El hecho o comportamiento que narramos suele ser
repetidamente común en la sosegada rutina vital de nuestros hábitos lectores.
Cuando abrimos un libro, tomado de las vitrinas de una biblioteca pública, con
dolorosa frecuencia encontramos, sobre las páginas repletas de palabras y
contenidos transmitidos por el autor de la publicación, algunos elementos que
nos sugieren el perfil de las personas que antes de nosotros han consultado y
leído esa obra literaria. En ocasiones esas incómodas muestras son señaladores
de lectura de la más variada naturaleza: folletos publicitarios, folios
escritos o en blanco doblados por la mitad, facturas de restaurantes u otros
establecimientos, billetes del metro o del bus, hojas secas de algún árbol,
recortes de periódicos o revistas, envoltorios de los productos más diversos,
especialmente los alimenticios, kleenex o servilletas de papel… y así un largo
y “desolador” etc. Como recordatorios de sus lecturas, otros lectores dejan
muestras de su relajado incivismo con el
subrayado de palabras, frases o párrafos, utilizando para ello lápices,
bolígrafos y rotuladores. Lo más grave de estas irracionales actitudes aparece
cuando agreden el derecho de los demás usuarios arrancando, de la forma más
reprobable, hojas de esa publicación, todo ello con fines que difícilmente
acertamos a interpretar.
En este contexto, acerca del inteligente y correcto
uso cultural de las bibliotecas públicas, una
tarde de otoño me encontraba trabajando con unos apuntes y ejercicios en uno de
estos sosegados establecimientos de titularidad municipal, ubicado en la
proximidad de mi domicilio. Tras un buen rato de fijación visual sobre las
páginas impresas, necesitaba tener unos minutos de descanso. Me dirigí a la
mesa situada frente al mostrador de la bibliotecaria, en donde los encargados del servicio depositan,
durante un tiempo prudencial, las novedades editoriales adquiridas o recibidas
en donación para el mejor conocimiento y disponibilidad del público lector. Con razonable curiosidad estuve
ojeando los nuevos títulos y, de manera específica, abrí una voluminosa publicación
cuya autoría correspondía a una afamada escritora, también muy conocida
periodista: JULIA NAVARRO (Madrid, 1953). El expresivo
y llamativo título de esta novela era HISTORIA DE UN CANALLA, Plaza y Janes 2016. Mientras
leía en la contraportada la sinopsis de esta sugerente narrativa, sentí la
motivación de disfrutar con algunos párrafos de su contenido, elegidos
lógicamente al azar.
Me deleitaba con la ágil prosa de la cualificada autora,
cuando reparé en un sobre blanco (se encontraba semi-cerrado) que estaba
“oculto” entre las numerosas (864) páginas del volumen. En su anverso sólo
estaban manuscritas dos palabras, que se referían a su posible destino: PARA IDARIA. En el reverso de este sobre, envoltorio muy
bien conservado, se leía el previsible nombre de su remitente: Crispín, letras también manuscritas. Motivado por
este inesperado descubrimiento, dudé durante un par de minutos si romper o no
la privacidad del olvidadizo o intencionado lector. Volví a mi asiento con la
misteriosa misiva, habiendo dejado previamente en la mesa expositora la obra
narrativa en cuyo interior había permanecido el sobre un indeterminado tiempo
de letargo. Un poco traviesamente, decidí abrirlo, lo que resultó fácil pues el
reverso estaba sólo a medio pegar. ¿Qué misterio, ilusión o anécdota hallé en
su contenido? ¿Quién sería la tal Idaria, su “desconocida” (para mi interés)
destinataria?
Sólo encontré, en esas frágiles paredes de papel
blanqueado, una sosegada panorámica fotográfica correspondiente a un
indeterminado jardín público. En uno de los bancos de madera, aparecía la
imagen de una joven sentada, de espaldas a la cámara, que se mostraba
concentrada en la lectura de un libro que sostenía entre sus manos. No se le
veía el rostro, aunque podía suponerse por el perfil de su cuerpo que debía ser
una mujer con un notable atractivo. El banco estaba situado en lo que parecía
una amplia terraza con suelo terrizo de gravilla. Ese cómodo asiento para el
descanso estaba orientado a escasa distancia de un bajo muro terminal que
miraba a una zona probablemente más baja en su nivel, donde predominaba una
gran frondosidad vegetal. Parecía lógico que la chica
de la foto pudiera ser la tal Idaria,
a cuyo nombre iba dirigido el sobre que guardaba esa fotografía.
La imaginación pronto comenzó a ejercer su dinámico
quehacer creativo e imaginativo. Las interesadas preguntas
me fluían de manera atropellada y traviesa en el dinamismo mental. ¿Quién sería
la joven que la foto mostraba? ¿Cuál sería la ubicación geográfica de ese marco
espacial, donde estaba situado el jardín?¿Qué título tendría el libro, que con
tanta atención distraía los minutos de la persona que lo estaba leyendo? ¿Sería
Crispín u otra persona quién tomó la instantánea fotográfica? ¿Por qué motivo
fue tomada esa precisa imagen? ¿Sería un olvido casual o un hecho intencionado
la presencia del sobre, que reposaba pacientemente entre las páginas de la novela?
¿Por qué precisamente estaba en la creación literaria de esa gran escritora,
con un título tan crudamente expresivo? ¿Era o no aconsejable tratar de
localizar al propietario del sobre, a fin de devolvérselo?
En ese mar de interrogantes me hallaba cuando, por
esos impulsos que en ocasiones resultan positivos y en otras oportunidades no
tanto, decidí dirigirme a la persona encargada que en ese momento estaba al
cuidado de la biblioteca. Esta experta, madura y amable profesional, de nombre Abigail, a quien conocía por otras frecuentes visitas
a ese interesante lugar para la lectura y el estudio, ante la convincente
explicación que le ofrecí, no dudó en prestarme su incondicional ayuda.
Comprobó la ficha del libro entre cuyas páginas había encontrado el sobre, conteniendo
únicamente la “misteriosa” fotografía impresa en soporte papel. A los pocos segundos
me explicó que la novela en cuestión, de muy reciente adquisición, aún no había
sido prestada a ningún usuario de este servicio público “Quédate con la foto del tal Crispín, hasta que puedas averiguar más
datos relativos a estas dos personas, que tal vez sean o formen pareja”.
Seguí el consejo de la bibliotecaria, guardando por
consiguiente el sobre con la fotografía, con la predisposición de olvidarme
probablemente del tema. Desde luego los datos que poseía eran tan sólo dos
nombres sin apellidos y una imagen fotográfica, sin más pistas al respecto.
Todo un escaso bagaje, si hubiera querido emprender una tarea investigativa de más
largo alcance. Pero estos episodios o vivencias siempre quedan en la memoria. Desde
allí “escapan” para motivar tu interés, especialmente en las noches de insomnio, cuando ese poco generoso “compañero”
te hace padecer y compartir horas de nocturnidad e inquietud, reflejo sin duda
de tus desequilibrios oníricos.
Efectivamente, esa misma noche no me estaba siendo
posible conciliar el suelo. La anécdota vivida esa tarde seguía dándome vueltas
en la cabeza. El reloj marcaba unos minutos sobre las cuatro de la madrugada,
por lo que tomé la decisión de abandonar el lecho, dirigiéndome a ese cajón de
la mesa de trabajo, donde solemos guardar las cosas y objetos más diversos.
Allí había dejado la curiosa fotografía, que me seguía motivando desde hacía
horas. Encendí la luz del escritorio y me dispuse a analizar con más atención
cualquier detalle que me pudiera “hablar” acerca de una historia cuyo contenido
obviamente desconocía. Miré y remiré la foto y, gracias a la iluminación halógena
del flexo, percibí un detalle “esperanzador”
para esa búsqueda que me impulsaba. Esa pista o clarificador detalle me había
pasado inadvertido hasta el momento. Alguien, tal vez el desconocido Crispín,
había estado tomando notas, dejando la foto debajo de la hoja sobre la que
escribía. Posiblemente había utilizado un bolígrafo de punta fina para su
escritura y sobre el ángulo superior izquierdo de la foto había quedado grabado
el relieve de unas palabras. Con mucho cuidado, utilicé un lápiz de grafito
sobre el reverso en blanco de la fotografía. Reconstruí la breve frase, desde
el revés de las letras. Dicho de otro modo, logré “positivar” el negativo de
las palabras. Se trataba de una dirección electrónica, de las que normalmente circulan
por la red de Internet. Idaria.marzo1995@hotmail.
