lunes, 2 de septiembre de 2019

LATIDOS SOMNOLIENTOS, EN UNA ALEJADO PUEBLO DE SIERRA.


Son dos palabras opuestas en su semántica o significado, ambas con una larga historia desde prácticamente el origen de los tiempos. ¿Cuáles son estos dos calificados vocablos? El premio, como “aplauso” y estímulo para quien lo merece y consigue, se opone al castigo, como penalización y advertencia ejemplar o disuasoria para quienes infrinjan las normas establecidas. Uno y otro concepto son socialmente controvertidos, pero hay unanimidad en exigir que su aplicación sea justa. Y esa controversia o discusión en su aplicación, tanto para los ciudadanos que son merecedores de premios o distinciones, como para aquellos otros miembros de la sociedad, a los que ésta exige la reparación de la falta perpetrada con el ejercicio de la justicia basada en las leyes, deriva de motivaciones y fundamentos muy variados: ideológicos, educativos, sentimentales, psicológicos e incluso espirituales. Y así aparecen en el fondo de esos posicionamientos contrastados y muchas veces radicalizados, la naturaleza bondadosa, malvada, generosa, envidiosa, comprensiva, sectaria, humanizada o vengativa de las personas. Pero el que los dos conceptos o valores puedan ser objeto de discrepancia, no impide que ambos se sigan aplicando universalmente a fin de estimular  o disuadir a la ciudadanía de los fundamentos y respuestas que aplique a su comportamiento cívico. De todas formas las discrepancias y los posicionamientos continuarán, pues son elementos constitutivos de la humana y complicada naturaleza de las personas.

En la historia que a continuación se relata, uno de estos dos conceptos “enfrentados” va a tener un significado y especial protagonismo. Vayamos, pues, a conocer los elementos básicos de esa narrativa que, tras su conocimiento y plácida lectura, posibilitará la reflexión del lector, quien ha sido amablemente invitado a realizar una inmersión espectadora o incluso a compartir con imaginativa empatía ese trocito de vida.  

Nos acercamos con respetuosa curiosidad a un pequeño pueblo de la serranía, localidad cuyos habitantes viven fundamentalmente de la agricultura y de la ganadería y que difícilmente alcanza, según el último censo estadístico de la población, los seiscientos habitantes. En ese rural conjunto demográfico predominan, de forma mayoritaria, las personas de edad avanzada o incluso ya en su etapa de plena jubilación, pues los jóvenes aprovechan cualquier oportunidad laboral que se les presenta para desplazarse a la capital de la provincia. Allí buscan trabajar fundamentalmente en la construcción y en el polivalente sector de los servicios, sobre todo en las actividades turísticas. Mientras tanto sus padres y abuelos permanecen anclados a la tierra, subsistiendo con los frutos del agro y la crianza de los animales.

Los dos munícipes que en las últimas décadas han ejercido, en diferentes y alternadas etapas, la función de alcaldes han intentado desarrollar o potenciar, en distintas oportunidades, las interesantes posibilidades del turismo rural, aprovechando la existencia de numerosos caserones que en el pueblo llevan deshabitados muchos años. Los jóvenes herederos de esos vetustos inmuebles suelen buscar en la emigración, hacia las zonas con un mayor porvenir laboral, la realización de sus ilusiones y objetivos de cambio de vida. Sin embargo ese turismo basado en la naturaleza difícilmente ha sabido o podido arrancar, debido a fallos organizativos o voluntaristas, aunque también por las deficientes infraestructuras de la zona, con unas muy antiguas comunicaciones y carreteras que dificultan o disuaden el desplazamiento vacacional a éste y otros pueblos de la comarca serrana.
 
Este tranquilo  y vetusto municipio tiene por nombre Villasierra del Molino, toponimia alusiva a la existencia de un viejo molino de harina que aún permanece erguido con sus grandes aspas al viento, aunque ni los más viejos del lugar recuerdan cuando ese eólico mecanismo dejó de girar para sustentar la molienda del grano. Los habitantes de este pueblo “olvidado” en medio de la naturaleza se abastecen para sus necesidades en el colmado del tío Colás, también muy veterano y bonachón comerciante que se ocupa de traer, desde las ciudades cercanas o más alejadas de la geografía peninsular, aquellas mercancías demandadas por los lugareños, de manera espacial alimentos, ropas e incluso algunos electrodomésticos para el uso cotidiano de las distintas familias. 

Como antes se ha sugerido, la jefatura municipal de la localidad se la han ido repartiendo, durante las últimas décadas, dos conocidos vecinos del pueblo que llevan viviendo sus muchos años de existencia  anclados en esta bendita tierra que les vio nacer. En la actualidad ejerce el cargo de alcalde (tras las últimas elecciones) Pelayo Venciales Romanillos, el tabernero del pueblo quien, a sus sesenta y tantos años de vida, continúa sirviendo los vasos y jarras de vino, además de refrescantes cervezas, con las que sosiegan esas largas horas de asueto y tiempo libre los habitantes de estas tierras cuando no están en plena actividad laboral. Pelayo hizo de joven la mili en el cuerpo legionario asentado en Ceuta, experiencia de la que se muestra felizmente orgulloso. Además de la taberna, es propietario de unas fanegas de tierra en donde tiene plantadas viñas, que le proporcionan algo del vino que bien sabe preparar en unas bodegas ubicadas precisamente en los sótanos que construyó debajo de su establecimiento, denominada El Jilguero. Es comidilla frecuente, en las tertulias generadas para distraer las tardes y las mañanas entre los convecinos del pueblo, el gran “braguetazo” que dio el Sr. Alcalde en sus años mozos, casándose por la Iglesia (por supuesto) con una rica viuda que le llevaba no escasos años en su tarjeta de identidad. La “legionaria”, como muchos la llamaban ya no está en este mundo. La bien “acicalada” señora había aportado a su matrimonio con Pelayo un rico patrimonio, rural y ganadero, de su difunto primer marido, don Facundo, poseedor de un lejano título de la baja nobleza (conde de Villacelada) que fue perdiendo “la cabeza” y al final su propia vida, por su excesiva afición al disfrute embriagador con los licores y otros manjares “báquicos” de la mejor marca. Hay que añadir que la ideología del alcalde vigente, Pelayo Venciales, es profundamente conservadora,  de “derechas” o más desde toda la vida.

Sin embargo el actual primer edil se lleva civilizadamente bien con su gran rival en las urnas electorales y también varias veces alcalde Emerindo Cidral Varadero, con varios apelativos o motes populares, siendo los más utilizados “el meriendo” y “el cortadillo” por la alusión al condumio y cidra de su nomenclatura. Cuando se le conoce a través de un largo trato, descubre su generoso y social carácter, aunque tiene sus prontos de zoquete testarudo y bastante “cabezón” en sus posicionamientos. A pesar de haber ostentado el cargo de alcalde, en más una ocasión, no ha dejado de trabajar, a yunque y martillo, en el duro esfuerzo de los herrajes y las forjas, propietario de un taller de herrería, heredado de su padre y abuelo, para elaborar todo tipo de artesanías y utensilios con el hierro: aperos de labranza, herraduras, llaves, cerraduras, ruedas y ejes de rodaduras, poleas, rejas, puertas, bancos, ventanas, balcones y piezas varias para la utilidad comunal y familiar. Todas estas artesanías de forja son fabricadas con su esfuerzo continuo en el golpeo con la maza o el martillo, junto al calor de la hoguera y en cualquiera de las estaciones del año. Emerindo sigue siendo el ácrata o libertario que iluminó su juventud, aunque en los últimos años ha ido evolucionando hacia posturas menos radicalizadas, aunque siempre dentro en la izquierda ideológica. Podría ubicarse su concepción política en el espectro de una horquilla que va desde el socialismo posibilista hasta el comunismo intelectual.

Cuando llega la época de las elecciones, los vecinos del pueblo se van decantando en sus papeletas del voto por uno u otro rival, aunque la frecuente alternancia en la alcaldía, entre ambos contendiente, nunca lo es por un elevado número de votos de diferencia. Muchos definirían la estructura electoral de este pequeño pueblo rural como la de “casi empate técnico”. El Cortadillo y el Pelón (al tabernero le quedan muy pocos cabellos en su cabeza) escenifican, a voces y gestos, su contrastada ideología, sin embargo uno y otro se respetan y juntan sus esfuerzos para resolver todos esos problemas que surgen en cualquier comunidad en el día a día. Suelen hacerlo sentados en torno a una mesa con unos vasos de tinto de por medio, néctar de los dioses siempre acompañados por algún platillo tapero, en el que el chorizo al fuego, la morcilla frita o el lomo adobado nunca falta.

Faltaba casi medio año para la finalización del actual mandato de Pelayo, como primer edil de Villasierra del Molino. Un muy sofocante día, a eso de las cinco de la tarde, el alcalde se presentó en la herrería del  “Cortadillo” porque tenía algo que comentarle. Hacía un calor insufrible, pues en ese calendario de junio el tiempo había traído un viento de terral que puso la temperatura en treinta y tantos grados centígrados. Sin embargo el esforzado y voluntarioso herrero seguía con su duro trabajo pegado a la forja, haciendo unos marcos de ventana que le habían encargado para la ampliación del zaguán en un cortijo de una pedanía cercana.

“Buenas tardes, “Cortado”. Cuando esta tarde pongas fin al martilleo, te aseas un poco y te pones ropa más presentable. Pasa después por el Jilguero, que tenemos que hablar de alguna cosa importante para el pueblo. Tomamos algo, pero hoy pagas tú pues cada día te veo más “agarrao” con las invitaciones. También he invitado a don Bernabé, que hoy duerme en Villasierra y es persona de muy buena cabeza para darnos sus equilibrados consejos. Te espero sobre las siete y media, pues el calor ya será menos fuerte. ¡No me faltes, Cortado!”

Cuando Emerindo llegó a la taberna del Pelayo, ya se encontraba allí don Bernabé, el cura párroco de Villasierra. Este venerable y barrigón sacerdote, con austera sotana pero sin “coronilla eclesial”, tenía a su cargo la función pastoral de tres pueblos cercanos de la Serranía. A pesar de sus años pasaba visita en diferentes días por cada uno de ellos, aunque tenía casa propia en Villasierra, en donde vivía junto a una hermana mayor, que le atendía en las necesidades propias de una persona que acababa de celebrar sus “primeros ochenta años de vida” como socarronamente decía, bastante bien llevados por cierto, aunque con esas “averías” cíclicas en la “fontanería” corporal muy propias de la edad.

Se sentaron en una zona esquinada del interior del recinto tabernario, a fin de poder hablar con una mayor tranquilidad. El establecimiento se iba llenando de clientes desocupados, a esa buena hora del día cuando el sol comenzaba su anaranjada despedida con el atardecer. Esta vez eligieron tres sangrías, sin que faltara un platito con tres pares de tapas: la de chorizo, la de morcilla y la de ese lomo bien adobado que sólo se podía disfrutar en calidad preparado por las expertas manos del Pelayo el Pelón. Tras dar buena cuenta de las primeras tapas, el dueño de la taberna y primer edil tomó la palabra, con el teatralizado ceremonial “sobreactuado” que bien le caracterizaba.

“No sois ajenos de que este pueblo necesita estímulos para no dormirse definitivamente en el letargo y yo, como alcalde que soy, tengo la obligación de promoverlos. Los jóvenes se nos siguen yendo en desbandada, en cuanto superan la adolescencia, con el drama de que por aquí no ha llegado el turismo de verdad, esa máquina benefactora que trae y deja euros en las alforjas. Calculo que me quedan, más o menos, dos años de mandato. En este período estoy dispuesto a crear dos “figuras” que nos ayudarían a salir del anonimato en los mapas y darían aire a nuestra cada vez más anémica economía.

A nivel turístico he pensado en crear un balneario, para tomar esas aguas que mejoran el estado general de nuestros cuerpos. ¿A qué aguas me refiero? Todos conocéis que muchos de nuestros vecinos van a recoger agua en la Fuente del Ganso. Desde mis padres y abuelos, siempre he escuchado que ese agua es buena para los vientres pesados, cuando hacemos de cuerpo y el estreñimiento nos provoca muchos problemas. El Fito y la Jacinta, entre otros, me han asegurado que sus problemas con el reúma se alivian mucho cuando beben de ese manantial que está en la base de la Colina del Águila. Regino, el dueño de los mejores olivares de la comarca, me ha asegurado (cuando le he hablado del tema) que está dispuesto a invertir unos “cuartos” bien ahorrados para poner en servicio un viejo caserón en ruinas, que se encuentra a no más de cuarenta metros del manantial. La  propiedad de este antiguo caserón que podría servir, tras su habilitación y reforma, para un centro saludable de aguas junto a un hostal residencial,  pertenece a una monja de la Sagrada Forma como última heredera. Yo me encargaría de ir al convento y tratar de negociar la cesión al municipio, a cambio de las compensaciones en justicia y caridad que la orden recibiría”.

Los dos contertulios asistían a las explicaciones de Pelayo el alcalde con una mezcla de interés, asombro y realismo al tiempo. Por sus cabezas bullían otros muchos proyectos que se habían creado con “enorme ilusión” en otras oportunidades y cuya realización concreta se había derrumbado, una y otra vez, como un castillo formado por esas cartas de naipes para la suerte de la baraja.

