Aunque tenía previsto llegar a su destino en las
primeras horas de la mañana, un contratiempo imprevisto con el motor de
arranque de su vehículo hizo perder a Claudio Dalaria
un par de horas en la planificación prevista, para ese primaveral sábado de
abril. Un oportuno y rápido servicio de urgencia, para la mecánica del
automóvil, resolvió al fin lo que en principio no parecía una fácil avería. De
esta manera y aun con retraso pudo encaminarse, desde Segovia capital, hacia
Salamanca, utilizando la N 110 y la A 50, recorriendo en poco más de dos horas
y media los 170 km. distancia entre ambas ciudades castellanas. Desde la
monumental y sugestiva capital universitaria, hasta su destino previsto, tuvo aún
que recorrer otros 45 kms en un día fresco, pero a ratos gratificado por el sol.
Cuando al fin llegó al pequeño municipio salmantino de Alaraz,
era poco más o menos la hora del mediodía, escuchando el amistoso sonido de
unas campanas que debían ser de la iglesia de este pueblo con encanto (que le
habían recomendado visitar) y que no llegaba a los quinientos habitantes, según
una guía del viajero previamente consultada. El toque de campanas siempre le
había agradado y emocionado desde su niñez, pues consideraba que esa grave o
alegre acústica era indicador o señal de un solemne espacio religioso, con cuyos
sonidos ese respetado lugar reclamaba la atención entre la devota feligresía de
la zona.
Una vez aparcado su vetusto pero “encariñado” coche
Citröen 2CV sin el mayor problema, pues las calles estaban prácticamente vacías
de viandantes y vehículos, comenzó a caminar buscando la plaza principal del
pueblo y, por supuesto, ese templo del que partían los armoniosos toques
campaneros. Por suerte, en el cruce de dos calles silenciosas y cuando ya
finalizaban los sones del campanario, se encontró a una rolliza señora que
portaba una gran bandeja cubierta con un paño blanco, estampado con algunas
figuras geométricas de colores. Con delicadeza y aportando una necesaria
sonrisa se acercó a esa única mujer, que casualmente caminaba por allí en ese
momento, preguntándole cuál era la mejor dirección para dirigirse hacia la
Iglesia del pueblo. La buena mujer le indicó, con amistosa familiaridad que, si
no le importaba, le acompañara, pues ella precisamente se dirigía a un obrador
de panadería y confitería muy cercano a la plaza del Ayuntamiento, al que
llegarían en un par de minutos. Desde el popular horno
de Braulio le indicaría la calle que le llevaría directamente al templo
parroquial, consagrado bajo la advocación de Nuestra Sra. del Castillo.
Mientras caminaban (un tanto embriagados por el
goloso aroma que despedía el “misterioso” contenido de la bandeja) ambos estimaron
de educación y necesidad hacer las presentaciones.
Claudio se identificó como un turista “de fin de
semana”, a quien le agradaba aprovechar ese par de días, a fin de
visitar pueblos y localidades con encanto, tanto en el aspecto artístico
monumental, como en sus valores
naturales atesorados en el paisaje. Pero, por encima de estos dos convincentes
objetivos, también buscaba el contacto con las gentes del lugar, a través de
sus costumbres, sus formas de “dibujar” y protagonizar la rápida sucesión de
los días, sus artesanas elaboraciones culinarias y sus peculiares formas de
vestir, caminar, ver y pensar. Para ello utilizaba un “viejo” trasto con
achaques, pero sin embargo muy fiel, 2CV que, a trancas y barrancas, lo llevaba
sin fallar, bueno … en ocasiones no tanto, a los más recónditos, preciosos y
admirables espacios para visitar.
La amable señora enseguida se presentó como Margara,
añadiendo que, bien entrada en los sesenta, había reciente y tristemente
enviudado de un laborioso agricultor, quien le había dejado una modesta pero
segura pensión con la que podía atender a sus básicas y pequeñas necesidades.
Se distraía elaborando unas apetitosas empañadillas hojaldradas rellenas, unas
de tomate, queso y atún. Otras con zurrapa de manteca “colorá” (de cerdo
ibérico) con “regalos” de jamón. Las llamaba “Empanadillas
Nevadas, en honor a la patrona de la localidad, la Virgen de las Nieves.
Una vez horneadas, en el obrador del buen Braulio, las llevaba al Convento de
Santa Clara, en donde las monjitas las vendían junto a los dulces (mantecadas,
alfajores, buñuelos, enroscadas y pastas divinas) elaborados por las
religiosas. Las monjitas le pagaban la materia prima empleada, mientras que su
trabajo e ilusionada dedicación lo aplicaba para las buenas obras que sanan las
conciencias.
Tan entusiasmado estaba Claudio con la didáctica expresividad
y confianza procedente de la paisana, que trataba de aminorar el paso a fin de
evitar que aquella “jugosa” y enriquecedora conversación llegara a finalizar. Margara
añadía que al estar en tiempos de Cuaresma, la gente el pueblo no era muy dada
a salir por las calles, salvo en los momentos de oficios religiosos. Además el
frío aún apretaba, especialmente por las tardes y noches, lo que recluía familiarmente
al paisanaje junto el fuego en el hogar.
Al comentarle Claudio acerca del sonido de esas
campanas de Iglesia, un sábado a media mañana, su compañera de caminata le
aclaró que no se equivocara, pues no estaban “llamando a misa”.
“El sacerdote, don
Ezequiel está ya muy mayor. Pero mañana domingo sí viene un cura joven,
que lleva “la religiosidad” de varios pueblos de la zona, en los que no hay
confesión permanente, dado su escaso nivel de población. Se llama don Emiliano y por su juventud y simpatía es muy
apreciado y querido por la feligresía. Volviendo a las campanas, es cosa del
sacristán Eleazar.
Es de la misma quinta que don Ezequiel, ya superan las ochenta primaveras. Como
toda su vida ha tocado a misa de 12, sea domingo o jueves se va al pozo del
campanario y tira de las cuerdas que mueven las campanas, haciendo sus sones
para dar gracias a la Divinidad. En el pueblo ya sabemos que ese toque diario
nos recuerda que es el mediodía, una hora conveniente para rezar el Ángelus. La
verdad es que el sacristán está un poco “ido” de la cabeza, pero el “probe”
disfruta y gusta que “sus” campanas de
bronce sigan sonando a culto”.
Verdaderamente, la Sra. Margara era la familiaridad
y llaneza personificada, con una amable y generosa disponibilidad que en mucho
se agradecía. Una vez que llegaron al horno de Braulio, que habilitaba su local
como la panadería y confitería del pueblo, estos nuevos e inesperados amigos se
despidieron con muestras muy educadas de afecto y reconocimiento. Por la
indicación recibida, Claudio se dirigió a través de una estrecha y alargada
calle peatonal, “sembrada” de puertas con viviendas cerradas, ventanas
enrejadas para la seguridad y privacidad, camino de la Iglesia. Ya en el templo
(siglo XV, con modificaciones posteriores) no tuvo especial dificultad para
localizar al aludido sacristán, con las señas aportadas por la paisana Margara.
Tras saludar a “Elo” como gustaba que le llamasen,
analizó durante unos segundos al personaje de los toques diarios al mediodía.
Efectivamente era un hombre bastante mayor, algo encorvado y con sobrepeso
evidente. Con un hábito sobre su humanidad, podría pasar por un fraile ya en
las puertas de su jubilación. La muy escasa cabellera que permanecía en sus
sienes estaba absolutamente plateada, dejando ver una amplia frente despejada,
una mirada de ojillos pícaros o burlones, rostro que mostraba también una boca
maltrecha con muy escasas piezas dentales. Destacaban en el sacristán sus
grandes manos pues, según comentó en la charla, además de su oficio en la
Iglesia, se ayudaba trabajando en el campo, con la siembra y la recolecta.
Vestía un jergón marrón oscuro de recia lana “franciscana”, pantalones anchos
de ajada pana beige, calzando unas anchas y gastadas sandalias, que mostraban
unos grandes pies zambos, protegidos del frío por gruesas y toscas calcetas negras.
Comentándole la sorpresa por las campanadas, Eleazar
condujo al “señó turista” (como así en principio lo llamaba) al sótano del no
muy elevado campanario, en donde colgaban los extremos de unas largas cuerdas o
maromas engrosadas por su repetido trenzado. Al tirar con fuerza acompasada de
las mismas, hacían girar o mover la verticalidad de las dos campanas,
facilitando el golpeo de ambos badajos sobre el metal de las mismas,
produciendo por consiguiente unos acústicos, agudos o graves, sonidos para
llamar a misa, difuntos, peregrinos, bodas, bautizos y también emergencias o
peligros.
“Verá, mister … toco el campanal cada día, aunque
no “haiga” cura, porque así asusto y echo a los demonios, que sé viven en el
palomar, tras el campanario. Hacen magia por las noches, repartiendo desvelos,
dolores de la barriga, granos purulentos, uñas encarnadas y flatulencias del
ano. También, mal de amores, entre los jóvenes mozos y mozas casaderas. Una
tarde de difuntos, al terminar las letanías para la comitiva, mientras me
disponía a cerrar la iglesia, sentí como un trote por las escaleras de madera.
Vi a una de esas alimañas, que echaba fuego por la boca, con una lengua peluda
que daba miedo, en medio de un fuerte olor a pólvora hirviendo, como la que se
usa en la “armamenta”. Le arrojé agua bendita, pues tenía el pilón bien cerca.
Cuando “la milagrosa” cayó sobre su cuerpo endemoniado, huyó escaleras arriba,
croando en estampida. Después, para consolar a las imágenes, abrí el órgano y
toqué un miserere, con una oratoria suplicante a San Hermenegildo”.
A continuación le mostró toda la iglesia, con sus
hornacinas bien repletas para la santería. En el interior del antiguo edificio
religioso emanaba un intenso y rancio olor a naturaleza abandonada y
apergaminada. “Las beatas vienen los domingos, en horas de misa, y algunas
tardes, en que abro el templo durante un rato, a rezar por sus deudos y a
preparar la impedimenta para el Gran Viaje. En ceremonias cantan los Kiries y
las buenas… venturanzas, pero como están tan desafinadas, hacen un ruido que
parece un zumbido de abejas mareadas”. Elo no perdió la oportunidad de pasarle
al “turista” el “cepillo” por delante, pidiendo la limosna para la caridad de
los vecinos con necesidad.
Claudio, tras entregar el óbolo caritativo, quiso
continuar con la ilustrativa y documentada compañía de Eleazar, un personaje
verdaderamente peculiar, no sólo por los chascarrillos que le contaba, sino
también por unos movimientos continuos del cuerpo, brazos y cuello, a modo de mímica
persuasión, divertidos y con una gran cargamento escénico. “Elo ¿hace un buen
vaso de tinto, para la energía y la compaña?” “Vamos a esa ... El vino se
tendría que vender en las boticas. No hay mejor “medecina” para arreglar las
averías del cuerpo. Le llevo con diligencia al Ventorro
del Crispín. Conmigo, este “pájaro” no le engañará. Yo
siempre a sus órdenes, don Claudio”.
El vaso de vino se convirtió en dos jarras de
castellano tinto peleón, que el sacristán se bebió sin pestañear, acompañadas
con torreznos y tapas de habas fritas en salsa de manteca. Dada la hora,
Claudio pidió algo de comer para los dos. Disfrutaron con dos grandes cuencos
de potaje de berzas y lentejas con garbanzos y para postre unos golosos y
deliciosos platos de natillas caseras, con un “techo” rígido de canela y
caramelo.
Antes de despedirse del sacristán, que había sido
un eficaz y servicial guía, por sus
consejos e interesantes informaciones, Claudio había ya decidido permanecer
hasta el domingo por aquellos naturales y cromáticos parajes de la más recia
Castilla. Una vez más Eleazar habló con Crispín, quien tenía aposentos en la
parte alta de La Fabada, nombre del ventorro,
para que hiciera a su amigo un buen precio por una habitación de hospedaje para
esa noche. Quedaron para el almuerzo del día siguiente, necesario en la
despedida del “señor don Claudio” en palabras de ese buen amigo que todos
deseamos tener, cuando llegamos a un lugar por primera vez.
Aplicando sus sabios y amenos consejos, Claudio
dedicó el resto tarde y algunas horas de la mañana dominical a recorrer los
hermosos parajes naturales de la localidad, especialmente la zona del rio Gamo
y esas grandiosas masas de arbolado repletas de encinares, chopos, álamos y
fresnos, todos ellos dotados con singular belleza fotográfica, paisaje
estimulante para elevar el ánimo de las personas profunda y comúnmente arraigadas en lo urbano.
También se detuvo en la interesante zona de Los Baños, con sus famosas aguas
azufradas usadas tradicionalmente por sus saludables propiedades curativas. Con
su cámara fotográfica en constante uso, tomó decenas de fotos que por la noche
organizó y clasificó en su portátil, antes de irse a la cama para descansar.
Desde luego que lo hizo bien alimentado por el solícito Crispín, quien le había
preparado una cena de sopa con picadillo, lomo ibérico asado con verduritas
salteadas y una generosa cuajada casera con miel y arándanos, todo ello muy
apetecible y adecuado para disfrutar los mejores sueños.
Buen madrugador, Claudio continuó con sus paseos,
tras darse una reconfortante ducha e ingerir un copioso desayuno al que no se
pudo negar, ante la insistencia del muy convincente mesonero. Ya en la calle,
tuvo la especial alegría de encontrarse de nuevo con Margara. En realidad esta
señora venía a La Fabada, para saludarle.
“Es que en un pueblo tan pequeño todo se sabe,
amigo Claudio. Muchos hablan del “turista” que está sacando muchas fotos de los
parajes más bellos del municipio. He venido para traerle una cajita con mis
empanadillas, para que las disfrute y lleve consigo esta tarde cuando vuelva a
Segovia. Quiero que se acuerde de nosotros. Y, sobre todo, que vuelva pronto
por aquí. Cuando lo haga, ya no tendrá que quedarse en el hostal del Crispín.
Mi casa en grande y yo le prepararé un cuarto para que se sienta como en su
hogar. Como supongo que estará casado, traiga consigo a su señora, que me
gustará conocerla. No nos olvide”.
Un tanto emocionado por la sencillez, bondad y
amistad de la buena señora, Claudio le dio un beso de despedida, asegurándole que
volvería a Alaraz y que ella sería la primera persona a quien visitaría. Prometía
traerle un bonito presente. En modo alguno estaba dispuesto a olvidar a esta ejemplar
y hospitalaria mujer.
Sin falta, a eso de las doce menos cuarto, volvió a
sonar la celestial acústica del campaneo, que
despertaba los sentimientos y vínculos religiosos en la devota feligresía del
lugar. Se acercó a la iglesia y allá en el altar mayor vio al celebrante, un
joven sacerdote con pinta de misionero por su bien cuidada barba, que sin duda
sería don Emiliano. Dio limosna en las petitorias y continuó su deambular por
aquella pictórica y tradicional ciudad castellana, que no rebasaba las
quinientas almas para la santa providencia de la divinidad.
A las 14 horas, de ese resplandeciente día
dominical, volvió a la Fabada en cuya puerta ya le estaba esperando el amigo
Eleazar quien, para la ocasión, había cambiado el atuendo que le caracterizaba
durante la vestimenta semanal “Es que es domingo, don Claudio, y Vd. merece el
honor de venir arreglado. La Dorotea, mi
pareja, se ha encargado de que viniera aseado para la invitación”. Ya en la
mesa, le comentó a su expresivo amigo (en los escasos minutos que éste mantenía
su boca cerrada) acerca todos los bellos e interesantes rincones que había
visitado y el “pilón” de fotos que llevaba para el buen recuerdo. Dieron buena
cuenta de un buen lechón asado que el Crispín había preparado, con guarnición
de patatas rellenas de chorizo y morcilla. Otro par de jarras de tinto de Toro
y para postre un gran merengue gratinado, relleno de bizcocho con cabello de
ángel, bañado con melaza de intenso aguardiente. Tras un fuerte abrazo y las
fotos para el recuerdo que se hicieron, que Claudio prometió enviarle a la
dirección de la parroquia, montó en su 2CV que, para su sorpresa, había
amanecido todo reluciente, tras la limpieza que “alguien” le había hecho en su
fuselaje. Eleazar se reía, ante la pregunta de a quién le tenía que dar las
gracias por lavarle tan primorosamente el coche.
Meses después de estos hechos, el bello pueblo
salmantino de Alaraz se vio gozosamente transformado ante el rodaje de los
exteriores de una película, evento que “revolucionó” y vitalizó económicamente
a todo el paisanaje de la hospitalaria y sencilla villa castellana. Un número
importante del modesto paisanaje fueron adiestrados para que intervinieran como
extras en determinadas escenas de la sentimental y romántica trama argumental.
Sobra añadir que tanto Margara como Eleazar participaron en el rodaje, teniendo
ella un muy humano y diestro papel como madre de la joven protagonista. En los
títulos de crédito, cuando fueron proyectados en las pantallas españolas,
aparece como director y productor de la misma el nombre de CLAUDIO DALARIA.-
EL FRATERNAL SONIDO
DE LAS CAMPANAS
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
12 Marzo 2021
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
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