viernes, 12 de marzo de 2021

EL FRATERNAL SONIDO DE LAS CAMPANAS.

Aunque tenía previsto llegar a su destino en las primeras horas de la mañana, un contratiempo imprevisto con el motor de arranque de su vehículo hizo perder a Claudio Dalaria un par de horas en la planificación prevista, para ese primaveral sábado de abril. Un oportuno y rápido servicio de urgencia, para la mecánica del automóvil, resolvió al fin lo que en principio no parecía una fácil avería. De esta manera y aun con retraso pudo encaminarse, desde Segovia capital, hacia Salamanca, utilizando la N 110 y la A 50, recorriendo en poco más de dos horas y media los 170 km. distancia entre ambas ciudades castellanas. Desde la monumental y sugestiva capital universitaria, hasta su destino previsto, tuvo aún que recorrer otros 45 kms en un día fresco, pero a ratos gratificado por el sol. Cuando al fin llegó al pequeño municipio salmantino de Alaraz, era poco más o menos la hora del mediodía, escuchando el amistoso sonido de unas campanas que debían ser de la iglesia de este pueblo con encanto (que le habían recomendado visitar) y que no llegaba a los quinientos habitantes, según una guía del viajero previamente consultada. El toque de campanas siempre le había agradado y emocionado desde su niñez, pues consideraba que esa grave o alegre acústica era indicador o señal de un solemne espacio religioso, con cuyos sonidos ese respetado lugar reclamaba la atención entre la devota feligresía de la zona.

Una vez aparcado su vetusto pero “encariñado” coche Citröen 2CV sin el mayor problema, pues las calles estaban prácticamente vacías de viandantes y vehículos, comenzó a caminar buscando la plaza principal del pueblo y, por supuesto, ese templo del que partían los armoniosos toques campaneros. Por suerte, en el cruce de dos calles silenciosas y cuando ya finalizaban los sones del campanario, se encontró a una rolliza señora que portaba una gran bandeja cubierta con un paño blanco, estampado con algunas figuras geométricas de colores. Con delicadeza y aportando una necesaria sonrisa se acercó a esa única mujer, que casualmente caminaba por allí en ese momento, preguntándole cuál era la mejor dirección para dirigirse hacia la Iglesia del pueblo. La buena mujer le indicó, con amistosa familiaridad que, si no le importaba, le acompañara, pues ella precisamente se dirigía a un obrador de panadería y confitería muy cercano a la plaza del Ayuntamiento, al que llegarían en un par de minutos. Desde el popular horno de Braulio le indicaría la calle que le llevaría directamente al templo parroquial, consagrado bajo la advocación de Nuestra Sra. del Castillo.

Mientras caminaban (un tanto embriagados por el goloso aroma que despedía el “misterioso” contenido de la bandeja) ambos estimaron de educación y necesidad hacer las presentaciones. Claudio se identificó como un turista “de fin de semana”, a quien le agradaba aprovechar ese par de días, a fin de visitar pueblos y localidades con encanto, tanto en el aspecto artístico monumental, como  en sus valores naturales atesorados en el paisaje. Pero, por encima de estos dos convincentes objetivos, también buscaba el contacto con las gentes del lugar, a través de sus costumbres, sus formas de “dibujar” y protagonizar la rápida sucesión de los días, sus artesanas elaboraciones culinarias y sus peculiares formas de vestir, caminar, ver y pensar. Para ello utilizaba un “viejo” trasto con achaques, pero sin embargo muy fiel, 2CV que, a trancas y barrancas, lo llevaba sin fallar, bueno … en ocasiones no tanto, a los más recónditos, preciosos y admirables espacios para visitar.

La amable señora enseguida se presentó como Margara, añadiendo que, bien entrada en los sesenta, había reciente y tristemente enviudado de un laborioso agricultor, quien le había dejado una modesta pero segura pensión con la que podía atender a sus básicas y pequeñas necesidades. Se distraía elaborando unas apetitosas empañadillas hojaldradas rellenas, unas de tomate, queso y atún. Otras con zurrapa de manteca “colorá” (de cerdo ibérico) con “regalos” de jamón. Las llamaba “Empanadillas Nevadas, en honor a la patrona de la localidad, la Virgen de las Nieves. Una vez horneadas, en el obrador del buen Braulio, las llevaba al Convento de Santa Clara, en donde las monjitas las vendían junto a los dulces (mantecadas, alfajores, buñuelos, enroscadas y pastas divinas) elaborados por las religiosas. Las monjitas le pagaban la materia prima empleada, mientras que su trabajo e ilusionada dedicación lo aplicaba para las buenas obras que sanan las conciencias.

Tan entusiasmado estaba Claudio con la didáctica expresividad y confianza procedente de la paisana, que trataba de aminorar el paso a fin de evitar que aquella “jugosa” y enriquecedora conversación llegara a finalizar. Margara añadía que al estar en tiempos de Cuaresma, la gente el pueblo no era muy dada a salir por las calles, salvo en los momentos de oficios religiosos. Además el frío aún apretaba, especialmente por las tardes y noches, lo que recluía familiarmente al paisanaje junto el fuego en el hogar.  

Al comentarle Claudio acerca del sonido de esas campanas de Iglesia, un sábado a media mañana, su compañera de caminata le aclaró que no se equivocara, pues no estaban “llamando a misa”.

“El sacerdote, don Ezequiel está ya muy mayor. Pero mañana domingo sí viene un cura joven, que lleva “la religiosidad” de varios pueblos de la zona, en los que no hay confesión permanente, dado su escaso nivel de población. Se llama don Emiliano y por su juventud y simpatía es muy apreciado y querido por la feligresía. Volviendo a las campanas, es cosa del sacristán Eleazar. Es de la misma quinta que don Ezequiel, ya superan las ochenta primaveras. Como toda su vida ha tocado a misa de 12, sea domingo o jueves se va al pozo del campanario y tira de las cuerdas que mueven las campanas, haciendo sus sones para dar gracias a la Divinidad. En el pueblo ya sabemos que ese toque diario nos recuerda que es el mediodía, una hora conveniente para rezar el Ángelus. La verdad es que el sacristán está un poco “ido” de la cabeza, pero el “probe” disfruta y gusta que “sus”  campanas de bronce sigan sonando a culto”.

Verdaderamente, la Sra. Margara era la familiaridad y llaneza personificada, con una amable y generosa disponibilidad que en mucho se agradecía. Una vez que llegaron al horno de Braulio, que habilitaba su local como la panadería y confitería del pueblo, estos nuevos e inesperados amigos se despidieron con muestras muy educadas de afecto y reconocimiento. Por la indicación recibida, Claudio se dirigió a través de una estrecha y alargada calle peatonal, “sembrada” de puertas con viviendas cerradas, ventanas enrejadas para la seguridad y privacidad, camino de la Iglesia. Ya en el templo (siglo XV, con modificaciones posteriores) no tuvo especial dificultad para localizar al aludido sacristán, con las señas aportadas por la paisana Margara.

Tras saludar a “Elo” como gustaba que le llamasen, analizó durante unos segundos al personaje de los toques diarios al mediodía. Efectivamente era un hombre bastante mayor, algo encorvado y con sobrepeso evidente. Con un hábito sobre su humanidad, podría pasar por un fraile ya en las puertas de su jubilación. La muy escasa cabellera que permanecía en sus sienes estaba absolutamente plateada, dejando ver una amplia frente despejada, una mirada de ojillos pícaros o burlones, rostro que mostraba también una boca maltrecha con muy escasas piezas dentales. Destacaban en el sacristán sus grandes manos pues, según comentó en la charla, además de su oficio en la Iglesia, se ayudaba trabajando en el campo, con la siembra y la recolecta. Vestía un jergón marrón oscuro de recia lana “franciscana”, pantalones anchos de ajada pana beige, calzando unas anchas y gastadas sandalias, que mostraban unos grandes pies zambos, protegidos del frío por gruesas y toscas calcetas negras. 

Comentándole la sorpresa por las campanadas, Eleazar condujo al “señó turista” (como así en principio lo llamaba) al sótano del no muy elevado campanario, en donde colgaban los extremos de unas largas cuerdas o maromas engrosadas por su repetido trenzado. Al tirar con fuerza acompasada de las mismas, hacían girar o mover la verticalidad de las dos campanas, facilitando el golpeo de ambos badajos sobre el metal de las mismas, produciendo por consiguiente unos acústicos, agudos o graves, sonidos para llamar a misa, difuntos, peregrinos, bodas, bautizos y también emergencias o peligros.

“Verá, mister … toco el campanal cada día, aunque no “haiga” cura, porque así asusto y echo a los demonios, que sé viven en el palomar, tras el campanario. Hacen magia por las noches, repartiendo desvelos, dolores de la barriga, granos purulentos, uñas encarnadas y flatulencias del ano. También, mal de amores, entre los jóvenes mozos y mozas casaderas. Una tarde de difuntos, al terminar las letanías para la comitiva, mientras me disponía a cerrar la iglesia, sentí como un trote por las escaleras de madera. Vi a una de esas alimañas, que echaba fuego por la boca, con una lengua peluda que daba miedo, en medio de un fuerte olor a pólvora hirviendo, como la que se usa en la “armamenta”. Le arrojé agua bendita, pues tenía el pilón bien cerca. Cuando “la milagrosa” cayó sobre su cuerpo endemoniado, huyó escaleras arriba, croando en estampida. Después, para consolar a las imágenes, abrí el órgano y toqué un miserere, con una oratoria suplicante a San Hermenegildo”.

A continuación le mostró toda la iglesia, con sus hornacinas bien repletas para la santería. En el interior del antiguo edificio religioso emanaba un intenso y rancio olor a naturaleza abandonada y apergaminada. “Las beatas vienen los domingos, en horas de misa, y algunas tardes, en que abro el templo durante un rato, a rezar por sus deudos y a preparar la impedimenta para el Gran Viaje. En ceremonias cantan los Kiries y las buenas… venturanzas, pero como están tan desafinadas, hacen un ruido que parece un zumbido de abejas mareadas”. Elo no perdió la oportunidad de pasarle al “turista” el “cepillo” por delante, pidiendo la limosna para la caridad de los vecinos con necesidad.

Claudio, tras entregar el óbolo caritativo, quiso continuar con la ilustrativa y documentada compañía de Eleazar, un personaje verdaderamente peculiar, no sólo por los chascarrillos que le contaba, sino también por unos movimientos continuos del cuerpo, brazos y cuello, a modo de mímica persuasión, divertidos y con una gran cargamento escénico. “Elo ¿hace un buen vaso de tinto, para la energía y la compaña?” “Vamos a esa ... El vino se tendría que vender en las boticas. No hay mejor “medecina” para arreglar las averías del cuerpo. Le llevo con diligencia al Ventorro del Crispín. Conmigo, este “pájaro” no le engañará.   Yo siempre a sus órdenes, don Claudio”.

El vaso de vino se convirtió en dos jarras de castellano tinto peleón, que el sacristán se bebió sin pestañear, acompañadas con torreznos y tapas de habas fritas en salsa de manteca. Dada la hora, Claudio pidió algo de comer para los dos. Disfrutaron con dos grandes cuencos de potaje de berzas y lentejas con garbanzos y para postre unos golosos y deliciosos platos de natillas caseras, con un “techo” rígido de canela y caramelo.

Antes de despedirse del sacristán, que había sido un eficaz  y servicial guía, por sus consejos e interesantes informaciones, Claudio había ya decidido permanecer hasta el domingo por aquellos naturales y cromáticos parajes de la más recia Castilla. Una vez más Eleazar habló con Crispín, quien tenía aposentos en la parte alta de La Fabada, nombre del ventorro, para que hiciera a su amigo un buen precio por una habitación de hospedaje para esa noche. Quedaron para el almuerzo del día siguiente, necesario en la despedida del “señor don Claudio” en palabras de ese buen amigo que todos deseamos tener, cuando llegamos a un lugar por primera vez.

Aplicando sus sabios y amenos consejos, Claudio dedicó el resto tarde y algunas horas de la mañana dominical a recorrer los hermosos parajes naturales de la localidad, especialmente la zona del rio Gamo y esas grandiosas masas de arbolado repletas de encinares, chopos, álamos y fresnos, todos ellos dotados con singular belleza fotográfica, paisaje estimulante para elevar el ánimo de las personas  profunda y comúnmente arraigadas en lo urbano. También se detuvo en la interesante zona de Los Baños, con sus famosas aguas azufradas usadas tradicionalmente por sus saludables propiedades curativas. Con su cámara fotográfica en constante uso, tomó decenas de fotos que por la noche organizó y clasificó en su portátil, antes de irse a la cama para descansar. Desde luego que lo hizo bien alimentado por el solícito Crispín, quien le había preparado una cena de sopa con picadillo, lomo ibérico asado con verduritas salteadas y una generosa cuajada casera con miel y arándanos, todo ello muy apetecible y adecuado para disfrutar los mejores sueños.

