Detrás de
cada imagen, de cada comportamiento, de cada persona, podemos imaginar o
descubrir inesperadas historias, más o menos insólitas, atractivas o
sorprendentes, para nuestra necesidad de conocimiento y práctica de la
reflexión. Pero no siempre resulta fácil el acceso al trasfondo de esas
historias pues, en la mayoría de los casos, hay contenidos que permanecen celosamente
ocultos, en base a esa privacidad o misterio que todos construimos, de una u
otra manera, en la nebulosa individual de nuestra existencia.
El matrimonio
de Claudio con Martina se había roto, tras dieciséis años de
normal convivencia. Él tenía 29 años y ella 26, cuando llegaron ante el altar
eclesial. De este enlace nació una hija, Eva,
que en la actualidad alcanza los doce años, en su plena y vital adolescencia.
El ambiente familiar durante esa etapa de unión estuvo presidido por una
rutinaria normalidad. Claudio ejerce como miembro de una empresa privada de
seguridad, prestando servicios en centros comerciales, entidades bancarias o en
actividades lúdico/deportivas. El trabajo diario de Martina está centrado en
una empresa de seguros, en donde se aprecia y valora su facilidad de
comunicación y convicción para la atracción de la necesaria clientela. Su hija,
en esa difícil edad de la pubertad, hace su vida, con los avatares diarios de
sus compañeros y amigos.
Esta
normalizada relación familiar se truncó drásticamente una esclarecedora noche,
en que Martina puso en conocimiento de su marido la relación que en secreto
mantenía con Saúl, el director de zona en la
empresa aseguradora donde trabajaba, vínculo afectivo que estaba a punto de
cumplir su primer año de fructífera y recíproca atracción. Estaba embarazada, a
sus treinta y nueve años, del apuesto y apasionado ejecutivo empresarial, muy
eficiente en su trabajo organizador y “reproductor” pues ya tenía tres hijos en
su anterior matrimonio. Esa infidelidad era de conocimiento público en la
aseguradora, aunque como tantas veces ocurre, Claudio, fue el último en conocer
el comportamiento secreto de su esposa. Para sorpresa de muchos, e incluso de
Eva, la desestructuración familiar se hizo de manera bastante “civilizada”. Eva
se fue a vivir con su madre a ese su nuevo hogar, aunque los ex cónyuges acordaron
que dos fines de semana mensuales los pasaría junto a su padre, al que su
fortaleza anímica inicial se fue paulatinamente resquebrajando, a medida que la
soledad hacia mella en su rutinario comportamiento diario.
En el bloque
donde esta ubicada la vivienda de Claudio, zona del barrio de la Victoria
malacitano, hay un piso, el 4º B, que desde hace
años tiene variados inquilinos, pues los dos hijos del matrimonio propietario
(ya fallecidos) alquilan el inmueble para diversos períodos de estancia, a
precios atractivos. La vecindad suele denominar a esa propiedad el piso de los
transeúntes, aunque también otros lo denominan “el de los estudiantes”, ya que
muchos universitarios alquilan alguno de sus cuatro dormitorios, entre octubre
y junio, para residir durante su período escolar. Cuando llega el verano, la
vivienda es solicitada por turistas nacionales y extranjeros, para pasar cortos
períodos vacacionales (semanas o quincenas) debido a su estupenda ubicación con
respecto a la playa o el centro monumental de la ciudad. Todo este trasiego de
inquilinos repercute en anécdotas y también en quejas vecinales, debido al
ruido o el comportamiento que muchos residentes juveniles realizan en esa
vivienda, en la que “celebran” fiestas, saraos, guateques y reuniones, en las
que el comportamiento de residentes y visitantes deja bastante que desear. Las
quejas que el presidente de la comunidad transmite a Hilario y Adriana, los
actuales propietarios del inmueble, han llevado a éstos a buscar y seleccionar
alquileres de una mayor estabilidad temporal, a través de la empresa
inmobiliaria que se encarga de organizar dicha función administrativa.
