Hay estaciones meteorológicas que suelen salir
gozosamente “aplaudidas” en la valoración
de las preferencias populares. Es el caso del verano vacacional y, de
manera preferente, la siempre anhelada vital primavera,
con la plástica renovación que la flora genera, gracias al incremento en
luminosidad y en la gratitud térmica. Sin embargo, todos nosotros también hemos
conocido a personas que valoran con firmeza su opción y gusto por la nostálgica
estación otoñal. Destacan en ese último
trimestre de la anualidad, además del placentero abandono de las cada vez más
elevadas temperaturas que ofrece el estío, esa grata visión y sensación que
para los espíritus románticos supone el más frío colorido de la atmósfera
lluviosa. Y, sobre todo, esa estética y bella imagen de la hoja caída, que
alfombra con una amplia paleta cromática los suelos de la naturaleza, los
jardines y las calles y plazas de nuestras ciudades.
También se encuentra en el otoño de su bien organizada
longeva vida, doña Azahara Sobrino de la Rivera
(76 años, en la actualidad) viuda de don Leopoldo San
Antonio Cuscuvilla, que había ejercido durante décadas como agente
comercial colegiado, representando a una importante marca de electrodomésticos
de la gama blanca, por todo el territorio de la Andalucía oriental. Hace ya 17
años en que esta muy devota señora perdió a su marido, a causa de la adicción
al consumo del tabaco que este activo comercial practicaba (fumaba, como
mínimo, un par de cajetillas diarias). A partir de esos muy luctuosos momentos,
Azahara prefirió permanecer viviendo sola en su domicilio, a pesar de los
consejos de su único hijo Cosme, profesor
titular de universidad, para que contratara a una mujer que conviviera con ella
y le ayudara, material y anímicamente, con su compañía y en las tareas
cotidianas de la casa.
Económicamente la vida de Azahara es desahogada
pues, además de la pensión mensual (no muy elevada) que recibe de su difunto
esposo, éste gustaba invertir en la bolsa de valores y también había contratado
un atractivo fondo de inversión (para los años de la jubilación) en su entidad
bancaria de “toda la vida”, documentos que en todos estos años siguen
complementando las necesidades financieras de tan “enjoyada” señora. Este
último calificativo no es baladí, pues la anciana mujer siempre ha gustado
lucir sobre su cuerpo una serie de
adornos de joyería, de la más variada conformación y brillantez. De hecho sus
amigas y vecinas del barrio suelen referirse a ella como “doña Collares”, por la frecuencia y permanencia de
ese ornamento sobre su cuerpo. Pero no sólo se trata de estos ostentosos
adornos sobre su ya muy “ajado” cuello,
sino que también gusta lucir anillos, sortijas, pulseras, broches,
gargantillas, zarcillos o pendientes, esclavas… con los que presume en
cualquiera de los momentos del día, sea en la diaria visita a la iglesia, al
supermercado, al parque, a la cafetería o a esa entidad bancaria donde guarda sus ahorros. De
hecho, dentro de su propio domicilio tampoco suele abandonar el lucimientos de
estos metálicos aditamentos que le hacen sentirse bien ornamentada y resaltada,
permitiendo disimular visualmente un cuerpo cada vez más encorvado, de
epidermis surcadas por esa plétora rugosa que conlleva el disfrute temporal de
muchas, de centenares hojas del calendario.
Aquella tarde tormentosa del lunes, en Noviembre,
serían más de las diecinueve horas, sonó repetidamente el timbre de su puerta.
El día estaba metido en una lluvia continua, por lo que Azahara había decidido
esperar en su domicilio a que “escampara” o atenuase la fuerza de la
precipitación que estaba cayendo, antes de vestirse para ir a la misa
parroquial de las ocho, como hacía cada uno de los días de la semana. Además de
su acendrada devoción, le gustaba mucho hasta el goce escuchar la palabra firme
y convincente de don Dámaso el párroco,
predicada con ensayada gestualidad escénica desde el sacro altar eclesial.
Antes de abrir la puerta, observó por la mirilla y vio a una mujer, también de
avanzada edad como ella, que esperaba la respuesta desde el exterior de la
vivienda. No le era familiar su rostro, pero decidió franquearle la entrada al
tratarse de una mujer mayor. Su interlocutora venía completamente empapada por
la intensidad en el agua de lluvia. Aparecía la pobre mujer sin paraguas,
portando un pequeño trolley de cuatro ruedas en una de sus manos, mientras que
en la otra sostenía una bolsa de grandes almacenes, donde se percibía una caja
envuelta en papel de color verde oscuro.
“Discúlpeme, buena señora. Perdone
que la moleste a estas horas de la tarde. Mi nombre es Francisca, aunque todos
me dicen Frasquita. Soy familiar de sus vecinos del 3º A.
He querido darles una sorpresa a mis sobrinos, pues hace tiempo que no los
visito. Acabo llegar del pueblo, después de estar viajando en el autobús
durante más de dos horas y media, pues vivo en un pueblo de Córdoba. Por más
que toco en el timbre de mis sobrinos, nadie me abre. Por eso me he atrevido a
llamar en su vecina de puerta, el 3º B, su
domicilio, por si sabe dónde pueden estar o si han salido, a pesar de este día
tan desagradable por el frío y la lluvia que continuamente cae. Y para colmo,
con las prisas y nervios del viaje, he olvidado el paraguas en mi casa, así que
ya ve cómo me he puesto, desde la Estación de Autobuses, caminando bajo los
balcones hasta aquí. Padezco de los bronquios y esta humedad en el cuerpo no me
puede hacer nada bien”.
La imagen que Azahara tenía ante sí mostraba a una
mujer algo más joven que ella, pero desde luego bastante mayor, baja de
estatura y con evidente sobrepeso. Tenía todo su cuerpo mojado, desde la cabeza
hasta los pies, reflejando su rostro un aspecto demacrado por el frío que
soportaba, ya que no venía bien abrigada ni con ropa de calidad. Todo ello
“tocó la fibra sensible” en el corazón de Azahara, sintiendo una profunda pena
o lástima por esta persona, que demandaba un poco de “calor” y hospitalidad. La
invitó de inmediato a pasar y se dispuso a ofrecerle una taza de café o alguna
otra infusión que estuviera bien caliente, a fin de tonificar un cuerpo bien
castigado, tanto por el viaje como por las duras inclemencias del tiempo
atmosférico que la ciudad soportaba.
“Le voy a explicar, Frasquita que su
intención ha sido bastante bondadosa, por querer darle una sorpresa a los
sobrinos. Es curioso, Marta y Gerardo nunca me habían comentado que tuviesen
una tía en Córdoba. Pero resulta que ellos no están en casa en estos momentos.
Se despidieron de mi, soy su vecina de puerta, el viernes pasado, pues están
participando en un viaje para Mayores, con destino al Mar Menor, allá en
Murcia. Me comentaron de que no volverían hasta dentro de catorce días, pues el
suyo es una “vacación” de dos semanas. Ya sabrá que la hija que tienen, Elvira,
no vive ahora en Málaga, sino que, desde su matrimonio, fijó su residencia en
Orense, ciudad de la que es natural su marido Gerardo, militar de profesión.
Creo que es sargento del ejército ¿verdad?
Así que su intención, amiga mía, ha sido buena, pero Marta y Gerardo
están disfrutando de unas siempre merecidas y baratas vacaciones, aunque sean
en este otoño tan frío y desapacible. Tómese el café, que se le va a enfriar y
pruebe las pastas de pistacho, son muy buenas y no lo digo porque yo las haya
preparado. Y póngase aquí, más cerca de la estufa, que así se podrá secar mejor
el cuerpo y la ropa mojada”.
Frasquita, con educada timidez, atendía las
palabras de esta vecina, mostrando en su gestos una expresión donde se
mezclaban la gratitud y también la tristeza y el enfado consigo misma, pues su
situación ahora se complicaba. Entre sorbo y sorbo del buen café que le habían
servido, dejó escapar algún leve suspiro que evidenciaba la confusión mental y
física que le embargaba.
“Y no tendrá una llave de la casa de
mis sobrinos ¿verdad? El problema es que a estas horas y con el tiempo de hace,
no puedo volver a mi casa esta noche. Mi vida es ahora muy modesta y no puedo
pensar en pagar un taxi hasta Córdoba, cuyo coste no podría asumir. No hay un
nuevo bus hasta mañana, a las 11:30. ¡Vaya error que he cometido, por no hacer
bien las cosas! Ahora que me he secado un poco, buscaré una solución para pasar
la noche. Le dejaré esta cajita con
tortas cordobesas y roscos de anís y matalahúga de san Pancracio, que les
traía, aunque creo que en dos semanas las “cordobesas” se van a estropear, así
que Vd. se las debe comer, doña Azahara. Es lo menos que puedo hacer, para
corresponderle a su gran bondad. Le aseguro que están recién hechas, según me
han asegurado esta mañana en la tahona de la Virgen del Desamparo donde las
compré”.
“Por Dios bendito ¡De ninguna manera,
no faltaría más! Frasquita. En modo alguno vas a buscar algún techo bajo el que
pasar la noche. Lo tienes aquí en mi casa. Como me dice don Dámaso, todos somos
hermanos de un mismo Creador. Y nos tenemos que ayudar, respetar y querer.
Tengo un cuarto disponible, el que utilizaba mi hijo Cosme antes de casarse. Te
preparo la cama y esta noche la pasas aquí conmigo, bien calentita. Perdona que
te tutee, pero es que somos casi de la misma edad. Ya no voy a ir a la
parroquia, pues el tiempo arrecia con esta lluvia y esos truenos que alteran
los sentidos. Ahora te aseas y nos sentamos en la mesa camilla, con la estufita
que está encendida, que nos calentará bien los pies. Podemos hablar, rezar el
rosario o jugar a las cartas. Tengo ya la cena preparada, que haremos sobre las
nueve, pues querrás acostarte pronto y hacer un buen y merecido descanso. Un
poco de sopa y una tortilla de verduras variadas, que no hay que abusar de la comida
a estas horas de la noche. Las malas digestiones te hacen soñar con el diablo.
Donde come una persona, pueden comer dos. Repartimos los alimentos que el Cielo
nos da. Voy a buscar unas toallas limpias, para que puedas darte una buena
ducha. Tu cuerpo lo va a agradecer”.
Aunque un tanto abrumada, por tan cristiana y humanitaria
actitud, doña Francisca le dio mil
veces las gracias a la tan generosa y bondadosa vecina que tenían sus sobrinos.
Después del tonificador aseo, que Frasquita regaló a su cansado cuerpo, estas
dos muy veteranas mujeres supieron compartir el agradable calor del hogar, con
una sencilla pero suculenta cena y el don de la palabra, intercambiando
numerosos chascarrillos, historias y esas anécdotas que endulzan la atmósfera y
alimentan la siempre deseable virtud de la proximidad y hermandad. No faltó,
por supuesto, algún rezo para la devoción, que en el hogar de tan piadosa
anciana no podía faltar. Pasaban algunos minutos de las diez de la noche cuando
decidieron poner fin a la grata velada tomando el camino de sus respectivos
dormitorios, no sin antes tomar una infusión de manzanilla, que ayudara a
digerir esa “diaria ración de comprimidos” que ambas señoras guardaban en sus
respectivos pastilleros. Tras los cristales de este cristiano domicilio del 3º
B, el agua de lluvia seguía cayendo con natural violencia, humedeciendo la
heterogénea vida ciudadana, bajo el osado juego de luces multicolores y la
acústica estentórea y desenfadada del aparato eléctrico atmosférico.
El alba de la mañana del martes dejaba caer sobre
la ciudad esos rayos tonificadores del sol que tanto gratifican, después de una
noche de truenos y relámpagos. Azahara abandonó con infantil pereza el mullido
lecho de su cama, camino del cuarto de baño, a fin de tomar una reconfortante
ducha. Pensó que Frasquita estaría aún dormida, pues no se escuchaba movimiento
alguno en su cuarto. Era mejor dejarla descansar, pues aún faltaban unas horas
para la salida del autobús que la devolvería a su provincia de residencia. Estaba
decida a acompañarla a la estación, pues le vendría bien dar ese paseo que
siempre reconforta, antes de ir al mercado para comprar pescado y alguna fruta.
Tras salir de la ducha se vistió y se dirigió a la cocina, para ir preparando
el necesario y reparador desayuno. Puso en la bandeja unas medias noches,
tostadas, mermelada, mantequilla y aceite y comenzó a preparar la cafetera.
¡Cómo duerme la tía de Marta, lo muy cansada que tiene que estar la pobre
señora! pero voy a llamarla, pues son ya cerca de las nueve y media y hay que
ir a la estación de buses!
Golpeó suavemente en la puerta del dormitorio, pero
no obtuvo repuesta desde el interior de la habitación. Igual está mal del oído,
se dijo. En vista de lo cual, abrió despacito la puerta y, con nerviosa
sorpresa, vio la cama deshecha y a nadie más dentro de la habitación.
Profundamente extrañada, recorrió todas las habitaciones del piso, pero allí no
había persona alguna. ¿Dónde estaba Frasquita?
Se preguntaba. ¿Habrá tenido que salir con alguna urgencia? Cayó en la cuenta
del trolley que la acompañaba, en la tarde anterior. No estaba en el interior
del cuarto ni tampoco en rincón alguno de la vivienda. Con los nervios medio desatados,
comenzó a cavilar qué habría pasado con la apacible visitante, de la tarde /
noche anterior. Tuvo de inmediato una terrible sospecha, por lo que se dirigió
con la mayor presteza (incluso estuvo a punto a dar con su cuerpo en el suelo,
pues una de sus zapatilla de casa se le había salido del pie con el sobresalto,
dando un “soberano” resbalón) al comodín que tenía en la antesala vestidor de
su pequeño dormitorio. Repasó temblorosa en los cajones, abriendo uno de los
joyeros donde guardaba parte de sus alhajas ¡El cofre
de caoba se encontraba completamente vacío! Tenía otro cofre con joyas,
en el altillo del armario empotrado. Para su fortuna, este no había sido
forzado, pues lo tenía guardado en un secreter de obra, que disimulaba el hueco
correspondiente. Profundamente afectada y “desmoronada” en su ánimo, se dirigió
a la cocina donde se calentó una infusión de tila, enriquecida con sales de
santa Cecilia.
Unas horas después, Azahara, visiblemente nerviosa,
estaba sentada en la sacristía del templo parroquial, ante la mesa del despacho
usado por don Dámaso. Este bondadoso sacerdote, tras escucharla con fraternal y
serena paciencia, le aconsejó que pusiera el caso de inmediato en manos de la
policía, con la correspondiente denuncia en comisaría. La buena voluntad de su
feligresa más devota había sido mancillada por la habilidad delictiva de una
persona sin escrúpulos. Desde luego, esa veterana profesional del hurto se
había documentado perfectamente acerca de a quién y en dónde tenía que poner en
práctica sus habilidades y fechorías “criminales”. Desde luego conocía que los
vecinos del 3º A estaban de viaje y que su vecina era una señora “obsesa” en el
lucimiento y pertenencia de joyas y abalorios.
Ha pasado un par de semanas de estos delictivos
hechos, cuando una señora mayor, cuidadosamente bien arreglada, acude a una joyería de la calle Princesa, en el barrio
madrileño de Fuencarral. Pide hablar con el encargado del establecimiento a
quien solicita una valoración de las numerosas piezas de joyería que lleva dentro
de una bolsa de cuero, que extrae de su maletín. Le manifiesta al propietario
del establecimiento de que tiene la intención de venderlas, pues desea cambiar
de domicilio comprando una nueva propiedad en la sierra, para atender a sus
problemas de asma. La tasación de las joyas habría de hacerse con la mayor
urgencia, ya que el contrato de compraventa exigía una inmediata liquidez
económica para su firma. Regino Capral le
manifiesta que la valoración de todas esas piezas la tendría realizada en no
más de cuarenta y ocho horas. Sin embargo esa misma tarde, la señora Elisa de la Oliva (nombre real de la nerviosa
cliente) recibe una llamada en su numero telefónico, procedente de la joyería a
donde había acudido durante la mañana.
“Señora de la Oliva, le llamo por la
urgencia del caso. Con pesar me veo en la obligación de informarle, con la
franqueza profesional que caracteriza a nuestro ya centenario establecimiento. Los
peritos tasadores, técnicos muy cualificados, han estado trabajando con el
material que nos ha traído esta misma mañana para su análisis y tasación. Con
asombro y desconcierto debo informarle que los collares, zarcillos, anillos,
pulseras, relojes y demás ornamentos carecen en absoluto de especial valor. Es
verdaderamente asombroso, pues son imitaciones muy bien conseguidas de joyas de
elevado coste, pero que en el mercado no pasan en su valor de ser una simple colección
de bisutería, cuyo precio global no superaría los sesenta u ochenta euros. También,
como ya le comenté esta mañana, el trabajo de peritaje y tasación tendrá Vd.
que afrontarlo. Su coste, por las horas urgentes aplicadas al efecto, alcanza
los 150 euros”.-
TIEMPOS DE GENEROSIDAD,
EN UNA LLUVIOSA
TARDE DE OTOÑO
José L. Casado Toro (viernes, 9 Noviembre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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