Había tenido que desplazarme a un bello entorno
paisajístico, ubicado entre el mar y la imponente vertiente montañosa que da
nombre a una extensa y atractiva localidad. Era el momento adecuado para
resolver una rutinaria cuestión tributaria en la oficina del Ayuntamiento, cuyo
edificio central se encuentra precisamente situado en la parte montañosa del amplio
municipio, que sabe extenderse en su planimetría hasta el mismo borde del mar. Una
vez abonadas las diferentes tasas municipales, aproveché la oportunidad del
breve viaje para completar la mañana visitando los numerosos rincones del
pueblo repartidos, con proverbial encanto, por un sinuoso perímetro de
desniveles que aprovechan la peculiar orografía del entorno. Se trata de uno de
tantos pueblos blancos de Andalucía, con centenares de casitas pintadas con ese
color que recuerda la nieve, la pureza y esas flores de “comunión” que tan bien
adornan y aromatizan los misterios de la noche. Junto al espiritual colorido de
las edificaciones, allí puedes disfrutar de grandes masas arbóreas teñidas con
ese verde esperanza tan característico del ser andaluz. Para completar esta
bella pintura, dibujada con esmero y encanto, una celestial cubierta donde el
sol brilla y tonifica con fuerza, a modo de generoso maná, que alimenta a
tantos y tantos corazones.
En esta parte más antigua de una ciudad repartida
en tres grandes áreas, destaca la economía sustentada en decenas y decenas de
pequeñas tiendas, dedicadas a la venta de productos artesanos, entre los que
predomina la buena y útil marroquinería de la piel (correas, chaquetones,
mochilas, babuchas, bolsos y sombreros, etc), el artístico modelado de una
variada y cromática cerámica (platos, jarrones, tazas, cuencos, etc), numerosas
prendas de vestir que utilizan preferentemente los materiales naturales del
algodón y la lana, no faltando otros muchos e imaginativos regalos en los que
el metal y la madera tienen preferencia para su cuidada terminación. El tráfico
general en el pueblo es necesariamente lento y tranquilo, pues las vías son en
sumo estrechas y empinadas. Aún así, hay a diario numerosos visitantes que con
sus vehículos particulares, o utilizando los voluminosos autocares y el bus de
línea, disfrutan ese sugestivo e interesante turismo que deja importantes
beneficios en la comunidad, aplicando los turistas sus desembolsos no sólo a la
compra de regalos y recuerdos, sino también a visitar los también numerosos
servicios de restauración, en placitas y calles trazadas con encanto. Muchos de
estos establecimientos se hallan encastrados o “colgados”, con valiente e
imaginativa osadía, en difíciles vertientes y peñascos, desde los que se divisa
un paisaje inolvidable que emociona, con la visión del mar a lo lejos, el
verdor y aroma de la naturaleza y ese sol que embriaga las epidermis de color y
tersura para hacer más alegre y razonable la vida.
Como tenía el resto de la mañana disponible, tras
abonar los tributos municipales, pensé en sentarme un ratito a descansar. Antes
había dado un largo y saludable paseo por el “castrense” cinturón de la muralla,
que rodea pétreamente todo el núcleo más antiguo de la localidad. Las vistas y
panorámicas que se divisan en este singular recorrido, a modo de un gigantesco
ventanal circular, resultan verdaderamente espectaculares. Elegí una de las
numerosas terrazas habilitadas para la restauración, muy popular por estar
ubicada mirando la gran plaza central, punto de reunión que nuclea todos los
caminos de este pueblo que abraza la montaña. Prácticamente eran las doce del
mediodía, pues en pocos segundos sonaron las doce campanadas tocadas desde el
campanario de la Iglesia dedicada a la Inmaculada Concepción, el principal
templo de este tranquilo pueblo andaluz. La buena temperatura y la sed
provocada por la larga caminata, me hacía apetecer una buena jarra de cerveza y
algo de “picoteo” para acompañarla. Mi desayuno, como tenía por costumbre, lo
había realizado a muy tempranas horas de la madrugada.
