulado entre lunes y sábados,  no siempre ha tenido la misma consideración y aplicación por parte de los ciudadanos que conforman las colectividades sociales.  Aplicando la experiencia y el conocimiento de nuestra memoria, observamos que hoy día los domingos no son iguales a los que conocimos en tiempos de nuestra ya lejana infancia. Para ello nos tenemos que retrotraer a la década de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria.

A  nivel escolar, no sólo había que contar con este día “vacacional” sino que había una media jornada más en la que no tenía que ir al colegio. Solía ser el jueves por la tarde, aunque luego se trasladó al sábado tarde, a fin de unir este descanso al del domingo, para el mayor protagonismo de la unión familiar. Centrándonos ya en la jornada dominical, hay que explicar que la mayoría de los comercios estaban completamente cerrados al público. Sólo algunas cafeterías, bares y restaurantes abrían sus puertas ese día, a fin de atender a la clientela que acudía a los mismos vestida “de domingo”, es decir,  con ropa limpia y diferente a la utilizada en el resto de la semana. En el caso de losa hombres, esa “respetabilidad” que daba el traje de chaqueta y corbata, completado de sombrero para las clases más acomodadas. En el caso de las mujeres, el uso de la falda era una norma general, pues no estaba bien visto el uso de pantalones para ellas. E incluso durante el verano, la mujer había que ser recatada en mostrar ante los demás, partes “no convenientes” de nuestra estructura corporal. Signo de respeto era usar velo o mantilla para entrar en los templos.

Habría también que recordar que algunas empresas (ajenas a la restauración) que necesitaban que sus operarios trabajasen los domingos, petición debidamente motivada, tenían que solicitar un permiso especial, al que se adjuntaba una autorización expresa del Obispado de la ciudad, documento que había también que solicitar previamente.

El aseo fundamental de los cuerpos  durante la semana se llevaba a efecto especialmente durante los domingos. Había que ir bien limpio a escuchar la misa y lo bien visto es que fueran juntos todos los miembros de la familia. Era lo ideal y conveniente. Signo de respetabilidad y devoción, es que se confesara y se comulgara en el oficio litúrgico, cuyas hora nuclear era la misa de 12, en la que el párroco de la feligresía predicaba y explicaba el evangelio del día.  Una vez finalizada la celebración y tras saludar a los amigos y convecinos, era usual que el padre comprara el periódico local del día, normalmente prensa controlada por el Movimiento Nacional, aunque algunos se permitían el gasto de adquirir también el Marca, para estar al día en las noticias deportivas. Hay que explicar que los diarios editados en Madrid no podían llegar a los puestos de periódicos en la mañana del domingo, por lo que habría que comprarlos el lunes. Más adelante, las empresas de prensa editaban la edición del domingo en el sábado, para que el tren correo los pudiera llevar a los distintos puntos de nuestra geografía  en esa mañana festiva del fin de semana. El uso del avión para el traslado de la prensa simplificó lógicamente estos tiempos para el transporte. Después de asistir a la celebración religiosa, la familia solía dar algún paseo y acudir a tomar algún aperitivo con tapas, que para los niños sería el correspondiente refresco gaseosa de naranja o limonada.

En este contexto hay que añadir que muchos colegios de titularidad privada, con el ideario del nacional catolicismo, imponían a sus alumnos la obligatoriedad de asistir a la misa dominical colectiva escolar, normalmente a las doce del medio día. Determinados escolares llevaban las listas de sus compañeros y se encargaban de “apuntar” a los que asistían a dicha celebración. Los que no podían alegar motivo fundamentado para su inasistencia a la misa del domingo, eran castigados  para quedarse en el centro una hora más en la tarde del lunes, tiempo dedicado al estudio y vigilado por un profesor de guardia. Había que buscar y comprobar que el compañero te había apuntado, para evitar problemas al día siguiente en el colegio. Al igual que la misa dominical, había que seguir la práctica de los primeros viernes de cada mes, con la comunión correspondiente y en tiempos previos a la Semana Santa, asistir a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, adaptados para la mentalidad propia de críos preadolescentes. Sería innecesario indicar que en estos años no se aplicaba la coeducación a las aulas, luego por tanto había centros para alumnos masculinos o para niñas alumnas. 