“La segunda gran idea, que llevo barruntando desde hace algún tiempo,  es el proyecto de celebrar cada año, por Primavera, unos días de fiesta en torno a una virtuosa persona, elegida entre los vecinos por votación, como el ciudadano ejemplar de esa anualidad. Ya os digo, sería elegido entre los mejores vecinos, sin atender a su nivel económico o intelectual. Sólo que el premiado con tan honroso título ha de ser un ejemplo cívico entre sus cualidades humanas. Sería un fin de semana festivo, con bailes, concursos, algún concierto y una gran comida popular. Al premiado con tan excelso y apreciado reconocimiento se le entregaría, además del diploma correspondiente, un buen regalo, costeado con los fondos sociales del Ayuntamiento. Podría ser un viaje al extranjero o dentro de la geografía española, que disfrutaría él o ella junto a su pareja, por supuesto con todos los gastos pagados. Le daríamos a ese evento algo de publicidad, a fin de que muchas personas de la región o de fuera de ella se animasen a visitarnos y a conocer las bellezas de nuestras tierras”.
 
Don Bernabé aplaudía ambos proyectos, comprometiéndose a estimularlos y “vigilarlos”. El veterano sacerdote se preocupaba en evitar que estas novedades trajeran a la pequeña diócesis, que paternalmente regía, malignas costumbres o comportamientos que perjudicaran la salud espiritual y social de Villasierra del Molino. Sobre todo temía que la llegada de turistas de “otras tierras” arrastrara con ellos ejemplos indeseados o alejados de la doctrina católica que él se esforzaba en difundir cada uno de los días con su venerable y ortodoxo magisterio.

Por su parte el Cortadillo ofrecía la eficacia de su taller de herrajes para ese balneario de toma de aguas, que podría hacer mucho bien a un pueblo que necesitaba cambiar el paso cansino de su “aburrida” dinámica histórica. Aportó una idea llena de sensatez y agudeza “Sería conveniente encargar a unos laboratorios especializados que realizaran un estudio analíticos sobre la calidad y beneficios para la salud de ese agua que mana sin interrupción desde la Fuente del Ganso”.  En cuanto a la fiesta para la celebración y homenaje del ciudadano ideal, la veía con obvias e interesantes posibilidades, aunque aconsejaba actuar con el necesario tacto y prudencia  en esta cuestión, a fin de evitar heridas anímicas, viejas rivalidades, infantiles susceptibilidades, inesperados y previsibles enfados o envidias malsanas.

El valioso reloj de pesas que el sagaz tabernero Pelayo, a la sazón máxima autoridad municipal, mantenía presidiendo el gran salón de su populoso establecimiento (colgado precisamente como emblema “litúrgico” encima de la máquina para hacer los cafés) marcaba en sus góticas manecillas casi las nueve de la noche. Dada la estación veraniega que la meteorología ofrecía, el sol no se habían aún retirado en su totalidad, tras el geométrico horizonte orográfico que rodeaba a esa modesta y reducida comunidad rural. Lentamente y en silencio, las calles empedradas se iban vaciando de los muy escasos viandantes. La mayoría de los lugareños aguardaban ya en sus casas pintadas del blanco inmaculado la ingesta de una sopa migada bien caliente o esa ensalada “regada de aceite” enriquecida con frutos mediterráneos. No descuidaban, como rito báquico” sorber a ratitos ese jarro de vino teñido de croma cardenalicio, néctar estimulante y embriagador que ayudaba a tonificar los cuerpos y poder disfrutar de esa “nana” etílica en lo mental que les acompañaba en el rutinario descanso. Era otra noche más, para la llegada de una mañana casi igual a todas las demás.

Sonaron al fin las solemnes campanadas de la Iglesia de los Remedios, a modo de latidos somnolientos para una veterana comunidad alejada del bullicio y de la osada tecnología urbana. Ahí suspiraba un pueblo de la serranía andaluza, en donde el silencio se disimulaba tras las necesarias bambalinas de la paciencia, la sencillez acrisolada de la humildad, el chascarrillo repetitivo de las manoseadas historias y ese letargo de un mañana del que ya poco se espera, vivido en armoniosa y sumisa fraternidad.-


 LATIDOS SOMNOLIENTOS, EN UN ALEJADO PUEBLO DE LA SERRANÍA

José L. Casado Toro  (viernes, 30 AGOSTO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


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