Existen frases, en el socorrido argumentario
popular, que resultan especialmente relevantes por su significación, dinamismo
y claridad. No tienen por qué ser expresiones muy extensas en sus palabras, ni
tampoco muy “académicas” en su exposición conceptual. Por el contrario, lo que
más se agradece y valora en las misma, haciéndolas útiles e inteligibles, es
precisamente su brevedad terminológica y su “simplicidad” semántica, a fin de
facilitar su compresión y operatividad. El número de estas frases es elevado,
dada la capacidad del lenguaje para su diversificación y naturaleza. En cuanto
al nivel de importancia en cada una de estas locuciones dependerá del contexto,
de la situación y de la oportunidad en el que sean aplicadas, tanto para el uso
personal de quien las pronuncia, como para regalarlas como consejo, ayuda u
orientación a esas otras personas que pueden necesitarlas, para que resuelvan
sus conflictos o la toma de decisiones.
Vamos a centrarnos en una de estas conocidas expresiones,
ya que su breve pero denso contenido puede ayudarnos a entender una interesante
historia de sentimientos, carencias y orfandades, ambientada en aquella España
ya bastante lejana de los años sesenta, en el siglo que nos antecede. La frase
en cuestión que por supuesto puede tener diferentes modalidades expresivas, es
más o menos la siguiente: “No dejes de tomar ese tren,
pues puede ser el último que pase por la estación de tu vida”. Básicamente
queremos con ello indicar que las oportunidades importantes que nos llegan no
se repiten indefinidamente, en esa tómbola mágica existencial. Por lo tanto hay
que saber estar en el momento y lugar adecuado
para emprender ese objetivo que deseamos alcanzar con nuestros proyectos
laborales, estudiantiles, sentimentales o de cualquier otro género que
persigamos. Son decisivos ese tiempo y lugar, pero también habrá que aportar decisión y valentía para “subirnos” a ese viaje, que
puede no volver a presentarse ante nuestras legítimas ambiciones o expectativas.
ÉL. Nació en el seno de
una humilde familia, siendo el único descendiente que tuvo el matrimonio
formado por Damián, un trabajador de la construcción, peón de albañil, bebedor
y mujeriego, casado con Clara, quien además de llevar a cabo las labores de la
casa, se veía obligada a “echar horas” en domicilios ajenos, a fin de poder
completar el escaso capital que llegaba a casa, por parte de su disoluto
marido. A ese único hijo del mal avenido matrimonio le pusieron por nombre SANTOS, ya que su madre encontraba bastante sosiego y
distracción con la asistencia a los oficios litúrgicos, con sus rezos y
devociones al amplísimo santoral eclesiástico, prácticas religiosas que
realizaba siempre que el capricho de su autoritario marido no lo impidiera.
La infancia de este niño, desarrollada en el
epílogo histórico del franquismo, estuvo condicionada por una educación muy
severa, impartida por una madre desgraciada, que desahogaba y trasladaba las
frustraciones conyugales que recibía de continuo a ese pequeño ser que ella
“educaba” a su manera, con la autoridad y dureza que permitía las costumbres de
la época. Las discusiones, los insultos, y violencias que el niño presenciaba
entre sus padres, cuando Clara reprochaba a Damián los gastos en la taberna y
sus “satisfacciones” con las desgraciadas mujeres de la calle, respuestas
violentas perpetradas por parte del energúmeno albañil, propiciaba una viciada atmósfera
familiar que fue creando en el pequeño un carácter acomplejado, inseguro y
débil, que sólo encontraba compensación en los juegos de la calle y en las sesiones
dobles de los cines de barrio, cuando los domingos su madre le concedía algunas
pocas monedas que el crío juntaba para comprar la entrada, siempre en función del
escaso dinero que llegaba al hogar. Esa inseguridad de carácter le fue
provocando una cierta tartamudez nerviosa, que en los años de su juventud y
adultez pudo ir disimulando, aunque nunca llegó a desaparecer en su totalidad.
Su escolaridad careció de esas siempre necesarias
fases de brillantez. Con más tropiezos que éxitos, fue avanzando en los cursos
de primaria y secundaria con calificaciones muy básicas en general. Incluso
tuvo que recuperar en las pruebas de septiembre determinadas materias
suspensas, así como repetir algún curso, por la acumulación de fracasos, en los
que no faltó algún episodio esporádico de bullyng, aunque en aquel tiempo no se
utilizaba esta palabra para referirse al rechazable y hoy tan perseguido acoso
escolar. Ni por capacidad económica, ni por actitud ante el estudio sopesó la
posibilidad de cursar algún estudio de grado medio o universitario. Su padre siempre le tildó de persona débil e inútil,
perjudicando su autoestima. Sin embargo pudo entrar de auxiliar contratado en
una oficina de correos, puesto que con los años
consolidó presentándose a unas cómodas oposiciones de promoción interna, entre
el personal contratado con bastantes años de servicio.
En la actualidad reside en su muy veterano piso de
siempre, manteniendo el alquiler de sus padres, coste mensual no muy elevado y que
por sus no excesivos gastos y la seguridad que tiene en el trabajo puede
sobrellevar. Sus padres ya fallecieron hace casi dos décadas. Santos tiene en
la actualidad 51 años y sigue manteniendo un estado de soltería que a medida
que pasan los años incrementa su insatisfacción ante una soledad vivencial que
se le hace cada vez más insufrible.
ELLA es LEIRE Constanza, la
más pequeña de los cuatro hijos, tres de ellos varones, que tuvo el matrimonio
de Gregorio (oficial del ejercito de tierra) y Piedad, padres de mentalidad
ultraconservadora y practicantes de un catolicismo “tridentino”. Su tres
hermanos ingresaron , tras sus estudios previos, en academias militares,
mientras que la niña pequeña de esa modélica familia recibió una educación “enfermiza”
e irreal, basada en la religiosidad más ultramontana vaticana, trato y ambiente
familiar que situaba a la mujer en un rol pasivo, secundario, obediente y
sometida con respecto al hombre, haciendo gran hincapié ese modelo educativo en
la represión, psicológica y física, de todo lo relativo a la sexualidad.
Creció rodeada
de juguetes y distracciones ñoñas, eminentemente apropiadas para el
papel que sus padres concebían que debe tener una mujer “honesta” en la sociedad.
En su look, siempre llevaba el cabello recogido en coletas, cola larga o
trenzas, falda larga sobre las rodillas, nada de usar pantalones, siempre
calcetines y nunca medias, comunión diaria, como practicaban sus fervorosos
padres (los hermanos salieron algo más díscolos en lo religioso) y un control muy estricto de las amistades que
la niña o la joven tuviese en la evolución de sus años. La primera vez que
Leire confesó a sus padres (con inmensa
alegría de estos) que sentía vocación para entrar al servicio de Dios en un
convento, apenas tenía catorce años.
Pronto, en su evolución psicológica, ingresó como novicia en una institución conventual, bajo la
advocación de monjas del Sagrado Corazón, en donde ha permanecido durante
veintidós años. En el transcurso de ese largo periodo de una vida puesta al
servicio de la Divinidad, Leire fue “madurando” en su concepción personal,
siendo cada vez más reflexiva hacia su auténtico puesto en ese “trozo de vida
que existencialmente hemos de recorrer. Su vocación contemplativa fue
paulatinamente decreciendo, pasando determinados períodos con una profunda
crisis personal acerca de si debería o no seguir permaneciendo en la obediencia
a unas reglas conventuales con las que cada vez se sentía menos feliz y realizada.
La madre superiora le concedió al fin hasta dos períodos de exclaustración, a
fin de que pusiera en orden sus verdaderos ideales en la dirección existencial que
necesitaba y quería recorrer.
En el segundo de esos períodos de laicismo tomó la
valiente decisión de no volver al convento, con un profundo disgusto y
sufrimiento en sus padres, Gregorio y Piedad que, prácticamente, dejaron de
dirigirle la palabra. El apoyo en esa difícil fase de su vida lo recibió en el
calor y comprensión fraternal que le prestaron sus hermanos, que le buscaron
acomodo y trabajo estable en una institución
residencial para la acogida de madres solteras o con problemas de amenazas y
violencias por parte de sus ex parejas. La labor educativa que realiza en
la actualidad con todas estas mujeres maltratadas por la vida es verdaderamente
encomiable, aplicando para ello su cualificada cultura y su no permanente animoso
equilibrio personal. También desarrolla cursos de catequesis en la parroquia
del barrio, dirigidos básicamente a los niños y niñas que van a realizar su
primera comunión.
Cada primero de mes (o cuando las circunstancias de
urgencia social le apremian) Leire acude a poner algunos envíos o giros monetarios a la oficina de correos.
Son modestas pero importantes ayudas económicas dirigidas a tres muy humildes
familias, con numerosos hijos a los que mantener, a las que las circunstancias
de la vida les ha ubicado en un puesto de extremada pobreza. Esas tres familias
que siguen recibiendo la ayuda caritativa de Leire viven en dos localidades de
la provincia toledana y la tercera en la misma capital de la bella ciudad
castellana. Precisamente el convento donde ella había profesado y
posteriormente consiguió la exclaustración está ubicado en una importante
localidad de esa provincia, avenada hídricamente por el río Tajo. Las visitas
regulares a la estafeta de correos, a fin de diligenciar dichos giros o envíos
económicos y en fechas concretas (Navidad, algunas onomásticas…) algún paquete
con ropa u otros enseres útiles para familias tan necesitadas, hizo que el
funcionario que normalmente le atendía, cruzara algunas palabras cordiales y se
fijara en la humanidad que transmitía Leire. Ese trabajador de correos no era
otro que Santos
Pellejero.
Cierto día quedó extrañada cuando la encargada de
la residencia le entregó una carta que venía dirigida a su nombre. Era muy
escasa la correspondencia que recibía. Cuando estaba en el convento sus
hermanos solían escribirle, pero ahora iban a visitarla, de tarde en tarde. En
cuanto a sus padres, con dolor asumía que no deseaban establecer contacto con
ella a causa de su renuncia a los votos eclesiásticos, decisión que les había
producido tanto desconsuelo y dolor. En cuanto a las familias a las que ayudaba
en Toledo con sus envíos, le escribían con amplia intermitencia, pero siempre
firmaban o anotaban el remite correspondiente. Sin embargo, este sobre venía
remitido por alguien anónimo. Ya en su cuarto, rasgó el sobre a fin de conocer
el misterio de su contenido.
“Muy admirada Leire. Entiendo la
extrañeza que debe producirle el recibo de esta comunicación. Me atrevo a
enviarle estas letras, después de haberlo pensado mucho y desde hace bastante
tiempo. Reconozco que soy una persona bastante tímida pero, aún así, querría
pedirle que nos pudiéramos ver, siquiera fueran unos minutos, a fin de
explicarle de forma personal mi deseo y necesidad de entablar una amistad con
su persona. En absoluto pretendo hacerle el menor daño o afectarle con algún
tipo de molestia. Todo lo contrario, mi única intención es luchar por esa
amistad de la que considero una buena, una excepcional persona. Necesito, esa es
la verdad, su amistad. Me haría muchísimo bien y Vd. Leire es generosa en el
dar. Ahora solo le pido que acuda al lugar y hora que le indico al final de
estas líneas. Es un espacio público. Cuando entre en esa cafetería, estoy
seguro de que me reconocerá. Así se tranquilizará y podré exponerle, con
valentía e ilusión, el porqué doy este paso que he de confesarlo, no me resulta
en absoluto fácil. Con mi respeto y admiración hacia su persona, le ruego que
acuda a esta cita. Santos.”
La extrañeza de Leire era manifiesta. Aunque la
prudencia le aconsejaba lo contrario, algo en su interior le pedía asumir ese
riesgo de conocer a un “casi anónimo” hombre llamado Santos, quien, según le
escribía, lo reconocería nada más verlo. Esa persona necesitaba ayuda, sin duda
alguna. Quién era ella para negar ayuda a un semejante que con tanto respeto y
educación se lo estaba rogando. Con los años (tenía en la actualidad 45) había
aumentado su nivel de valentía, de manera especial cuando adoptó ese muy
difícil paso adelante para secularizar su vida, con la renuncia a sus votos
conventuales. Sobre todo se preguntaba, una y otra vez, si esa persona
realmente la conocía, qué le impedía haber expuesto sus problemas de una forma
directa y no tener que usar de este extraño mecanismo de concertar una cita,
sin apenas datos al respecto.
En un primaveral sábado de
abril, minutos después de la hora concertada, las siete de la tarde, Leire
entró en el Hard Rock Café del Muelle 1
malacitano. Al ser sábado, eran muchas las parejas, personas individuales y
familias que llenaban el bien decorado local. Echó una mirada sobre las
diferentes meses y efectivamente en una de ellas había un hombre al que sin
duda reconocía, el cual le hizo una leve señal con la mano, levantándose de
inmediato del asiento que ocupaba en una de las esquinas acristaladas del
amplio establecimiento. “Pero … ¡si es el funcionario de correos que me
atiende cuando voy a poner los giros! ¡Quién me lo iba a decir!” Su
extrañeza era mayúscula, pero decidió avanzar hacia la mesa, en donde
permanecía de pie y con el gesto nervioso quien iba a ser su interlocutor, con
el ánimo abierto para escuchar lo que le tuviera que decir. Se estrecharon la
mano, como saludo y pidieron sendas tazas de ese café bien cargado en aroma que
suelen servir en tan famosa y populosa franquicia.
Durante el largo espacio temporal de casi dos
horas, dos personas que soportaban una
vida señalada y lastrada por la soledad, estuvieron intercambiando el contenido
de las palabras, aunque el protagonismo expositivo en este su primer encuentro
estuvo centrado en SANTOS. Con franca y sincera
valentía se presentó como una persona desgraciada y solitaria en su vida, con
una serie de limitaciones y defectos en el carácter, derivados de una educación
en su infancia notablemente desafortunada. Sobre todo porque había tenido que convivir en
un hogar donde no “reinaba” la alegría, el cariño y la comprensión recíproca.
Estas raíces de su infancia habían condicionado su carácter y cerrazón hacia la
necesaria y enriquecedora sociabilidad. Ese ánimo depresivo y “temeroso” le
hacía sufrir y huir del necesario arrojo para entender y abrirse a la más o
menos inevitable realidad. Sin embargo, siempre que ella acudía a la estafeta
de correos y tenía oportunidad de intercambiar siquiera algunas breves palabras
, se sentía reconfortado, animado y necesitado de conocer mejor a esa sencilla
y noble persona quien, además de enviar pequeños donativos a familias
necesitadas, “irradiaba” o transmitía su bondad, su serenidad, su equilibrio.
Una y otra vez se repetía: ¡Qué podría yo hacer por
conseguirla amistad de esta mujer a la que con solo verla entrar en las
oficinas ya me hace sentirme un poquito mejor, con esa ilusión que es muy
difícil de explicar!”
LEIRE escuchaba con atención, asombro y muchísimo respeto, la franqueza,
humildad y necesidad que le ofrecía este pobre hombre, al que la suerte y el
destino no le estaba tratando en la más básico que toda persona debe tener. Además
de una buena salud, todos necesitamos ese sosiego en el ánimo que produce la
convivencia, la amistad, la sociabilidad. Sin duda, Santos era una persona “enferma de soledad”.
Pero, tras escucharle, durante un buen rato, ahora era ella quien debía también
corresponder a la franqueza, sencillez y confianza recibida, abriéndose también
en lo posible a la intimidad que su interlocutor, sin duda con gran esfuerzo
por la debilidad de su carácter, le estaba mostrando.
Así que esta monja exclaustrada, trabajadora como
consejera de mujeres maltratadas o con graves dificultades socioeconómicas en
una residencia concertada con la consejería de igualdad, narró a Santos
aquellos trazos más significativos que, hasta el momento, habían conformado el
lienzo de su existencia. También ella sufría ese pasado familiar y claustral
del que, con gran esfuerzo y paciencia, trataba de ir saliendo, aplicando
trabajo, confianza y de manera especial abriéndose hacia las necesidades y carencias
en el sufrimiento de los demás. Reconocía que ella soportaba esa frustración
dolorosa ante el hecho de no haber podido ser madre y haber formado una
familia, con unos hijos propios a los que querer y educar. Pero insistía en que
el “recorrido” de cada persona lo marca el
destino, la suerte y, por supuesto, la voluntad personal. Santos atendía a la
exposición de Leire con suma atención, respeto y comprensión afectiva.
Esas dos horas de franco y leal diálogo resultaron
enriquecedoras para dos almas solitarias, que acumulaban una larga historia de
“conflictos” en la complejidad de sus vidas. Ambos quedaron en volver a
reunirse, pues deseaban conocerse mejor, ayudarse en lo posible y sentar las
bases de una amistad que podría ser recíprocamente enriquecedora para poner un
poco de más color y estabilidad en la austeridad de sus vidas. Aunque ninguno
de los dos eran especialistas en el arte de escribir, se comprometieron a ir anotando,
durante el tiempo disponible de cada día, aquellos retazos, anécdotas y
experiencias más sobresalientes de la infancia, juventud y fase adulta de sus
vidas. Ese primer sábado de cada mes, en el que acordaron volver a reunirse, se
intercambiarían sus escritos para, tras sus respectivas lecturas, avanzar en el
conocimiento recíproco y ayudarse con el calor de la palabra y el afecto de la
amistad.
La frecuencia de aquellos encuentros mensuales se
fueron ampliando, pasando de semanales a mantener un contacto casi a diario. La
llama de la ilusión se había encendido, con esa fuerza cromática que vitaliza y
alegra, en la orfandad de dos vidas anónimas y solitarias que, poco a poco,
iban abandonando tan inhóspito y decrépito espacio existencial. Hoy en día ambos
gozan, con fundada esperanza, la cálida y sentimental unión de sus vidas.-
UNA CITA MISTERIOSA,
ENTRE SOLEDADES Y ANHELOS
José L. Casado Toro (viernes, 03 MAYO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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