Es propio de la naturaleza humana el ejercicio
diario de contrastados comportamientos y respuestas. Conviven en nosotros los
valores más admirables y elogiosos, mezclados con aquellas otras actitudes moral
y penalmente rechazables y merecedoras de una justa reprobación. No hay que
extrañarse de esta sociológica evidencia: somos así. A través de la familia, el
sistema educativo reglado y el entorno social en que nos hallamos inmersos, las
generaciones más jóvenes encuentran el camino para potenciar e integrar en sus
vidas los valores que más ennoblecen. Al mismo tiempo, se trata de hacerles
comprender y aceptar el rechazo hacia esas otras tendencias que empobrecen y
“ensucian” la calidad de lo humano. Frente a la generosidad, la amistad, la
honradez y la solidaridad, por citar algunos gratos ejemplos, nos encontramos
también, muy a nuestro pesar, con la avaricia, la envidia, el egoísmo y la
propia maldad. Las cualidades positivas tratan de ser integradas en la persona
durante las edades más jóvenes de su evolución. Son las etapas más apropiadas
para esa virtualidad educativa, pues a medida de que van sumándose años resulta
más difícil alcanzar ese noble objetivo. A no dudar, se puede ir cambiando de
carácter a lo largo de la vida. Pero esta transformación es más complicada o
incluso improbable cuando se alcanzan las edades más adultas o avanzadas de
nuestra individualidad.
Muchas familias pueden integrar en su seno a un
personaje como Herminia. Desde la avanzada
adolescencia, siempre prefirió organizar su vida de una forma independiente.
Abandonó la casa de sus padres, cuando apenas había cumplido los veinte años,
alquilando el piso en el que ha residido hasta el momento en que se fue de la
vida, al final de su séptima década. Supo asumir e integrar perfectamente su
soltería, ganándose el sustento trabajando en un taller de costura, vinculado a
una importante cadena de tiendas de ropa y confección. Su hiperactiva laboriosidad
le permitía compaginar el horario matinal establecido en su empresa con el
quehacer privado de modista particular (labor muy apreciada por una clientela
fiel) durante las tardes y fines de semana. Fue siempre una persona muy
ahorrativa y no amante de los gastos superfluos, salvo con un tipo de compra
cuya “tentación” era incapaz de vencer: nunca ocultó a su corta familia, junto
a un selecto grupo de amigas, su obsesión y disfrute por la acumulación de
ricas joyas y aderezos.
Esta mujer no se caracterizó por ejercer la
generosidad con sus dos únicos sobrinos, a los que consideraba poco
trabajadores y de escasa inteligencia. Incluso (en más de alguna ocasión) llegó
a tildarles de inútiles y de escaso carácter. El mayor de estos parientes, Simón, llegó al matrimonio a punto de cumplir la
cuarentena. Encontró a su pareja, Lena, en una
jornada convivencial para personas separadas o con dificultad para la
integración conyugal. Después de seis años de casados, no han conseguido traer
hijos a la vida. Mientras él trabaja en “lo que sale”, principalmente como
pintor de paredes y edificios en construcción, su mujer, de mentalidad y
actitud “manirrota” malgasta mucho el tiempo y el escaso dinero familiar
asistiendo con frecuencia a la tentación binguera. Todo ello agrava la
situación económica que soportan, pues han de afrontar los pagos mensuales de
una gravosa hipoteca, sobre el pisito de segunda mano que compraron en el
inicio de su matrimonio. Su otro sobrino tiene por nombre Narciso. Algo más joven que su hermano Simón,
continúa viviendo solo y realquilado en
la casa que habitaron sus padres. Ejerce de limpiador eventual en una empresa
que atiende estos servicios en locales de oficinas, negocios y comunidades de
vecinos. Su gran ilusión, hasta hoy nunca alcanzada, sería la de disponer de su
propio local donde instalar un pequeño comercio de frutería o tienda de
alimentación, allí en el populoso barrio madrileño donde tiene fijada desde
siempre su residencia.
No habían pasado ni setenta y dos horas, desde los
funerales de Herminia, cuando ambos hermanos se personaron en el domicilio de
su tía, de la que eran únicos y legales herederos. Previamente habían acudido a
un abogado, amigo de Simón, para que los
asesorara sobre los trámites necesarios para recibir las pertenencias y
cualquier objeto de valor que su tía tuviese en casa. Ellos sospechaban que las joyas de Herminia tenían que estar bien guardadas
en ese pisito que tan bien ordenado tenía en usufructo. En cuanto a una
previsible cartilla de ahorros, tendría que
también estar entre sus pertenecías. Había que localizarla junto todos los
documentos bancarios que avalaran el capital que su tía habría ahorrado, tras
tantos años de trabajo con la costura. Pero, manera especial, se mostraban
ansiosos por recibir todas esas elegantes y caras joyas que habían visto lucir
a su tía.