Y llegaba la tarde del domingo. La fase vespertina del día de “la fiesta del guardar” tenía un claro protagonismo para el fútbol. El “cabeza de familia” podía acudir al estadio para presenciar el partido de una manera directa, con la costumbre inveterada del cigarro puro en las boca o bien quedarse pegado a la radio para escuchar la crónica al minuto de los partidos desde los distintos campos de juego, con un programa líder como era Carrusel deportivo de la cadena SER. Junto a esa radio, que era la distracción para toda la familia (con sus programas de radionovelas, informativos o discos dedicados) el papá tenía junto así la correspondiente quiniela  (del patronato de apuestas mutuas deportivas benéficas) con el 1, X, 2, anotados en los casilleros de cada partido, que  indicaba la victoria, el empate o la perdida del partido para el equipo anotado en primer lugar. Si acertabas los catorce resultados podías hacerte con un buen dinero. La ilusión también era acertar una quiniela de 13 resultados o de doce (en una etapa ya posterior a esas décadas). Los hijos que compartían con sus padres estas emisiones radiofónicas deportivas, se sabían de memoria las alineaciones básicas de los principales equipos de primera división y coleccionaban cromos o estampas con las fotos de estos astros del balompié.

Mientras el padre seguía con la emoción de su fútbol, los niños hacían todo lo que podían para que se les diera las pocas pesetas que costaba una entrada para un programa doble, en uno de los grandes cines de barrio, repartidos por los distritos de la ciudad. Obviamente en aquellos años cincuenta y principios de los sesenta no había televisión en casa. Las primeras emisiones de televisión llegaron a Málaga en 1961 y sólo poseían monitores de televisión algunas familias de cierto poder económico, además de los bares y cafeterías, para atraer público a sus establecimientos. Por tanto, la mayoría de los niños se refugiaba en el milagro de gran pantalla. Había que ir al cine. Era la gran distracción de la tarde dominical.

Aquellas grandes salas cinematográficas, pobladas de centenares de no muy confortables butacas (en Málaga, no olvidamos los nombres del Capitol, Duque, Plus Ultra. Moderno, Avenida, Royal, Cayri Cinema, Málaga Cinema, Principal, Excelsior, Andalucía, Victoria, Alameda) programaban cinco sesiones para sus espectaculares programas dobles, comenzando a las tres de la tarde y finalizando en la sesión de las 11. El niño que tenía la suerte de comprar su localidad (no eran, por supuesto, localidades numeradas, salvo en los cines para el público “acomodado” en los económico: Goya, Echegaray o Albéniz) disfrutaba la visión de las dos películas  que duraban hasta las siete de la tarde. A partir de esa hora se quedaba en la sala para ver parte de la primera película otra vez, tanto si tenía permiso para ello, como si no, aunque ello le supusiera el correspondiente castigo para cuando llegase tarde a casa. Eran películas con una deficiente calidad en el celuloide, pues las cintas habían sido proyectadas decenas de veces por los cines de estreno y reestreno. Tenían numerosos “cortes” en la continuidad de la proyección., interrupciones que provocan los consabidos silbidos y sonrisas entre los espectadores. Las del Oeste y las de policías y delincuentes eran las más apreciadas, aunque también las cómicas y de “risas” tenían un público incondicional. Todas las películas poseían una calificación moral, decidida por la comisión eclesiástica del episcopado. Dicha valoración y datos sobre la película, en forma de hojillas de papel, estaban expuestas sobre unos tablones de anuncios en las puertas de los templos. Cada ficha estaba presidida por una numeración: 1 Todos, incluso niños. 2 Jóvenes. 3 Mayores. 3R Mayores con reparos. 4 Gravemente peligrosa. Ver una película con una calificación de 4 suponía un grave pecado, que tenías que confesar. En general, los porteros de las salas cinematográficas tenían “mano ancha” para permitir el pase a todo tipo de personas, sea cuales fuere su edad. Especialmente en los “cines de barrio”. Por último añadir que, tras el pago de la entrada, tenías que reservar alguna peseta para comprar chucherías, que se vendían dentro de la sala, entre una y otra película, cuando las luces estaban encendidas: paquetes de “rosetas” (palomitas de maiz), avellanas, paquetes de pipas de girasol, caramelos, chicles, regaliz y esa voz tan amena de los vendedores con sus bandejas colgadas en el pecho diciendo: “oranges y gaseosas”. Cuando llegaban las estaciones de primavera y verano, el cine lleno de los domingos alcanzaba temperaturas notablemente elevadas, por lo que además del abanico y pay pay, tuvieron que instalar unos pequeños ventiladores, que lo único que provocaban era el movimiento del aire viciado con todo el contenido de los centenares de respiraciones. En los cines de barrio, las pulgas y las chinches hacían su ingrata labor, sobre los muslos y pantorrillas de los más jóvenes.

A pesar de todo lo expuesto, cada cual volvía a casa feliz y contento, por haber tomado “empatía” con los míticos y admirados héroes de la película. El niño se sentía como esos valientes policías que “cazaban” a los malvados ladrones, como los aguerridos vaqueros con sus pistolas al cinto, que con tanta destreza y rapidez desenfundaban y tan bien sabían disparar, como esos actores que con maestría nos hacían reír o llorar y como esos amantes cuyos besos (si no estaban cortados) y actitudes te generaban unos emociones y sentimientos que hacían preguntarte si habrías de confesarlos al cura antes de la próxima comunión.

Ya en las postreras horas de ese domingo que finalizaba, caías en la cuenta de los cansinos deberes no resueltos o de esas lecciones no estudiadas, obligaciones de las que tendrías que dar cuenta en esa terrible mañana del lunes, en la que todo volvería a comenzar, al igual que la semana pasada, al igual que esa semana que de nuevo llegaría. A papá no le había tocado la quiniela, se había quedado con solo 8 resultados acertados, pero el buen hombre se sentía feliz porque su equipo del alma había sacado un trabajado empate en el Metropolitano. Mamá ya tenía preparada la cena y con interés y ternura te preguntaba como había ido la película. Ella había pasado la tarde tendiendo la ropa, planchando con la “cantinela” de la radio puesta a todo volumen para el resultados de los partidos. La ilusión para ella estaba puesta en mañana, cuando tras el desayuno y con la olla puesta a fuego lento, para el potaje o cocido del día, daría ese relajante  y liberador paseo hacia el mercado para hacer la compra necesaria.

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Domingo por la tarde, a comienzos de los años sesenta, en una localidad de nuestra variada y rica geografía. Susana, hija única del matrimonio formado por Eladio y Rosa, ha quedado citada con su íntima amiga de colegio, Begoña, para dar un paseo a partir de las cinco y media de la tarde. La estación primaveral hace apetecible los recorridos por diversos itinerarios de la ciudad, que tienen como punto de encuentro ese final de calle Larios, que desemboca en la tradicional Plaza de la Marina. Ambas compañeras de clase, que tienen en la actualidad doce años, asisten durante la semana a un colegio religioso en el que cursan tercero de bachillerato. La confianza recíproca de ambas chicas es bastante intensa, pues se conocen desde hace años, cuando eran alumnas de Primaria en la misma institución docente. Ahora se encuentran en esas edades de la adolescencia, con cambios hormonales y de carácter que permiten la entrada en la fase evolutiva de la pubertad.

Desde pequeñas el trato de las dos amigas han sido como si fuesen  hermanas, aunque la situación socioeconómica de una y otra familia a la que pertenecen es un tanto diferente.  El padre de Begoña, Mauricio, es propietario (junto con otro socio) de una gestoria que lleva la estructura administrativa de decenas de empresas repartidas por toda la capital y por numerosos municipios de la provincia. Ello le reporta importantes beneficios al final de cada mes. Por el contrario el padre de Susana, Eladio, trabaja sirviendo copas detrás de la barra de consumición, en un quitapenas situado por la zona del mercado de Atarazanas, establecimiento que tiene una fiel clientela  diaria.

