viernes, 26 de noviembre de 2021

AMARA Y OFELIA, EN EL CAMINO DE LA NORMALIDAD.

Detrás de cada imagen, de cada comportamiento, de cada persona, podemos imaginar o descubrir inesperadas historias, más o menos insólitas, atractivas o sorprendentes, para nuestra necesidad de conocimiento y práctica de la reflexión. Pero no siempre resulta fácil el acceso al trasfondo de esas historias pues, en la mayoría de los casos, hay contenidos que permanecen celosamente ocultos, en base a esa privacidad o misterio que todos construimos, de una u otra manera, en la nebulosa individual de nuestra existencia.

El matrimonio de Claudio con Martina se había roto, tras dieciséis años de normal convivencia. Él tenía 29 años y ella 26, cuando llegaron ante el altar eclesial. De este enlace nació una hija, Eva, que en la actualidad alcanza los doce años, en su plena y vital adolescencia. El ambiente familiar durante esa etapa de unión estuvo presidido por una rutinaria normalidad. Claudio ejerce como miembro de una empresa privada de seguridad, prestando servicios en centros comerciales, entidades bancarias o en actividades lúdico/deportivas. El trabajo diario de Martina está centrado en una empresa de seguros, en donde se aprecia y valora su facilidad de comunicación y convicción para la atracción de la necesaria clientela. Su hija, en esa difícil edad de la pubertad, hace su vida, con los avatares diarios de sus compañeros y amigos.

Esta normalizada relación familiar se truncó drásticamente una esclarecedora noche, en que Martina puso en conocimiento de su marido la relación que en secreto mantenía con Saúl, el director de zona en la empresa aseguradora donde trabajaba, vínculo afectivo que estaba a punto de cumplir su primer año de fructífera y recíproca atracción. Estaba embarazada, a sus treinta y nueve años, del apuesto y apasionado ejecutivo empresarial, muy eficiente en su trabajo organizador y “reproductor” pues ya tenía tres hijos en su anterior matrimonio. Esa infidelidad era de conocimiento público en la aseguradora, aunque como tantas veces ocurre, Claudio, fue el último en conocer el comportamiento secreto de su esposa. Para sorpresa de muchos, e incluso de Eva, la desestructuración familiar se hizo de manera bastante “civilizada”. Eva se fue a vivir con su madre a ese su nuevo hogar, aunque los ex cónyuges acordaron que dos fines de semana mensuales los pasaría junto a su padre, al que su fortaleza anímica inicial se fue paulatinamente resquebrajando, a medida que la soledad hacia mella en su rutinario comportamiento diario. 

En el bloque donde esta ubicada la vivienda de Claudio, zona del barrio de la Victoria malacitano, hay un piso, el 4º B, que desde hace años tiene variados inquilinos, pues los dos hijos del matrimonio propietario (ya fallecidos) alquilan el inmueble para diversos períodos de estancia, a precios atractivos. La vecindad suele denominar a esa propiedad el piso de los transeúntes, aunque también otros lo denominan “el de los estudiantes”, ya que muchos universitarios alquilan alguno de sus cuatro dormitorios, entre octubre y junio, para residir durante su período escolar. Cuando llega el verano, la vivienda es solicitada por turistas nacionales y extranjeros, para pasar cortos períodos vacacionales (semanas o quincenas) debido a su estupenda ubicación con respecto a la playa o el centro monumental de la ciudad. Todo este trasiego de inquilinos repercute en anécdotas y también en quejas vecinales, debido al ruido o el comportamiento que muchos residentes juveniles realizan en esa vivienda, en la que “celebran” fiestas, saraos, guateques y reuniones, en las que el comportamiento de residentes y visitantes deja bastante que desear. Las quejas que el presidente de la comunidad transmite a Hilario y Adriana, los actuales propietarios del inmueble, han llevado a éstos a buscar y seleccionar alquileres de una mayor estabilidad temporal, a través de la empresa inmobiliaria que se encarga de organizar dicha función administrativa.

Después de habitar el inmueble ruidosos estudiantes sudamericanos, modestos actores de teatro (esos cuyos nombres no aparecen en las revistas semanales del corazón), un silencioso y taciturno sacerdote, que apenas salía del piso durante el mes de su estancia, una pareja de origen chino, que esperaban un visado para trasladarse a un país que nunca concretaban, llegó una nueva inquilina, mucho más estable, pues había firmado un contrato anual prorrogable, siempre que ambas partes (propiedad y residente) estuviesen de acuerdo en el mantenimiento del alquiler. Venía sola y por la pronunciación (en las no abundantes frases que intercambiaba, por ese espacio para la relación social que es el ascensor y el portal del inmueble) no era desde luego andaluza, tal vez castellana. Había elegido este alquiler por estar amueblado en lo básico, su centralidad en la ciudad y al tiempo la proximidad de las vegetales colinas de Gibralfaro, con sus atrayentes y aromáticos pinares, a poco de caminar unos centenares de metros hacia la suave orografía del Camino Nuevo. Por supuesto que los Montalva, propietarios del 4º B, cada vez que había cambio der residente, enviaban a la señora Mariana, quien a pesar de sus años mostraba un vitalismo admirable para dejar todo reluciente en la limpieza y orden que con presteza efectuaba.

Ofelia es su nombre. Desde un principio, esta bien parecida mujer, cercana a cumplir la cuarta década en su cronología, mostraba una fuerte privacidad, evitando intimar con los demás vecinos del ya vetusto inmueble de la calle Ferrándiz. Los más inquietos en la observancia saben que la nueva inquilina trabaja en hostelería, pues en ocasiones la han visto llevando sobre su cuerpo una camiseta con el logotipo de cafetería, chocolatería y confitería donde trabaja, The waves´garden, en la zona urbana de Teatinos. Ciertamente Ofelia tiene horarios alternados, en ese suculento centro restaurador donde presta sus servicios. Hay semanas que cumple el horario de 8 a 15 horas, mientras que en otras tiene turno de tarde, hasta las 22 horas. Por la naturaleza del establecimiento, que no cierra día alguno durante la semana, ella ha elegido descansar el lunes, aunque también tiene derecho a gozar de alguna mañana o tarde más de descanso, en función de las necesidades del negocio. Cuando los horarios son incómodos para su hábito alimenticio, suele dejar preparada la comida durante las noches y esto se sabe por los aromas que emanan desde su cocina, cuando la vecindad está normalmente delante del aparato de televisión, disfrutando y dormitando la sobremesa.  

Cierta noche, en otoño, cuando Claudio volvía de su trabajo de vigilancia en un macrocentro de material deportivo, se encontró en el portal del inmueble con la usualmente silenciosa nueva vecina, que vestía una simpática (por sus colores y estampados) bata de casa. La apariencia de Ofelia era indisimulablemente nerviosa, ante algún problema que puntualmente le afectaba. Tras el saludo cordial, le preguntó si se encontraba mal.

“Gracias, vecino, es que tengo un problema. Bueno, un problemón. Llevo aquí casi media hora y no sé que hacer. Me he dejado las llaves dentro del piso, pues había bajado a echar la bolsa de la basura en el contenedor. El caso es que he tirado de la puerta, pensando que llevaba el llavero conmigo. Ahora resulta que no puedo entrar en mi piso. Y como los errores, a veces, no vienen solos, también me he dejado el móvil encima de la mesa. Son las once menos veinte. A estas horas de la noche, la agencia de alquiler estará lógicamente cerrada. Y la tarjeta que me dieron los señores de Montalva, los propietarios, la tengo en el billetero que, como te puedes imaginar, no lo llevo conmigo. La verdad es que la situación es complicada. La verdad es que en algún momento he pensado en dejar alguna llave a alguna vecina, para estos casos, pero… son cosas que se van también dejando de un día para otro y no se hacen”.  

“¿Has cenado, Ofelia? Bueno, tenía la mesa puesta, pues he vuelto tarde del trabajo. Pensé que bajar la bolsa de los residuos sólo me iba a llevar unos minutos y no lo quería dejar para más tarde. Todo se me ha torcido de la manera más necia”. “Y como se llama la empresa inmobiliaria…” “Tiene el nombre de New Buildings”.

A través del móvil de Claudio, hicieron un par de llamadas, pero esta empresa no tenía teléfonos de seguridad, lo cual era previsible. Nadie recogió las repetidas llamadas. “Pienso que lo mejor es llamar a algún servicio urgente de cerrajería. Así te podrán abrir la puerta del piso”. Tras frustrados intentos, con profesionales que citaba la página del Google, al fin uno se mostraba dispuesto a realizar el servicio, pero indicando que tardaría en llegar a la dirección solicitada, pues se encontraba en un chalet de las Chapas de Marbella, resolviendo un problema similar. Antes de las 12 de la madrugada no podría llegar, aseguraba el cerrajero.

“Pues esto es lo que hay, vecina Ofelia. Habrá que esperarle y piensa que te va a cobrar un servicio nocturno de urgencia”. La aturdida vecina estaba al punto de la crispación anímica. “Lo entiendo, mi presupuesto de este mes se va a ir al garete”. Tenía sus ojos cada vez más brillantes. “No te preocupes, que todo tiene solución. Hace frio, aquí en el portal. Podemos esperar al profesional en mi piso. Vivo, como tal vez sepas, en el 7º C. Como le he dejado mi número, llamará anunciando su llegada”.

