Esa siempre interesante proximidad psicológica
depende, tanto del temperamento y el carácter, como también de la puntual situación
anímica que mantiene cada espectador. Cuando asistes a una proyección
cinematográfica, a una representación teatral o incluso a cualquier otro
espectáculo, te puedes sentir más o menos motivado por los personajes, la trama
narrativa o el tipo de actividad que estás compartiendo. Todos conocemos a
numerosas personas que se muestran muy sensibilizadas (llegando, incluso, hasta
las lágrimas) cuando asisten a una obra dramática, interiorizando o expresando
también, por el contrario, su patente alegría cuando la temática que se les ofrece
posee esa alegre o estimulante característica. Los especialistas en estos temas
utilizan. para esta mágica identificación, la palabra EMPATÍA.
Según el diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española, ese cada vez más utilizado concepto de
empatía hace alusión a “la capacidad de
identificación con alguien y compartir sus sentimientos”. Por oposición a esta
vinculación anímica, en otras personas esta proximidad o interiorización no se
produce, permaneciendo ajenas o “alejadas” de la trama argumental que están
contemplando. La vinculación que comentamos no sólo se genera en el espectador,
sino que también participa de la misma ¡y de qué manera! el propio intérprete. Acerquémonos
a una ilustrativa e interesante historia, inserta perfectamente en este
interesante contexto.
Leandro Blancas Lucía ejercía desde su juventud como funcionario de
correos, en una estafeta del distrito madrileño de Moratalaz. Una afortunada
tarde, por sugerencia de una compañera en la oficina, tomó la decisión de
inscribirse en un curso municipal para el arte interpretativo. Soltero y con
mucho tiempo libre, a partir de las tres de cada tarde, buscaba incentivos a
fin de “rellenar” esas horas vespertinas que tan generosamente estaban a su
disposición. Tenía entonces treinta y siete años y aunque desde pequeño había
admirado a los actores que ejercía ese creativo oficio, nunca se había atrevido
o gozado la oportunidad de ponerse al frente de un público. El cursillo,
desarrollado dos días a la semana durante tres meses, le abrió un nuevo campo
de actividad o afición, sintiéndose muy satisfecho de las enseñanzas que había
recibido y de las prácticas realizadas, comprobando que poseía (según su
profesor) muy buenas condiciones de base para avanzar con más ambición en la tan
atractiva experiencia.
Su cuerpo presentaba una buena imagen. Estaba
dotado de una elevada estatura, aunque no excesiva. Su epidermis o contextura
física carecía de cualquier defecto significativo. Desde siempre había sabido
controlar su ingesta, con lo que no sufría problemas de sobrepeso. Conservaba,
relativamente bien, su cabello castaño y además no soportaba esas incipientes
canas que aparecen hoy en edades cada vez más tempranas. Un valor muy apreciado
por todos, el de la memoria, también florecía en la mente de este actor
aficionado. Leandro había nacido y vivía en la capital del Estado, por lo que
su pronunciación podría enmarcarse en los cánones del correcto castellano, sin
esas “muletillas” que tanto entorpecen nuestra dicción. Pero, por encima de
todas estas cualidades, gozaba de una excelente aptitud (tal vez innata) para
la simulación. Su expresividad mímica y
gesticular, era verdaderamente notable. Así que este sugestivo camino, para la
práctica escénica, se abrió en su vida con unas esperanzadoras perspectivas, en
principio limitadas pero que a poco se fueron acrecentado con el discurrir de
los meses.
Pronto
se integró en un grupo de teatro aficionado, vinculado a una institución
eclesial. Esta agrupación de amigos, en la que había personas de todas las
edades y condición, solía preparar e interpretar obras sencillas en muchos
centros benéficos, como hospitales, residencias para la tercera edad, guarderías,
colegio infantiles y también en centros para discapacitados mentales y físicos.
Tras un tiempo de aprendizajes y experiencias, abandonó estos círculos
clericales para vincularse con otros grupos, tanto aficionados como
profesionales, lo que le permitió interpretar obras de mayor enjundia por
diversas localidades, tanto en la región castellana como también en el resto
territorio español. Aunque sus ingresos no eran significativamente elevados,
tomó la valiente decisión de solicitar la excedencia
como funcionario del servicio nacional de correos, a fin de profundizar
en esta apasionante actividad del ejercicio interpretativo
Se afilió al Sindicato de Actores profesionales,
institución en la que llegó a ocupar diversos cargos en los sucesivos equipos
directivos, gracias a su capacidad de diálogo y para entablar relaciones de
amistad. A pesar del éxito en estas habilidades sociales y a su constante
esfuerzo por aprender y avanzar en su naturalidad expresiva, sus intervenciones
escénicas no sobrepasaron la cota testimonial de los personajes
secundarios, en las obras donde formaba plantel con el resto de los actores.
Soportaba, no sin cierto pesar, que su nombre no avanzara hacia los puestos de
liderazgo en el escalafón interpretativo de las carteleras.
Madrid es una ciudad donde “florecen” numerosos
teatros, positiva característica cultural que hacen posible muchas
oportunidades para la actuación. Este artístico trabajo, aunque no bien
retribuido (sólo se les suele pagar bien a las estrellas consagradas y a los
primeros actores) permite a sus representantes “ir tirando” más o menos bien, a
fin de “ir sobreviviendo”: el pago de la pensión donde cobijarse, el alimento
diario, la compra de artículos de primera o subsidiaria necesidad e incluso para
acumular algunos ahorrillos, como también le ocurrió a Leandro, quien ya
utilizaba el nombre artístico de Isaac Leblanl,
nomenclatura que una tarde de otoño recreó y que ya siempre mantuvo. Gracias a
todos esos esfuerzos de ahorro y constancia en el trabajo, pudo permitirse,
frisando la cincuentena en su vida, comprar un pequeño pero coqueto ático de 3ª
o 4ª ocupación, en un punto urbano muy popular dentro del muy densificado callejero
madrileño: el céntrico barrio de Fuencarral.
Así fueron discurriendo los años, entre giras
provinciales en diversas compañías y la actuación en teatros de la capital
madrileña, a donde casi siempre llegaba la obra tras haber viajado por numerosos
puntos escénicos del territorio provincial. Quiso la suerte que Isaac Leblan
estuviera en el momento oportuno y en el lugar adecuado, a fin de aprovechar la
que iba a ser su gran oportunidad en la
cartelera teatral ciudadana.
Cierto día, durante los ensayos de una obra
dramática, ocho días antes de la fecha de estreno, su actor protagonista, primera
figura consagrada en el listado profesional de actores, tuvo la escasa suerte
de tropezar y resbalar con una madeja de cables perdidos sobre el tablado. Este
consagrado profesional sufrió una incómoda lesión vertebral que le iba a
mantener algunos meses alejado de la plataforma escénica. La bien preparada obra
se titulaba “Tú y yo, para siempre en el recuerdo”.
El elenco de intérpretes lo componían solamente cuatro profesionales: dos
actores y dos actrices. Leandro, con inteligente y plausible agilidad, se
ofreció a sustituir a una figura teatral de otras épocas pero que ya andaba en
sus “horas bajas” en el nivel o ranking de popularidad. La obra llevaba cinco
semanas de ensayos, por lo que había tenido oportunidad para conocer y aprender
bien el “papel” que interpretaba el prestigioso actor lesionado. Durante tres
noches apenas durmió, estudiando y profundizando en su nuevo rol, haciendo uso
de su poderosa retentiva y “plástica” capacidad para la memoria. De manera
afortunada, ambos actores sólo tenían una diferencia en la edad de tres años.
Isaac acababa de cumplir sus cincuenta y ocho “primaveras”.
Para un buen “segundón” de las tablas, esta
imprevista oportunidad suponía un premio a su esfuerzo y tenacidad. En modo
alguno la iba a desaprovechar: ¡Figurar como cabeza de cartel, después de
tantos años de sacrificio y saber esperar, en el listado de los espectáculos ofertados
en la capital de España!¡Menuda gozada! Esta comedia-drama ofrecía también en
su libreto algunos toques de humor que contrastaba, con el marco general
argumental. Ese primer personaje interpretaba a un elegante y habilidoso ladrón de guante blanco, que repartía su amor entre
dos muy diferentes mujeres, además de su compulsiva “afición” o necesidad
enfermiza para la apropiación de lo ajeno.
Tal fue la intensidad interpretativa del nuevo actor protagonista que, al recuperarse
(pasados unos meses) su compañero lesionado, la dirección escénica consideró
mantener en el protagonismo al veterano pero ya considerado (se lo había ganado a pulso) primer intérprete
Isaac Leblanl. Madrid y algunas giras por la geografía nacional facilitó que
una obra, con no muchas expectativas iniciales para la aceptación popular,
fuera acumulando meses y meses de representación sobre el escenario de
numerosos teatros. Ciertamente la trama argumental combinaba, con un equilibrio
bastante compensado, tanto el humor, el drama, la humanidad y por supuesto, la
intriga, elemento éste que siempre “vende” bien en la aceptación popular.
Dicho, de manera coloquial, la gente disfrutaba con gratitud durante los
noventa y tantos minutos de representación. Y en este logro tenía una
importante intervención la asombrosa (actitud que no era nueva, por supuesto)
empatía total de Isaac con el personaje central del “libreto”. Esta vinculación psicológica hizo posible su consagración
total ante el público y, de manera especial, en las valoraciones de la crítica
especializada.
Pero todos los soles llevan aparejados nublados de
sombras. Esa vinculación magistral entre la persona real y el personaje de la
ficción, provocó en el actor una situación enfermiza que fue generando, de
manera paulatina, inquietantes problemas psicológicos y una crisis profunda de identidad, anclada en la estructura
mental y en comportamiento cívico-social del actor. Había momentos en que no le
resultaba fácil delimitar la parcela existencial de su persona, con respecto al
ámbito vivencial del personaje creado en el plano de la ficción. Abundaban las
noches, en las que isaac se despertaba ,
sobresaltado y confuso, pues no sabía realmente quién era. ¿Dónde acababa su vida y comenzaba la de su personaje?
Y lo más grave fue que comenzó a aplicar en su vida
relacional aquéllo que tan bien sabía hacer sobre las tablas ornamentales del
escenario: primero fueron pequeños hurtos, a modo de divertidas travesuras
infantiles, en grandes áreas comerciales y en ámbitos circunstanciales, como
por ejemplo en hoteles y mobiliario público. Más inquietante resultó que estos
comportamientos, de gravedad menor, pronto se incrementaron de escala o nivel. Tal
fue que, en determinadas circunstancias anímicas, también se sintió tentado a
realizarlos sobre personas diversas, eso sí, sin aplicar violencia alguna sobre
las mismas, mimetizando así perfectamente al personaje protagonista de la obra
que diariamente representaba. Se sentía angustiosamente mal, muy confuso y
degradado en su integridad ética y equilibrio emocional. Se vio obligado, en
esos ratos de lucidez que de manera afortunada nos sobrevienen, a solicitar ayuda médica, lo cual era una decisión
obviamente inaplazable.
Un también preocupado director escénico, que
conocía a grandes rasgos la desequilibrada situación personal en que se
encontraba el cada vez más afamado actor,
le facilitó los datos de un prestigiosa clínica psicológica, para el
tratamiento específico de conflictos en la personalidad. Allí se puso en manos
del equipo dirigido por el Dr. Avelino Montalbán de la
Cetrería, un muy experto especialista en el tratamiento de conflictos en
la disyunción de personalidad, por sus estudios y experiencias durante una
década en el marco excepcional del Hollywood americano.