Cerca de mí estaban dos personas mayores, con la
piel bien curtida por el paso de los años y la exposición solar, que ocupaban
otra de las mesas del establecimiento. Sobre la misma descansaban dos tazas,
probablemente ya vacías, de alguna aromática infusión. Uno de estos contertulios
se levantó de la silla que ocupaba, despidiéndose afectivamente de su amigo.
“Ya me tengo que marchar, amigo Benta. Me he alegrado mucho de nuestro reencuentro.
Espero que pronto podamos echar un nuevo rato de conversación. Es que hacía
tanto tiempo que no te veía… Nada, que sigas muy bien y sacando muchos ánimos,
que yo sé que a ti te sobran”.
Esas cálidas palabras fueron respondidas por su
también veterano acompañante.
“Gracias, muchas gracias, mi buen Valerio, por este agradable rato de compañía que me
has dedicado y que tanto echo en falta. Y también por este buen café al que has
querido invitarme. Me ha sabido a gloria”.
Efectivamente, Valerio había abonado al camarero el
escaso coste de tan usual, estimulante y simple consumición. Pero antes de
marcharse quiso hacer una agradable señal a su amigo, dándole a entender que no
merecía las gracias. Se alejó de la mesa con una sonrisa en su rostro mesclada
perceptiblemente de cariñosa nostalgia.
¿Benta? Desde luego no era un nombre muy común. Curiosamente
me recordaba a un famoso futbolista, que jugaba de defensa central en el equipo
de mi ciudad y al que admiraba mucho en mis tiempos de infancia. Aquel jugados
se llamaba Desiderio Bentabol, aunque en las
crónicas deportivas se le denominaba precisamente por las dos primeras sílabas
de su apellido. Lo recordaba como un corpulento, pero también mago o artista,
del balón, que solía deslumbrar por su eficacia y estilo en el juego que practicaba
por nuestros estadios o campos de
fútbol. A pesar de jugar en la zona defensiva, también anotaba espectaculares
goles cuando lanzaba, con su potente pegada, las faltas directas cometidas al
borde del área del equipo rival. Yo lo tenía también en mis álbumes de cromos,
donde coleccionaba a los futboleros de primera y segunda división, a los que
llamábamos “cabezones” porque junto a la
foto de su cabeza añadían un pequeño dibujo de su cuerpo muy disimétrico con
respecto al tamaño de aquélla. Llegó a jugar algunas ligas en 1ª división pero,
mayoritariamente, el equipo de nuestra ciudad se situaba en la división
intermedia del fútbol nacional. Aquel afamado deportista del balón dejaría los
campos de juego a finales de los años sesenta.
Desde luego el nombre de Benta, que Valerio había
pronunciado, me trajo a la mente a ese mítico futbolista de aquella ya lejana
época ¿Podrían ser la misma persona ese ídolo de mi infancia y este señor mayor
que ahora tenía a pocos centímetros de mi mesa? Lo estuve observando con
paciencia y discreción. El muy escaso cabello que le quedaba lo tenía completamente
encanecido. Su cuerpo acumulaba muchos kilogramos de peso. El rostro que yo
recordaba no era, obviamente el que en ese momento tenía delante. Pero algo en
su mirada, por su ojos un tanto “saltones” si lo identificaba en mis recuerdos.
En su rostro había rasgos que me hablaban de aquél buen futbolista. Pero ¡es
que habían transcurrido ya casi seis décadas desde entonces…! El físico en las
personas cambia, sobre todo cuando ha transcurrido tan largo período en el
tiempo.
Un acertado impulso afectivo hizo que me acercara a
este veterano lugareño, al que dirigí unas palabras.
“Disculpe la pregunta. He escuchado a su compañero
de mesa, probablemente su amigo, con la forma como se ha dirigido a Vd. Le ha
llamado Benta, nombre que me ha hecho recordar al gran deportista y mago del
fútbol Desiderio Bentabol, que jugó en el equipo de nuestra ciudad hace ya casi
sesenta años. En las crónicas deportivas y entre los aficionados se denominaba
a ese futbolista con el nombre de Benta. Me pregunto ¿No será Vd. ese
profesional del balón, al que me estoy refiriendo? En sus comentarios, he
creído también escuchar una cierta tonalidad del habla argentina…”
Mi interlocutor, un tanto asombrado, se quedó
mirándome en silencio durante algunos segundos. Al fin me respondió:
“Veo que tienes una excelente memoria
fotográfica, amigo del alma. Madre mía, ¡con lo cambiado que estoy a mis años!
¡Aún te acuerdas de un joven futbolero, que corría por los campos de juego
detrás de un balón, hace ya más de cinco décadas! Ven, siéntate aquí a mi lado y
pregunta lo que quieras. No te has equivocado de persona, desde luego. Me
gustaría invitarte, pero estoy muy falto de pesos, plata o euros, como queráis
llamarle”.
Un tanto emocionado tomé asiento junto a uno de los
mitos de mi memoria. Acerté a decirle ¿Compartimos una cerveza?. MI ahora
compañero de mesa respondió afirmativamente con una entrañable sonrisa. Allí
permanecimos dialogando, durante más de una hora, en torno a dos jarras de
cerveza y un plato de tapas, de las que dio buena cuenta el voraz apetito del
ex futbolista.
¿No le ha ido bien la
vida, Benta, cuando “colgó las botas”?
“Admito que crié fama. No lo puedo
negar. Gané buenos cuartos, plata engañosa que pronto voló. Por mi
inconsciencia y por esas personas que actúan como amigos, pegándose a tu
poderío como una “lapa”. Son “tus hermanos” cuando eres famoso. Después son
hábiles y rápidos para dejarte en la estacada, volando a otros panales más
apetitosos. Desaparecen de tu vida cuando perciben que careces de esa plata de
la que siempre quisieron aprovecharse.
Pues sí, tras colgar las botas, allá
por la segunda mitad de los sesenta, emprendí varios negocios con algunos
ahorros que tenía de la época más gloriosa. Concretamente, invertí mi dinero
con otros dos socios que poco pusieron en el proyecto, aportando eso sí sus muy
bellas y hueras palabras. Montamos una gran tienda de artículos deportivos. Al
paso de los meses, estos dos “boludos sinvergüenzas” fueron descapitalizando el
negocio. Les gustaba darse todos los caprichos del mundo, mientras que el
“tonto” del Benta no hacía más que poner su trabajo y por supuesto sus ahorros,
que iban con rapidez decreciendo. Ese par de granujas eran maestros en saber
“engatusarme” con sus muy bellas palabras, grandes arquitectos en la construcción
de “castillos en el aire” y yo, con la necedad del nuevo rico (procedo de una
familia muy pobre y humilde) no supe verle las orejas al lobo. Para colmo,
llegó el auge de los grandes centros comerciales, con los que no podíamos
competir ya que esas corporaciones tenían poderosos medios y vínculos
financieros, nacionales e internacionales, con los dueños del capital mundial.
Esos que manejan el mundo a su antojo. Total, que en menos de un lustro aquél
negocio, en el que puse todos mis cuartos, mi ilusión y cariño, se vino
completamente abajo.
Ya metido en la cuarentena (me retiré
con treinta y muchos años, estuve incluso jugando en tercera división con cerca
de cuarenta tacos) me puse a buscar … trabajo. Tenía que comer y lo había perdido
todo, por mi mala cabeza. Pero carecía de oficio y “papeles”, es decir,
titulación, para que me pudieran dar una actividad con la que poder mantenerme
y llegar a final de mes. Los dos hijos que tuve de un matrimonio, que duró
hasta un par de años después de dejar el fútbol, ya se habían hecho mayores y
viendo que nada podían sacar de mis bolsillos “volaron” dispuestos a vivir su
vida.
No te niego de que algunas personas
quisieron ayudarme, pero en aquellos años yo tenía un infantil orgullo para
aceptar lo evidente. Estaba en la bancarrota. Ese orgullo que me sobraba, es el
que hoy me falta para aceptar el café pagado por algún conocido o amigo, que me
permite estar aquí sentado un par de horas, viendo pasar a la gente y
recibiendo la gratuita bendición del
sol. Pero es que hace años que entré en la séptima década de mi existencia y a
estas edades se antepone ya el respirar de cada día a otras consideraciones que
siendo más joven ocupan el primer lugar en tus respuestas.
Te hablaba de esos trabajos que, durante
más breves o largos períodos, me vi obligado a desempeñar. He hecho casi de
todo. Portero de discoteca. Repartidor de propaganda comercial, utillero de
equipos de la regional, conseguidor o gestor de seguros. Incluso … acompañante
de “señoras bien”. La cosa es que cuando pasas de la cumbre al barro, pierdes
incluso el sentido de la dignidad. Veo la cara que has puesto con ese “oficio”
de la compañía, Era como un “perrito faldero” disponible para casi todo … y sin
“casi”. Son “cosas” que se hacen, con un orgullo ya laminado o desaparecido, a
cambio de ese plato de lentejas que necesitas cada día, y un techo que te
resguarde del frío y de la miseria. Pero es que en realidad, comportándote así,
vives en otra miseria aún más dolorosa y no menos degradante.
¿Ahora? Pues apenas sobrevivo (te
aseguro que no sé a veces como veo llegar los nuevos amaneceres) con una
pensión mínima de esas que se conceden a los que no han tenido la previsión o
inteligencia de tributar en los años “felices” de su vida. Recibo esa “mijita”
de plata, como una obra de caridad social. Aquí, el cura del pueblo, don
“Florian” ha organizado unos locales, en donde puedes disponer de una cama para
dormir, compartiendo la habitación con otros cinco o seis menesterosos que también
necesitan un techo para protegerse. Una asociación, como la que tenéis en la
capital (creo que la llaman los “ángeles de la noche”) nos dan bolsas (no todos
los días tienen medios para hacerlo) con algún alimento y la acción humanitaria
del ayuntamiento también nos entrega unos vales para menús económicos, aunque
no para todos los días de la semana. Ya
ves para lo que ha quedado aquel gran Benta que tú (serías muy niño, desde luego) viste correr
por el verde césped de los campos de juego. Pero no te niego que me ha
resultado emocionante el que hayas pensado o imaginado que este anciano era el
mismo “gran” Benta que te deslumbró en tiempos de la infancia”.
Las campanas de la Iglesia, con esos solemnes sonidos
o acordes celestiales que siempre agradecemos disfrutar, habían dado ya los
sones de las dos de la tarde. Hice una señal al camarero para que nos trajera
la carta con los menús del día. Rellenamos de nuevo nuestras jarras de cerveza
y ese día, en la profundidad de la más sublime Primavera, pude compartir mesa y
mantel con uno de los mitos de mi infancia, etapa ya muy lejana pero bien
recordada. Le rogué a un comensal cercano si nos podía hacer un par de fotos,
con esa pequeña cámara que siempre me regala buenas imágenes para la memoria.
Durante nuestro fraternal y suculento almuerzo, hablamos y compartimos no pocas
historias, ahora ya con ambos semblantes mucho más alegres. No me apetecía
pedir café después de los postres, pero sí lo hizo el admirado Benta (“esta infusión me vitaliza, buen amigo. Para mi
vapuleado cuerpo es como si fuera la pócima mágica de Astérix , aquella osada
aventura que tanto os gustaba leer”).
Llegó la “cruel” hora de la separación. Intercambiamos
una prolongada sonrisa y quisimos evitar las palabras. La simbología del fuerte
abrazo suponía la mejor y más inteligente gramática, a fin de expresar esos
sentimientos que justifican cada uno de los amaneceres en el alba. Él y yo
conocíamos la efímera temporalidad de esa puntual y emocional despedida. Hay
días en los que aprendes esa siempre útil lección para la vida: los mitos del
Olimpo también son arrojados, las más de las veces, a vagar por el reino
próximo de la realidad.-
AQUELLOS MITOS DEL AYER, RENOVADOS
HOY DE REALIDAD.
José L. Casado Toro (viernes, 12 Octubre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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