Faltaba el correspondiente “com”. Era evidente que ese dato de e-mail
correspondía a la dirección de la joven que aparecía en la foto, cuyo nombre
era el mismo a quien iba dirigido el sobre que encontré en la novela de la
biblioteca. Ya no poseía sólo los nombres de Idaria y Crispín sino
probablemente también la dirección electrónica de la chica. ¿Qué podía hacer?
¿Enviarle un correo electrónico u olvidarme, por una definitiva vez, de este
asunto que tanto me estaba condicionando?
La situación, en la que como espectador me
encontraba, era en extremo curiosa y motivadora. Así que quise darle un toque romántico e investigativo al asunto.
Esa misma noche envié un correo a esa dirección, con un texto en el que se
mezclaba la prudencia con el positivo interés de ayudar.
“Buenas noches, Idaria. Obviamente,
no nos conocemos. Alguien olvidó o dejó intencionadamente un sobre, entre las
páginas de una novela, en la biblioteca pública que suelo visitar no lejos de
mi domicilio. En el anverso y reverso de este sobre blanco había unas palabras
escritas. Aparece tu nombre y también el de un tal Crispín. Dentro de este
envoltorio hay una única fotografía, en que se ve a una joven leyendo, sentada
en uno de los bancos de una zona ajardinada. Puede ser tu imagen. En dicha foto
he descubierto el relieve caligráfico de una dirección electrónica, que por el
nombre te debe corresponder. Si necesitas o deseas tener esa foto, me lo
confirmas. Te la enviaré de inmediato. Está a tu disposición. Saludos cordiales.
Confieso que dudaba en recibir una pronta respuesta. El
contexto “cinematográfico” de esta historia, con su aire de intriga, era
sugerente, aunque debía ser prudente en avanzar por un terreno que no me
competía. Había que dejar avanzar los acontecimientos. Transcurrieron
exactamente tres días cuando, también por la noche para mi sorpresa, recibí con
agrado una extensa respuesta que, con emoción e interés, me dispuse a disfrutar
su lectura.
“Buenas noches (…). Agradezco tu
amabilidad y sagacidad para localizarme, a través de una dirección electrónica
semioculta en el relieve manuscrito de una fotografía. Una persona, cuyo nombre
es Crispín, me observaba cierto día cuando me encontraba tranquilamente leyendo
en un gran Jardín. Parece que me tomó varias fotos, desde luego sin mi permiso.
Arbitró medios, que él sabrá, para conocer datos de mi vida. Probablemente me
siguió y comenzó su “acosadora” y enfermiza investigación. Comenzó a enviarme
correos y también fotos, siguiendo después con las llamadas telefónicas, a las
horas más insospechadas. Utilizaba estas vías electrónicas, pues nunca se me puso delante en persona.
Sólo le respondí con dos correos. Uno, devolviéndole las fotos que me había
enviado. En el segundo y último, le rogaba y exigía que me dejara en paz. Nunca
le he visto, pero debe tratarse de una persona mayor debido a una serie de
detalles que me ha ido dejando en sus numerosos y breves escritos. No veía
buenas o claras intenciones en este extraño personaje. Por eso, en esa segundo
correo, le indicaba que, si persistía en su actitud, me vería obligada a poner
el caso, claramente de acoso, en manos de la policía. Esta segunda respuesta
parece que le enfadó bastante, arreciando entonces las llamadas telefónicas, algunas
verdaderamente amenazadoras.. De estos hechos hace más o menos un mes y con
fortuna veo que en las dos últimas semanas no ha vuelto a molestarme. Si te
parece destruye esa foto, pues a mi me ha provocado ya no pocos disgustos.
Algún día me agradaría saludarte, por tu amabilidad y plausible discreción,
pero ahora prefiero dejar pasar el tiempo a fin de olvidar esta desagradable
experiencia en la que me he visto involucrada, contra mi voluntad. El sentirse
acosada por alguien, al que desconoces y que probablemente tiene “malas”
intenciones, te provoca una situación de angustia y sufrimiento verdaderamente
insoportable. Confío que todo haya sido una de esas páginas incómodas que se
atraviesan en nuestras vidas. Saludos. Idaria”.
Antes de llevar a cabo la sugerencia que la chica
me hacía, con la posibilidad de destruir su foto, recordé a un compañero de
facultad, llamado Liberto Adama Zaragoza, al
que me encontré hace un par de años en el ambiente ajetreado de un sábado
tarde, con el típico carro de las compras, por los pasillos densificados de un
centro comercial. Prácticamente no nos habíamos vuelto a saludar desde la
finalización de nuestra graduación universitaria. Me comentó que, tras sus
estudios de Química, la vida le había llevado por los derroteros profesionales
de la policía científica, trabajando actualmente en el especializado
departamento de narcóticos. Pensé en llamarle para exponerle básicamente la
historia de esta chica y pedirle consejo acerca de la mejor forma de actuar en
este caso. Liberto supo atenderme con su proverbial amabilidad, por lo que concertamos
una cita a fin de compartir un rato de charla y un buen café, para unos días
más tarde.
Tras los saludos afectuosos del reencuentro, le
resumí mi experiencia con la fotografía y el intercambio de correos con Idaria.
Le mostré su foto y el largo correo explicativo que había recibido de su
persona, en relación al que previamente yo le había enviado. Obviamente le
facilité también la dirección electrónica de esta chica acosada. Anotó toda la
información, comentándome que hablaría con algunos compañeros especializados en
este tipo de delincuencia. Sobre todo habría
que profundizar en la persona que estaba detrás de toda esta historia, el tal
Crispín.
En un par de semanas, Liberto y yo volvimos a
quedar. Tenía que contarme aquello que él y sus compañeros habían descubierto,
sobre Idaria y Crispín. Llovía esa tarde, por lo que a dos viejos compañeros y
amigos de facultad les supieron a gloria bendita unos chocolates calientes, con
dos pastas o dulces árabes, que degustaron en esa cualificada tetería situada
muy próxima al Museo Picasso malacitano.
“Te vas a asombrar cuando conozcas lo
que hay detrás de toda esta historia de intriga. Has participado, sin darte
cuenta por supuesto, en una curiosa experiencia de investigación promovida por el departamento de Psicología, para los trabajos
de fin de carrera de los graduados universitarios. Se trataba de estudiar la
respuesta o reacción ciudadana, con respecto a hechos ocasionales e inesperados
que aparecen en sus vidas. El “argumento” consiste en simular la figura del
acosador “invisible” (aquel que no se deja ver) pero que actúa enfermiza y de
manera continua contra su objetivo, generalmente del sexo femenino. La foto y
el sobre en esa novela fue simulada, no solo en la biblioteca que frecuentas.
Curiosamente, siempre se utilizó en todas ellas la obra Historia de un canalla, como soporte dinamizador de una foto
aparentemente sin nombre. La tal Idaria, estudiante aventajada del grado, se
llama en realidad Clamia. Es la joven que posa en la imagen
fotográfica. En cuanto al personaje de Crispín, también existe. En realidad es
el profesor que imparte el master sobre
la respuesta ciudadana a hechos insólitos. Un tal Críspulo de la Colina Lucas, doctor en psicología social. Para
tu conocimiento, tengo que comentarte que no sólo has sido tú el que ha
contactado con Idaria. Tres personas más lo han hecho. Esa joven estudiante,
Idaria o Clamia (escenificó perfectamente su presencia en esos jardines, para
que le tomaran la susodicha foto), en una fase posterior tenía previsto
contactar contigo, para profundizar en tus motivaciones y sentimientos con
respecto a la experiencia en la que estabas inmerso… sin saberlo. Nos hemos
adelantado y todo ha quedado aclarado. Igual también salgo yo entre los
protagonistas de la investigación, en este caso como la necesaria y correctora intervención
policial”.
Pasaron las semanas y los meses. No he olvidado el
nombre de Idaria, ni tampoco su esbelta, alegre y juvenil figura, leyendo con
sosiego mientras permanecía sentada en un banco del parque. No ha existido
posterior comunicación electrónica o personal entre nosotros. La intervención
de Liberto frustró esa parte o fase de la peculiar investigación. Tampoco me
cabe la menor duda de que, en la actualidad, Clamia o Idaria ejercerá su oficio
de psicóloga con eficaz y responsable dedicación.-
UNA FOTO QUE NAUFRAGA, ENTRE UN MAR
DE LETRAS.
José L. Casado Toro (viernes, 26 Octubre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga