La vida de las personas puede entenderse como una
sucesión continua de pruebas, a modo de exámenes “encadenados”, inesperados retos
sucesivos a los que tenemos que ir respondiendo con desigual fortuna, a fin de obtener la mejor
calificación posible al final del camino. En su inevitable proceso siempre
vamos buscando ese óptimo resultado que nos conforte ante nosotros mismos y
también en la óptica valorativa de los demás. En determinadas ocasiones, estos
“ejercicios vivenciales” son especialmente
difíciles en su contenido, por lo que se nos complica en exceso la obtención de
ese ansiado “aprobado”. En otras desafortunadas oportunidades, el fracaso más o
menos previsible va a depender de la inadecuada preparación que llevemos a la
hora de presentarnos ante ese rígido tribunal de nuestra conciencia.
Resulta obvio admitir que los tipos o modalidades de estas pruebas no serán las
mismas en las diferentes etapas y edades de las personas. Un niño pequeño
tendrá unos “exámenes” muy diferentes en su naturaleza, de aquellas otras pruebas que habrán de
resolver los jóvenes, los adultos o el sector (cada vez más numeroso) de la
población perteneciente a la tercera edad. En cuanto a los propios retos en sí,
éstos serán muy variados. En algunos de los casos, el destino nos permitirá
nuevas oportunidades para mejorar nuestras respuestas y las subsiguientes
calificaciones, aunque en otras circunstancias ya no resultará posible su deseada
repetición. Entre esos retos y respuestas que tienen una mayor relevancia o
trascendencia para casi todas las personas, resulta indudable señalar situaciones
acerca de cómo afrontar la enfermedad, la
elección de nuestra pareja, el ejercicio de la paternidad o maternidad responsable, el desarrollo profesional y, por supuesto, el difícil proceso de la
ancianidad.
En el presente relato, la temática que
centrará la focalización de nuestra historia es una desigual experiencia que el
destino puede presentarnos y ante cuyo “tribunal” unos salen mejor calificados
que otros: se trata de la temática siempre complicada de las herencias familiares. Vayamos pues a la síntesis
narrativa de la misma.
El tío Nemesio,
por el carácter independiente y desconfiado que mostraba desde su juventud,
nunca aceptó pasar por la vicaría eclesiástica o por el registro civil
administrativo, a fin de regularizar vínculo matrimonial alguno. Ello no fue
óbice para que mantuviera cerca de sí a muy numerosas y diferentes compañías
femeninas, con ese egoísta pero humano objetivo de combatir su soledad personal o esas necesidades
sexuales arraigadas en un temperamento orgánico especialmente fogoso y
vitalista. En el seno de su familia, este muy hábil emprendedor campesino fue
siempre considerado como un excelso
mujeriego, al que le gustaba libar de flor en flor, a fin de experimentar y
saborear los diferentes néctares y sabores ofertados por el destino terrenal.
Muchas de sus parejas le duraban meses, estaciones anuales o incluso sólo días.
Por su especial personalidad, este
emprendedor personaje nunca quiso residir en ambientes de avanzada
urbanización, apreciando por el contrario la atmósfera más sosegada y ecológica
de la naturaleza vegetal y animal. A causa de esta rural apetencia, vivió permanentemente
alejado “del mundanal ruido” en un espléndido cortijo de la Serranía andaluza,
cuidando y vigilando unas tierras que tuvo el acierto de ir comprando en
aquellos momentos más oportunos para optimizar su coste, aplicando para ello
valientes y acertadas inversiones. Tuvo el ingenio de plantar numerosas
hectáreas de olivos y, paralelamente, organizó una bien conocida almazara
cooperativista, que le reportó interesantes dividendos. Su propio cortijo
residencial fue ampliado hasta en dos ocasiones, convirtiéndolo en un
mastodóntico caserón de casi dos mil metros cuadrados útiles. Además de la
agricultura, trabajó la vía pecuaria, montando en sus amplios anejos
residenciales un criadero de pollos y gallinas, práctica avicultora con la que
pudo obtener también “suculentos” y opíparos beneficios. En esta su gran
“industria” agropecuaria no faltaba una lustrosa bodega, poblada de afamados y
cuidados caldos traídos tanto de aquí cerca como de más allá de las montañas.
La magnitud de su familia era más bien
reducida, en cuanto al número de miembros integrantes. Sólo tenía una hermana,
llamada Frasca, que falleció siendo aún joven a
causa de unas fiebres “indeterminadas” mientras que su marido, Policarpo, no sobrevivió en mucho tiempo a su cónyuge,
debido principalmente a su exagerada dependencia del alcohol. Este amante obsesivo
de la bebida era un fornido camarero de bar. Las relaciones entre Nemesio y su
único grupo parental fueron más bien frías o casi inexistentes desde el
principio, porque el sagaz agricultor consideraba a estos modestos familiares
como gente incapaz y avariciosa por sacar sustancial “tajada” de sus bien
acumuladas y trabajadas pertenencias patrimoniales. De manera especial
desconfiaba de las intenciones de sus tres únicos herederos, Américo, Lania y
Bonifacio, los hijos de Frasca y Policarpo, que representaban, en su opinión,
la imagen de un trío de “inútiles y avariciosos sobrinillos”.
