El ser humano trata siempre de encontrar una o varias explicaciones, para casi todo aquello que acaece a su
alrededor o tiene noticia a través de la densísima malla mediática que nos
sustenta. Es perfectamente normal esta loable actitud pues, en caso contrario,
resultaría insoportable y desalentador desconocer las motivaciones básicas de
todo aquello que sucede y que “vemos” y sentimos, desde que nos levantamos por
la mañana, llamándonos la atención su peculiaridad, singularidad o rareza. ¿Por qué sucede esto? ¿Cuál
es la causa de aquello? En este contexto, si nuestra voluntad,
percepción y motivación es intensa, tratamos de hallar respuestas en todas aquellas
fuentes que nos sean más propicias. Por ejemplo, ya sea en las “autoridades”
que mejor entienden sobre el tema, en la copiosa bibliografía existente o
también en ese buscador universal que hoy es el Google y en otras plataformas
informáticas. Con más o menos esfuerzo o dificultad aparece para nuestro
servicio esa autoridad científica y cultural, que se presta a divulgarnos o aproximarnos
a esa casuística que ha provocado el efecto o realidad objeto de nuestra
interrogación.
Cuando no resulta tan fácil disponer de fundamentos
racionales para “entender” determinados hechos o fenómenos, siempre nos queda
el recurso de echar mano de la religión, de la ciencia ficción o de una mágica
palabra que “resuelve” nuestra búsqueda e inquietud investigadora, tanto en los
hechos agradables, como también en aquellos otros aconteceres menos
afortunados. Ese “comodín” para nuestro sosiego es … la
suerte, ya sea buena o mala (good or bad luck, en el idioma inglés) que
el destino ha querido depararnos. Es una “panacea” útil: cuando la respuesta se
nos hace imposible, acudimos a ese importante elemento de nuestra existencia, a
fin de justificar muchas de nuestras inquietudes, dudas e interrogantes. Tanto
cuando viaja acompañada de “guiños” positivos, como cuando lleva aparejada en
sus alforjas elementos para el infortunio.
Afortunadamente, todos conocemos personas que
atraviesan fases en sus vidas caracterizadas por la “buena
suerte”. Y ello nos debe alegrar, por un básico sentido y valor de la
solidaridad. A pesar de que muchos mantienen que esa buena suerte hay que
buscarla o facilitarla con el esfuerzo, el trabajo, la oportunidad y la
constancia, es también verdad que los "idus" del destino, en su caprichoso
deambular, nos regala “días de sol” en contraposición a esos otros nublados
que, a pesar, de su desesperanza, hay que saber integrar, sobrellevar y
superar. Nadie lo duda, Hay personas con una suerte generosa y otras que, por
el contrario, son ignorados por esa grata “estrella”, abandono que va dejando a
su paso infortunios e incomodidades (más o menos graves) que carecen de una
fácil comprensión e interpretación. Estas desafortunadas personas son también señaladas
para su desgracia con duros o poco bondadosos apelativos (cenizos, tristones,
gafes…) emanados desde la desconsideración irrespetuosa de la expresividad
popular. La suerte, es ese “tren” que hay que saber “coger” en tiempo y lugar,
aunque para otros muchos esa “dádiva” nunca se presta a recorrer o pasar por
las vías próximas de nuestra estación.
Valentín Riduela Monasterio es una de esas personas que, desde una plataforma
de análisis sociológico, podría ser calificada como “gris”, rutinaria, vulgar,
“plana”, anónima, aburrida … sin que su
frágil silueta e imagen destaque precisamente por la vulgaridad existencial que
acumula en su “prescindible” biografía. De carácter entristecido, taciturno,
serio y poco imaginativo, a sus 49 años no ha encontrado compañera para formar
una familia. Tal vez es que tampoco se ha afanado en esa tan vital búsqueda.
Pero es que su sosería de carácter y falta de espíritu, a la que hay que añadir
una presencia sin incentivos físicos, ha impedido que mujer alguna ponga sus
ojos en su escuálida y poco apetecible figura. Delgado o “famélico” de cuerpo,
avanzada alopecia, sienes ya plateadas, ojos grises muy clareados, ridículo
bigotillo, manos huesudas y surcadas por abundantes nerviaciones, no
especialmente dotado para movimientos elegantes, un poco zambo de piernas, pies
planos por el ejercicio de su profesión de dependiente, a lo que hay que añadir
algún que otro tic nervioso en su rostro, representa una figura que alguien con
cruel y poca caritativa gracia definiría como ¡menudo pimpollo o bien prescindible
“regalito” de la naturaleza!
