Nuestra mente se comporta, en muchas ocasiones, de
manera un tanto caprichosa para la práctica aleatoria de modular los deseos.
Esa actitud es perfectamente natural y frecuente en nuestro comportamiento
diario: ahora o en esta oportunidad queremos una cosa; al paso indeterminado
del tiempo deseamos o necesitamos la opción contraria. Esta rápida variabilidad
en nuestras apetencias u objetivos puede resultar un tanto infantil o difícil
de entender, aunque tal vez lo sea menos si analizamos las circunstancias que
nos rodean o cuando tenemos en cuenta otros insospechados factores que también
afectan a esa nuestra voluntad cambiante.
Resulta perfectamente normal que en ocasiones nos
apetezca estar en un atractivo ambiente, en el que nos acompañan muchas otras
personas, con el bullicio subsiguiente que ello comporta. Por ejemplo, cuando
acudimos a un concierto pop, en el que el ruido es el rey protagonista. Los
sonidos estridentes nos “saben a gloria”, porque nos permiten evadirnos de los
problemas, movilizando los sentidos en una dirección vitalista, aunque
ciertamente ensordecedora. Esa “contaminación acústica” nos hace sentirnos
mejor, más hermanados también con esos otros compañeros, amigos o simples
desconocidos, que se hallan cerca de nosotros y que nos ayudan a “disimular” el
desagradable y cruel “pathos” de la soledad. Sin embargo, en otras determinadas
situaciones, esos más o menos potentes sonidos derivados o procedentes de la
densificación humana nos molestan, nos desconcentran y llegan a provocar
nuestro aturdimiento o incluso un cierto agobio psicológico. En estos casos,
buscamos con premura un paraje más sosegado, alejado de la masificación social,
ya sea en la tranquila privacidad de nuestra habitación, en la proximidad del
mar, en la infinitud vegetal de un valle o en la geometría trazada por esos
senderos que circundan la más agreste o suave orografía de un paisaje
montañoso. Allí sólo nos acompaña la rítmica acústica del viento, haciendo
vibrar las ramas y sus hojas, tal vez el
trinar de los pájaros, el sonido de nuestras pisadas o la percusión de nuestro
bastón senderista sobre el suelo que recorremos. Son complementarias y enriquecedoras
ambas opciones, acústicamente contrapuestas.
El silencio perfecto y exigible en una biblioteca es
cómodamente adecuado, incluso imprescindible, para esa mayoría de usuarios que
necesitan concentrarse en sus estudios y lecturas. Pero ese no contaminado y
forzado silencio también puede también resultar incómodo e incluso
contraproducente para esos otros usuarios que están elaborando un trabajo, solos
o en colaboración con otros amigos y compañeros o que simplemente estén leyendo
y estudiando, necesitando un poco de “ambiente” para no “dormirse”. Por este
motivo solemos ver en esos amplios salones de estudio (también en las propias
bibliotecas) no escasos usuarios que utilizan sus cascos y auriculares, perfectamente
conectados al Ipod, tablet u ordenador portátil. La música, que previamente han
elegido, les acompaña y les hace sentirse mejor frente a la aridez o dificultad
de aquellos conceptos y teorías que leen, escriben o estudian. Por todas estas
razones, en la mayoría de los centros o establecimientos universitarios, además
de las necesarias bibliotecas, son habilitados grandes espacios o salas de estudio,
en donde está permitido hablar (que no gritar) manteniéndose, con los diálogos protagonizados
por los usuarios, ese acogedor “sonido ambiente” que unos y otros tanto
agradecen.
Hay momentos en el día en los que nuestra mente
parece necesitar el silencio expresivo, aunque no estemos estudiando, leyendo,
escribiendo o viendo una película. Por las razones que sean, no nos apetece
articular palabra alguna. Esta necesidad de intimidad silenciosa no siempre es
posible, pues se ve interrumpida o imposibilitada por otras personas que nos
hablan (a veces de forma compulsiva) y esperan de nuestras palabras. Esta
curiosa imagen o escena la vemos y protagonizamos en nuestros ámbitos
laborales, en los lugares comunes de la vecindad (portal del edificio o
ascensor) o en las plazas y jardines de nuestras ciudades. Resulta comprensible
la actitud de esas otras personas, más o menos amigas que, viviendo y
soportando la rutina de la soledad, al encontrarse con algún conocido, amigo,
compañero o vecino, comienzan a expresarse y a hablar “como máquinas”, de forma
compulsiva y ansiosa. La cortesía educacional nos impulsa a tener con estos
“parlanchines” una mínima correspondencia, aunque nosotros, en esos precisos momentos
queramos mantener el silencio, sencillamente por la temprana o tardía hora del
día, por la situación personal y circunstancial
que nos esté afectando o, simplemente, porque lo necesitamos y nos apetece. Nuestro
organismo y de manera específica la estructura
mental que nos sustenta reclama el silencio o al menos la necesidad de estar
callados.
En este contexto de los silencios
y las palabras, en ocasiones podemos tener la
suerte de encontrarnos a determinados personajes, a los que desde siempre profesamos
un admirado y respetuoso reconocimiento. Entre ellos quiero destacar la insigne
figura del pescador solitario, aquella paciente
persona que pasa horas y horas sobre la arena de la playa, muy cerca del
rompeolas en la orilla o también acomodado sobre los malecones del espigón portuario,
siempre atento y vigilante al cimbrear de su larga caña y el no menos
prolongado en longitud sedal de pesca. Estos símbolos y emblemas de la
paciencia ejecutan cortos paseos de trayectorias pendulares, recorridos que
suelen mezclar con esos otros minutos en los que permanecen sentados sobre su pequeña
silla en tijera de pescador, oteando pacientemente el horizonte marino. Se
trata de admirables seres solitarios a los que solo acompañan el grato aroma de
la marisma, junto a los sonidos rítmicos de las olas, que desgranan su
inmaculada espuma sobre la superficie arenosa de la orilla, mil veces inundada
y otras tantas pulida.
Cierta tarde, del primer otoño meteorológico,
decidí pasear por el sereno entorno de un ambiente playero, muy próximo a las
estribaciones orográficas penibéticas, cuyos peñascos incluso avanzan y
penetran osadamente en las serenas aguas el mar. Un día más necesitaba caminar,
sentir el sosiego de la naturaleza y alejarme de todas esas acústicas
desequilibrantes que los humanos sabemos generar con abundante generosidad y no
calculado riesgo. Tuve la inmensa suerte de encontrarme con un precioso espacio
marítimo, prácticamente vacío de viandantes, en el que sólo había una persona de
pie, muy próxima a su caña de pescar. Me llamó gratamente la atención el
personaje que ejercitaba su silenciosa y paciente afición. Se trataba de una
joven mujer, cuya edad se encontraría probablemente situada en la aritmética de
su treintena inicial.
La chica, de cabello negro, ojos marrones oscuros y
tímidos labios en el rostro, tenía su piel bien tostada por la insolación,
aunque cubría su cabeza con un tosco pero útil y simpático sombrero trenzado de
palma. Portaba gafas oscurecidas para la protección solar, vistiendo una camiseta
blanca de mangas cortas, short azul muy lavado y deshilachado, calzando
sandalias de goma beige. Colgando de su fino cuello (la fragilidad de su cuerpo
era manifiesta) lucía una cadena plateada que hacía descansar sobre el pecho
una cruz del mismo metal, sin figura o grabación alguna.
Me acerqué, de manera pausada (la arena de ese
trozo de playa era bastante blanda) a su lugar de asueto y práctica deportiva.
Con una media sonrisa le dije una frase que le hizo reír.
“No te preocupes, que no te voy a preguntar
por lo que has pescado o si llevas aquí mucho tiempo. Lo que me parece correcto
preguntarte es si te molesta que permanezca aquí unos minutos o prefieres estar
sola”.
Tras unos segundos de duda, volvió a sonreír y con
limpia franqueza me respondió:
“En absoluto. Incluso te agradezco
que pasaras por aquí. Me he venido a la playa en horas muy tempranas y llevo
aquí pescando y mirando al mar casi dos horas y media ya. En este tiempo no he
intercambiado palabras con nadie, pues ahora en el otoño es poca la gente que
pasea por aquí, a pasar de que el tiempo es maravilloso para visitar a la
naturaleza marina. El no hablar nada durante tanto tiempo también cansa. Bueno,
en realidad, hablo para mi sola. Eso nos ocurre siempre, en ese travieso juego
entre el silencio y las palabras.
Te aclaro también lo de la pesca:
hasta ahora, solo he “capturado” un par de pececillos. Los tengo aquí en ese
cubo con agua marina pero al final, como suelo hacer en otras tantas ocasiones,
acabaré devolviéndolos al mar”.
Aria (bonito nombre) se sentó en su pequeña silla de tijera. Yo lo hice
directamente sobre la arena, pues mi short senderista es bastante resistente
para todo tipo de superficies. Allí permanecimos un buen rato mirando hacia las
olas, que lucían coquetamente el brillo aportado los rayos solares sobre las
aguas y que rompían con rítmico estruendo al alcanzar la orilla. Un rato en
silencio, aunque me sentía bien, Ambos disfrutábamos con el paisaje y el sonido
sordo de la naturaleza marina. Pasados los minutos, quise cambiar el silencio
con alguna pregunta amable.
“¿Llevas mucho tiempo ejercitando la
práctica de la pesca? Nunca lo he hecho, aunque admiro la paciencia de todos
aquellos que disfrutáis con todas estas horas situados frente al mar”.
Apliqué prudencia y sutileza a la hora de ir
avanzando en confianza con una persona, con la que nunca había intercambiado conversación
alguna. Poco a poco, Aria fue desvelando aspectos de su vida. Obviamente, para
que hablara sobre sí misma, tuve que aportarle algunos detalles básicos de la
persona que se le había acercado. Esas parcelas de reciproca confianza no son
rápidas en su consecución, dependen de variados factores que no resultan
fáciles de concretar. Tal vez motivación, curiosidad, necesidad, gestos,
miradas, los azares del día… En unos casos el diálogo fluye con facilidad,
mientras que en otros ese diálogo queda interrumpido a las primeras de cambio
por decisión de uno o ambos interlocutores. El tema de la privacidad, con toda
lógica, puede mucho sobre el intercambio de la comunicación.
Casi sin “forzarlo” la joven pescadora fue
desvelando narrativamente una curiosa e interesante
historia que supongo, encerraría grandes parcelas de verdad. Si no fuese
así, tampoco importaba en demasía. Lo sustancial en aquel momento era el propio
contenido de la historia, más que su propia verosimilitud.
Aria era la única hija de una familia “bien” de la
burguesía malagueña, dedicada al negocio del vino, venida a menos
progresivamente durante sus últimas generaciones. Nació a la vida siendo sus
progenitores bastante mayores. Su padre había enviudado en su mediana edad.
Tras años de espera, contrajo nuevo matrimonio con una mujer también viuda, a
la que superaba en tres lustros la edad. Por todo ello, la niña había nacido en
una edad límite para su madre, pues la señora quedó embarazada a sus 43 años.
Se trataba de un matrimonio en extremo religioso, tanto en la mentalidad
creyente como en la práctica del culto. En este momento, su padre don Facundo ya había fallecido y en cuanto a su
madre, doña Isolda, se encontraba internada
como residente en una institución conventual, atendida por religiosas. Esta
señora, ya muy limitada física y mentalmente, había sido una gran protectora de
la Congregación mariana del Santo Rosario. De ahí la atención y el cuidado
deparado por las monjas del benéfico centro asistencial.
El intenso fervor religioso de sus progenitores les
llevó a sustentar la ilusión de encauzar
por la vía vocacional a quien era su única descendiente. No repararon en medios
e influencias para alcanzar tal fin. Organizaron para la niña una estricta y
devota educación religiosa, que tuvo un
manifiesto rédito inicial. Con apenas 17 años, esta joven manifestó su deseo de
entregar su alma en vida al culto de la Divinidad, profesando como religiosa
novicia en un régimen de austera vivencia conventual. Precisamente esas monjas,
que ahora cuidaban de su madre, se encargaron de encauzar y cimentar esa
inicial vocación religiosa, “domesticando“ y enriqueciendo su débil voluntad
para decidir su propio futuro como persona. Tomó los hábitos con 23 años,
integrándose con absoluta decisión en un régimen conventual de semiclausura.
Estuvo doce años en el convento, soportando cada
vez con mayor dureza y sacrificio unas normas y disciplina religiosa de rígida
y estricta austeridad. A medida de que
pasaban los años, Aria de la Divinidad vio como decrecía su tensión vocacional.
Sus dudas y confusiones al respecto la fue sumiendo en un inquietante
desequilibrio anímico y orgánico. Cada uno de los días que pasaban le fueron
llevando a la convicción de que su vocación no era real, sino influenciada por
una educación que había “arrasado” con su muy débil madurez para intentar o
poder diseñar con personalidad su propio proyecto de vida. La rigidez de las
normas y disciplina conventual se le hacía cada vez más difícil de sobrellevar.
A pesar de todas las presiones que tuvo que soportar, hace tres años decidió
renunciar a sus votos religiosos. Sumaba, en ese decisivo momento vital, los 34 años.
Aún seguía asistiendo a consulta psiquiátrica, pues
su desequilibrio le había provocado un marasmo existencial, letalmente
preocupante. Pérdida del sueño, descontrol indisimulable en sus respuestas e
incluso muestras inquietantes de querer renunciar a la vida. Efectivamente, tuvo
algún conato de autodestrucción que, para su fortuna, pudo superar con la ayuda
de algunas amigas y compañeras de
comunidades seglares, que supieron tenderle la mano (y aun lo hacen) en éste su
nuevo tiempo de exclaustración.
Me asombraba su irrefrenable locuacidad.
Necesitaba, con ansia psicológica, hablar y comunicar. En esos momentos,
confesaba tener 37 años. Añadía, con patente ilusión, que tenía una pareja,
compañero o novio, en esta nueva y liberada etapa de su vida. Se trataba de un
soldado profesional, Tasio, que pasaba largas
temporadas en misiones de paz por zonas en conflicto de la geopolítica mundial.
Con este apuesto muchacho mantenía gran confianza, amor y descubierta
estabilidad.
“Suelo venir una vez como mínimo,
cada semana, a practicar la pesca, por este sosegado entorno junto al mar. Me
hacen mucho bien una serie de elementos que encuentro en este paradisiaco, pero
también modesto, lugar. El olor a marisma del paisaje, los sonidos
repetitivos del oleaje al batirse con los
peñascos de la Penibética, la ausencia de masificación humana en la zona, la
cálida tersura solar para broncear y acariciar las epidermis …. Todo ello me
ayuda a sentirme más fuerte, más equilibrada y, por supuesto, hace posible que
vaya recuperando con lentitud, humildad y paciencia, el verdadero sentido de mi
vida”.
Añadía que ejercía como profesora de latín y
también de Historia general del Arte, en un importante y tradicional colegio
religioso, de titularidad privada, centro educativo ubicado en la zona oriental
de la capitalidad malacitana.
Aunque mi interlocutora daba muestras evidentes de
querer enriquecer y prolongar nuestro diálogo, el sol había comenzado su rápida
despedida. Estábamos en esa estación equinoccial donde los días se van
progresivamente acortando en luminosidad, para ceder su protagonismo al reinado
de los atardeceres y a esas largas noches de estrellas y luceros. Me tenía que
marchar, aunque prometí volver en los próximos días, a fin de seguir ampliando nuestra muy grata,
franca e inesperada comunicación.