No se equivocaba en demasía Nemesio
porque los tres hermanos, de una u otra manera, siempre tuvieron en el punto de
su mira personal la “suculenta” herencia que podrían recibir para sus
maltrechas y necesitadas economías, una vez que el veterano y acomodado
pariente, el acaudalado tío Nemo, emprendiera su último viaje hacia el infinito
cósmico.
El mayor de los tres hermanos era Américo Valdivia, un bohemio escritor vocacional de
gacetillas y poemas, que tenía que ganarse la vida, muy a su pesar, trabajando
como mozo dependiente en un centro repartidor de mensajería, viajando encima de
una pequeña moto en la que apenas cabía debido a un sobrepeso acentuado por su
desaforada dependencia a la buena y abundante comida. Casado con Olivia, ama de
casa sin hijos a quienes criar y educar, la oronda figura de Américo tambi én probaba suerte en los
veranos echando horas como hamaquero de playa, cuando la modesta empresa de
mensajería le pasaba al paro ante una demanda insuficientes de servicios por
realizar.
La segunda hija del matrimonio era Lania Valdivia, la de mejor presencia física en la
prole familiar. Prestaba servicios de dependienta en una franquicia de
perfumería y cosmética, trabajando en un “estirado” horario y recibiendo una
contraprestación ecónomica básica. Residía en la vivienda de sus padres
difuntos, aunque sus hermanos le “exigían” una testimonial cuota mensual, ya
que la propiedad familiar también les pertenecía. Esta joven de “treinta y
cinco primaveras” era amante ocasional de un “iluminado” dirigente sindical,
llamado Pepo, que abundaba en su rechazo a
compromenterse en relaciones estables y familiares.
El benjamín del trío fraternal recibió
en la pila bautismal el nombre de Bonifacio. Desde
pequeño sintió atracción vincular por todo el entorno de la clerecía,
ejerciendo en la infancia como monaguillo. No llegó a ingresar en el seminario
conciliar (como era su deseo) por las escasas dotes y voluntad que mostraba
para el estudio de las disciplinas, tanto humanísticas como técnicas. Al menos
consiguió ejercer de sacristán en dos templos de la diócesis y dado su
consolidado espíritu receptivo para todo lo relacionado con el beaterio, en la
actualidad trabaja como hermano lego en un convento carmelita, en el que
desempeña funciones de portería, recadero, limpieza y asistente sacerdotal en
las ceremonias eclesiásticas, funciones en las que gusta potenciar sus afanes
expresivos, en los cantos y rezos de los
oficios litúrgicos. También ayuda en la cocina al hermano Bernabé quien, a sus
muchos años, se siente superado para mantener a buen nivel las necesidades en
el alimento de los hermanos conventuales en las horas del refectorio.
Los tres hermanos “miraban” y pensaban,
de una u otra forma, en el tío Nemesio quien, dada su avanzada edad, ofrecía
(sin otros herederos conocidos) una atractiva posibilidad de resolver con su
herencia patrimonial muchos los objeticos, expectativas y compensaciones de las
ahora más que modestas y opacas existencias. En las intimidad de sus conciencias,
¿cuáles eran esas aspiraciones que anhelaban, basadas en la legítima posibilidad
de recibir parte de los caudales acumulados por el laborioso tío, agricultor y
ganadero?
Américo quería vivir y
disfrutar de las rentas, dedicando el amplio tiempo disponible a la escritura y
también al aprendizaje de la pintura artística. Por supuesto que mantenía en el
fondo de sus deseos esas raíces bohemias y de comportamiento hippy que por los
avatares existenciales no había podido cultivar con la suficiente solvencia. Se
decía a sí mismo “una vez recibido ese soporte dinerario de las arcas del
“Nemo” podría llevar a cabo ese viaje y
estancia en el París de los artistas, deambulando y conviviendo por esos
barrios antiguos que pueblan la capitalidad de una sin par nación, simbolo
emblemático de la cultura y el arte”. Se sentía una persona no bien tratada por
el destino, teniendo que desempeñar trabajos que le hacían profundamente
infeliz.
Por parte de Lania,
mantenía en su corazón el objetivo de poder montar su propia franquicia, principalmente
de cosmética o incluso de ropa pret a porter. En cuanto a su relación con el
sindicalista Pepo, tenía sus alzas y y bajas. El barbudo activista, liberado
desde hacía años en el ejercicio de su actividad como profesor de secundaria,
le aseguraba, en los momentos de una mayor crispada relación, que buscaba el
momento y la oportunidad adecuada para dejar a Isabela. Su “compañera” legal, a
fin de emprender juntos el camino de la felicidad sin mayores ataduras. Esta
firme u oxigenante propósito la hacía en esos momentos tensos para la relación
con la dependienta de cosmética, aunque en otros momentos de su proverbial altanería
defendía su ácrata ideología de la defensa del amor libre, practicada entre los
ciudadanos liberados de ataduras confesionales o de la influencia del
conservadurismo “facha” y decadente.
El mundo de Boni
era la clerecía. Era el que menos apetencia material mostraba entre sus afanes
humanos. De todas formas, sabía de la estabilidad y “opulencia” (real o
exagerada) que atesoraba su tío Nemo. Aunque alguna vez había intentado ponerse
en contacto con el laborioso familiar, con el fin de que fuera generoso en la
donación para ayudar a las personas más humildes y necesitadas. Pero Nemesio no
quería saber nada de sacristías, cirios, rezos u otros elementos del más
trasnochado beaterio. Cuando tenía que referirse a su sobrino, lo hacía de
manera jocosa, criticando su supuesta vinculación a una “secta de sotanas y
fórmulas litúrgicas”. En todo caso, Boni no perdía la esperanza de que algo de
la riqueza del tío pudiera solucionar muchos problemas carenciales de la
sociedad más sufriente y necesitada.
Es una ley que no se discute o aprueba
en parlamento alguno: la vida continúa su incesante andadura, buscando un destino
que sólo ella conoce. Cuando apenas queremos darnos cuenta, son muchos los
números de los almanaques que hemos ido sustituyendo anualmente, en esos
paramentos entrañables de nuestros hogares. En base a ello el destino quiso
que, casi tres años más adelante de los hechos narrados, el tio Nemo tomara su
postrer tren, en ese andén mágico que tiene marcado la ruta hacia el todo o la
nada. Los tres hermanos tuvieron conocimiento de este importante cambio en la
rutina de sus vidas, a través de sendas cartas que recibieron desde un despacho notarial en las que se les informaba del
luctuoso hecho familiar y se les convocaba, con tiempo suficiente, para una
reunión oficial en la sede administrativa, lugar en el que se iba a dar lectura
pública al testamento de D. Nemesio Pla
Sampietro.
El contexto ambiental de la sala, en
donde el Ilmo. Sr. notario de la Villa iba a dar lectura de las voluntades
testamentarias del finado, estaba lleno de una contenida tensión. Especialmente
porque los tres hermanos de sangre (que no viajaron juntos al despacho, sito en
la capital de España) se miraban con recelo y desconfianza, porque la suerte de
alguno podía incidir en los resultados más precarios para la suerte de los
demás. Además existía entre ellos la duda de qué habría decidido un familiar de
tan próximo vinculo, pero de prácticamente nulo trato a lo largo de gran parte
de sus vidas. La sensación anímica llegó a su climax o máxima cota cuando el
reconocido jurista dio tiempo prudencial para que llegara a la reunión una cuarta persona, cuya identidad sólo él conocía.
Con unos minutos de retraso, con
respecto a la hora de cita, entró en el severo pero elegante despacho una bella
joven, cuya edad oscilaria entre la veintena avanzada y los primeros años de su
tercera década vital. El Sr. notario, con una indisimulada sonrisa, presentó a
la chica al resto de los presentes como Roberta. “El finado reconoció, cinco meses antes de su
fallecimiento, a esta mujer como hija genética, tras verse obligado a
realizarse unas pruebas médicas de paternidad, en base a la reclamación
judicial que presentó la madre de la joven.”
La expresión facial y anímica de los
tres hermanos fue cambiando de color tensional, pasando del nerviosismo previo a
la confusión más absoluta. Ahora tenían una nueva competidora, de la que
carencían de todo conocimiento, una vez legalmente reconocida su paternidad por
parte del “increible y pillín” tio Nemo. Había que escuchar, con la mayor
atención y la crispación disimulada, las palabras que iban a ser leídas por la
solvente autoridad legal. Tras las consideraciones iniciales, escucharon
atónitos un largo texto de unos cinco folios
que, con el peculiar y severo estilo de un especialista en leyes, se fue dando
a conocer a los cuatros familiares vinculados.
Resumiendo el farragoso contenido
testamentario, la mitad de la herencia pasaba a manos de Roberta, esa hija finalmente reconocida y cuya
historia estaría implícita en la conciencia de Nemesio y la madre de la joven,
persona que ya tampoco estaba presente en la escenografía puntual de este
mundo. El uso de esa media herencia sería controlada por un equipo de gestores
debidamente cualificados, para que evitaran su dilapidación en fines banales:
los fondos deberían ser invertidos en tareas de productividad agropecuaria. Un cuarto de la herencia se entregaría a
diversos organismos asistenciales, de
titularidad pública y privada, para la realización de obras caritativas de
acción social. Los labriegos vinculados al
cortijo y a sus tierras anejas podrían permanecer en las viviendas que en la
actualidad ocupaban y seguir cultivando diversos trozos de terreno a ellos
legalmente cedidos, todo ello a cambio de seguir prestando funciones de cuidado
a las diversas dependencias de la propiedad. Américo
recibía una cantidad testimonial de 1000 euros y un kit con instrumental agrario,
al que se añadía un sobre en cuyo interior estaba la documentación de una
matrícula abierta para recibir clases en un centro de capacitación agraria. Lania recibía otros 1000 €, cantidad a la que se
añadía la cesión de un pequeño local, ubicado a pie de calle y en una populosa
barriada del antiguo Madrid, para que pudiera instalar allí el negocio que
estimase más procedente. Boni recibía dos
billetes aéreos “abiertos”, que deberían ser utilizados para desplazarse a
tierras recónditas sudamericanas y
africanas, a fin de que desarrollara por esos parajes tareas de evangelización. Para el lego
carmelita no aparecía cantidad alguna, dinero que sí habían recibido sus
hermanos, aunque en su caso recibía un paquete, cuidadosamente envuelto, en
cuyo interior aparecía un hábito de hechura carmelita y una voluminosa biblia.
Cuando la sesión informativa finalizó, los
cuatro familiares firmaron los documentos reglamentarios en los que aceptaban,
lógicamente, la voluntad del finado, el sorprendente y cualificado tio Nemesio.
Contrastaba el rostro de satisfacción de Roberta, esa hija que nunca estuvo
cerca de un padre y quien supo de su existencia al cabo de muchos años, con los
rostros desigualmente decepcionados de Américo, Lania y Bonifacio. Todos ellos
evitaron esas convencionales despedidas al uso, porque la tensión y la
“tormenta” iba por dentro. Unos y otros asumían que ese lejano tio carnal
estaba más al tanto de sus vidas que lo que ellos podrían suponer, aunque se esforzó igualmente en mantenerles
bien alejados de su vida, pues no tenía fe alguna en las virtudes que pudieran
atesorar. En realidad el mensaje que Nemo les transmitía era su propio ejemplo de trabajo, imaginación y
constancia, en la persona de un gran emprendedor y esforzado agricultor y
ganadero.
¿Supieron o quisieron aplicar a su
recorrido vital las claves que su tío les había dado a través de su ultima
voluntad testamentaria? El destino nos tiene reservados sorpresas, sin claves
de tiempo o lugar. A dos años y medio de aquella reunión en el despacho
notarial, Roberta y su primo Américo (que ha sabido restar lastre a su pesada
humanidad) colaboran, muy bien avenidos, en el mantenimiento del cortijo
agrario de Nemo. La chica es diplomada en Ciencias empresariales y su primo
aprovechó bien la capacitación agraria que recibió en un centro de
cualificación agraria vinculado a la Comunidad de Madrid. Sin embargo Américo
aprovecha sus ratos de ocio, fuera del trabajo agropecuario que ordenadamente
desempeña, para seguir cultivando sus viejas aficiones artísticas, tanto
literarias como pictóricas. Las relaciones con su prima son excelentes y salen
juntos con sus respectivas parejas en los fines de semana así como en períodos
vacacionales. Lania, con gran esfuerzo
económico, emprendió la difícil aventura de la empresa autónoma. Montó un
comercio de productos cosméticos y servicios de esteticien. Lo más curioso del caso es que la
copropietaria de este centro estético es precisamente Isabela, mujer que
mantuivo su ilusión por desarrollar una autonomía económica, especialmente
cuando también (al igual que Lania) rompió con el sindicalista Pepo, tras las
numerosas infidelidades del fornido y rudo líder sindical. En cuanto a Bonifacio, tras sus experiencias vivenciales por
tierras sudamericanas, hoy se ha convertido en un empresario exportador de
azúcar y ron, abandonando sus raices y veleidades eclesiáticas. Eso sí, en su
lujoso despacho expone con cariñosa nostalgia (primorosamente enmarcado) el
hábito carmelita que su tio le legó en el testamento notarial. La muy lujosa
biblia, que también recibió como herencia, la regaló al padre Emaús, que rige
la Iglesia del modesto predio de Covarillán, en la siempre atractiva isla
antillana de Cuba.-
ESFUERZO, HERENCIA Y SORPRESA, EN
LOS TRES SOBRINOS DE NEMO
José L. Casado Toro (viernes, 21 JUNIO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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