Este ciudadano ha permanecido siempre viviendo en
la casa familiar junto a su madre, doña Candelaria Monasterio Parral de la Ermita, longeva señora aún con vida, viuda de un confitero
llamado Saturnino, que trabajaba por cuenta
ajena en un obrador de dulces. Antes de su fallecimiento (hace ya 21 años) la
única herencia que dejó a su hijo fue la de “colocarlo” a los 15 años de edad
en un colmado de ultramarinos, en el que se vende una gran variedad de ricos
productos alimenticios. Efectivamente Valen entró a trabajar en este establecimiento
denominado “La Antillana” como aprendiz. Desde
ese puesto de chico recadero de los paquetes y mostrando una gran laboriosidad,
sumisión y respeto a sus jefes, fue avanzando en la confianza de los dueños de
la tienda. Para esta pusilánime persona, supuso una gran “fiesta interior” el
día en que fue autorizado a ocupar un puesto detrás del mostrador, como
dependiente para la atención del público consumidor. Lleva 24 años despachando
mercancías alimenticias, con un horario laboral que comienza a las 9:30 horas
de la mañana, hasta las 13:30, en que dispone de un tiempo para tomar el
almuerzo. Por la tarde vuelve al trabajo, con un horario a partir de las 17:30 hasta las 21:30
en que se echa el cierre de la “apetitosa” tienda (por los ricos y cualitativos
productos que allí se pueden encontrar,
como son los mejores quesos, jamones, embutidos, dulces, vinos de marca y hasta
panes “catetos”, servidos por un horno ubicado en la carretera de los Montes.
Su pasión por el deporte queda reducida a “estar
pegado” al transistor o a la pantalla del televisor, a fin de seguir los
partidos del fútbol domingueros, más la lectura de la prensa deportiva,
especialmente el AS y el Marca. Muy educado en la religión católica por sus
padres, centra su oxigenante “beaterio” en la asistencia a la misa de 12
dominical en la parroquia de Ntra. Sra. de la Clemencia, regida por un párroco
llamado don Agapito, bondadoso cura de los de
antes, quien a sus 81 años cumplidos continúa llevando una raída sotana,
justificando el atuendo “porque así me siento mejor”. Las homilías del
venerable sacerdote colman de paz y sosiego a un feligrés como Valentín, que no
deja de pasar por el confesionario a fin de dejar limpia su intranquila y “obsesiva” conciencia.
A decir verdad, sólo tiene un amigo en el barrio
donde reside. En este rancio entorno urbano, Doña Candelaria y su hijo habitan
en el piso alquilado de “toda la vida”, situado en la cuarta planta de un viejo
caserón en el que también residen otros once convecinos. A este edificio le han
instalado recientemente un pequeño ascensor, en el que sólo caben dos personas
por lo reducido de su capacidad. Ese persona con la que Valentín comparte su
amistad se llama Celestino, un hábil, trápala y
bondadoso truhán que se gana la vida con la venta de la lotería nacional,
ofreciéndola por las calles y plazas con ese sagrado 20% “pa mi bendita nazesidad
(sic)”, vendedor que devuelve los décimos no vendidos (siempre en la tarde anterior
al sorteo) en esa administración regida por doña
Lusarda con aires “castrenses”. Este simpático y convincente “trilero”
también sabe negociar con algún “contrabando menor” (tabaco, transistores,
relojes, bisutería y algunas otras “cosillas” que sólo oferta a personas de
gran confianza). La apetecible mercancía procede de unos proveedores del norte
africano. Uno y otro amigo son más o menos de la misma “quinta”, conociéndose
desde los pupitres escolares, donde ambos no se caracterizaban por la
brillantez de sus notas, sino por todo lo contrario. Esa antigua amistad la han
sabido mantener al paso de los años. Normalmente su relación consiste en largas
y pausadas caminatas, que realizan los domingos y festivos, recorridos que
terminan casi siempre en el bar de Blas “el tonelero”
como cariñosamente llaman al propietario del concurrido y populachero local. Valentín
gusta escuchar la verborrea callejera y divertida de su amigo Celestino, que
utiliza un rico argot popular y castizo, dando muestras (con el “teatro” que le
caracteriza) de saber de casi todo o como bien él matiza de “tó lo que hoy es
nazesario sabé (sic)”.
El reloj marcaba las 18:15 de una otoñal tarde que
ya oscurecía con presteza, dada la fría y nostálgica estacionalidad. Era vienes
y el tránsito acelerado de personas y vehículos densificaba muchas de la calles
ubicadas en el centro urbano malacitano. Un hombre de obesa anatomía, representando
una sexta década en su vida, tocado con una gorra de lana sobre su oronda
cabeza, gabardina clásica de color gris plomo, calzando zapatillas trekking de
la marca Quechua y con gafas de
cristales oscurecidos, repasaba con deleite y feliz atención los apetitosos
productos expuestos tras la luna acristalada del escaparate en un céntrico
establecimiento de ultramarinos. Llevaba en su mano diestra una cartera de piel
beige, ajada y oscurecida por el uso diario, de la que sobresalía por uno de
sus extremos el mango de un paraguas plegable, sensata previsión pues el suelo
estaba algo mojado, con algunos pequeños charcos, ya que durante las horas
anteriores había estado cayendo una no muy intensa llovizna.
Ese atractivo escaparate comercial pertenece al
prestigioso establecimiento de ultramarinos La Antillana,
así llamado en honor a la abuela del
propietario don Damián. Esta señora
llamada doña Rosario Clareal era hija de padres
españoles, los cuales que emigraron, allá por los comienzos del pasado siglo, a
la singular isla de Cuba, en aguas de Centroamérica. Estos antepasados hicieron
algún capital como tratantes de licores, por lo que en su vuelta a la península
hispana se afincaron en tierras malagueñas, siendo los fundadores de esta
tienda de productos alimenticios, ya centenaria, a la que pusieron el nombre geográfico
(y el apodo de la abuela) que actualmente preside su fachada.
El misterioso hombre de la gorra y las gafas
oscuras, tras un repaso visual con deleite por los alimentos expuestos tras la
luna del escaparate, tomó la decisión de entrar en el establecimiento,
dirigiéndose a uno de los dependientes que estaba libre en ese momento tras el
mostrador. Ese trabajador, enfundado en su bata de color gris clara, no era
otro que Valentín quien, a pesar de
mostrarse un tanto cansado por todas la horas de estar de pie atendiendo a la
clientela, escuchó con atención y eficaz diligencia la petición de su
interlocutor. “Buenas tardes. He visto anunciado en
el escaparate que preparan Vds. bocadillos. Si fuera posible me gustaría comprar
uno de jamón ibérico, con una loncha de queso de cabra en aceite, que veo
tienen en esa bandeja. Le rogaría que el pan del bocadillo fuera integral, ya
que me facilita la digestión. Si es tan amable, por favor, me lo envuelve,
cuando esté preparado, pues me lo voy a llevar para hacer una estupenda
merienda”.
Quien así se expresaba tiene por nombre Leandro Marugán Laguno y es un prestigioso director
de cine español, con antepasados argentinos, Es persona muy golosa y amante del
deleite alimenticio. A esa hora de la tarde había salido a dar un largo paseo
por la ciudad, provisto de su pequeña cámara fotográfica a la que nunca
abandona. Iba a tomar algún “tentempié” en alguna de las muchas cafetería
céntricas, pero la visión de las exquisiteces del escaparate de ultramarinos le
hizo detenerse y solicitar la preciada y sabrosa vianda. Mientras Valentín
preparaba con diligencia la orden del cliente, el veterano creador de historias
en imágenes observaba puntualmente todos los pasos, la anatomía y los gestos
del solícito dependiente.
