Este
asiduo visitante de la estación de ferrocarriles malacitana llevaba siempre
colgada en su hombro derecho una muy usada bolsa de cuero o mochila. El
colorido original beige claro de la mochila se había oscurecido intensamente
por el paso del tiempo, tomando ahora un cromatismo marrón intenso que hacía
ganar en prestancia al muy útil complemento. Del interior de esa gran cartera
su dueño extraía y usaba, en distintos momentos de la mañana, diversos
elementos para su necesidad, como un pequeño botellín de agua, una libreta o
bloc donde anotaba y escribía algunas frases, las hojas de prensa que se
reparten gratuitamente en puntos estratégicos de la ciudad y también esos
alimentos que ayudan a “picar” entre las comidas, como manzanas, frutos secos o
algún que otro caramelo.
Al peculiar personaje se le veía “feliz” con lo poco que hacía. Simplemente
se limitaba a observar, con prudente delicadeza, a los cientos de personas que
por este espacio público transitaban, “distrayéndose” con los movimientos y
actitudes que adoptaban. La inmensa mayoría de esas personas objeto de su
observancia eran, lógicamente, los usuarios del tan eficaz medio de transporte,
quienes acudían presurosos, o con una mayor lentitud, para consultar las
pizarras digitales, resolver algún problema de sus viajes, comprar los billetes
necesarios o pasar por el punto de la vigilancia donde se comprobaban o
analizaban sus enseres y pertenencias, antes de que entraran en la zona
específica de vías y trenes. Esos mismos pasajeros utilizaban también otros
muchos servicios que estaban ubicados en el modernizado recinto ferroviario,
como eran las numerosas cafeterías y restaurantes, las tiendas de todo género,
especialmente las franquicias para la ropa, los regalos, las confiterías y
chucherías para los niños y, por supuesto, la venta de libros, periódicos y
revistas para la distracción y el entretenimiento. En algún momento este señor
“que venía todos los días a la estación” se levantaba de su asiento y caminaba
lentamente, recreándose con todos los detalles que por allí obviamente
abundaban. Esos minutos dedicados al desplazamiento por las instalaciones
Anselmo los efectuaba preferentemente en los momentos fijados para la llegada
de trenes y también para la salida de éstos, camino de sus respectivos
destinos.
Uno
de los vigilantes de seguridad llamado Roque Aldana,
que prestaban servicio en estas populares y densificadas instalaciones, hacía tiempo que venía observando los movimientos
de ese habitual visitante que no molestaba a nadie y que se comportaba
correctamente, tanto cuando estaba sentado en alguna de las dependencias, como
cuando paseaba tranquilamente por los espacios comunes de la estación. Además,
su apariencia era del todo correcta: se le veía aseado en su cuerpo, vestía con
una cierta elegancia y de esa mochila que colgaba de su hombro sólo extraía
algunas frutas para comerla, el periódico gratuito que a veces leía y algún que
otro caramelo para su necesidad. Formalmente no se le podía llamar la atención
por algún comportamiento inadecuado, pero … era indudable la extrañeza que
provocaba su extraña figura. Sin embargo, el vigilante decidió una mañana
acercarse a Anselmo, tratando de averiguar qué había detrás de su presencia
diaria en la estación. Con la necesaria corrección se le acercó, planteándole
las dudas que tenía acerca de su permanencia allí durante cada uno de los días.
Le aclaró que estaba cumpliendo con la obligación que tenía encomendada, pues
no entendía el extraño y rutinario comportamiento que observaba en su
interlocutor. Anselmo sonrió con la
mayor serenidad y respeto, mostrando su disposición a explicarle al agente el
por qué pasaba allí casi todas las mañanas y algunas de las tardes. Le pidió al
miembro de la seguridad si le apetecíay podía compartir un café, a lo que
Roque, con la mayor comprensión accedió.
“Entiendo
que pueda resultar un tanto incomprensible este mi proceder. Pero todo deriva
de una situación personal, que trataré de sintetizarle. Durante mi etapa laboral, he prestado
servicio en una empresa conservera de pescados, que tenía su sede principal en
el territorio británico de Gibraltar, aunque nuestro domicilio familiar estaba
ubicado en la Línea de la Concepción. Cuando me llegó la jubilación (hace de
esto unos cinco años) Delia, mi mujer, me pidió
que nos viniéramos a vivir a Málaga, a un pisito que estaba vacío y que era
propiedad de su madre, que había fallecido dos años antes. Desde hacía tiempo
no llevaba bien determinados comportamientos sociales en la ciudad en que
habíamos residido durante unas cuatro décadas. Así que nos trasladamos a esta
bella capital con toda la ilusión del mundo. Pero entonces comenzaron a llegar
negros nubarrones a mi vida. Se unieron dos grandes malos tragos, que hicieron
muy amarga mi existencia. El más importante fue que al poco de venir a Málaga,
se me fue la que había sido mi fiel y querida compañera. El muy duro trance de
perder a Delia no lo he superado. Y a ese dolor hay que unirle la vida de
jubilado, que sigo sin saber organizar. Yo era una persona en extremo activa y
que casi siempre estaba ocupado. Ahora, con todo el tiempo libre y la soledad
anímica de la persona que más quería, la vida en soledad se me hace un mundo
poder sobrellevarla. El vivir solo, mental y anímicamente, te arrasa.
Tuvimos
una hija en nuestro matrimonio, Desiré. Pero
ella tiene la vida organizada, con su marido e hijo, muy lejos de aquí. Allá
por la región gallega. Bueno, pues abreviando. Lo he pasado muy mal,
sobrellevando a duras penas esta amarga situación, para la que incluso los
comprimidos hacen cada vez menos efecto. Y entonces aquí llega la clave de una
inesperada y esperanzadora ayuda, que no solución, por supuesto.
Hace
unas cuantas semanas, caminando sin rumbo fijo, entré en las instalaciones de
la estación. Percibí que este alegre y “bullicioso” ambiente, que se palpa por
todos los rincones, debido al movimiento continuo de pasajeros que llegan o se
van, me ayudaba positivamente en el ánimo. Me sentía menos solo. Más que las
tiendas de regalos, las cafeterías y los restaurantes, lo que más me agradaba
era estar rodeado de muchas personas. Compartir vivencias, como ese nerviosismo
afectivo, de los que esperan la llegada de algún familiar, el reencuentro
emocional que se produce con los abrazos, besos e incluso lágrimas, entre los
que llegan y sus amigos y familiares que esperan. Esa preciosa imagen siempre
es emocionante y de carácter enternecedor. También me emocionan las
sentimentales despedidas, con esas palabras de ánimo que se cruzan unos y
otros, prometiendo una próxima vuelta. Los mímicos saludos que se mantienen
hasta en la lejanía, resultan ¡cómo no! la mar de entrañables. Añadamos a estas
vitales sensaciones todo ese proceso de la gestión con el equipaje, las prisas,
el estrés ante los horarios… ese popular ambiente me distrae, me tranquiliza,
me sosiega. Parece mentira, pero al fin he dado con la fórmula, para compensar
a mis años el pathos de la soledad. En definitiva, esa es la razón por la que
vengo aquí cada día. Esta “convulsa y vibrante atmósfera, por extraño que
parezca, me alivia en mis pesares”.
Roque,
el guarda de seguridad, lo escuchaba verdaderamente ensimismado. En el
personaje que tenía ante sí veía mezclada una espléndida convicción, no exenta
al tiempo de una inevitable extrañeza en cuanto a su peculiar comportamiento.
Por raro que pareciera su proceder, este señor no estaba haciendo mal a nadie,
Y allí encontraba algo de positiva terapia para la agreste soledad individual y
colectiva de su vida.
A
partir de este primer contacto, Roque y Anselmo charlaban un ratito cada uno de
los días en que coincidían, por el horario laboral del guarda de seguridad.
Ambos compartían anécdotas más o menos interesantes, vinculadas a sus
respectivas profesiones. Concretamente Roque le explicó, una de las mañanas,
acerca de un departamento que muchos usuarios apenas conocen, concretamente el
de los objetos perdidos. Enseres no sólo dejados olvidados en las dependencias
de la estación, sino también en el interior de los trenes.
“Te
asombraría, amigo Anselmo la cantidad y calidad de las cosas y objetos
personales que los viajeros se dejan olvidadas en el trajín de los
desplazamientos. Y no me refiero a las típicas pérdidas de los paraguas, los
móviles telefónicos, las gafas, las bolsas de mano o los monederos. En
ocasiones aparecen, en los lugares más recónditos, aparecen joyas, cartas
abiertas y sin abrir, tarjetas de memoria llenas de contenidos que pueden ser
en sumo importantes, preservativos y compresas, todo tipo de herramientas,
cajas con embutidos ibéricos, fotos en la intimidad de la alcoba y todo un
museo para los juguetes. En algunos casos, elementos personales difíciles de
explicar, como es el caso de unas bragas, slips y calcetines, todos ellos
repetidamente usados. Y lo más curioso del caso es que, en un elevado
porcentaje, dichas propiedades personales no se reclaman. Cuando transcurre un
tiempo prudencial, algunas de estas pertenencias se trasladan a la oficina
municipal de objetos perdidos y otras (las que estén en buen uso) se entregan
en centros asistenciales, de manera especial los alimentos sin abrir. Por
supuesto, hay algunos materiales que van
directamente a los contenedores de residuos, debido a su precario o inadecuado
estado”.