Parece ser que Herminia no había hecho voluntad
testamentaria. Al haberse producido el óbito de manera súbita (el médico
certificó un fallo cardiaco) no habían podido negociar con ella, dado su recio
carácter, la correspondiente herencia, por lo que se veían obligados a
localizar, de manera preferente, los documentos y la ubicación de las joyas u
otros objetos de valor. Tras intensa búsqueda durante muchas horas, al fin localizaron
un anticuado cofre ubicado en un disimulado
hueco cubierto por una loseta que se movía, en el fondo de uno de los armarios
hecho de obra al final del pasillo. Una y otra vez cimbrearon el cofre,
construido de recio metal y con unos apliques o adornos de madera envejecida y
descolorida. Escuchaban, desde su interior, unos sonidos a modo de piedrecitas
que van chocando unas contra otras, tal vez las piezas de esas joyas que tan
avariciosamente buscaban. El formato que tenían en sus manos era como el de una
pequeña caja de zapatos con asombroso e inaudito peso. Calculaban, de manera
aproximada, más de dos kilos, a causa de su continente y previsible contenido.
Pero ¿dónde se hallaría la llave que pudiera abrir tan
obsoleta y gótica cerradura?
La llave no aparecía por parte alguna. Con un
cincel intentaron levantar esa tapa que parecía bien encastrada en el blindado
“cofre de las ambiciones”. Por supuesto, sin resultado alguno. Acudieron a un
veterano y artesanal cerrajero, que trabajaba
en uno de los barrios más “conflictivos” de la capitalidad. Este maestro de los
herrajes trabajó con denuedo sobre esa doble cerradura que impedía que la
curvada tapadera abriera el goloso misterio de su interior. Los resultados
también fueron desalentadores, para el fin que buscaban. Pagaron al herrero sus
emolumentos (400 euros) y éste les sugirió que acudiesen a una empresa radicada
en Toledo, especializada en cierres complicados para su apertura, cuya
dirección se prestó amablemente a facilitarles.
La obsesión de ambos hermanos iba en aumento, a
medida que pasaban los días, situación que se agudizaba cuando comprobaron que
la cartilla de ahorros, hallada sin dificultad en uno de los cajones de la
cómoda de nogal, ubicada en el dormitorio de Herminia, marcaba apenas unos 600
euros de saldo a la vista. Decidieron mantener el
alquiler (una renta antigua, 125 euros por mensualidad, que el
propietario del inmueble elevó de manera considerable hasta los 700 euros).
Pensaban que el dinero ahorrado por Herminia
tendría que estar escondido en alguna parte de la casa. Pero ¿dónde? Había que
seguir buscando y rebuscando. Conocían bien a su tía y no se les ocultaba que
de ella cualquier cosa podía esperarse. Repasaron con “lupa” el cuarto de baño,
la cocina, el extractor de humo, rincones del lavadero, esos ladrillos mal
fijados, altillos y bajos de los armarios, incluso la alacena… pero el dinero
no aparecía. Podría, tal vez, estar fuera de la vivienda. ¿Tal vez, en manos de
alguna amiga de confianza? Bien es verdad que no conocían bien a las amistades
de la difunta. Así que este camino hacia el previsible capital acumulado era
escasamente prometedor.
Un tanto desquiciados, volvieron a tentar la posibilidad del viejo cofre con esos
curiosos sonidos que fluían desde el interior, cuando se cimbreaba su
misterioso contenido. Fue Simón quien decidió tomar el ferrocarril (Narciso
había cogido un fuerte resfriado con fiebre, por lo que tuvo que guardar cama) a
fin de dirigirse hasta la capital toledana, camino de esa empresa especializada en la apertura de cierres difíciles.
Pasó allí la noche, en la bella ciudad del Tajo, pues le aseguraron que en no
más de veinticuatro horas el difícil objeto que les entregaba podría abrirse
(la voz popular decía que esta empresa trabajaban con asesores que habían
pertenecido al mundo de la delincuencia). La minuta que le pasaron por el
trabajo fue en este caso de 675 euros, IVA incluido. A su vuelta, lo primero
que hizo fue ir a la casa de su hermano con el cofre bajo el brazo. Con un
rostro de circunstancias, puso el “tesoro” en manos de Narciso, ya muy
recuperado de su constipado.
“Ábrelo despacio y prepárate para
recibir un gran impacto en tus expectativas. Después de todo el esfuerzo
económico que hemos realizado y del tiempo que hemos aplicado, me quedé de
“piedra” cuando pude conocer al fin las “joyas” preciosas que tía Herminia
mantenía guardadas en tan complicado tabernáculo”.
El anhelado tesoro consistía en un par de collares
y tres pulseras, de una simple y barata bisutería, junto a una curiosa y amplia
colección de conchitas y restos marinos de las que se recogen en las playas,
muy lindas en su apariencia pero de nulo valor para el mercado. Probablemente
recogidas en algunas vacaciones con destino costero. Había también dentro del
habitáculo una extraña llave, probablemente
copia de la que Herminia había utilizado para cerrar tan preciado y “valioso”
cargamento.
La desilusión, unida a una profunda indignación en
ambos hermanos, era plástica y anímicamente patética. Veían como sus ilusiones
de mejorar sus precarias economías se habían ido totalmente a pique. Habían
puesto demasiadas esperanzas en esa herencia que dios sabría dónde se
encontraba, además de mucho tiempo y esfuerzo, con el dinero que apenas tenían,
para recibir a cambio un absurdo cofre del tesoro, una cartilla con 600 euros y
unos enseres en la casa (que rápidamente se prestaron a desalquilar) de escaso
valor para su improbable venta al ser objetos muy usados e intensamente
anticuados. ¡Cómo se estaría riendo la tía, allí desde las estrellas!
“Narciso, tenemos que seguir asumiendo
nuestro estado de pobreza. Es nuestro sino en la vida. Lo más indignante de
soportar es la rapacidad de tía Herminia. Mientras en vida cada vez quiso saber
menos de nosotros, además de negarnos cualquier tipo de ayuda, ahora habrá personas por ahí que estarán
disfrutando de un dinero que “legalmente” nos pertenece ¡Vaya elemento de
familiar! Tenga Vd. una tía carnal para esto. Nosotros, sus sobrinos, hemos
recibido de tan avara, “cuadriculada” y aviesa mujer una buena patada en
nuestros traseros.
Habremos de seguir, hermano, en mi caso con la pintura de las paredes y tú
con la barredora y el cubo para la limpieza. Mal que bien, podemos tener un
plato de comida con que llevarnos a la boca. Anda, vente a comer hoy a casa,
que Lena va a preparar unas lentejas con chorizo que dice están de rechupete.
Hoy le he vuelto a repetir que abandone de una vez eso de ir al bingo, a tirar
el poco dinero que tenemos. Ese tiempo
lo debe dedicar a mejorar el estado de la casa, Después nos tomaremos unas
copitas que nos ayudarán a olvidar todo este mal trago que la avara nos ha
hecho pasar”.
El sosiego volvió a la
limitada economía que soportaba la vida de los dos hermanos. Simón siguió con
sus trabajos y “chapuzas” ocasionales en la pintura de los muros y paredes de
las viviendas. Narciso continuó con la limpieza de locales, negocios y espacios
comunes de algunas comunidades de propietarios. Básica rentabilidad económica
para seguir “tirando” en la asumida rutina de los días. Lena seguía visitando algunas
sesiones bingueras, a hurtadillas o espaldas de su marido. La vida …
continuaba.
Habían pasado ya cuatro
meses desde ese viaje sin retorno emprendido por la tía Herminia. Era una
mañana de lunes. Simón intercambiaba con Lena unas importantes palabras,
durante el desayuno.
“Apresúrate
mujer, que tenemos la cita con el
director del banco a las 11. Hemos sabido guardar bien el secreto, por lo que
hoy vamos a poder quitarnos esa pesada carga de una cruel hipoteca, que tanto
ha condicionado nuestra economía y amargado la vida. Al fin pude contactar con
un buen joyero, que me recomendó mi
amigo Rubén, que nos ha pagado muy bien las joyas de la tía, guardadas en su
cofre de los “tesoros”- Narciso (es muy simplón) se “tragó” muy bien lo de las
piedrecitas de la playa y la bisutería.
Ahora,
después de pagar los 75.000 euros que nos quedan de hipoteca, aún dispondremos
de 30.000 euros para otros gastos y caprichos. Por eso voy a darle a mi hermano
algún dinero. En conciencia debo hacerlo. Le entregaré un par de miles de euros
y le diré que nos ha tocado un boleto en la primitiva. El pobre se lo va a
creer y encima nos estará eternamente agradecido. Para él, que vive solo, le
vendrá muy bien tan inesperado y generoso regalo.”-
José L. Casado Toro (viernes, 7 de abril 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario