En el seno de esa maquinaria chirriante en la que nos
sentimos inmersos, engranaje que para nuestro asombro continúa funcionando en
el día a día (quizás debido a la inercia mágica de las voluntades humanas) nos
cruzamos con apreciados e insólitos personajes
que aportan un poco de color y sosiego a esa vorágine enloquecida en la que estamos
convirtiendo el trasiego convulso de la convivencia social. El valor “añadido”
que producen estos otros ciudadanos resultaría difícil de calcular. Son
admirables personas que generan “gratuitamente” sentimientos de salud y vida. Con
su plausible labor tratan de compensar esa “locura teatralizada” que la gran
mayoría interpretamos, en ese escenario abierto donde todos somos actores y
espectadores al tiempo de una gran obra, cuyo guión se retroalimenta al paso impávido
del tiempo en el discurrir del calendario.
A la llegada del buen tiempo meteorológico
primaveral, solía aparecer por el gran parque público, en el que montaba su
modesto tenderete, bajo tres gigantescos ficus que le proporcionaban el
agradable cobijo de la sombra. Su diaria aparición estaba marcaba en los
relojes alrededor de 17 horas, marchándose de este idílico espacio vegetal
sobre las 20:30 o incluso algunos minutos más tarde. En las restantes
estaciones del año, en las que hay un tiempo más limitado de insolación,
accedía a esos grandes jardines una hora antes, abandonando el lugar alrededor
de las siete, cuando ya había oscurecido. Los usuarios habituales apenas
conocían datos de este peculiar personaje, sólo que se hacía llamar AHMED AL HATAL y que su país de origen estaba en el
continente africano, Parece ser que era natural de Tetuán, en Marruecos, aunque
en otras ocasiones el musulmán cambiaba el lugar de nacimiento, indicando otras
localidades del reino norteafricano. Eso sí, gustaba que se refirieran a su
persona como “el señor de las dunas”.
Los habituales del parque ya estaban habituados a
su “divertida” presencia, comentando unos y otros “ya ha llegado el Mustafá del
turbante blanco, con sus cuentos e historias”. Solía vestir una larga túnica (que
en algunas de sus partes “lucía” unos artesanos remiendos) calzando una
babuchas o sandalias de piel beige, trayendo consigo una mochila, también de
piel de camello y una gran bolsa de tela en donde guardaba un par de pequeños
taburetes forrados del mismo material, en donde se sentaban los privilegiados
oyentes que escuchaban sus interesantes y breves historias. Este “contador” de
pequeños relatos apreciaba y gustaba del buen tiempo, pues cuando llovía o
llegaban nubes tormentosas no se dejaba ver por este espacio para deleitar a la
concurrencia con sus creativos y sugerentes relatos.
Ahmed no molestaba a nadie con su oferta narrativa,
alegrando en cambio a los visitantes habituales
del gran recinto lúdico comunal ajardinado: parejas de novios, madres y padres
con sus niños pequeños, algún vendedor de laboriosas piezas artesanas, el
heladero en los meses cálidos del verano, el permanente vendedor de manises
(con su golosa clientela de pequeños y mayores) y algunas veces aparecía el
organillero, con sus alegres canciones. Todos estos personajes estaban también
acompañados por el relajante vuelo de las palomas y el canto “parlanchín” de
las ahora novedosas cotorras de color verde.
El agradable narrador de cuentos, imaginativo señor
de las dunas, esperaba pacientemente que se le acercase algún paseante amigo o
algún niño de los que por allí jugaban. Mientras tanto, alimentaba su tiempo
observando, con su bondadosa mirada, a todos los protagonistas que teñían de
vitalidad a este idílico espacio, además de los setos de flores cobijados entre
la frondosa vegetación natural. No era mucho el tiempo que transcurría, desde
su llegada al lugar donde siempre se sentaba, hasta que se acercaba el primer
interesado en escuchar esa narración que estimula y alimenta la imaginación, mientras
que alegra los corazones aburridos de rutina y necedad, es decir, cuerpo y alma
agradecidos por la palabra sosegada y sabia de alguien que ha vivido mucho y
tiene siempre algo que transmitir y contar.
“Amigo Ahmed ¿me puedes contar alguna de
tus siempre interesantes historias? En
ese momento, el venerable anciano hacía una lenta y majestuosa señal con su
mano para que la persona interesada, fuera un niño mayor o un adulto con
latidos infantiles, tomase asiento en uno de los muy usados taburetes de
madera, con asientos forrados de piel. Una vez que se ganaba la atención de su
interlocutor, gracias a la fijeza ceremonial de su mirada, el diestro narrador
comenzaba su breve pero, generalmente, intenso relato.
Sabía resumir, cada una de las bellas historias, en
no más de diez minutos. Esta síntesis narrativa tenía por fin evitar el
cansancio de quien con atención escuchaba e imaginaba, además de dar opción a
otros oyentes que también querían ocupar uno de los dos taburetes. A su
finalización, Ahmed, sonreía y fijando su mirada bondadosa en los ojos de su
auditor, preguntaba a éste si le había gustado el contenido de la historia y
cuál consideraba era el principal valor que había encontrado en el desarrollo
argumental de la misma. Dejaba un tiempo prudencial para que su desconocido
discípulo pudiera reflexionar acerca de lo que había escuchado e interpretado durante
esos breves pero bien “ornamentados” minutos. Al recibir la respuesta, el “sultán
del turbante” confirmaba ese valor y enseñanza o bien le concedía una nueva
oportunidad para llegar a ese “tesoro implícito” de la historia, ayudándole con
alguna pista o sugerencia a fin de que
el propio oyente pudiera descubrirla y “enriquecerse” espiritualmente con su
valiosa aportación.
¿Qué te debo, mi buen Ahmed? El musulmán era prudente y también imaginativo, en
esa testimonial compensación que en justicia debía recibir. “Si crees que no va
a ser bueno para tu vida esa enseñanza que transmite la historia que te he
narrado o, en su caso, no posees bien material que ofrecerme, no tienes que
preocuparte de nada más. Sólo aplicar esa enseñanza para tu vida. Pero me
harías mucho bien con entregarme una moneda, sólo una moneda es suficiente”.
Esa cantidad, obviamente, podía ir desde un céntimo de euro hasta los dos
euros, según el sistema monetario vigente, aunque había oyentes que con
generosidad le ofrecían ese billete de cinco euros que el narrador bien se
había ganado. Una moneda y… algo más. “Si
te pediría , siempre que lo tengas y quieras que hoy u otro día me dones algo
que sea original. Lo que tu quieras y desees”. Ese presente original, con el
que el auditor de la historia podría compensar el esfuerzo narrativo, debería
ser motivado o explicado (para ayudar a fomentar y alimentar la imaginación y
raciocinio de nuestras mentes).
Normalmente le dejaban un euro, en una pequeña
canastilla que tenía junto a sí, aunque había niños que le entregaban una
moneda de menor fracción. En cuanto a los regalos
“originales” con esa significación o explicación implícita que el
donador debía aportar, resultaban especialmente contrastados, tanto en valor
como en el sentido de su mensaje. Veamos algunos de estos presentes.
Era muy frecuente que le entregasen una flor, comentándole que su forma, aroma y color suponían el mejor símbolo del medio natural,
tan importante para nuestras vidas. También le llegaban preciosas conchas del mar, significando ese camino abierto hacia
el mundo mediante la navegación por el oleaje de las aguas salinas. Una jaula, como símbolo de la opresión y la dura pérdida
de la libertad. Una vela de cera representaba
esa necesaria luz que vence a la oscuridad. Un hombre mayor le entregó una foto de su juventud, comentando el valor inexorable del
paso del tiempo por nuestras vidas. Una niña, tras escuchar otra de sus
historias, le trajo una goma de borrar, medio o
instrumento con el que se pueden eliminar “las cosas feas” que hacemos a lo
largo del día. En mucho llamó su atención, aquellos dos
terrores, uno de sal y el otro de azúcar, que representaban dos de los
sabores básicos que contrastan nuestras existencias. Y aquel pequeño que le
regaló su viejo tambor, porque ya le habían
regalado uno nuevo. Su papá le había explicado que esos sonidos que percutía
sobre la piel eran como los latidos que vienen desde el corazón. Una señora
mayor, aficionada al senderismo, le puso en las manos una botellita que había rellenado con agua recogida en un
manantial situado al pie de la montaña. El agua como símbolo indiscutible del
elemento básico que vitaliza la naturaleza. Otro de los niños (nunca faltaban,
como atentos oyentes a sus historias) le cedió una ruedecita
de un coche de juguete. En este caso era su mamá quien le había
explicado que, cuando se inventó la rueda, las distancias entre un lugar y otro
se podían recorrer en menos tiempo aplicando tan inteligente instrumento. Ahmed
había coleccionado en su mochila una gran cantidad de lápices,
de todos los colores. El lápiz (le decían sus oyentes) ayuda a conservar las
historias, para aquellos que tienen una memoria frágil.