Los dos vecinos subieron al piso de Claudio. Ya en la vivienda, éste preparó algo de cenar, invitando a la vecina a compartir ese alimento necesario, dada la hora: cuenco caliente de caldo de cocido, con fideos finos. Sandwich de jamón y queso. Pérsimon y aguacate con miel, para el postre, acompañado por una taza de infusión de Rooibós con canela. En un principio, hablaban más bien poco, aunque intercambiaban numerosas sonrisas. Trataban de disimular los nervios, aunque en el fondo les divertía la inesperada situación que ambos protagonizaban. La televisión, puesta con un volumen intencionalmente bajo, ofrecía un programa de variedades, aunque ninguno de los dos espectadores hacía caso a los contenidos emitidos. Simplemente ayudaba a disimular los incómodos silencios, aunque los dos vecinos intercambiaban una y otra vez el lenguaje de sus miradas. El cerrajero no llegó hasta las 12:40, un excelente profesional que abrió la puerta del 4º B sin dificultad en no más de tres minutos. La inquilina del mismo tuvo que abonar 75 euros, coste del servicio. La despedida de ambos vecinos fue muy cordial, reiterando Ofelia gracias efusivas, pues había comprobado la bondad del hospitalario vecino que residía tres plantas más arriba de su casa.

“Te has portado maravillosamente bien conmigo, Claudio. Esto no lo puedo ni lo voy a olvidar. Eres una gran persona. ¿Vives sólo?” “Bueno, mi hija Eva (tiene doce años) está durante la semana con su madre y la pareja con la que convive. Algunos fines de semana, mi hija los pasa conmigo y me hace algo de compañía, aunque ya va teniendo sus amigos del instituto y siempre tiene planes para el disfrute con ellos. Son las situaciones de la vida, a las que nos tenemos que adaptar, nos gusten más o menos”

“Tu también vives sola ¿Has alquilado el piso por mucho tiempo?” “Bueno, he firmado por un año, aunque creo que lo prorrogaré, pues está muy bien situado, a dos pasos del centro y a un precio con el que, aun no siendo barato, me puedo arreglar. Ciertamente, controlando mucho los gastos. Prácticamente la mitad de mi sueldo se me va en el alquiler. En la cafetería/confitería donde trabajo, me dejan algunas propinas, un verdadero “oxígeno” que me alivia y ayuda a sobrellevar el día a día”.

Ambos sonrieron y se dieron las buenas noches. Afuera, en la calle fría y desierta, las losetas de las aceras reflejaban con más intensidad las luces amarillentas de las somnolientas farolas. Había comenzado tímidamente a llover.

Unos días después, en la noche del viernes, Ofelia llamó en el timbre de su vecino. Tras el correspondiente saludo, un simpático y cordial ofrecimiento. ¿Te apetece cenar en casa, mañana sábado? Puedes venir con tu hija Eva … Claudio aceptó de inmediato, aunque le explicó que ese fin de semana Eva no estaría con él, pues había cogido un poco de fiebre “Estamos pasando un otoño bastante frío, así que son normales los catarros, con el ritmo de vida que lleva la gente joven, que no se abriga lo suficiente. Así que iré yo sólo. Te agradezco mucho el gesto. Los fines de semana es cuando peor sobrellevo esto de estar solo”.

Al día siguiente, tras cumplir su horario en el Centro Comercial, se pasó por el súper y compró una selección de frutas, que se la acomodaron y adornaron muy bien en una bandeja/cestillo de mimbre, ya que conocía a casi todos los operarios, compañeros de trabajo en la gran superficie comercial. Se encontraba bastante ilusionado ante la perspectiva de pasar una buena noche, con esa nueva y cordial amiga de la vecindad que, como él, no compartía su vida con nadie en esos momentos. Se esmeró en su aseo y el vestuario, a fin de causar una agradable impresión. Ofelia también se había preparado bastante bien, para ofrecer esa imagen atrayente ante los demás, presencia que los humanos no siempre nos preocupamos en preparar. La cena, enriquecida con una selección de música ambiental que hiciese más confortable la velada, fue todo un éxito, sobre todo por la sencillez y simpatía de los dos comensales. Unos entrantes de jamón y queso, un par de lubinas asadas, con guarnición de verduras caramelizadas, natillas caseras con trocitos de arándanos, mango y papaya, sin olvidad ese sabroso té con canela y unas pastas, para enriquecer el diálogo de sobremesa. Por supuesto que el cestito de frutas, primorosamente decorado, presidió la mesa con esa sonrisa continua que Ofelia nunca abandonaba, actitud correspondida por Claudio, que se sentía muy feliz por la gratitud, compañía y simpatía de esta buena vecina, que el destino había puesto en su vida.

Todo parecía ir recorriendo un camino perfecto, para el disfrute en esa tan grata noche, entre dos amigos solitarios cuando, de improviso, el semblante de Ofelia se fue inexplicablemente transformando. En su expresión fueron borrándose paulatinamente las palabras y sus ojos comenzaron a brillar, como antecedente de unas lágrimas que pujaban por mostrar su protagonismo. Claudio percibió al instante el cambio en la actitud de su vecina, de la que en realidad poco o nada conocía, salvos esos pequeños datos de los saludos cotidianos y el natural episodio de las llaves olvidadas, tres noches antes. Con las dos tazas de té ya vacías, como “invitados” anónimos de la pareja, le preguntó a su anfitriona, con suma delicadeza, si algo le ocurría. Soportando el silencio como respuesta, durante un par de interminables minutos, al fin su interlocutora, recuperando un tanto el autocontrol perdido, decidió ser explicita y sincera, compartiendo sus recuerdos.

“Perdóname Claudio, esta situación emocional me sobreviene en los momentos más inoportunos. Me ilusiono y animo, cuando creo haber controlado e incluso superado los nubarrones del pasado, pero los recuerdos y el miedo vuelven a ejercer su nefasta presencia y me trasladan a una realidad de la que intento huir, pero que siempre está ahí con su perversa amenaza. En mi vida hay un pasado turbulento, del que vengo huyendo desde hace prácticamente un año. No te quisiera amargar la noche, que iba siendo perfecta, pues eres la mejor persona que he conocido en años. Pero si me quieres escuchar, te explicaría una serie de retazos que han compuesto mi vida en estos pasados años…” Claudio solo pronunció tres palabras como respuesta, regalándole una tierna y comprensiva sonrisa: “Adelante, querida Ofelia”.

A lo largo de un largo tiempo, sin conciencia del minutaje aplicado u otro tipo de control horario, la vecina del 4º B fue confiando al receptivo vecino el esquema de su pasado, dura historia que explicaba su extraña presencia y actitud en esta nueva ciudad para recomponer su vida. Le habló de un enlace matrimonial celebrado cuando ella tenía 38 años, que trataba de restañar la carencia de suerte con el amor y que diera paso a esa siempre apetecible estabilidad familiar. No conocía bien a la persona que la “engatusó” deslumbró e ilusionó en profundidad. Contrajeron matrimonio por la vía civil, pues él no era proclive, decía, a ceremonias religiosas. En realidad, estaba separado de un vínculo anterior, sobre el que había ejercido maltrato psicológico y físico, comportamiento que deseaba y prometía superar y olvidar. Aunque manifestaba que se ganaba la vida como agente inmobiliario, el dinero que con tanta alegría manejaba procedía de negocios sucios y delictivos, vinculados a la mafia del tráfico de estupefacientes. Ella, una mojigata de toda la vida, apoyada y resguardada bajo la falda afectiva de su madre, una anciana con achaques varios debido a su muy avanzada edad, se sintió atrapada, “prisionera” en el temor, ante un hombre que no conocía en su interioridad y al que fue paulatinamente temiendo por las amenazas, violencias y crueles comportamientos que recibía, y que sólo la necesitaba para la atención material del servicio casero y para la satisfacción sexual. No se atrevía a ir a la policía, porque el miedo podía más en ella, que la inteligente racionalidad. Se sentía como prisionera, explotada y constantemente amenazada.

Pero hacía más de un año en que, aprovechando una breve ausencia del marido maltratador, tuvo al fin el acierto y la valentía de emprender la huida, desde su Ciudad Real natal, recorriendo diversos pueblos y ciudades castellanas y andaluzas, hasta recalar en Málaga, escudándose siempre en el anonimato de sus datos personales. Incluso en un Registro Civil le cambiaron, bajo petición, su nombre natalicio, Amara, por el de Ofelia.

La reacción de Claudio ante este confuso panorama, que su desafortunada vecina le había hecho partícipe, fue todo un recital de caballerosidad, comprensión, cariño y ayuda total. A partir de esa afortunada noche, dos almas carenciales iniciaron una preciosa relación de amistad, cariño recíproco y cálida unión en la lucha contra la soledad que ambos soportaban, por diferentes razones y circunstancias. Así pasaron los días, las semanas e incluso meses, con la esperanza como luz guía, para recomponer esas páginas mal trazadas en sus modestas pero entrañables historias. A pesar de que Ofelia le había pedido que no acudiera a pedir ayuda a la policía, a fin de no remover su pasado, Claudio habló con un compañero de seguridad, que tenía un familiar próximo que ejercía como inspector del Cuerpo Nacional de Policía, contándole los datos básicos del caso. Un mes y medio después, la nueva y feliz pareja recibió una llamada del inspector Arriaga, que les citaba en la Comisaria Central de la ciudad.