La vista del incisivo artesano cinematográfico
estaba más pendiente en analizar la figura del honesto trabajador, que de la
propia materia restauradora que preparaba para su venta el tendero. Le observaba
con tan fijeza que se diría quería llevar en la memoria visual todos los
detalles del personaje que focalizaban sus ojos, ahora ya desprovistos de las
lentes con vidrios ahumados protectores. La operación que el diligente tendero
realizó duró apenas unos seis o siete minutos, tiempo que el atento observador
utilizó para no perder detalle (de manera obsesiva) acerca de la persona que le
atendía. Tras abonar el importe de la mercancía (4:50 €) el observador cliente
preguntó la hora en que el establecimiento cerraba sus puertas para la venta,
exactamente a las 21:15. “Es mi hombre”, se dijo en voz baja, mientras
abandonaba el colmado de ultramarinos.
Como era usual cada día de trabajo, Valentín era el
último en abandonar la tienda, echando el cierre de la persiana metálica que
blindaba la puerta y ajustando con la llave el candado de seguridad. Mientras
realizaba esa rutinaria operación, unos minutos después de la hora fijada para
el horario comercial en un pequeño cartel de atención al público, advirtió que
tenía alguien detrás. Esta persona
esperaba pacientemente a que finalizara la operación del cierre. Ese individuo
no era otro sino el cliente que había comprado el bocadillo de jamón y queso,
casi tres horas antes.
“Buenas noches, amable tendero. Hace
unas horas ha podido atenderme detrás del mostrador. Mi nombre es Leandro
Marugán y ejerzo de director cinematográfico. ¿Sería mucho rogarle que me
concediera unos minutos, a fin de poder exponerle una consideración que pienso
le puede interesar? Podríamos tomar un café o una cerveza, en alguna cafetería
cercana. Así podría explicarle más cómodamente la oferta que estoy dispuesto a
plantearle”.
Valentín, todo aturdido, se preguntaba para su
interior quién era realmente esta persona que le estaba esperando a la salida
de su trabajo y cuáles serían las motivaciones que tendría con respecto a un
modesto dependiente. Por naturaleza, él era un tanto desconfiado y salvo con su
amigo Celestino no prestaba su confianza a muchas más personas. Pero los
modales educados de aquel señor de la gorra y la cartera, que tenía ante sí, le
inspiraron una cierta confianza y se dispuso aceptar la invitación que le hacía
para hablar unos minutos con él. Caminaron en silencio hacia una cafetería/bar
cercana y ocuparon una de las mesas desde la que se podía observar, a través de
los grandes ventanales, el trasiego del personas en pleno centro histórico de
la capital malagueña. Valentín “ordenó” un café solo bien cargado, mientras que
a Leandro le sirvieron la copa de Rioja que había pedido, acompañada de una
pequeña tabla de quesos.
“Como hace unos minutos que le he
explicado, mi profesión es la de director de películas. Igual Vd. no me conoce,
si no es aficionado al cine, tanto el que proyectan en las salas
cinematográficas, como aquellos films que se emiten a través de la pantalla del
televisor. En estos meses, llevo preparando la realización de una muy
interesante y divertida historia, tarea que me viene ocupando casi todo el
tiempo disponible durante las horas del día. Tengo que darle retoques a ese
guión que un escritor me ha facilitado, buscar financiación para la realización
del rodaje, ir conjuntando un complicado equipo de personas que intervendrán en
la preparación y desarrollo del rodaje, etc. etc. Todo es muy laborioso. Las escenas interiores se rodarían en unos
grandes estudios que tengo contratados en unas naves situadas a unos 60 kms. del
centro de Madrid. En cuanto a los exteriores, estoy visitando diversas
provincias, buscando zonas apropiadas para la trama argumental de la película.
He visitado algunas provincias y ahora llevo un par de días en esta bella
ciudad, desde la que me he desplazado para inspeccionar un par de atractivos
paisajes de la provincia. Pero, a pesar de todo este esfuerzo que le narro, hay
un elemento básico en cualquier película, como es el de la elección de los
actores que van a interpretar el guión. Quiero decirle que el elenco de actores
y actrices lo tengo ya muy perfilado y contratado, aunque hay determinados
personajes cuyos posibles interpretes no me convencen. De ahí que siga realizando
“castings” rotatorios, a fin de dar con la imagen y el estilo de actor apropiado
que yo, como máximo responsable de la película necesito”.
Valentín no acertaba a pronunciar palabra alguna.
Sólo se preguntaba, dándole vueltas al café con la cucharilla plateada en su
mano diestra ¿qué pintaba él, un modesto tendero de tienda, en todo ese
“fregao” que le narraba el dicharachero personaje que tenía ante sí, sentado en
la mesa del bar que ambos ocupaban.
“¿Y por qué le cuento todo esto? Se
lo explico con la mayor claridad. Cuando entré en La Antillana (tenía hambre y
necesitaba comprar un bocadillo) fue Vd. quien me atendió, con la mayor
corrección y eficacia. El caso es que fui analizando las características
físicas de su rostro, de todo su organismo, la forma de caminar y de actuar
allá detrás del mostrador. Puedo afirmar que su figura ofrece una serie de
parámetros y requisitos exactos para un personaje que interviene en el guión
quien, sin tener una presencia en pantalla extensa, aporta unos suficientes e
interesantes minutos que enriquecen la
descripción del relato. Vd. es la persona e imagen que ando buscando. Tendría
que estar a nuestra disposición desde unas semanas previas al inicio del
rodaje, a fin de adiestrarle en lo que tiene que hacer y decir, hasta el propio
desarrollo de las tomas y las escenificaciones correspondientes. Calculo que en
total serían dos meses que, en función de cómo nos vayan los preparativos y el
propio rodaje, podrían quedar reducidos en algunas semanas. En cuanto a la
vinculación laboral con la tienda, nos encargaríamos de hablar con los
propietarios o propietario del establecimiento, a quien también compensaríamos
económicamente del “préstamo” humano que nos va a realizar, que no es otro que
la persona de su dependiente. Perdóneme que sea un tanto brusco con estas
expresiones, pero es que deseo ser todo lo claro y puntual que me caracteriza. Le
estoy ofreciendo, además de una muy sugerente experiencia para su vida, unos
ingresos extra que le podrían ser muy suculentos para sus necesidades y
caprichos”.
El modesto y no bien parecido tendero, trataba de
asimilar todo lo que le estaba transmitiendo la habilidad palabrera de un
“viejo lobo” en la dirección escénica. No podía dar crédito a que él pudiera
ser tan importante como para merecer la atención de un famoso director de cine.
“Señor Leandro. No sé que pensar. Si está Vd. de
broma o si verdaderamente cree que yo puedo hacer todo aquello que necesita. Compréndame,
yo no soy actor. Mi físico, por todos los lados que se lo mire, es bastante
desafortunado, por no decir una palabra más dura, pero más exacta: feo. ¡Como
voy yo aparecer en las pantallas de los cines, con esta cara y este cuerpo tan mal
hecho que dios me ha dado? De verdad, sin querer ofenderle … no se lo tome a
mal, pero tengo la impresión de que se está Vd. riendo de mi y eso no lo debo
permitir”.
“En absoluto, mi querido amigo. Le
hablo con toda la seriedad y profesionalidad que mis años por los rodajes
pueden avalar. Es que en esto del cine
necesitamos a veces unas imágenes, unos personajes, en función de la
trama argumental, que no resultan fáciles de encontrar. Vd. ha utilizado unos
calificativos muy críticos con su físico. Pues precisamente por eso le
necesitamos. Por extraño que le parezca, su físico (es Vd. quien ha utilizado
la palabra “feo”) nos va a servir para un curioso e interesante personaje de mi
próxima película”.
Para la persona de Valentín, esta singular e
inesperada experiencia iba a transformar su vulgar y anónima vida. Más que en
lo puramente material, en el estímulo anímico y potenciación psicológica para
ayudarle a incrementar esa bajísima autoestima que, a lo largo de su calendario,
se había encargado de trazar en las páginas difuminadas y opacas de su muy modesta
biografía. Todo resultaba tan extraño, insólito y misterioso … ¿Tal vez,
milagroso? ¿Por qué no pensar en esa siempre deseada y enigmática suerte que al fin llegó a Valentín, a causa de saber estar
en ese “viejo andén de una estación” en donde el cowboy ferroviario sólo se
detiene una vez, durante los años imprevisibles de nuestra frágil existencia?
OPORTUNIDAD Y SUERTE,
PARA ILUMINAR LA OPACIDAD EXISTENCIAL
José L. Casado Toro (viernes, 30 Noviembre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga