El ejercicio racional o controlado de la
observación supone, para todo aquél que lo lleva a efecto, una positiva
cualidad, cuyo valor faculta para conocer mejor el entorno en el que nos
hallamos o sobre aquellas personas u otros elementos materiales que tenemos
ante nuestra visión. Esta realidad se ejemplifica a través de muy numerosas
opciones: disfrutar con la serena contemplación de un paisaje en la naturaleza,
analizar los heterogéneos elementos que vitalizan y enriquecen una estación
ferroviaria o analizar el mensaje explícito o subliminar que nos transmite el
pintor o el escultor, en su creatividad artística, son significativos ejemplos que
pueden avalar esa afirmación inicial acerca de la virtud que supone practicar el interesante hábito
de la observación.
Hay determinadas profesiones cuyo ejercicio exige
poseer tan importante y útil capacidad. Esta afirmación se fundamenta en que
las personas que llevan a cabo dichas actividades han de usar, de manera
inexcusable, la información obtenida para el mejor desarrollo de sus
obligaciones laborales. Citamos como ejemplos, entre otros, el trascendental trabajo
de los policías, junto a la labor que
desempeñan los investigadores científicos, los psicólogos y psiquiatras,
los profesores, los críticos
de arte, los comentaristas de cine, los escritores y un largo etc. De todas formas, ante el estrés de la vida
actual en que nos hallamos sumidos, es una saludable costumbre saber “parar” en
los minutos del día, a fin de captar esos detalles, esos datos, esos mensajes,
que nos son ofrecidos desde un entorno próximo o mediato. La información obtenida
nos puede ser útil para muchas cosas pero, de manera especial, para comprender
mejor el convulso mundo en el que nos ha correspondido vivir.
Una apenas soleada mañana de Enero, me hallaba
esperando la llegada del bus. En ese momento, había otras dos personas junto a
mí en la parada. Una de ellas era una chica joven, que aspiraba el humo de su
cigarrillo de manera compulsiva. A la llegada del autobús, antes de incorporarse
al mismo, arrojó al suelo su cigarrillo que
estaba aún a medio quemar. A escasos metros de ese lugar había una papelera y
enfrente de la marquesina unos grandes contenedores de residuos. Cuando el bus
inició su marcha, la colilla humeante quedó allí sobre el suelo, ensuciando de
forma lamentable e incívica el pavimento y la pl ástica ambiental. Esta parada del transporte
municipal se encuentra situada muy próxima a mi domicilio. Por ello he de
utilizarla casi a diario, a fin de trasladarme al centro de la ciudad o para
hacer, posteriormente, algún transbordo entre buses.
En la mañana siguiente, de nuevo me encontraba en
ese mismo lugar. En esta ocasión, no había nadie más que esperase la llegada
del bus municipal. Sin embargo observé que un operario
del servicio municipal de limpieza se encontraba en las inmediaciones,
desarrollando su abnegada labor. Se trataba de un muchacho joven que limpiaba del
pavimento las hojas caídas desde los árboles, los numerosos envoltorios y
papeles arrojados al suelo, además de algunas colillas esparcidas sobre las
losetas próximas. Me fijaba en el trabajo que con diligencia desarrollaba este
joven operario. Destacaba por la pulcritud en el aseo de su celeste uniforme,
así como la limpieza en sus zapatos deportivos. De la misma forma, mostraba su
cuidadoso y limpio corte de pelo y un estilo, casi primoroso, en la forma de
llevar a efecto su labor de barrido y limpieza. Su imagen algo me decía, aunque
no sabía exactamente qué. Lo que desde un principio deduje, a través de esos
detalles subliminares en la percepción, es que esa persona no parecía ser el
típico hombre de la limpieza callejera.
Lo imprevisto vino a continuación. Nuestras
respectivas miradas se cruzaron. Entonces se acercó hacía mí y con una sonrisa
nerviosa me transmitió las siguientes palabras:
“Profesor ¿no se acuerda de mí?
Bueno, han pasado ya… unos doce años, desde que hice mi ultimo curso de
bachillerato en el Instituto donde Vd. impartía clase. Entiendo que, con el
paso de los años y con tantos alumnos en la memoria, será complicado recordar a
la totalidad de sus antiguos alumnos”.
Efectivamente, en principio tenía una imagen difusa
de la persona con la que hablaba. Pero había algunos rasgos faciales, junto a
las breves palabras que intercambiamos, que me hicieron reconocer al que había
sido un buen estudiante en ese último curso de la Educación Secundaria. Quise
conocer un poco más acerca de cómo le había ido, desde su marcha del Instituto,
pero la inminente llega del autobús me aconsejó proponerle que podríamos hablar
con más detenimiento en otro momento, cuando él hubiese finalizado su horario
laboral. Quedamos para el día siguiente por la tarde.
Pensaba que no me había equivocado, tras este
agradable reencuentro con uno de mis antiguos alumnos. La aplicación de un poco
de observación a los detalles, revelaba con claridad que esa persona, que tan
bien estaba realizando su trabajo, no era el prototipo usual del operario que
realiza esa digna actividad de mantener limpias nuestras calles. Esperaba con
interés los minutos de charla que ambos habíamos acordado mantener.
Él y yo fuimos puntuales, ese miércoles tarde. A la
hora emblemática de las cinco, habíamos elegido una cafetería / tetería, en la
zona del centro histórico malacitano, muy cerca del afamado Museo Picasso. Valero, mi joven interlocutor, mostró, desde un
primer momento, una admirable locuacidad en su capacidad expresiva.
“Profesor, ha sido una alegría volver
a encontrarle, después de tantos años sin saber apenas nada de Vd. Fue allá en
el 2002-2003, cuando compartimos el curso de la Selectividad. Saqué una buena
puntuación en la prueba y emprendí la aventura universitaria. Estuve un año en
Ciencias Empresariales, por influencia familiar. Pero aquello no era lo mío. En
el curso siguiente quise ser fiel a mis preferencias y cambié de facultad.
Desde siempre me han apasionado las letras. Hice Filología Hispánica, sin
mayores problemas, carrera que terminé en el 2008. A nadie se le oculta que el
problema de las salidas profesionales, en esta especialidad académica, se agudizó
aún más, por el comienzo de esta terrible crisis económica que aún, de alguna
forma, estamos padeciendo. Con mi título “a cuestas” me puse a buscar trabajo.
Esa dura e ingrata aventura, que te hace aterrizar en la realidad.
Mi perfil estaba, obviamente, en el
ámbito de la docencia. En los centros de titularidad privada me mostraban las
carpetas que tenían, todas ellas llenas de solicitudes y expedientes a la
espera. Y en la pública, unas listas de contrataciones, a las que por mis
méritos y antigüedad, difícilmente podía acceder. A los "profes" que se jubilaban
(Vd. conoce, mejor que nadie esta situación) no se les sustituía. Sus horas eran
repartidas entre los compañeros que ya tenían plaza en el centro. En el difícil
tema de las oposiciones, ahí sigo, pero las convocatorias han sido sacadas a
cuentagotas. Ya sabe … con las plazas ofertadas, las posibilidades eran y son
sumamente escasas.
Llevaba ya siete años sumido en esta depresiva
dinámica, subsistiendo gracias a la cobertura de mis padres. Mi pareja también
aportaba algo, con algunos ¨trabajillos" que le salían. La situación era ya
desesperante, se lo aseguro. Y entonces surgió esta opción de la limpieza, hace
más de un año. Me dije: ¿Y por qué no? Con treinta y un años, no había tenido
aún la experiencia de un necesario y estable contrato laboral.
Probablemente se habrá extrañado al
verme barrer las calles. Pero de algo tenemos que vivir. Lo hago con mi
titulación universitaria colgada en las paredes de casa, con muchos cursillos realizados
(ahora estoy mejorando el English, por las tardes. Acudo a una academia
municipal) y sacando horas por la noche, con el temario de oposiciones…”
Pasamos un par de horas, sumamente agradables, de
conversación. Le comenté que, en mi opinión, la decisión que había adoptado era
sin duda inteligente. A final de mes podría llevar un sueldo a su familia,
aunque ese salario procediera de una actividad que, obviamente, no cuadraba con
la titulación y preparación superior que, con tenacidad, él se había labrado.
Lo importante era seguir con su proceso formativo y preparatorio de esas
oposiciones docentes que, más pronto o tarde, llegarían a convocarse. Entonces
lucharía por una oportunidad laboral que, en este caso, si estaría acorde con
sus preferencias y la titulación que sustentaba ese legítimo y comprensible
deseo.
Ya en mi domicilio, contrastaba la realidad de este
antiguo buen alumno, con la falsa propaganda que los
dirigentes políticos realizan acerca de sus logros en la creación de
empleo. Ya no es sólo la situación de aquéllos que siguen sin encontrar un
puesto de trabajo, sino la dura evidencia de las personas que desempeñan un
tipo de actividad que en modo alguno está acorde con la preparación y
titulación que han recibido en sus años de formación. Y, en no pocas ocasiones,
el propietario del negocio les exige una dedicación laboral que,
lamentablemente, no retribuye en justicia al final de cada mes. “O lo tomas o
lo dejas”. Y si reclamas, te enseñan la puerta, sin más miramientos. Al menos,
Valero, se halla trabajando en una actividad de titularidad pública, aunque
para llevar a cabo su labor de cada día, en modo alguno necesita toda la
preparación universitaria que ha recibido durante el largo lustro de su
formación.
Algunas
semanas después volví a encontrarme con este joven, que
desarrollaba su labor de limpieza por las calles de mi barriada. Intercambiábamos
algunas palabras de ánimo y siempre ese proyecto que se dilataba en el tiempo
para volver a reunirnos alguna otra tarde, a fin de tomar café manteniendo una
amistosa conversación. Hasta que una noche sonó en mi móvil la llegada de un mensaje
Whatsapp. La lectura de este largo texto me llenó profundamente de razonable alegría.
“Profesor, quiero que sea Vd. de los
primeros amigos con quien compartir una agradable noticia. Siguiendo su
consejo, pude hablar hace unos días con el Concejal de Cultura del Ayuntamiento.
Le expliqué mi caso. Unos días después me llamó a su despacho. Viendo mi
titulación universitaria, me ofrecía colaborar con la Escuela Municipal de
adultos, en los cursos de alfabetización. Durante dos tardes a la semana, estoy
enseñando a personas mayores, que quieren mejorar sus destrezas, especialmente
en el lenguaje y en otros ámbitos del conocimiento. Esos días de clase me son
intercambiado por mi tarea en la limpieza viaria. Y me ha prometido que me
buscará algún otro puesto en Cultura, para que no tenga que volver a coger la
escoba. Sé que esta información le alegrará. Gracias por sus consejos y
palabras de ánimo. Un abrazo. Valero”.
En este contexto profesional de los trabajadores de
la limpieza, desde hace algún tiempo me cruzo en las calles de mi barriada con
una mujer joven que, al igual que Valero, realiza esa necesaria labor municipal
de adecentar el descuidado e incívico comportamiento de algunos conciudadanos
sobre las calles, plazas, aceras, jardines de nuestro entorno. Esta joven, llamada
Salia, realiza su trabajo con un aseado
uniforme del Ayuntamiento, extremando el cuidado de su cabello y el arreglo
coqueto de su rostro. Percibiendo que soy vecino de la zona, cuando me cruzo
con ella me devuelve el saludo del “buenos días” con amable deferencia.
Precisamente, un vecino me comentó hace unos días las palabras que intercambió
con la bella operaria. “Le dije: Srta. Con esa
manifiesta belleza que Vd. posee ¿cómo no ha probado suerte en el mundo de las
modelos profesionales u otro ámbito similar, donde la imagen tiene tan claro
predicamento? Sólo me respondió con una sonrisa, dándome las gracias. Continuó
desarrollando con esmero su labor”.
Cuando a veces me cruzo con Salia, observo que
porta unos auriculares en sus oídos, conectados mediante cable a un pequeño
aparato fijado con una pinza en el bolsillo de su uniforme. Probablemente un
iPod conteniendo música. Es una forma inteligente y divertida de alegrar ese
duro trabajo.
Esta época, que nos ha tocado protagonizar, ofrece
contrastadas y numerosas imágenes de
personas “desclasadas” por la diacronía entre la profesión que desempeñan y la titulación
o especialidad en el que fueron formadas. Y no hay que olvidar, también, los
incalificables comportamientos de algunos empresarios, faltos de escrúpulos,
que explotan y “maltratan” innoblemente los derechos de estos trabajadores (exagerados
horarios no retribuidos, salarios insuficientes y lejos de la normativa, negación
a darles de alta en la Seguridad Social, trato humano despectivo e incluso
despótico). Y todo ello se permiten hacerlo ante la inacción o ineficacia de
los servicios oficiales de inspección. ¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando a
estos nuevos caciques de la indignidad?
José L. Casado Toro (viernes, 29
Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga