Hay personas en nuestro entorno, sea éste más
próximo o lejano, quienes por su inteligente forma de ser y por la generosidad
y bondad de sus valores cívicos, contribuyen a conformar un mundo mejor y más
agradable, dentro siempre de sus posibilidades para la acción. Estos ciudadanos,
sin grandes alardes y evitando fines interesados de naturaleza social,
política, económica o de cualquier otro género, van consiguiendo mejoras,
cambios y realidades, que benefician a otros muchos convecinos, amigos,
residentes o visitantes, vinculados a la zona urbana o rural en donde tienen fijada
su residencia. Expresándolo de una forma sintética, gracias a su sacrificado
esfuerzo y al positivismo de su carácter, consiguen que en ese pequeño mundo
del barrio o en la más amplia área urbana sobre la que actúan, la vida se
perciba con un mayor optimismo y alegría, dentro del estresado y egoísta cosmos
en el que penosamente nos sentimos inmersos. Su silenciosa o modesta labor,
realizada en el transcurrir de los días y los meses, de forma generalmente
pausada pero constante, va generando unos frutos que sin duda mejoran la
convivencia ciudadana y posibilitan el mimetismo cívico, en la aplicación de un
comportamiento bondadoso y dinamizador.
La buena educación vecinal y ciudadana se puede ejemplificar con numerosas imágenes. Citemos
algunas que sean ilustrativas. Reduciendo el volumen de la televisión, radio o
altavoces musicales, en la mayoría de las horas del día, pero de manera
especial cuando los demás han de descansar. Procurando no tender la ropa lavada
con vistas a la calle, utilizando tendedores interiores, fijos o móviles. Absteniéndose
de echar por los sanitarios, lavabos o fregaderos, residuos orgánicos u otros
objetos que puedan atorar los desagües del edificio. Evitando sacar las bolsas
de basura en horas inapropiadas, procurando que en las mismas no vayan residuos
líquidos que ensucien el ascensor, el portal u otros espacios comunes del bloque
o la vía pública. Usando zapatos, especialmente en las horas nocturnas, que no
molesten al andar con su sonido al vecino del piso inferior. Evitando sacudir
alfombras y paños de la mesa por las ventanas y terrazas, ya que el polvo y los
residuos ensuciarán a los vecinos de otras viviendas y a la propia vía pública.
Utilizando las papeleras instaladas en los jardines, paseos y calles de la
ciudad, para los envoltorios, papeles, cáscaras, envases, que tampoco deben
dejarse caer al suelo en los espacios comunes de la comunidad vecinal. Una
buena práctica es también limpiar el trozo distribuidor de puerta o de acera
que corresponde a la vivienda de cada cual. A no dudar, estos simples y cívicos
gestos (junto a otros) mejoran la convivencia entre vecinos y residentes del
barrio.
El “travelling aéreo” de la cámara narrativa nos
lleva a un bloque antiguo con sólo cuatro plantas de viviendas, más una baja
comercial, ubicado en un barrio obrero en el que mayoritariamente residen personas
de sociología modesta. El inmueble está habitado por doce familias, mientras
que en los bajos hay dos tiendas, regidas por sus propietarios, que no residen
en el edificio. Una de ellas es un comercio de alimentación, organizado como un
pequeño mini market. La otra pequeña empresa es una típica y antigua tienda de
zapatos y alpargatería. Este popular barrio situado en la zona oeste de la
ciudad tiene, como en otros espacios urbanos, un número importante de vecinos
jubilados, que conviven soportando una cierta desidia municipal, en la urbanística y vigilancia de
la zona, sufriendo además el conjunto ciudadano esa lacra del paro laboral que
afecta a miembros, jóvenes y mayores, de un notable número de familias.
En el 1º A de ese humilde y envejecido bloque
vecinal tiene su vivienda, en régimen de un antiguo y reducido alquiler, doña Aurea del Campo Alba, una amable señora, que
enviudó hace ya muchos años. Subsiste
económicamente gracias a una modesta pensión que cobra por su marido Reinaldo, sastre de profesión, quien estuvo
trabajando durante su vida activa en una mediana fábrica de confección de ropa,
principalmente dirigida al público infantil. Este matrimonio no tuvo
descendencia. Los vecinos conocen, por comentarios de doña Aurea, la existencia
de unos parientes que residen en Alicante. Son unos sobrinos que de tarde en
tarde han visitado a la longeva señora, que mantiene con fortuna una estupenda
y apacible salud.
