El mundo de los juegos y el sano entretenimiento ofrece siempre sugestivos alicientes para todos
aquéllos, niños, jóvenes y mayores, que aplican a su práctica la mejor imaginación
y voluntad. Esta consideración, desde el plano racional de la objetividad,
difícilmente puede ser discutida o rechazada. Sin embargo, cuando hablamos de
las actividades lúdicas, de ese jugar para distraer, parece que pensamos y nos
referimos específicamente a los “más jóvenes de la casa”. Dirigimos nuestra
mirada a todos esos niños que estructuran las horas del día para la formación y
el estudio, la alimentación, el descanso y, por supuesto, en esos juegos que
tanto les vitalizan y entretienen. Por todo ello, en este relato nos vamos a
centrar básicamente en esa parcela de la sociedad donde los niños y las niñas
tienen todo su admirable protagonismo.
Es evidente, a poco que reflexionemos, que la
función de jugar y de distraer el paso de las horas ha ido cambiando su
modalidad, espacial y temporalmente, en ese sublime “jardín” de la sociedad
infantil. Ciertamente, hay distracciones e
instrumentos para el juego que parecen imperecederos o permanentes en
los hábitos de los niños. Piénsese en las muñecas y los peluches, en los
patines y las bicicletas, en los balones para el deporte, en las cocinitas y
las figuritas de plomo o de goma, en la cuerda para saltar, en las páginas para
colorear o en esas acuarelas para dibujar y pintar. Acerca de la lectura de
tebeos hablaremos más adelante.
Sin embargo también vemos que cada época y sociedad pone a disposición de los más
pequeños aquellos adelantos y realizaciones que la ciencia, la imaginación y la
destreza facilitan para el sano, fácil o más complicado, entretenimientos. Con
nuestra experiencia podemos afirmar que no siempre esos avances tecnológicos,
electrónicos o informáticos han potenciado, de manera directa, la capacidad imaginativa o el disfrute en el niño.
Éste sabe aplicar a ese objeto con el que se va a distraer un añadido
trascendental e inigualable para su mejor disfrute: su poderosa imaginación, la
permanente ilusión y esa sorprendente y plausible creatividad. Un trocito de
madera puede ejercer de balón deportivo y una caja de zapatos, con unas piedrecitas
de colores en su interior, puede representar, en la transparencia de sus mentes,
ese cofre lleno de joyas, con valentía arrebatado al malvado pirata tras una
aguerrida y difícil lucha en los mares (que puede ser la bañera de su propio domicilio)
¿Qué representa para ellos esos preciosos castillos que “construyen “ con la
fina arena de las playas y las conchas brillantes de los moluscos blindando las
almenas, elementos que las olas han ido dejando cíclicamente en la orilla? Hay
más interrogantes.
¿Se juega igual hoy que hace cuarenta o
cincuenta años? ¿Se distraen los niños
hoy de la misma forma que ayer? Obviamente, pensamos que la respuesta es negativa.
En la década de los años cincuenta o sesenta (pensando en el siglo pasado) los
críos pasaban más tiempo en la calle practicando muy diversos juegos. La vía
pública era el universal espacio utilizado por la “pandilla” de barrio” para su
divertimento. Hoy, por el contrario, los niños pasan más tiempo en casa,
preferentemente ante el televisor, el ordenador, las consolas y otras máquinas informáticas. En ese tiempo
pasado se utilizaban preferentemente
también algunos juegos de mesa para el entretenimiento, como el parchís, la
oca, los míticos juegos reunidos Geyper.
Como se ha comentado, la
televisión apenas estaba comenzando (en Málaga, los primeros aparatos que
emitían la señal en blanco y negro llegaron en 1961) y para la versatilidad
informática, la poderosa era digital, con la ilimitada Red de Redes de
Internet, habría que esperar casi tres décadas más. Si querías ver una
película, tenías necesariamente que desplazarte al cine y comprar la
correspondiente entrada en taquilla, no como ahora que puedes disponer de
cualquier film y en todo tipo de horario, en la comodidad de tu propio
domicilio. Cada cual, pequeños y mayores, buscaban el entretenimiento en
función de sus caracteres, imaginación, aficiones y esas posibilidades y
circunstancias que nos afectan en el área y estructura social en la que el
destino o el azar nos ha ubicado para la vida.
Vayamos ya pues a conocer al personaje central de
nuestro relato enmarcado en los parámetros temporales de aquéllos míticos años
sesenta. Trazaremos unos breves pinceladas de acercamiento, con el fin de
enmarcar o fijar mejor su necesaria identificación.