Después de
habitar el inmueble ruidosos estudiantes sudamericanos, modestos actores de
teatro (esos cuyos nombres no aparecen en las revistas semanales del corazón),
un silencioso y taciturno sacerdote, que apenas salía del piso durante el mes
de su estancia, una pareja de origen chino, que esperaban un visado para
trasladarse a un país que nunca concretaban, llegó
una nueva inquilina, mucho más estable, pues había firmado un contrato
anual prorrogable, siempre que ambas partes (propiedad y residente) estuviesen
de acuerdo en el mantenimiento del alquiler. Venía sola y por la pronunciación
(en las no abundantes frases que intercambiaba, por ese espacio para la
relación social que es el ascensor y el portal del inmueble) no era desde luego
andaluza, tal vez castellana. Había elegido este alquiler por estar amueblado
en lo básico, su centralidad en la ciudad y al tiempo la proximidad de las
vegetales colinas de Gibralfaro, con sus atrayentes y aromáticos pinares, a
poco de caminar unos centenares de metros hacia la suave orografía del Camino
Nuevo. Por supuesto que los Montalva, propietarios del 4º B, cada vez que había
cambio der residente, enviaban a la señora Mariana, quien a pesar de sus años
mostraba un vitalismo admirable para dejar todo reluciente en la limpieza y
orden que con presteza efectuaba.
Ofelia es su nombre. Desde un principio, esta
bien parecida mujer, cercana a cumplir la cuarta década en su cronología, mostraba
una fuerte privacidad, evitando intimar con los demás vecinos del ya vetusto
inmueble de la calle Ferrándiz. Los más inquietos en la observancia saben que
la nueva inquilina trabaja en hostelería, pues en ocasiones la han visto
llevando sobre su cuerpo una camiseta con el logotipo de cafetería,
chocolatería y confitería donde trabaja, The waves´garden, en la zona urbana de
Teatinos. Ciertamente Ofelia tiene horarios alternados, en ese suculento centro
restaurador donde presta sus servicios. Hay semanas que cumple el horario de 8
a 15 horas, mientras que en otras tiene turno de tarde, hasta las 22 horas. Por
la naturaleza del establecimiento, que no cierra día alguno durante la semana,
ella ha elegido descansar el lunes, aunque también tiene derecho a gozar de
alguna mañana o tarde más de descanso, en función de las necesidades del
negocio. Cuando los horarios son incómodos para su hábito alimenticio, suele dejar
preparada la comida durante las noches y esto se sabe por los aromas que emanan
desde su cocina, cuando la vecindad está normalmente delante del aparato de
televisión, disfrutando y dormitando la sobremesa.
Cierta noche,
en otoño, cuando Claudio volvía de su trabajo de vigilancia en un macrocentro
de material deportivo, se encontró en el portal del
inmueble con la usualmente silenciosa nueva vecina, que vestía una
simpática (por sus colores y estampados) bata de casa. La apariencia de Ofelia
era indisimulablemente nerviosa, ante algún problema que puntualmente le
afectaba. Tras el saludo cordial, le preguntó si se encontraba mal.
“Gracias,
vecino, es que tengo un problema. Bueno, un problemón. Llevo aquí casi media
hora y no sé que hacer. Me he dejado las llaves dentro del piso, pues había
bajado a echar la bolsa de la basura en el contenedor. El caso es que he tirado
de la puerta, pensando que llevaba el llavero conmigo. Ahora resulta que no
puedo entrar en mi piso. Y como los errores, a veces, no vienen solos, también
me he dejado el móvil encima de la mesa. Son las once menos veinte. A estas
horas de la noche, la agencia de alquiler estará lógicamente cerrada. Y la
tarjeta que me dieron los señores de Montalva, los propietarios, la tengo en el
billetero que, como te puedes imaginar, no lo llevo conmigo. La verdad es que
la situación es complicada. La verdad es que en algún momento he pensado en
dejar alguna llave a alguna vecina, para estos casos, pero… son cosas que se
van también dejando de un día para otro y no se hacen”.