Convenció a Ofelia de que tenían que acudir a la cita, aunque esta se descompuso en una crisis nerviosa. Algunos tranquilizantes hicieron su efecto y en la tarde de ese lunes acudieron a entrevistarse con un amable miembro del C.N.P, para ofrecerles una importante información.

“Cuando mi cuñado me puso al corriente de este caso y encareciéndome que le prestara toda la dedicación, dada la amistad que mantiene con Vd. Claudio, como compañero de la empresa de seguridad, me puse en contacto con policías especializados de Ciudad Real, a los que solicité información de este “personaje”. Les confirmo que desde hace cuatro meses se encuentra en prisión, a la espera de juicio por varios delitos contrastados contra la salud pública. Sra. Ofelia, ha de ser valiente y firmarme las agresiones, físicas y psicológicas, las amenazas y demás detalles que haya sufrido, perpetrados por el que aún es legalmente su marido. Le voy a dar el nombre de una asociación de ayuda y protección a la mujer, víctima de la violencia de género, que tiene un prestigioso y gratuito servicio jurídico, para que gestione la separación conyugal (como pienso que es su deseo) de ese enlace que tanto la ha hecho padecer. Señora, haga su vida con absoluta tranquilidad. No dude que la policía está velando, día y noche por su seguridad, como por la de todos los ciudadanos. Le aseguro que este delincuente no le va a hacer sufrir más”.

Claudio y Amara (ha recuperado el nombre que le pusieron en la pila bautismal) viven y gozan de una esperanzadora unión, presidida por la ansiada y serena felicidad. Eva también sonríe. Pronto serán tres hermanas. -

   

 

AMARA Y OFELIA, EN EL CAMINO

DE LA NORMALIDAD

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

26 noviembre 2021

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 
 

viernes, 19 de noviembre de 2021

AQUELLOS LEJANOS DOMINGOS DE NUESTRA INFANCIA.

Es una obvia realidad en nuestra existencia, la sucesión de los cambios que se van produciendo con la evolución del tiempo histórico. Las personas y la sociedad en la que convivimos es todo un cosmos cambiante, que necesita y se esfuerza por modificar y mejorar lo que hasta ayer era aceptado y aplaudido. Otra cosa será la conveniencia, la reflexión y la rapidez que se impriman a esos cambios, pues no siempre lo nuevo va a ser mejor que lo anterior, atendiendo a la cronología, a la urgencia y al lugar. Podemos aplicar el sentido de esta introducción teórica a cualquiera de nuestras realidades vitales, una de ellas es la significación del domingo.

Ese séptimo día de la semana, dedicado por su íntima naturaleza al descanso de todo el trabajo desarrollado y acumulado entre lunes y sábados,  no siempre ha tenido la misma consideración y aplicación por parte de los ciudadanos que conforman las colectividades sociales.  Aplicando la experiencia y el conocimiento de nuestra memoria, observamos que hoy día los domingos no son iguales a los que conocimos en tiempos de nuestra ya lejana infancia. Para ello nos tenemos que retrotraer a la década de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria.

A  nivel escolar, no sólo había que contar con este día “vacacional” sino que había una media jornada más en la que no tenía que ir al colegio. Solía ser el jueves por la tarde, aunque luego se trasladó al sábado tarde, a fin de unir este descanso al del domingo, para el mayor protagonismo de la unión familiar. Centrándonos ya en la jornada dominical, hay que explicar que la mayoría de los comercios estaban completamente cerrados al público. Sólo algunas cafeterías, bares y restaurantes abrían sus puertas ese día, a fin de atender a la clientela que acudía a los mismos vestida “de domingo”, es decir,  con ropa limpia y diferente a la utilizada en el resto de la semana. En el caso de losa hombres, esa “respetabilidad” que daba el traje de chaqueta y corbata, completado de sombrero para las clases más acomodadas. En el caso de las mujeres, el uso de la falda era una norma general, pues no estaba bien visto el uso de pantalones para ellas. E incluso durante el verano, la mujer había que ser recatada en mostrar ante los demás, partes “no convenientes” de nuestra estructura corporal. Signo de respeto era usar velo o mantilla para entrar en los templos.

Habría también que recordar que algunas empresas (ajenas a la restauración) que necesitaban que sus operarios trabajasen los domingos, petición debidamente motivada, tenían que solicitar un permiso especial, al que se adjuntaba una autorización expresa del Obispado de la ciudad, documento que había también que solicitar previamente.

El aseo fundamental de los cuerpos  durante la semana se llevaba a efecto especialmente durante los domingos. Había que ir bien limpio a escuchar la misa y lo bien visto es que fueran juntos todos los miembros de la familia. Era lo ideal y conveniente. Signo de respetabilidad y devoción, es que se confesara y se comulgara en el oficio litúrgico, cuyas hora nuclear era la misa de 12, en la que el párroco de la feligresía predicaba y explicaba el evangelio del día.  Una vez finalizada la celebración y tras saludar a los amigos y convecinos, era usual que el padre comprara el periódico local del día, normalmente prensa controlada por el Movimiento Nacional, aunque algunos se permitían el gasto de adquirir también el Marca, para estar al día en las noticias deportivas. Hay que explicar que los diarios editados en Madrid no podían llegar a los puestos de periódicos en la mañana del domingo, por lo que habría que comprarlos el lunes. Más adelante, las empresas de prensa editaban la edición del domingo en el sábado, para que el tren correo los pudiera llevar a los distintos puntos de nuestra geografía  en esa mañana festiva del fin de semana. El uso del avión para el traslado de la prensa simplificó lógicamente estos tiempos para el transporte. Después de asistir a la celebración religiosa, la familia solía dar algún paseo y acudir a tomar algún aperitivo con tapas, que para los niños sería el correspondiente refresco gaseosa de naranja o limonada.

En este contexto hay que añadir que muchos colegios de titularidad privada, con el ideario del nacional catolicismo, imponían a sus alumnos la obligatoriedad de asistir a la misa dominical colectiva escolar, normalmente a las doce del medio día. Determinados escolares llevaban las listas de sus compañeros y se encargaban de “apuntar” a los que asistían a dicha celebración. Los que no podían alegar motivo fundamentado para su inasistencia a la misa del domingo, eran castigados  para quedarse en el centro una hora más en la tarde del lunes, tiempo dedicado al estudio y vigilado por un profesor de guardia. Había que buscar y comprobar que el compañero te había apuntado, para evitar problemas al día siguiente en el colegio. Al igual que la misa dominical, había que seguir la práctica de los primeros viernes de cada mes, con la comunión correspondiente y en tiempos previos a la Semana Santa, asistir a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, adaptados para la mentalidad propia de críos preadolescentes. Sería innecesario indicar que en estos años no se aplicaba la coeducación a las aulas, luego por tanto había centros para alumnos masculinos o para niñas alumnas. 

Y llegaba la tarde del domingo. La fase vespertina del día de “la fiesta del guardar” tenía un claro protagonismo para el fútbol. El “cabeza de familia” podía acudir al estadio para presenciar el partido de una manera directa, con la costumbre inveterada del cigarro puro en las boca o bien quedarse pegado a la radio para escuchar la crónica al minuto de los partidos desde los distintos campos de juego, con un programa líder como era Carrusel deportivo de la cadena SER. Junto a esa radio, que era la distracción para toda la familia (con sus programas de radionovelas, informativos o discos dedicados) el papá tenía junto así la correspondiente quiniela  (del patronato de apuestas mutuas deportivas benéficas) con el 1, X, 2, anotados en los casilleros de cada partido, que  indicaba la victoria, el empate o la perdida del partido para el equipo anotado en primer lugar. Si acertabas los catorce resultados podías hacerte con un buen dinero. La ilusión también era acertar una quiniela de 13 resultados o de doce (en una etapa ya posterior a esas décadas). Los hijos que compartían con sus padres estas emisiones radiofónicas deportivas, se sabían de memoria las alineaciones básicas de los principales equipos de primera división y coleccionaban cromos o estampas con las fotos de estos astros del balompié.

Mientras el padre seguía con la emoción de su fútbol, los niños hacían todo lo que podían para que se les diera las pocas pesetas que costaba una entrada para un programa doble, en uno de los grandes cines de barrio, repartidos por los distritos de la ciudad. Obviamente en aquellos años cincuenta y principios de los sesenta no había televisión en casa. Las primeras emisiones de televisión llegaron a Málaga en 1961 y sólo poseían monitores de televisión algunas familias de cierto poder económico, además de los bares y cafeterías, para atraer público a sus establecimientos. Por tanto, la mayoría de los niños se refugiaba en el milagro de gran pantalla. Había que ir al cine. Era la gran distracción de la tarde dominical.

Aquellas grandes salas cinematográficas, pobladas de centenares de no muy confortables butacas (en Málaga, no olvidamos los nombres del Capitol, Duque, Plus Ultra. Moderno, Avenida, Royal, Cayri Cinema, Málaga Cinema, Principal, Excelsior, Andalucía, Victoria, Alameda) programaban cinco sesiones para sus espectaculares programas dobles, comenzando a las tres de la tarde y finalizando en la sesión de las 11. El niño que tenía la suerte de comprar su localidad (no eran, por supuesto, localidades numeradas, salvo en los cines para el público “acomodado” en los económico: Goya, Echegaray o Albéniz) disfrutaba la visión de las dos películas  que duraban hasta las siete de la tarde. A partir de esa hora se quedaba en la sala para ver parte de la primera película otra vez, tanto si tenía permiso para ello, como si no, aunque ello le supusiera el correspondiente castigo para cuando llegase tarde a casa. Eran películas con una deficiente calidad en el celuloide, pues las cintas habían sido proyectadas decenas de veces por los cines de estreno y reestreno. Tenían numerosos “cortes” en la continuidad de la proyección., interrupciones que provocan los consabidos silbidos y sonrisas entre los espectadores. Las del Oeste y las de policías y delincuentes eran las más apreciadas, aunque también las cómicas y de “risas” tenían un público incondicional. Todas las películas poseían una calificación moral, decidida por la comisión eclesiástica del episcopado. Dicha valoración y datos sobre la película, en forma de hojillas de papel, estaban expuestas sobre unos tablones de anuncios en las puertas de los templos. Cada ficha estaba presidida por una numeración: 1 Todos, incluso niños. 2 Jóvenes. 3 Mayores. 3R Mayores con reparos. 4 Gravemente peligrosa. Ver una película con una calificación de 4 suponía un grave pecado, que tenías que confesar. En general, los porteros de las salas cinematográficas tenían “mano ancha” para permitir el pase a todo tipo de personas, sea cuales fuere su edad. Especialmente en los “cines de barrio”. Por último añadir que, tras el pago de la entrada, tenías que reservar alguna peseta para comprar chucherías, que se vendían dentro de la sala, entre una y otra película, cuando las luces estaban encendidas: paquetes de “rosetas” (palomitas de maiz), avellanas, paquetes de pipas de girasol, caramelos, chicles, regaliz y esa voz tan amena de los vendedores con sus bandejas colgadas en el pecho diciendo: “oranges y gaseosas”. Cuando llegaban las estaciones de primavera y verano, el cine lleno de los domingos alcanzaba temperaturas notablemente elevadas, por lo que además del abanico y pay pay, tuvieron que instalar unos pequeños ventiladores, que lo único que provocaban era el movimiento del aire viciado con todo el contenido de los centenares de respiraciones. En los cines de barrio, las pulgas y las chinches hacían su ingrata labor, sobre los muslos y pantorrillas de los más jóvenes.

A pesar de todo lo expuesto, cada cual volvía a casa feliz y contento, por haber tomado “empatía” con los míticos y admirados héroes de la película. El niño se sentía como esos valientes policías que “cazaban” a los malvados ladrones, como los aguerridos vaqueros con sus pistolas al cinto, que con tanta destreza y rapidez desenfundaban y tan bien sabían disparar, como esos actores que con maestría nos hacían reír o llorar y como esos amantes cuyos besos (si no estaban cortados) y actitudes te generaban unos emociones y sentimientos que hacían preguntarte si habrías de confesarlos al cura antes de la próxima comunión.

Ya en las postreras horas de ese domingo que finalizaba, caías en la cuenta de los cansinos deberes no resueltos o de esas lecciones no estudiadas, obligaciones de las que tendrías que dar cuenta en esa terrible mañana del lunes, en la que todo volvería a comenzar, al igual que la semana pasada, al igual que esa semana que de nuevo llegaría. A papá no le había tocado la quiniela, se había quedado con solo 8 resultados acertados, pero el buen hombre se sentía feliz porque su equipo del alma había sacado un trabajado empate en el Metropolitano. Mamá ya tenía preparada la cena y con interés y ternura te preguntaba como había ido la película. Ella había pasado la tarde tendiendo la ropa, planchando con la “cantinela” de la radio puesta a todo volumen para el resultados de los partidos. La ilusión para ella estaba puesta en mañana, cuando tras el desayuno y con la olla puesta a fuego lento, para el potaje o cocido del día, daría ese relajante  y liberador paseo hacia el mercado para hacer la compra necesaria.

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Domingo por la tarde, a comienzos de los años sesenta, en una localidad de nuestra variada y rica geografía. Susana, hija única del matrimonio formado por Eladio y Rosa, ha quedado citada con su íntima amiga de colegio, Begoña, para dar un paseo a partir de las cinco y media de la tarde. La estación primaveral hace apetecible los recorridos por diversos itinerarios de la ciudad, que tienen como punto de encuentro ese final de calle Larios, que desemboca en la tradicional Plaza de la Marina. Ambas compañeras de clase, que tienen en la actualidad doce años, asisten durante la semana a un colegio religioso en el que cursan tercero de bachillerato. La confianza recíproca de ambas chicas es bastante intensa, pues se conocen desde hace años, cuando eran alumnas de Primaria en la misma institución docente. Ahora se encuentran en esas edades de la adolescencia, con cambios hormonales y de carácter que permiten la entrada en la fase evolutiva de la pubertad.

Desde pequeñas el trato de las dos amigas han sido como si fuesen  hermanas, aunque la situación socioeconómica de una y otra familia a la que pertenecen es un tanto diferente.  El padre de Begoña, Mauricio, es propietario (junto con otro socio) de una gestoria que lleva la estructura administrativa de decenas de empresas repartidas por toda la capital y por numerosos municipios de la provincia. Ello le reporta importantes beneficios al final de cada mes. Por el contrario el padre de Susana, Eladio, trabaja sirviendo copas detrás de la barra de consumición, en un quitapenas situado por la zona del mercado de Atarazanas, establecimiento que tiene una fiel clientela  diaria.

Las dos jovencitas decidieron aquella cálida tarde dirigirse hacia el puerto, con la meta de llegar hasta la Farola. Al final se sentarían en uno de los bancos de madera, siutuados detrás de la Residencia militar y el Club Mediterraneo, para contemplar sentadas el bonito atardecer, con los rayos dorados del sol brillando sobre las plácidas aguas de la bahía. Como ya era usual cuando salían de paseo, Susana solía aportar al fondo común un paquete gigante de pipas de girasol con sal, mientras que Bego era la encargada de llevar los chicles, el regaliz y los caramelos, chucherías con las que disfrutaban mientras se contaban los últimos chascarrillos, en los que ya aparecían algunos chicos con los que habían intercambiado miradas, risas y alguna que otra frase nerviosa, temáticas muy propias de esa maravillosa edad que ambas tenían.

Pero esa tarde de mayo Susana estaba menos expresiva de lo que en ella era habitual. Bego era la que aquel día llevaba el protagonismo de la conversación, con temas tan importantes para “intercambiar” como ese primo de Meli, que en su cumpleaños le pregunto cómo se llamaba y al que había vuelto a encontrar en la puerta  de una papelería,  cuando el chico salía de comprar cartulina para preparar un mural relativo a la fiesta del Corpus. En esa narrativa estaban, cuando Susana la miró a los ojos y con rostro serio dijo a su amiga que tenía algo que decirle.

“Bego, te tengo que contar un secreto. Ocurrió la noche del jueves. Mi madre estaba preparando la cena, cuando se dio cuenta que se nos había acabado el pan en casa. Sólo quedaba un trocito de barra que había sobrado del mediodía. Como había cocinado un guiso de carne en salsa, no teníamos con qué mojar. Ya sabes que por la noche comemos las dos solas, porque mi padre no vuelve de la taberna donde trabaja antes de las once. Entonces me pidió que fuera a casa de Amalio, el de la tienda, que tiene abierto hasta las 9 y media y comprara una barra de pan de Viena, para que cuando llegara mi padre no se encontrara sin pan. Ya te he explicado lo comilón que es. Cuando volvía con la barra, quise pasar cerca de la taberna, EL VASO DE TINTO, en donde suponía estaría mi padre. No pensaba entrar dentro, pues me tiene prohibido hacerlo, cosa que entiendo, pues allí hay gente con mas copas de la cuenta y que están medio borrachas. Miré desde la puerta y no lo vi detrás de la barra. Entonces seguí mi camino hacia casa. Pero al pasar por el Muro de las Catalinas, vi a lo lejos una figura en la que reconocí a mi padre. Iba junto a una señora muy bien arreglada, con su bolso y todo, a quien yo no conocía. Lo que más me extrañó es que los dos iban cogidos de la mano. Caminaban muy sonrientes. Menos mal que no me acerqué, porque me habria dado mucho corte. Así que fui como siguiéndolos, a distancia. Cuando llegaron a la plaza, se despidieron... y ahí vino lo peor.” ¿Pero qué ocurrió, Susana?  Es que… se dieron un largo beso en la boca.”

“¿Y se lo dijiste a tu madre? No, no me atreví. Es que no sé lo que hacer. Te lo cuento porque eres mi mejor amiga de siempre. Pero desde esa noche no me encuentro muy bien. Yo nunca había visto a esa mujer.”

Era un domingo más, en aquellos ya lejanos años sesenta, bajo el prisma narrativo de un niño y una niña. Esos días festivos, que completaban el discurrir semanal, eran bastante diferentes a los domingos actuales, por la evolución natural de los tiempos. En realidad, muchos de los domingos no se diferencian hoy de los restantes da que concretar expresando una sola palabra: diferentes. domingos no se digferencias a evoluciías de la semana. Se han ido perdiendo muchos hábitos y costumbres, en ese séptimo día para el descanso ¿Eran mejores, peores, carecían de encanto? Habría que concretar la respuesta expresando una sola palabra: diferentes. Pero los recuerdos están ahí. Y es bueno que permanezcan indelebles en nuestras memorias. -

 

 

AQUELLOS LEJANOS 

DOMINGOS

DE NUESTRA INFANCIA

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

19 noviembre 2021

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