¿Y cuáles eran los relatos más
recurrentes, en la atrayente narrativa
del “Señor de las Dunas”? Gustaba mucho la Historia de la esclava cautiva.
También, El heredero que no quería ser rey;
El cofre de perlas, en el oasis perdido; El camello que sabía caminar hacia
atrás; La favorita de los ojos azules y el corazón plateado con brillantes; y,
sobre todo, Los 30 sacos de trigo, en los sentimientos de dos jóvenes
enamorados ¿Sintetizamos esta bella y mágica narración?
NEILA, la única hija
de Aaron, rey de Zalandría, en el lejano
Oriente, había quedado huérfana de madre, siendo muy pequeña, debido a una
terrible epidemia que se había llevado la vida de miles de súbditos, entre
ellos también a la mujer de Clamio, jardinero del palacio real y padre de FALIO. Ambos jóvenes tenían prácticamente la misma
edad (Falio era un año mayor que la hija del rey, Neila) y compartieron juegos y
amistad desde pequeños, en los jardines del palacio. Sus padres (el rey y el
jardinero real) no volvieron a contraer matrimonio, pues nunca olvidaron el
amor que sentían por sus respectivas esposas, víctimas de aquella luctuosa
peste.
Dada su antigua y entrañable amistad, Falio y
Neila, cuando alcanzaron los 17 y 16 años de edad respectivamente, se enamoraron con un intenso fervor de cariño y
atracción. A petición de su hijo, el jardinero Clamio habló con el rey, a quien
expuso con humildad el amor que sus respectivos hijos se profesaban. El
monarca, a pesar del aprecio que sentía por su fiel jardinero, reflejó con
gravedad su enojo, pues entendía que su hija, la heredera del trono, no podría
casarse con el hijo de unos de sus siervos, por mucho que valorase sus buenos
servicios y el gran respeto que éste
siempre le había mostrado.
Conociendo su negativa respuesta, Neila entró en
una fase de profunda rebeldía y tristeza al tiempo. Su padre, tratando que cambiase
de parecer y olvidase ese amor pasajero de adolescencia, la envió a dar una
vuelta al mundo, acompañada de sus fieles doncellas, aunque la joven nunca
olvidó a su idolatrado y apuesto Falio. A su vuelta del periplo viajero, se
negó a comer y entró en una profunda fase depresiva. Desde las celosías del
palacio, observaba con sollozos la figura de ese joven jardinero, al que tanto
amaba, mientras Falio ayudaba a su padre en los jardines y se encargaba
personalmente de cuidar el gran palomar real (aves
muy valiosas por su utilidad, en aquel tiempo para enviar importantes mensajes
de un reino a otro). Neila adelgazaba un día tras otro, producto de su
inquietante y grave anorexia.
Los médicos de palacio se pronunciaban ante el rey
con la grave advertencia de “se nos va, que se nos va la muy débil chiquilla”
refiriéndose a la cada vez más precaria salud de la princesa Neila. El rey
Aroon, desesperado ante la perspectiva de perder al tesoro que más quería en el
mundo, su hija Neila, se decidió a hablar con generosidad ante la joven
enamorada:
“Hija mía, eres lo que más aprecio en
el mundo y me duele en el alma ver como tu salud y terquedad puede acabar con
tu vida. En modo alguno quiero perderte. Estoy dispuesto a acceder a tu
matrimonio con Falio, siempre y cuando superes una difícil prueba y accedas a
tomar alimentos. La prueba consiste en descascarillar el trigo contenido en treinta
sacos de cereal, que guardo en mis graneros. Lo tendrás que hacer tu sola, sin
ayuda de nadie. Para ella tendrás que alimentarte convenientemente. Cuando
finalices esta laboriosa tarea, entonces accederé a tus pretensiones”.
Neila se mostró feliz al ver el cambio y el amor de
su padre hacia ella, aunque la tarea o el reto que le había impuesto era muy
difícil de cumplir. Pero ella lo intentaría por amor a su deseado y muy querido
Falio.
Neila era la única persona que podía entrar en esa zona del granero, donde
estaban los 30 sacos de grano, de 40 kilos cada uno de
ellos. Después de un mes de paciente trabajo, solo había conseguido
descascarillar apenas medio saco del cereal. Pero ella seguía trabajando,
mañana y tarde (por las noches, el granero quedaba cerrado con una blindada
cerradura y gruesas cadenas) con esa tenacidad, constancia y sobreesfuerzo que
sustenta el ideal que nos hemos marcado, a pesar de su enorme e imposible
dificultad.