“¿Has cenado,
Ofelia? Bueno, tenía la mesa puesta, pues he vuelto tarde del trabajo. Pensé
que bajar la bolsa de los residuos sólo me iba a llevar unos minutos y no lo
quería dejar para más tarde. Todo se me ha torcido de la manera más necia”. “Y
como se llama la empresa inmobiliaria…” “Tiene el nombre de New Buildings”.
A través del
móvil de Claudio, hicieron un par de llamadas, pero esta empresa no tenía
teléfonos de seguridad, lo cual era previsible. Nadie recogió las repetidas
llamadas. “Pienso que lo mejor es llamar a algún servicio urgente de
cerrajería. Así te podrán abrir la puerta del piso”. Tras frustrados intentos,
con profesionales que citaba la página del Google, al fin uno se mostraba
dispuesto a realizar el servicio, pero indicando que tardaría en llegar a la
dirección solicitada, pues se encontraba en un chalet de las Chapas de
Marbella, resolviendo un problema similar. Antes de las 12 de la madrugada no
podría llegar, aseguraba el cerrajero.
“Pues esto es
lo que hay, vecina Ofelia. Habrá que esperarle y piensa que te va a cobrar un
servicio nocturno de urgencia”. La aturdida vecina estaba al punto de la
crispación anímica. “Lo entiendo, mi presupuesto de este mes se va a ir al
garete”. Tenía sus ojos cada vez más brillantes. “No te preocupes, que todo
tiene solución. Hace frio, aquí en el portal. Podemos esperar al profesional en
mi piso. Vivo, como tal vez sepas, en el 7º C.
Como le he dejado mi número, llamará anunciando su llegada”.
Los dos
vecinos subieron al piso de Claudio. Ya en la vivienda, éste preparó algo de
cenar, invitando a la vecina a compartir ese alimento necesario, dada la hora: cuenco
caliente de caldo de cocido, con fideos finos. Sandwich de jamón y queso.
Pérsimon y aguacate con miel, para el postre, acompañado por una taza de
infusión de Rooibós con canela. En un principio, hablaban más bien poco, aunque
intercambiaban numerosas sonrisas. Trataban de disimular los nervios, aunque en
el fondo les divertía la inesperada situación que ambos protagonizaban. La
televisión, puesta con un volumen intencionalmente bajo, ofrecía un programa de
variedades, aunque ninguno de los dos espectadores hacía caso a los contenidos
emitidos. Simplemente ayudaba a disimular los incómodos silencios, aunque los
dos vecinos intercambiaban una y otra vez el lenguaje de sus miradas. El
cerrajero no llegó hasta las 12:40, un excelente profesional que abrió la
puerta del 4º B sin dificultad en no más de tres minutos. La inquilina del
mismo tuvo que abonar 75 euros, coste del servicio. La despedida de ambos
vecinos fue muy cordial, reiterando Ofelia gracias efusivas, pues había
comprobado la bondad del hospitalario vecino que residía tres plantas más
arriba de su casa.
“Te has
portado maravillosamente bien conmigo, Claudio. Esto no lo puedo ni lo voy a
olvidar. Eres una gran persona. ¿Vives sólo?” “Bueno, mi hija Eva (tiene doce
años) está durante la semana con su madre y la pareja con la que convive.
Algunos fines de semana, mi hija los pasa conmigo y me hace algo de compañía,
aunque ya va teniendo sus amigos del instituto y siempre tiene planes para el
disfrute con ellos. Son las situaciones de la vida, a las que nos tenemos que adaptar,
nos gusten más o menos”
“Tu también
vives sola ¿Has alquilado el piso por mucho tiempo?” “Bueno, he firmado por un
año, aunque creo que lo prorrogaré, pues está muy bien situado, a dos pasos del
centro y a un precio con el que, aun no siendo barato, me puedo arreglar.
Ciertamente, controlando mucho los gastos. Prácticamente la mitad de mi sueldo
se me va en el alquiler. En la cafetería/confitería donde trabajo, me dejan
algunas propinas, un verdadero “oxígeno” que me alivia y ayuda a sobrellevar el
día a día”.