Las dos jovencitas decidieron aquella cálida tarde dirigirse hacia el puerto, con la meta de llegar hasta la Farola. Al final se sentarían en uno de los bancos de madera, siutuados detrás de la Residencia militar y el Club Mediterraneo, para contemplar sentadas el bonito atardecer, con los rayos dorados del sol brillando sobre las plácidas aguas de la bahía. Como ya era usual cuando salían de paseo, Susana solía aportar al fondo común un paquete gigante de pipas de girasol con sal, mientras que Bego era la encargada de llevar los chicles, el regaliz y los caramelos, chucherías con las que disfrutaban mientras se contaban los últimos chascarrillos, en los que ya aparecían algunos chicos con los que habían intercambiado miradas, risas y alguna que otra frase nerviosa, temáticas muy propias de esa maravillosa edad que ambas tenían.

Pero esa tarde de mayo Susana estaba menos expresiva de lo que en ella era habitual. Bego era la que aquel día llevaba el protagonismo de la conversación, con temas tan importantes para “intercambiar” como ese primo de Meli, que en su cumpleaños le pregunto cómo se llamaba y al que había vuelto a encontrar en la puerta  de una papelería,  cuando el chico salía de comprar cartulina para preparar un mural relativo a la fiesta del Corpus. En esa narrativa estaban, cuando Susana la miró a los ojos y con rostro serio dijo a su amiga que tenía algo que decirle.

“Bego, te tengo que contar un secreto. Ocurrió la noche del jueves. Mi madre estaba preparando la cena, cuando se dio cuenta que se nos había acabado el pan en casa. Sólo quedaba un trocito de barra que había sobrado del mediodía. Como había cocinado un guiso de carne en salsa, no teníamos con qué mojar. Ya sabes que por la noche comemos las dos solas, porque mi padre no vuelve de la taberna donde trabaja antes de las once. Entonces me pidió que fuera a casa de Amalio, el de la tienda, que tiene abierto hasta las 9 y media y comprara una barra de pan de Viena, para que cuando llegara mi padre no se encontrara sin pan. Ya te he explicado lo comilón que es. Cuando volvía con la barra, quise pasar cerca de la taberna, EL VASO DE TINTO, en donde suponía estaría mi padre. No pensaba entrar dentro, pues me tiene prohibido hacerlo, cosa que entiendo, pues allí hay gente con mas copas de la cuenta y que están medio borrachas. Miré desde la puerta y no lo vi detrás de la barra. Entonces seguí mi camino hacia casa. Pero al pasar por el Muro de las Catalinas, vi a lo lejos una figura en la que reconocí a mi padre. Iba junto a una señora muy bien arreglada, con su bolso y todo, a quien yo no conocía. Lo que más me extrañó es que los dos iban cogidos de la mano. Caminaban muy sonrientes. Menos mal que no me acerqué, porque me habria dado mucho corte. Así que fui como siguiéndolos, a distancia. Cuando llegaron a la plaza, se despidieron... y ahí vino lo peor.” ¿Pero qué ocurrió, Susana?  Es que… se dieron un largo beso en la boca.”

“¿Y se lo dijiste a tu madre? No, no me atreví. Es que no sé lo que hacer. Te lo cuento porque eres mi mejor amiga de siempre. Pero desde esa noche no me encuentro muy bien. Yo nunca había visto a esa mujer.”

Era un domingo más, en aquellos ya lejanos años sesenta, bajo el prisma narrativo de un niño y una niña. Esos días festivos, que completaban el discurrir semanal, eran bastante diferentes a los domingos actuales, por la evolución natural de los tiempos. En realidad, muchos de los domingos no se diferencian hoy de los restantes da que concretar expresando una sola palabra: diferentes. domingos no se digferencias a evoluciías de la semana. Se han ido perdiendo muchos hábitos y costumbres, en ese séptimo día para el descanso ¿Eran mejores, peores, carecían de encanto? Habría que concretar la respuesta expresando una sola palabra: diferentes. Pero los recuerdos están ahí. Y es bueno que permanezcan indelebles en nuestras memorias. -

 

 

AQUELLOS LEJANOS 

DOMINGOS

DE NUESTRA INFANCIA

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

19 noviembre 2021

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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