El complejo, lento y muy costoso tratamiento, desarrollado durante las mañanas alternas (debido a la actuación del actor, cada una de las tardes) fue dando sus frutos, tras una estudiada aplicación farmacológica en escala variable, numerosas entrevistas y analíticas, junto a unos avanzados módulos de simulación, en una línea vanguardista ya aplicada en centros canadienses, pioneros en el sistema. Ciertamente, la medida más adecuada que hubiera acelerado el proceso de recuperación de Isaac Leblanl hubiera sido una etapa vacacional para el descanso prolongado, con respecto a su participación diaria sobre la escena en la susodicha obra. Pero el público, por esa influencia del boca a boca, más los comentarios elogiosos de la crítica, seguía asistiendo fielmente a las representaciones, en este momento desarrolladas en el marco incomparable del Lope de Vega, ubicado en la arteria cultural de la Gran Vía madrileña. Una vez más el condicionante de los apetecibles taquillajes, posponía la mejor terapia para un actor confundido en su mentalidad con la del personaje que llevaba interpretando desde hacia ya 14 meses, prácticamente de manera ininterrumpida.
“Amigo Isaac o Leandro. Hemos
cubierto ya dos meses de “duro” tratamiento. Como director del equipo que te ha
ayudado en la curación, con respecto a esa duplicidad de personalidad que te
sumía en tan desagradable confusión, puedo afirmar que ya has superado esa complicada
dolencia psicológica que te hizo venir a nuestra ayuda. Debes sentirte humanamente
satisfecho, con todo el esfuerzo que has estado realizando por recuperar tu
verdadero yo.
No se me oculta de que eres un
excelente actor (la crítica y el público no deja de aplaudirte) y que te
entregas (pienso que tal vez en demasía) a todos los personajes de debes
interpretar. En este caso, la prolongada duración de la obra te ha ido perjudicando,
qué duda cabe. Pero, desde hace semanas, has dejado afortunadamente de sufrir esa
patológica ansiedad interior por apropiarte
de objetos que pertenecen a la propiedad de otras personas. Afirmo que estarás
plenamente curado cuando te alejes definitivamente de la vida confusa de ese
personaje cleptómano, pieza teatral de la que me dices aún tienes firmado otros
cuatro meses.
Pero ya no eres, afortunadamente, un
“ratero” o “ladrón”. Eres, por el contrario, un gran actor que profundizas, tal
vez de manera obsesiva, con esa gran virtud que supone aplicar la empatía, sumiéndote
exageradamente en el cuerpo y la mente de los demás. No te voy a prescribir más
medicamentos. Dentro de seis meses, te pasas por la clínica y te renovamos unas
analíticas y algunas pruebas complementarias. Decirle a un paciente que está
curado me supone una gran alegría y una profesional satisfacción. Dame un
abrazo y a seguir maravillando a todo ese público que tanto disfruta con tu
arte”.
Isaac abandonó el vanguardista complejo clínico con el sentimiento
satisfecho y con ese sosiego que tanto gratifica al percibir que nos hallamos
en el camino correcto. Todo el esfuerzo clínico realizado había merecido “la
pena” a pesar de su elevado costo (la factura a pagar finalizaba con un debido
de cinco cifras). Caminó feliz hacia el teatro, pues esa tarde tenía una nueva
interpretación.
Aquella misma noche después de la cena, cuando Daphne preguntaba a su marido, Avelino, si se iba a ir pronto a la cama o terminaría
de ver la película, éste le respondió “Creo que ya es tarde. Mañana tengo que
madrugar, pues tengo una agenda repleta de pacientes y el día promete ser duro”.
Al entrar en su dormitorio el rostro del prestigioso especialista de la
medicina evolucionó con rapidez, desde la suave palidez al sofocado rojizo
epidérmico, cuando quiso comprobar la hora exacta. En su muñeca izquierda no se
hallaba algo que en mucho apreciaba y nunca abandonaba: el muy valioso y espectacular
rolex de oro y brillantes, regalo que había
recibido de su mujer con motivo de sus bodas de plata matrimonial.-
José L. Casado Toro (viernes, 2 Febrero 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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