Ambos
sonrieron y se dieron las buenas noches. Afuera, en la calle fría y desierta,
las losetas de las aceras reflejaban con más intensidad las luces amarillentas de
las somnolientas farolas. Había comenzado tímidamente a llover.
Unos días después,
en la noche del viernes, Ofelia llamó en el timbre de su vecino. Tras el
correspondiente saludo, un simpático y cordial ofrecimiento. ¿Te apetece cenar en casa, mañana sábado? Puedes
venir con tu hija Eva … Claudio aceptó de inmediato, aunque le explicó que ese
fin de semana Eva no estaría con él, pues había cogido un poco de fiebre
“Estamos pasando un otoño bastante frío, así que son normales los catarros, con
el ritmo de vida que lleva la gente joven, que no se abriga lo suficiente. Así
que iré yo sólo. Te agradezco mucho el gesto. Los fines de semana es cuando
peor sobrellevo esto de estar solo”.
Al día
siguiente, tras cumplir su horario en el Centro Comercial, se pasó por el súper
y compró una selección de frutas, que se la acomodaron y adornaron muy bien en
una bandeja/cestillo de mimbre, ya que conocía a casi todos los operarios,
compañeros de trabajo en la gran superficie comercial. Se encontraba bastante
ilusionado ante la perspectiva de pasar una buena noche, con esa nueva y
cordial amiga de la vecindad que, como él, no compartía su vida con nadie en
esos momentos. Se esmeró en su aseo y el vestuario, a fin de causar una
agradable impresión. Ofelia también se había preparado bastante bien, para
ofrecer esa imagen atrayente ante los demás, presencia que los humanos no
siempre nos preocupamos en preparar. La cena, enriquecida con una selección de
música ambiental que hiciese más confortable la velada, fue todo un éxito,
sobre todo por la sencillez y simpatía de los dos comensales. Unos entrantes de
jamón y queso, un par de lubinas asadas, con guarnición de verduras
caramelizadas, natillas caseras con trocitos de arándanos, mango y papaya, sin
olvidad ese sabroso té con canela y unas pastas, para enriquecer el diálogo de
sobremesa. Por supuesto que el cestito de frutas, primorosamente decorado,
presidió la mesa con esa sonrisa continua que Ofelia nunca abandonaba, actitud
correspondida por Claudio, que se sentía muy feliz por la gratitud, compañía y
simpatía de esta buena vecina, que el destino había puesto en su vida.
Todo parecía
ir recorriendo un camino perfecto, para el disfrute en esa tan grata noche,
entre dos amigos solitarios cuando, de improviso, el semblante de Ofelia se fue
inexplicablemente transformando. En su expresión fueron borrándose
paulatinamente las palabras y sus ojos comenzaron a brillar, como antecedente
de unas lágrimas que pujaban por mostrar su protagonismo. Claudio percibió al
instante el cambio en la actitud de su vecina, de la que en realidad poco o
nada conocía, salvos esos pequeños datos de los saludos cotidianos y el natural
episodio de las llaves olvidadas, tres noches antes. Con las dos tazas de té ya
vacías, como “invitados” anónimos de la pareja, le preguntó a su anfitriona,
con suma delicadeza, si algo le ocurría.
Soportando el silencio como respuesta, durante un par de interminables minutos,
al fin su interlocutora, recuperando un tanto el autocontrol perdido, decidió
ser explicita y sincera, compartiendo sus recuerdos.
“Perdóname
Claudio, esta situación emocional me sobreviene en los momentos más
inoportunos. Me ilusiono y animo, cuando creo haber controlado e incluso
superado los nubarrones del pasado, pero los recuerdos y el miedo vuelven a
ejercer su nefasta presencia y me trasladan a una realidad de la que intento
huir, pero que siempre está ahí con su perversa amenaza. En mi vida hay un
pasado turbulento, del que vengo huyendo desde hace prácticamente un año. No te
quisiera amargar la noche, que iba siendo perfecta, pues eres la mejor persona
que he conocido en años. Pero si me quieres escuchar, te explicaría una serie
de retazos que han compuesto mi vida en estos pasados años…” Claudio solo
pronunció tres palabras como respuesta, regalándole una tierna y comprensiva sonrisa:
“Adelante, querida Ofelia”.