Pero una noche de luna llena, una ágil bandada de palomas, la mayoría blancas, como el color
de las estrellas, penetraron a tropel por un elevado y estrecho ventanuco que
servía de aireación para el mantenimiento del cereal. Todo ese conjunto de aves
comenzaron afanosas a descascarillar el saco de grano que permanecía abierto.
Esa laboriosa labor la fueron repitiendo una tras otra de las siguientes
noches, sin que nadie se diese cuenta del hecho, salvo Neila que observaba con
extrañeza y felicidad que alguien o algo le estaban ayudando a culminar tan
imposible labor. Tal era la intensidad en el trabajo de las palomas, que en
tres semanas habían concluido con el trabajo. El milagro se había producido. Aroon no salía de su asombro. Incluso había doblado
la guardia en las puertas del granero, a fin de evitar que alguien pudiese penetrar
en su interior durante la noche.
Cuando el reto estaba a punto de culminar, el rey
llamó al jefe de sus jardines para decirle:
“Mi buen Clamio, debe ser voluntad de
los dioses. No encuentro explicación a lo que ha sucedido en estas tres
semanas, pero los treinta sacos de trigo están descascarillados. Neila ha
trabajado con el afán de la enamorada, por concluir el reto impuesto que le
permita casarse con la persona que ama, tu hijo Falio. Los dioses le han tenido
que ayudar y yo debo respetar la voluntad del más allá. Por eso he de cumplir
con mi palabra. Mi hija puede unirse en matrimonio con la persona que ama y por
la que ha estado a punto de perder su propia vida. Sólo deseo que sean
plenamente felices, para la prosperidad de este reino cuando tú y yo ya no
estemos en él”.
En palacio había acontecido un extraño y extraordinario hecho que nadie entendía. ¿Cómo aceptar que una linda y frágil princesa hubiera logrado descascarillar el contenido de 30 sacos de trigo, conteniendo cuarenta kilos de cereal cada uno de ellos. Verdaderamente era una tarea imposible de realizar, en el curso de sólo unas cuantas semana. Como decía el rey Aroon, tal vez los dioses podrían haber intervenido en tan “imposible! y complicado milagro.
Pero había una persona que conocía fehacientemente el trasfondo del misterio. Esa persona no era otra
que Falio, el hijo del jardinero real. Efectivamente este joven, enamorado con
pasión de la bella Neila, había adiestrado y pedido a las aves del palomar, del
que era cuidador, que ayudasen a la hija del rey a cumplir, con la mayor
premura posible, el inaudito reto que un rígido padre había impuesto a su
desconsolada hija. La obediencia y habilidad de las aves cumplieron de manera
eficaz el “inhumano” encargo, penetrando cada una de las noches por un
ventanuco enrejado, situado en la parte más elevada del preciado granero, para
realizar su asombrosa e imposible labor.
Fueron unos alegres y
espléndidos esponsales, a los que no sólo asistieron y participaron
importantes dignidades de los reinos vecinos, sino que todo el pueblo de
Zalandria gozó y compartió de cinco días de fiesta, con sus bailes cantos,
danzas, juegos, además de una abundante comida bien “regada” con sabrosos
caldos procedentes de la bien nutrida bodega real. La felicidad de los dos
jóvenes, Falio y Neila, alegraba los corazones y los sentimientos de todos los
súbditos del reino, mientras que las laboriosas palomas revoloteaban por
doquier, también felices ante su generosa
labor en ayuda de la hija de Aroon.
Al paso de los años, Neila sería entronizada como la nueva reina de Zalandria. A su lado está la
esbelta y amorosa figura de Falio, el monarca consorte, un atento y cariñoso
marido y un buen gobernante para la prosperidad del reino. El feliz matrimonio
ha sabido mantener el secreto de la
verdadera y asombrosa historia acerca de
los sacos de trigo. Las aves del palomar real mantienen en la actualidad la
sublime categoría de “reales mensajeras del Reino de
Zalandria”.
Esta bellísima historia, narrada por el buen Ahmed,
ocupó gran parte de la tarde en el parque. Fueron muchas las personas quienes
tuvieron la lúdica oportunidad de conformar un expectante y distraído
auditorio. Aquella noche, el cestillo del versátil e imaginativo narrador
estaba gozosamente repleto de monedas. Fueron también muchos los que aquella
tarde prometieron llevarle, en los días sucesivos, algún pequeño detalle que destacara
y alegrara por su noble y brillante originalidad.-
AHMED, UN BONDADOSO E
IMAGINATIVO NARRADOR DE HISTORIAS
José L. Casado Toro (viernes, 10 MAYO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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