El núcleo temático de esta bella historia se
origina debido a que situado enfrente de la fachada del inmueble existe un amplio terrizo, sin asfaltar ni adoquinar, espacio
que corresponde a un antiguo almacén municipal, derribado hace años por su
estado ruinoso. El solar no ha sido utilizado sino para juegos de la
chiquillería de la barriada, para que muchos vecinos saquen a pasear a sus
mascotas y que hagan allí sus deyecciones y también para puestos de venta
ambulante o el rutinario mercadillo o rastro quincenal. Este amplio solar,
profundamente degradado, es un generador de polvo en verano y barro en las
estaciones lluviosas del equinoccio primaveral y otoñal.
Algunos vecinos madrugadores vieron una mañana como
la señora Aúrea acotaba un trozo rectangular de ese terreno (aproximadamente 3
X 2´5 metros), poniendo con artesana paciencia unas piedras blancas
separadoras, “señaladores” que al parecer había ido trayendo de sus frecuentes
y saludables paseos por la playa. El espacio concreto que había elegido estaba
ubicado en una zona lateral del amplio terrizo, junto al muro de una bodega almacén
también largos años cerrada. En los días sucesivos fue limpiando el suelo de
matojos y esas hierbas naturales que crecen espontáneamente con las lluvias,
además de los residuos y basuras acumuladas, eliminando también piedras que
entorpecían la horizontalidad del terreno. Utilizaba para su esforzada labor
una pequeña pala, un martillo picudo y una modesta silla de pescador, ya que
era evidente la dificultad de su espalda para agacharse de continuo. Su
ejemplar trabajo lo solía realizar entre las 8 y las 10 de la mañana, cuando el
sol no molestaba en demasía y no había mucho trasiego de gente por el lugar.
Una de esas mañanas pasó junto a ella don Bernabé, propietario de una carpintería ubicada
en un local frente a la Iglesia. Deteniéndose en su caminar le preguntó,
vivamente interesado, qué estaba haciendo allí tan temprano, sobre ese espacio
acotado por las piedras blancas.
“Pues verás, Bernabé. Vi un
interesante programa por la televisión, en el que se explicaba con gran
sencillez cómo se generaban los
pequeños huertos urbanos.
Me fijé con gran atención sobre el proceso de su construcción. Anoté en una
libreta muchos de los consejos que iban dando. Y, sobre todo, los beneficios
que se podían conseguir, una vez organizados y manteniendo el necesario cuidado
de los mismos. En eso estoy, aunque con los años y los achaques que tengo no sé
si tendré fuerzas para culminar esta preciosa tarea que tanto me está
ilusionando”.
El veterano y bondadoso carpintero, no se lo pensó
dos veces. Habló con su ayudante Daniel quien en un par de días instaló unos
maderos verticales, estratégicamente situados, cerrando las distancias del
perímetro con una tela metálica y conformando una pequeña puerta, con su
candado y cerrojo correspondiente. Aurea, felizmente emocionada y agradecida,
por la ayuda recibida de este buen profesional, vecino al que conocía desde
hacía décadas, elaboró un gran bizcocho circular en el horno de su cocina,
adornándolo con trocitos de fruta escarchada y una melaza de almíbar muy
suculenta, presente que llevó al taller de Bernabé, quien celebró y agradeció
el apetitoso regalo. Tanto él como Bernarda su mujer eran simpáticamente
señalados por sus abundantes amigos como muy golosos para los pasteles.
Todo voluntariosa, tomó un día el bus para el centro
y se dirigió con su carro de la compra a una tienda de productos para el campo,
en donde gastó algunos de sus ahorros para comprar algunos saquitos de turba
abonada, a fin de ir fertilizando la tierra, pacientemente humedecida. También
se llevó semillas y plantones de aquellos vegetales que pensaba sembrar en el
espacio que iba arando con proverbial esfuerzo. Los comentarios acerca de lo
que estaba “organizando” doña Aurea, en esos seis u ocho metros cuadrados
acotados en el antiguo terrizo fueron transmitiéndose de boca a boca, llegando
la información a don Andrés, el párroco de la
barriada, quien en su sermón dominical hizo una alusión a la generosa labor que
realizaba esta vecina, pidiendo claramente que se le ayudase en lo posible. Al
terminar la misa, llamó a doña Aurea y le pidió las facturas de lo que había
comprado para el huerto:
“Además de todo el esfuerzo que estás realizando,
no voy a consentir que reduzcas los euros de tu corta pensión con estos gastos.
El coste de lo que has comprado va a correr a cuenta de los fondos y limosnas
que tenemos en la parroquia. Y ahora vamos a buscar un buen nombre para ese
precioso huerto que estás construyendo. ¿Qué te parece si lo titulamos algo así
como EL HUERTO FELIZ?. La anciana, todo
emocionada, daba las gracias por la comprensión y ayuda que recibía del
dinámico sacerdote”.
Los vecinos del barrio, en general, respetaban y
admiraban esa bella y educativa labor que la señora realizaba. No eran escasos
los padres que advertían a sus pequeños, con esas palabras que imponen la
seriedad en el comportamiento “Mucho cuidado con entrar o echar papeles u otras
cosas, en el huerto que está plantando doña Aurea. Que no me entere yo que con
tus juegos perjudicáis ese espacio que es de todos”. Pero el problema principal
no eran las travesuras de los críos del barrio, sino que muchos de los
plantones sembrados no agarraban bien y acababan secándose. Y ello a pesar de
que el suelo estaba “arado” y en lo posible bien regado. Obviamente, la
composición edáfica de ese espacio era muy mejorable. Pero ella no se
desanimaba, en absoluto. Buscaba otras plantas y cultivos que pudiesen arraigar
en sus casi ocho metros cuadrados de superficie. Fue probando, al paso de las
semanas y los meses, con las patatas, los tomates, los pimientos, las
zanahorias, las cebollas, las alcachofas, las lechugas, las berenjenas, los
pepinos, las coles, las acelgas, las habas y habichuelas …
Los positivos comentarios acerca de la hermosa e
inteligente labor que la vecina estaba llevando a cabo llegaron, como era
previsible, al concejal municipal delegado de zona, Fermín
Aliaga, quien se “sintió obligado” a visitar la obra hortícola de la veterana
y voluntariosa vecina. El muy dicharachero munícipe se presentó una mañana en
el terrizo, acompañado de parte de su equipo. Había avisado previamente a la
prensa, para que dieran buena cuenta en los diarios de la admirable
colaboración ciudadana en el cuidado del barrio y de paso que su persona o
figura institucional saliera bien fotografiada en las páginas impresas. Pero
cuando pudo comprobar in situ la extraordinaria acción llevada a cabo por una
anciana, en aquel espacio degradado, a duras penas podía disimular el sofoco y
los colores que fluían en la epidermis de su rostro.
Como hábil político y gestor, no desaprovechó un
segundo de su tiempo para proclamar, con una amplia sonrisa en la boca, que de
inmediato los servicios operativos municipales habilitarían otros siete
espacios en el mismo terrizo, para instalar nuevos
huertos vecinales o sociales similares en tamaño al de doña Aurea. Los
nuevos huertos serían entregados, previo estudio, a los interesados que así los
solicitasen. Los operarios municipales canalizaron unas tomas de agua para la zona, para evitar que tuviesen que llevar el
preciado y pesado líquido en garrafas, botellas y cubos. Además la concejalía
de parques y jardines instaló un habitáculo de madera, a modo de almacén
comunal, en cuyo interior había un variado instrumental
disponible para las “operaciones” agrícolas: escardillos, palas, mangueras,
tijeras para podar, sierras, alambres, cuerdas, abonos y paquetes de tierra
fértil. También estaba disponible una carretilla para el traslado de
materiales.
Como los distintos medios de comunicación se hicieron
eco de inmediato de la muy saludable realidad agrícola, los colegios comenzaron a solicitar autorizaron para llevar de
visita de estudio a grupos de alumnos con sus respectivos profesores, a fin de
que conociesen esta muy educativa experiencia y la aplicasen e integrasen en
sus respectivos centros, dentro de los programas curriculares
correspondientes. Sobra añadir que la
persona encargada de explicar a los alumnos la hermosa experiencia fue doña Aurea,
monitora designada por los encargados de los
restantes huertos como el alma dinamizadora de la transformación de un
degradado espacio en un fértil vergel natural situado en plena barriada. La
buena señora se sentía muy útil y “halagada” por las curiosas y originales
preguntas que le hacían los pequeños, sabiendo responder con la simpatía y la
habilidad necesaria, para la mejor comprensión de sus muy atentos e interesados
escolares.
Era previsible que algún accidente o hecho desalentador ocurriera. Una noche de sábado en
verano, un grupo de “colegas”, algunos adolescentes y otros ya con su mayoría
de edad cumplida, celebraban un “cumple” en un establecimiento de comida rápida
de la barriada. Ya en los albores de la media noche, penosamente embriagados,
quisieron continuar su fiesta, dirigiéndose al espacio de los huertos
vecinales. Tras forzar los candados e incluso romper la tela metálica, en la
que hicieron un hueco para introducir sus ágiles cuerpos, provocaron destrozos
y actos deleznables en los bien cuidados cultivos. Al llegar la mañana el
espectáculo que ofrecía el “arrasado” recinto era verdaderamente desolador. Frutos,
plantas, ramas arrancadas. Setos destruidos, Excrementos por doquier … Los
vecinos en corrillo comentaban la barbarie allí provocada, con el anonimato más
incívico y cobarde.
Pero una vez más la positiva y diligente señora, sacó
fuerzas de su deteriorado organismo y comenzó a reparar su huerto, con paciente
tesón y esforzada voluntad. Limpió, replantó, regó e incluso reparó el seto de
obra, con yeso, cemento y arena. Su
comportamiento animó a otros vecinos a sumarse a la rehabilitación del espacio,
empezando por don Bernabé, que en dos días había reparado los postes y cierres
de las telas metálicas rotas. El propio concejal Aliaga, al conocer el suceso
envió una cuadrilla de los servicios operativos para que ayudaran a reparar el
desaguisado de esos jóvenes incultos. La policía local se movió rápida en sus
gestiones y averiguaciones. No había transcurrido una semana, cuando presentó a
cuatro protagonistas ante la fiscalía de menores. Otros tres colegas tuvieron
que prestar declaración ante la policía nacional, siendo acusados ante el juez
de destrozos en el mobiliario público. Fueron
multados y condenados a prestar servicios comunitarios, precisamente en el
mismo espacio hortícola que ellos habían arrasado, con su incuria e incivismo,
en una noche de copas.
A no dudar son numerosas las
enseñanzas que pueden obtenerse de esta entrañable y cercana historia.
Los beneficios de la noble acción de esta anciana vecina, doña Aurea, se pueden
sintetizar sin gran o especial esfuerzo. Se había puesto en uso un terreno
abandonado, degradado y terrizo. La autora de esta buena acción se sentía útil
para mejorar la imagen de su barrio, trabajando con la mayor constancia,
distrayendo su mente y adiestrando su ajado cuerpo. Con su dinámico ejemplo motivó
para que otros convecinos se sumaran al proyecto. La limpieza efectuada en ese
sucio espacio público mejoró la imagen estética y de salubridad de la barriada.
Se realzaba, al tiempo, el trascendente papel de la agricultura en nuestras
vidas, tomándose conciencia de la
necesidad y conveniencia de producir y consumir verduras y frutas en nuestras
ingestas. La contribución a la educación de los escolares era evidente, con las
provechosas visitas de estudio a los huertos urbanos. La acción servía de
mimetismo para mejorar otras zonas urbanas degradadas. En definitiva, el
voluntarismo de una persona, a pesar de su avanzada edad, pudo servir de
revulsivo para que otros muchos se sintieran motivados y animados a integrar en
su vidas esos cualificados valores que enaltecen y mejoran la convivencia
social.-
EL HUERTO URBANO DE
UNA CIUDADANA
EJEMPLAR
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
29 enero 2021
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