A lo largo de
un largo tiempo, sin conciencia del minutaje aplicado u otro tipo de control horario,
la vecina del 4º B fue confiando al receptivo vecino el esquema de su pasado, dura historia que explicaba su extraña presencia
y actitud en esta nueva ciudad para recomponer su vida. Le habló de un enlace
matrimonial celebrado cuando ella tenía 38 años, que trataba de restañar la
carencia de suerte con el amor y que diera paso a esa siempre apetecible
estabilidad familiar. No conocía bien a la persona que la “engatusó” deslumbró
e ilusionó en profundidad. Contrajeron matrimonio por la vía civil, pues él no
era proclive, decía, a ceremonias religiosas. En realidad, estaba separado de
un vínculo anterior, sobre el que había ejercido maltrato psicológico y físico,
comportamiento que deseaba y prometía superar y olvidar. Aunque manifestaba que
se ganaba la vida como agente inmobiliario, el dinero que con tanta alegría
manejaba procedía de negocios sucios y delictivos, vinculados a la mafia del
tráfico de estupefacientes. Ella, una mojigata de toda la vida, apoyada y
resguardada bajo la falda afectiva de su madre, una anciana con achaques varios
debido a su muy avanzada edad, se sintió atrapada, “prisionera” en el temor,
ante un hombre que no conocía en su interioridad y al que fue paulatinamente
temiendo por las amenazas, violencias y crueles comportamientos que recibía, y
que sólo la necesitaba para la atención material del servicio casero y para la
satisfacción sexual. No se atrevía a ir a la policía, porque el miedo podía más
en ella, que la inteligente racionalidad. Se sentía como prisionera, explotada
y constantemente amenazada.
Pero hacía
más de un año en que, aprovechando una breve ausencia del marido maltratador,
tuvo al fin el acierto y la valentía de emprender la huida, desde su Ciudad
Real natal, recorriendo diversos pueblos y ciudades castellanas y andaluzas,
hasta recalar en Málaga, escudándose siempre en el anonimato de sus datos
personales. Incluso en un Registro Civil le cambiaron, bajo petición, su nombre
natalicio, Amara, por el de Ofelia.
La reacción
de Claudio ante este confuso panorama, que su desafortunada vecina le había
hecho partícipe, fue todo un recital de caballerosidad, comprensión, cariño y
ayuda total. A partir de esa afortunada noche, dos almas carenciales iniciaron
una preciosa relación de amistad, cariño recíproco y cálida unión en la lucha
contra la soledad que ambos soportaban, por diferentes razones y circunstancias.
Así pasaron los días, las semanas e incluso meses, con la esperanza como luz
guía, para recomponer esas páginas mal trazadas en sus modestas pero
entrañables historias. A pesar de que Ofelia le había pedido que no acudiera a
pedir ayuda a la policía, a fin de no remover su pasado, Claudio habló con un
compañero de seguridad, que tenía un familiar próximo que ejercía como
inspector del Cuerpo Nacional de Policía, contándole los datos básicos del
caso. Un mes y medio después, la nueva y feliz pareja recibió una llamada del inspector Arriaga, que les citaba en la Comisaria
Central de la ciudad.
Convenció a
Ofelia de que tenían que acudir a la cita, aunque esta se descompuso en una
crisis nerviosa. Algunos tranquilizantes hicieron su efecto y en la tarde de ese
lunes acudieron a entrevistarse con un amable miembro del C.N.P, para ofrecerles
una importante información.
Claudio y
Amara (ha recuperado el nombre que le pusieron en la pila bautismal) viven y
gozan de una esperanzadora unión, presidida por la ansiada y serena felicidad. Eva
también sonríe. Pronto serán tres hermanas. -
AMARA Y OFELIA, EN EL CAMINO
DE LA NORMALIDAD
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra.
de la Victoria. Málaga
26 noviembre 2021
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