Buen madrugador, Claudio continuó con sus paseos, tras darse una reconfortante ducha e ingerir un copioso desayuno al que no se pudo negar, ante la insistencia del muy convincente mesonero. Ya en la calle, tuvo la especial alegría de encontrarse de nuevo con Margara. En realidad esta señora venía a La Fabada, para saludarle.

“Es que en un pueblo tan pequeño todo se sabe, amigo Claudio. Muchos hablan del “turista” que está sacando muchas fotos de los parajes más bellos del municipio. He venido para traerle una cajita con mis empanadillas, para que las disfrute y lleve consigo esta tarde cuando vuelva a Segovia. Quiero que se acuerde de nosotros. Y, sobre todo, que vuelva pronto por aquí. Cuando lo haga, ya no tendrá que quedarse en el hostal del Crispín. Mi casa en grande y yo le prepararé un cuarto para que se sienta como en su hogar. Como supongo que estará casado, traiga consigo a su señora, que me gustará conocerla. No nos olvide”.

Un tanto emocionado por la sencillez, bondad y amistad de la buena señora, Claudio le dio un beso de despedida, asegurándole que volvería a Alaraz y que ella sería la primera persona a quien visitaría. Prometía traerle un bonito presente. En modo alguno estaba dispuesto a olvidar a esta ejemplar y hospitalaria mujer.

Sin falta, a eso de las doce menos cuarto, volvió a sonar la celestial acústica del campaneo, que despertaba los sentimientos y vínculos religiosos en la devota feligresía del lugar. Se acercó a la iglesia y allá en el altar mayor vio al celebrante, un joven sacerdote con pinta de misionero por su bien cuidada barba, que sin duda sería don Emiliano. Dio limosna en las petitorias y continuó su deambular por aquella pictórica y tradicional ciudad castellana, que no rebasaba las quinientas almas para la santa providencia de la divinidad. 

A las 14 horas, de ese resplandeciente día dominical, volvió a la Fabada en cuya puerta ya le estaba esperando el amigo Eleazar quien, para la ocasión, había cambiado el atuendo que le caracterizaba durante la vestimenta semanal “Es que es domingo, don Claudio, y Vd. merece el honor de venir arreglado. La Dorotea, mi pareja, se ha encargado de que viniera aseado para la invitación”. Ya en la mesa, le comentó a su expresivo amigo (en los escasos minutos que éste mantenía su boca cerrada) acerca todos los bellos e interesantes rincones que había visitado y el “pilón” de fotos que llevaba para el buen recuerdo. Dieron buena cuenta de un buen lechón asado que el Crispín había preparado, con guarnición de patatas rellenas de chorizo y morcilla. Otro par de jarras de tinto de Toro y para postre un gran merengue gratinado, relleno de bizcocho con cabello de ángel, bañado con melaza de intenso aguardiente. Tras un fuerte abrazo y las fotos para el recuerdo que se hicieron, que Claudio prometió enviarle a la dirección de la parroquia, montó en su 2CV que, para su sorpresa, había amanecido todo reluciente, tras la limpieza que “alguien” le había hecho en su fuselaje. Eleazar se reía, ante la pregunta de a quién le tenía que dar las gracias por lavarle tan primorosamente el coche.

 

Meses después de estos hechos, el bello pueblo salmantino de Alaraz se vio gozosamente transformado ante el rodaje de los exteriores de una película, evento que “revolucionó” y vitalizó económicamente a todo el paisanaje de la hospitalaria y sencilla villa castellana. Un número importante del modesto paisanaje fueron adiestrados para que intervinieran como extras en determinadas escenas de la sentimental y romántica trama argumental. Sobra añadir que tanto Margara como Eleazar participaron en el rodaje, teniendo ella un muy humano y diestro papel como madre de la joven protagonista. En los títulos de crédito, cuando fueron proyectados en las pantallas españolas, aparece como director y productor de la misma el nombre de CLAUDIO DALARIA.-

  

EL FRATERNAL SONIDO

DE LAS CAMPANAS

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

12 Marzo 2021

 

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Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 
 

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