Santi era el tercer hijo del matrimonio formado por Régulo
y Diana. Desde bien pequeño tuvo que organizar
su propio espacio familiar, pues sus dos hermanas mayores, Eva y Valeria estaban
centradas en sus cosas y en modo alguno
pasaba por sus egoístas mentes tener que ocuparse de este hermano pequeño, el
varón de la descendencia familiar, que sus padres habían buscado con ahínco, a
fin de tener un niño en la familia que perpetuara el apellido paterno: Cantal.
Su padre, don Régulo, trabajaba en la cobranza, comercial e individual, encargada
por diversos talleres dedicados a la
elaboración de trajes y otros aditamentos de sastrería. Era un hombre que
estaba poco tiempo en casa, dejándole la educación de los tres hijos a Diana,
que sabía multiplicar con habilidad los escasos fondos económicos que su marido
le entregaba cada final de mes. Ella sospechaba de su marido y, con ese sentido
común de relacionar detalles y gestos en el comportamiento de las personas, en
absoluto se equivocaba. Un día, el ínclito don Régulo desapareció del hogar
familiar, eso sí, dejándole una breve nota a su mujer en la que le comunicaba
que tenía graves problemas económicos y que ya se pondría en contacto con ella
más adelante. Parece que en sus devaneos afectivos, este hombre había dejado
muy graves “agujeros” de dinero en la gestión de las facturas. Conociendo la
denuncia interpuesta por las empresas, puso tierra de por medio viajando (según
unos amigos comentaron) hacia la otra orilla del Estrecho, tratando de
estabilizar su desordenada vida por los parajes africanos. A partir de
entonces, Diana tuvo que sacar su familia adelante, dedicando muchas horas a
trabajar en aquello que había aprendido de jovencita, gracias a la voluntad
generosa de una de sus tías: el arte de la costura.
La infancia de aquella época (años sesenta) tenía
que buscar la distracción y el entretenimiento, al margen de la formación en
las horas escolares, aplicando esa imaginación y fuerza orgánica muy propia y
característica de su corta edad. No había centros deportivos
asequibles en los barrios, por lo cual los campos de deporte eran las propias
calzadas (mejor si eran sólo peatonales). Para las porterías de esos
improvisados campos de fútbol había que elegir algunos portales cuyos
cerramientos no impidieran que las pelotas de goma llegasen a su interior. Las inexistentes piscinas cubiertas se suplían en
verano yendo a las playas, generalmente a pie o bien utilizando aquellos
míticos tranvías o los atestados y destartalados autobuses municipales. Como balón de reglamento (ya se ha expresado) servía
cualquier sustitutivo: un taco o trozo no muy grande de madera, la simple chapa
de una botella de cerveza o (en el mejor
de los casos) obteniendo unos escasos “cuartos” por la venta de cartones y
periódicos en desuso, e incluso por los restos de pan duro que se reutilizaban
para alimento de los animales.
Ir al CINE quedaba sólo para los domingos y para los críos de
familias acomodadas. Ese muy apetecible destino lúdico no era en absoluto fácil
de realizar, a pesar del bajo precio por entrada en los “descuidados” cines de
barrio, con doble programación para las “muy cortadas” películas. Los porteros
de esas salas de exhibición cinematográficas estaban lógicamente para regular y
vigilar las entradas, evitando el “coladero” de los niños o mayores. Pero a
veces se conseguían actitudes generosas por parte de esa buena gente que vigilaba
la puerta de los cines. Cuando llegaba el verano, abrían las salas al aire
libre. Siempre se buscaba algún punto en las inmediaciones al que te podías
subir o escalar a fin de visionar algún trozo de la pantalla, aunque el sonido
te lo tenías que imaginar cuando el volumen de los altavoces o el sonido
ambiente no permitía escuchar con nitidez lo que expresaban los actores
protagonistas.
Cuando a comienzos de los años sesenta llegó la señal de TELEVISIÓN a Málaga (parece que fue en enero
de 1962) con importantes zonas de sombra, por el gran murallón orográfico de la
Penibética, comenzaron a verse algunos aparatos de televisión en los
escaparates de los establecimientos de electrodomésticos y también en algunas
cafeterías y bares de la ciudad. No muchas familias tenían el suficiente poder
económico para adquirir estos sintonizadores que emitían en blanco y negro y
con abundante “lluvia” en la calidad de las imágenes ofrecidas. Pero había
establecimientos de hostelería donde colocaban alguno de estos aparatos en una
zona elevada y visualmente emblemática, para divertimento y atracción de la
clientela consumista que acudía al establecimiento. Poseer uno de estos
sintonizadores suponía la gran novedad para el reclamo de un mayor número de
visitantes a ese bar de copas, infusiones, bebidas y el subsiguiente tapeo para
la restauración. Santi conocía una cafetería, ubicada no lejos de casa, que le
iba a permitir, en muchas de las tardes, pasar un buen rato viendo ensimismado
las imágenes “como en el cine”. Se ubicaba en un lateral de la puerta de
entrada o desde la calle, utilizando ese ventanal que permitía divisar a no
mucha distancia, detrás del cristal, aquella “pequeña” pantalla situada sobre
una plataforma encastrada en la pared. El día preferido era el lunes, pues en
el atardecer se emitía un programa resumen con los partidos de fútbol de
primera división jugados en el día anterior, con los admirados futbolistas y
sus espectaculares goles para la historia. Fue un gran descubrimiento, era como
“el cine fuera de los cines”.
Como a la mayoría de otros niños, a Santi le
gustaba sobre manera, pasar largos ratos de distracción leyendo los TEBEOS. Eran años en que el top de las ventas
estaba ocupado por las siguientes publicaciones infantiles: “el Capitán
Trueno”, “el Jabato”, “Hazañas Bélicas”, “Roberto Alcázar y Pedrín” junto a
otros títulos integrados en el género de la “risa”, como “Pulgarcito”, “el DDT”,
“el Tiovivo”, “Mortadelo y Filemón”, etc. Por encima de todas estas
publicaciones infantiles se encontraba “el TBO” (con la bien reconocida y
divertida familia Ulises, del gran Beneján) que daría nombre a toda esa
literatura divulgativa de viñetas coloreadas de dibujos y sencillas historias, para el entretenimiento
de miles de lectores (chicos y mayores). Existían puestos de prensa (ubicados generalmente
en algunos locales abiertos a la calle) donde te podían “prestar” o alquilar estos
tebeos a precios especialmente módicos (5 ó 10 céntimos de peseta) durante 24
horas. El pequeño Santi los llevaba a casa
como una joya y los releía con gran interés y deleite. Ciertamente,
gustaba además crear sus propios tebeos, dibujando las viñetas historiadas y
“globos de textos” que inventaba en ese su manoseado cuaderno que para todo
servía. Utilizaba como material para el dibujo los universales bolígrafos BIC y
los afamados lápices de colores de la marca Alpino.
No lejos de su casa, en el centro antiguo de la ciudad,
había una IMPRENTA que trabajaba todo lo
relativo a la publicación de tarjetas, folletos, cartelería, impresos, libros y
otras ediciones en papel o cartulina que le encargaban los comercios, las
oficinas y las personas particulares. Santí disfrutaba al pasar por delante de
ese gran taller de papeles, letras y textos, en donde veía cómo los maestros
impresores, enfundados en sus grandes batas de color azul, iban eligiendo
tipos de letras con las que formaban palabras, ubicadas después en unas
planchas acanalada, utilizadas para imprimir, tras ser recorridas por unos
rodillos tintados, decenas de hojas con esos textos repetidos a voluntad del
impresor. El ruido que provocaban las máquinas impresoras le recordaban los sonidos
emitidos por las locomotoras de los trenes de vapor, que podían arrastrar
numerosos vagones de pasajeros y mercancías. Desde la puerta o desde una
ventana lateral observaba, durante muchos minutos del día, la paciente labor de
esos impresores colocando en las plantillas metálicas todas esas letras que
formaban palabras, líneas y textos, con los que podrían obtenerse hasta miles
de copias. Era “milagroso” el trabajo de estos artesanos de los textos
perfectamente escritos.