Un
viernes, Anselmo vio que su ya amigo Roque se acercaba a donde él se
encontraba, con la expresión del rostro bien sonriente. Le comentaba que su
única hija, Pamela, celebraba su catorce
cumpleaños durante el día siguiente, sábado. Y que por tanto tenía el gusto de
invitarle a un almuerzo que iban a tener en casa, acompañados de algunos
familiares y amigos. Anselmo dudaba en un principio, pues en modo alguno quería
provocar molestias. Pero viendo lo ilusionado que estaba este buen amigo,
aceptó la generosidad de la oferta. A día siguiente se presentó en el domicilio
del agente bien aseado y vestido, como era proverbial en él. La tarde anterior
había pasado por una joyería y había elegido una preciosa esclava ajustable de
plata, en la que había hecho grabar el nombre de la chica. Fue un almuerzo lleno
de alegría y sencillez, al que asistieron hasta nueve comensales. Pamela
agradeció con una angelical sonrisa el regalo que recibió del amigo de su
padre, pero sobre todo lo que más valoró fue el inesperado descubrimiento que
había hecho en los conocimientos de Anselmo. En el contexto de un divertido
comentario, Anselmo descubrió sus prácticos conocimientos del idioma inglés,
dado sus largos años de trabajo en Gibraltar. La chica, con esa sana
espontaneidad que tanto se agradece en quien la practica, le pidió ayuda, pues
como ella decía, “el listening y el speaking” (escuchar y hablar) se me da muy
mal ¿Me podrías ayudar a practicar algún ratillo durante los fines de semana?”
A
partir de aquel afortunado día, siempre puntual cada uno de los sábados a las
17 horas, Anselmo se presenta en el domicilio de Roque, para dedicar un par de
horas a dialogar, siempre en inglés con Pamela. No le importó, sino que
agradeció, que la mejor amiga de la chica, Alia, se incorporase a éstas útiles
prácticas, para la que no aceptó compensación económica alguna. Se sentía muy
feliz con una didáctica función, que en modo alguno habría sospechado
desempeñar.
La normalizada vida de Anselmo se había visto eclipsada, en la postrera etapa de su madurez, por dos circunstancias que le habían sumido en la depresión y en la angustia de la soledad. La muy dura pérdida de su compañera de toda la vida y esa fase de la jubilación, que no las personas saben organizar y administrar con el necesario acierto. Pero en esta ocasión, la suerte, el destino y su inteligente valentía para salir del marasmo, le pudieron mantener a flote en esas aguas embravecidas de la tempestad anímica. Y aunque parezca extraño, tuvo que ser en ese clima vitalista de una estación de ferrocarril donde Anselmo Nevales encontró los mimbres necesarios para ir tejiendo el insustituible soporte que le permitiera sentirse mejor, a fin de encontrar una justificación en ese camino rutinario que marca el curso de los días. Verse rodeado de personas, seres que mostraban su alegría ante la llegada de sus familiares y amigos, o ese adiós con sonrisa entristecida ante aquellos que se despedían, el trajín de la gestión viajera, con la dictadura de los relojes, las prisas, los controles, veces embargados en una acústica ensordecedora, donde los latidos individuales y colectivos marcan las notas del pentagrama musical, cuando aparece “corriendo” aquél que llega tarde y teme perder el tren o aquel otro que no encuentra su equipaje que ha perdido de vista… las “miles de tiendas” que lo venden “todo” y en donde a veces no encuentras “nada”, sin que falten en la cromática escenografía ferroviaria los avisos y consejos de la megafonía, que todos oyen pero pocos escuchan para la necesidad … todo ello acompañaba. Se sentía gratamente inmerso en un microcosmos ciudadano, nucleado alrededor de un medio insustituible para transporte: el tren, con mucho encanto y no menos historia.
Son
muchos los domingos en los que Roque y Anselmo juegan una partida de dominó
antes de compartir un confortable almuerzo familiar. Aquel extraño “paseante de
la estación” que se pasaba las horas deambulando por aquí o por allá, buscando
esa compañía anónima de los demás, tuvo la suerte de encontrar a otra buena
persona, que le supo escuchar y ayudar. Anselmo es ese buen amigo que tantas y
tantas familias, como la de Roque, Amanda y Pamela, muchas veces buscan y no
siempre saben o pueden encontrar. Y mañana lunes, siempre puntual, el contable jubilado
de la empresa conservera La Roca volverá a su otro pequeño mundo, nucleado
alrededor de una cosmopolita y alegre estación ferroviaria. -
TERAPIA AFECTIVA EN
UNA ESTACIÓN FERROVIARIA
José L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
03
septiembre 2021
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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