Al paso de los días, volví a esa playa donde
pensaba encontrar a la joven Aria. Fui a la misma hora de la tarde, donde ella
me aseguró que solía ponerse con su caña, anzuelo y sedal (parece que los peces
acudían con más facilidad) para hacer algunas capturas a las que posteriormente
solía conceder su libertad. Pero la playa estaba completamente vacía de
visitantes. Estuve un largo rato disfrutando del plácido atardecer, volviendo
después a mi domicilio. Repetí el intento en distintas ocasiones, aunque varié
la opción de los días de la semana. En todas esas ocasiones no volví a
encontrar a la persona que buscaba. Todo ello potenció, ahora lo reconozco, una
cierta obsesión por recuperar las palabras de una historia que me había afectado
en demasiada, sin saber exactamente el por qué.
Fue otra de las tardes, ya muy cercano ese invierno
“mediterráneo” que gozamos por las tierras del sur, cuando percibí a lo lejos
que había alguien pescando en la misma zona donde solía situarse Aria. Me
acerqué allí con presteza. Bajo un sombrero de paja y con la piel bien curtida
por el paso de los años y la frecuente insolación, me encontré a un muy veterano pescador. Desde luego con mejor suerte
que la joven a quien buscaba pues, en el agua que llenaba su cubo, nadaban muchos
pequeños y medianos peces. Tras saludarle, le comenté si solía ver por la zona
a una joven (aporté algunos rasgos físicos de la misma) que también practicaba
el arte de la pesca. Sonrió al escuchar mi pregunta y se mantuvo callado
durante unos “largos” minutos. Entendí que estaba buscando la mejor respuesta,
pero al tiempo me desconcertó su lentitud en responderme, Al fin lo hizo.
“Ya veo que Vd. ha sido otro más, en
encontrarse con la chica. Seguro que le contaría la historia del soldado, a
quien espera. Y probablemente también aspectos de su azarosa vida. Parece que
la dejan salir alguna vez en la semana, cuando está más en sus cabales. Y
entonces se viene por aquí a pescar. Es que su mente está profundamente
desequilibrada. Cree que el tal Tasio volverá pronto a por ella. Efectivamente
tuvo una pareja, un joven militar, creo que legionario, de esos que acuden a
otros países en guerras internas para ayudar a poner orden en los conflictos.
Un necio y malvado accidente de jeep puso fin a su vida, cuando se trasladaba a
una zona con sus compañeros para cumplir una misión. Pero la cría lo sigue
esperando aparecer por la línea del horizonte. La pobre chica cree que el mar
se lo devolverá.
Cuando atendía las frases entrecortadas del anciano
pescador, me desconcertaba su sonrisa enigmática y a momentos burlona. Agradecí
su información y me alejé del lugar. Días más adelante pregunté en una
residencia mental que hay por la zona. Nada sabían de esa joven. No se
encontraba entre las personas internas, por las señas que yo les ofrecía. Pero una enfermera, al escucharme hablar con la
administradora, me esperó junto a la puerta para darme alguna luz acerca de mi
interés.
“Le he escuchado y creo que no conoce
la leyenda que por este pueblo circula desde hace muchos años. Es una muy romántica
y bella (pero también desgraciada) historia, protagonizada por una joven mujer
que había profesado como religiosa. Y que abandonó el convento al enamorarse de
un soldado llamado Tasio. ¡Desengáñese hombre! es un bonito relato que alguien
inventó y que se transmite de generación en generación. Tal vez la joven con
quien Vd. habló quiso asumir, para poner diversión a las horas, la personalidad
de esa historia que por esta zona la mayoría conoce. La chica con quien habló,
desde luego, se lo tuvo que pasar bastante bien. No lo dude.-
ARIA Y TASIO, EN LA SUAVE
ACÚSTICA DE LOS SILENCIOS
José L. Casado Toro (viernes, 5 Octubre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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