La magna y anticuada sede EL PERIÓDICO
LOCAL. Cierto día en uno de sus paseos
por la Alameda de los gigantescos ficus, gran arteria de la ciudad orientada de
este a oeste, que tenía por nombre “del Generalísimo Franco” y que finalizaba
en el cauce (generalmente seco) del río Guadalmedina, “descubrió” al comienzo
de una calle adyacente un gran edificio. Parecía muy envejecido pero de
estructura señorial, cuya planta baja estaba dedicada a la elaboración y
edición de los dos periódicos de la ciudad: el diario “SUR”, “la TARDE”, además
de “la Hoja del lunes” (sólo publicada en dicho día de la semana). Por estas
fechas, lógicamente era una prensa adicta
al único partido autorizado en España: el Movimiento Nacional. Se quedó
un buen rato observando a través de las rejas de los amplios ventanales,
abiertos dada la elevada temperatura que provocaban el funcionamiento de unas
grandes máquinas que, al igual como la imprenta de su calle, emitía unos
sonidos especialmente característicos al de las locomotoras de vapor. Unos
operarios, también con monos y batas de trabajo azules, trabajaban sobre un
teclado con letras, como el que tenían las también míticas o “prehistóricas”
máquinas de escribir de la marca Olivetti. Esa máquinas “grandotas”, que
incluso parecían echar humo y un intenso olor metálico en su ruidosa
articulación, a partir de unas barras de
plomo de color gris azulado, iban haciendo letras que formaban palabras, las
cuales iban cayendo en unos moldes parecidos a los que usaban en la imprenta de
la calle donde vivía. Esas planchas, con miles de letras eran aplicadas posteriormente
a otras máquinas gigantescas que cuando funcionaban eran ennegrecidas por unos
cilindros bien engrasados con una tinta brillante, a fin de imprimir sobre unas
gigantescas hojas de papel continuo procedentes de otras gigantescas bobinas o
rollos cilíndricos de un papel especial. Aquello que tenía ante sus ojos ¡era
pura magia! No había que buscar las letras de molde para formar las palabras,
sino que una máquina las elaboraba con gran rapidez y después de ser usadas se
volvían a fundir, según le explicaron posteriormente.
Como sus visitas al edificio donde se editaban los
periódicos las practicaba muchas tardes de la semana (controlando la hora que
Diana, su madre, le tenía fijada para la vuelta a casa) uno de los operarios
del periódico se fijó en ese niño que pasaba tantos minutos ensimismado viendo
como se elaboraba la prensa diaria. Este joven trabajador, de nombre Adrián, decidió invitar una de esas tardes a Santi
para que entrara al taller y así explicarle más detalladamente cómo funcionaban
las linotipias ¡vaya nombre! y la gran rotativa (por la mecánica rotación de sus
elementos constitutivos) que podía editar miles de ejemplares en muy escasas
horas.
“¿Te ha gustado y entendido todo lo
que acabo de enseñarte? Como estás viendo, para hacer el diario de cada día es
necesario realizar el trabajo en un equipo de muchas personas. Es como un
pequeño milagro que se hace realidad cada madrugada, para poder llevarlo a los
puestos de periódicos desde el amanecer. Por cierto, ¿por qué no me dices lo
que quieres ser de mayor?”
Santi respondió, mirando desde abajo la gran altura
de su joven y fornido amigo, que él iba a ser impresor
y editor de tebeos y libros, cuando tuviera más años. Igual se animaba a
trabajar de periodista. ¡Era como hacer magia con las letras, las palabras, las
fotos y los dibujos!
Al despedirse aquella tarde, Adrián le regaló un
ejemplar del periódico del día, que sólo tenía impresa su primera página. El
resto de las hojas permanecían en blanco, a fin de que Santi pudiera dibujar en
ellas todas esas historias y dibujos que tan bien imaginaba. Le indicó que
fuera a la rotativa todas las veces que quisiera. Allí habría una banqueta
preparada para que un niño que amaba la letra impresa pudiera disfrutar contemplando,
en muchas de las tardes, cómo se producía ese gran “milagro” de la edición de
periódicos. Esos buenos amigos, con muchas páginas llenas de letras, palabras,
textos, fotos e historias, para la información de las noticias, la opinión de
los expertos y la muy importante y necesaria comunicación ciudadana.
Unas semanas más tarde, llegó el 26 de julio. Adrián
tenía un regalo especial preparado para ese muy
joven admirador de su oficio que con frecuencia visitaba la rotativa para
seguir aprendiendo sobre el arte de imprimir. El día anterior había sido la
festividad del apóstol Santiago.
“Tengo un hijo que se llama como tú,
Santi. Ayer fue vuestro santo. Compré dos regalos idénticos, uno para él y el
otro para ti. Es una imprentilla, con letras de caucho y unas pequeñas regletas
donde puedes ir colocando y formando palabras y pequeños textos. También tiene
un tampón impregnado de tinta azul, para cuando quieras elaborar e imprimir tus
propias “ediciones”. Ya tienes, por fin, tu primera imprenta. Sabía lo mucho
que te iba a gustar este regalo. Algún día también yo compraré ejemplares del
periódico que tú sabrás muy bien editar”.
Los ojos de un crío de 11 años brillaban en ese
dulce momento, mostrando alegría, admiración
y agradecimiento. La fructífera e inesperada amistad con Adrián, una persona de
noble y generoso corazón, perduraría por décadas.-
José L. Casado Toro (viernes, 11 Mayo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
jlcasadot@yahoo.es
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