Cuando al
final de una tarde templada de Otoño Celia entró en la
agencia de viajes, la encargada a esa hora de la atención al público se
encontraba ya apagando las teclas de su ordenador laboral. Pasaban un par de
minutos desde que un bien diseñado reloj digital, colgado en uno de los ángulos
laterales de la pared, había marcado las 20 horas, momento fijado para el
cierre diario del establecimiento.
Siempre
hay personas que suelen acudir a última hora, a fin de gestionar todos esos
asuntos relacionados con la compra de billetes para el tren o el avión, la solicitud
de catálogos turísticos o las diversas consultas sobre diversos aspectos de los
viajes y paquetes vacacionales. Marian, con la paciencia profesional que le
caracteriza, hace todo lo posible por atenderlos aunque, en situaciones de una
compra o gestión más complicada, les ruega vuelvan a la agencia con un mayor
tiempo y disponibilidad durante la mañana o tarde siguiente. Así se lo planteó
a esta retrasada cliente, en un día que había sido especialmente atareado con
los viajes para la tercera edad del programa IMSERSO. Sin embargo su
interlocutora, una señora que por su aspecto parecía haber superado ya los
sesenta años (ciertamente muy bien llevados, en la apariencia física) insistió
con gran tesón en ser atendida, mostrando una evidente
inseguridad e inestabilidad nerviosa. A pesar del cansancio acumulado y
teniendo en cuenta un mercado tan competitivo con el que había que “lidiar” en
estos tiempos de contracción económica, se dispuso finalmente a escucharla.
Pensó que en poco tiempo, no más de quince minutos, podría resolver la gestión
del viaje de vacaciones para esta atribulada señora.
La
inesperada cliente pretendía apuntarse a uno de los grupos de viajes
organizados con destino a Canarias, que tendría lugar a comienzos del
próximo mes de febrero. Aunque su petición era para una de las zonas turísticas
más demandadas, dada la fecha de su gestión en pleno invierno, aún quedaban
algunas plazas vacantes en el mismo. Al preguntarle con quién iba a viajar (son
viajes económicos, únicamente diseñados
para los titulares del programa social y sus parejas) esta señora le respondió
que no tenía a nadie con quien ir, por lo que pretendía hacerlo sola. En esta circunstancia,
le indicó que habría de compartir habitación con otra persona, por supuesto
mujer, que también se encontrara en la misma situación que ella, pues la
mayoría de los hoteles del programa sólo ofertaban plazas para el uso de
habitaciones dobles. O, en todo caso, tendría que pagar una cantidad
establecida para disponer de una habitación doble en uso individual, siempre
que el hotel aceptase o tuviese esa disponibilidad. Con esta opción el precio
del viaje se incrementaba de manera notable. Ante esta razonable explicación,
vio que la extraña cliente que tenía ante sí rompió a llorar de manera
sorprendente. Tras pensarlo entre lágrimas y suspiros, unos
interminables minutos, aceptó este cambio en su factura, quedando formalizado
el contrato del futuro viaje de 10 días para las Islas “afortunadas”.
Celia
había enviudado, hacía ya unos once meses. Profundamente enamorada y
dependiente de su difunto marido, durante cuarenta dos largos años de
convivencia, no había sido capaz hasta el momento de superar o asumir tan
sensible pérdida. No tuvieron hijos en su matrimonio por lo que ahora, dada las
no buenas relaciones que mantiene con su hermana y sobrinas, sufre de manera
especial el trauma de la soledad. Como antes se ha expresado, la extrema y
“enfermiza” dependencia con el que fue su compañero en la vida no le ha facilitado
disponer de ese núcleo de amistades que aportan compañía, comprensión y afecto,
de manera especial en estos muy duros momentos que ha tenido que afrontar. El
pathos de la depresión anímica se cebó en su persona, teniendo que
ponerse en manos de especialistas cualificados y también en esa dinámica,
siempre peligrosa, de la ingesta abusiva de fármacos y productos
tranquilizantes para su desequilibrado organismo. Inestabilidad física pero
también, de manera especial, en su comportamiento y equilibrio mental.
Uno de los
psicólogos que la atienden, estudiando detenidamente su caso, le recomendó
taxativamente que, junto a la toma de medicamentos, tendría que poner de su
parte un intenso esfuerzo por encontrar aquellas distracciones y actividades
que mejor se acomodasen a su forma de ser. Tras varias sesiones de consulta,
acordaron que en la realización de viajes podría hallar no
pocos elementos de ilusión y sosiego, a fin de ir alimentando y compensando
esas carencias que tanto la atormentaban, entristecían y desequilibraban. Este buen
profesional, conociendo la limitada pensión que había quedado a su paciente por
parte de su poco prudente esposo (en la faceta económica) le planteó como
sugerencia que se apuntase al programa de turismo social del programa IMSERSO,
en donde hallaría diversas oportunidades para viajar a buenos y contrastados
destinos, con un coste bien asumible para su no abundante disponibilidad
financiera.
Meses más
tarde llegó el día en que Celia, junto a un nutrido grupo de viajeros (la inmensa
mayoría integrada por personas jubiladas pertenecientes a la tercera edad)
subieron al avión que iba a trasladarles desde Málaga hasta el aeropuerto
Reina Sofía, ubicado al sur de la isla de Tenerife. Desde este punto
de llegada, viajarían por carretera hasta la zona norte insular. Su destino
final sería un alegre y bien situado hotel en el populoso y turístico municipio
del Puerto de la Cruz, a fin de disfrutar una apetecible semana y
media de vacaciones. Durante las más de dos horas del vuelo, esta peculiar
viajera estuvo de manera continua rezando y suspirando, para divertimento y
extrañeza de su compañera de asiento, una bella joven canaria que volvía de
unos días de estancia en la capital malacitana. La veterana viajera había
elegido este sugestivo paraje atlántico porque con él quería recordar aquel
lejano en el tiempo viaje de bodas con su amado Fabián, evento que ambos habían
protagonizado hacía ya más de cuatro décadas.
Llegados
al hotel (pasadas las once de la noche) se
encontró con una inesperada dificultad que también afectó a su frágil
equilibrio. El recepcionista del establecimiento, hombre poco amable en sus
modales a esa tardía hora, le aseguraba que tendría que compartir una
habitación con alguna otra persona que también viajara sola, pues sólo disponía
de habitaciones dobles. Parece ser que en la documentación que ella aportaba no
había sido bien recogida esta opción del uso individual. Ante los ruegos y
nuevas lágrimas de la turista, accedió a entregarle una habitación en esas
condiciones, siempre y cuando no viniera en el grupo otra viajera en las mismas
condiciones que presentaba su interlocutora. La resolución del asunto colmaba la
paciencia de los demás clientes que aguardaban cola pues de nuevo apareció otra
nueva discusión, un tanto infantil, ante la habitación que el encargado del
hotel accedía a entregarle: la habitación número 13, en la planta
baja. Los lamentos y expresiones de Celia resultaban patéticos, pues la
inestable señora aseguraba su carácter supersticioso, por lo que en modo alguno
aceptaba un espacio con esa numeración. Al fin la polémica se resolvió (un
matrimonio decidió quedarse en esa habitación) pero todos estos avatares
hicieron que los viajeros llegaran a la cena fría, que les habían dejado en sus
respectivos aposentos, cuando el reloj superaba ya en muchos minutos la media
noche. Celia descansaría en la número quince.
Desde la
mañana siguiente y en todos las acciones colectivas que el grupo desarrollaba
(desayunos, ambas comidas, reuniones, actividades lúdicas diversas, excursiones
contratadas e incluso durante las dos horas de animación nocturna después de la
cena) esta peculiar turista aprovechaba cualquier oportunidad para “pegarse” a
diversos matrimonios que, un día tras otro, con resignación y paciencia,
soportaban los comentarios, preguntas, chascarrillos y continuada presencia de
tan solitaria y compulsiva compañera de viaje. No sólo los residentes en el
hotel sino también el personal de servicio se veía frecuente “asediado” por las
carencias de comunicación en esta persona, ávidamente necesitada de
cualquier interlocutor que se prestara a escucharla y que compartiera su
obsesiva presencia para casi todo. Unos u otros aplicaban la comprensión, la
solidaridad generosa, el descarado disimulo o esa conmiseración que despiertan
las personas sometidas a la perversa inseguridad que genera la cruel soledad.
En la
cuarta noche de estancia, cuando a eso de las 12 regresó a su habitación número
15 desde el salón de las fiestas y los bailes, encontró tras la puerta de
entrada y en el suelo un sobre blanco que motivó su
extrañeza y curiosidad. En el anverso del mismo sólo estaba manuscrita la
palabra Celia. No había en el reverso remite alguno que indicara el autor de
tan sorpresiva misiva. Con irrefrenable avidez rasgó el sobre que tenía en sus
manos y se dispuso a leer una pequeña cuartilla interior, manuscrita en ambas
caras con una caligrafía muy cuidada y con una redacción en extremo plena de
sencillez y afecto.
“Admirada
Celia. El destino me ha hecho posible que conozca a una persona de buen corazón
y que, por razones que desconozco, sufre el drama de sentirse muy sola en su
vida. Me he dado cuenta cómo intentas hacer amistades, buscar cualquier
oportunidad para intercambiar las palabras y encontrar ese calor humano que
tanto necesitamos en la lucha del día a día. Demuestras tu valentía y una gran
fuerza de voluntad para superar ese momento desafortunado por el que creo
atraviesas. Por supuesto que también me duele ver como muchos de tus compañeros
de grupo tratan, con más o menos disimulo, en evitarte cuando te acercas a
ellos. Sin duda les molesta tu necesidad por entablar ese diálogo con alguien
que te regale un poco de atención, respeto y esa respuesta que te hará sentirte
mejor. Algunos verdaderamente te huyen y murmuran a tus espaldas. Debe ser duro
y triste viajar sola, pero tu valentía es admirable. Tiene mucho mérito. Tengo
que confesarte que también yo me encuentro muy solo, en un matrimonio que
carece de sentido desde hace ya mucho tiempo y difícil de soportar para mis
sentimientos. Me gustaría conocerte mejor y ayudarte en lo posible. Con todo el
cariño, Raúl”.
Esta
carta, junto a otras que llegaron a su habitación en los días siguientes,
sumieron a la aturdida señora en un sentimiento contrastado de sorpresa,
curiosidad, ilusión y esperanza. Miraba y observaba a sus compañeros de grupo,
tratando de hallar alguna pista, detalle o gesto que pudiera ayudarle a
reconocer a ese hombre de generoso corazón que hábilmente la observaba, le
escribía y que, muy probablemente, sentía algo por ella que bien podría ser
comprensión, atracción y tal vez algo de cariño. Pensaba que también esa
persona tenía necesidad de compartir solidariamente la pesada losa de su propia
soledad. Por timidez, prudencia o comprensible temor, este generoso comunicante
no se atrevía a dar el paso de presentarse físicamente ante ella, cuando
precisamente era ella misma quien anhelaba y suspiraba porque esa situación se
hiciese real y “milagrosa” para sus vidas.
Ese íntimo
y obsesivo deseo al fin se desveló en su último día vacacional. La
dirección del hotel organizó, con este motivo, una cena especial de despedida
para el nutrido grupo de viajeros que había volado procedente de Málaga. Además
de suculentos platos, en los que no faltó la más tradicional y cuidada cocina
canaria, hicieron venir para el fin de fiesta a un bellamente ataviado grupo
coral de la tierra que interpretó odas y románticos cantes del sin par archipiélago,
enclavado en las frescas y sutiles aguas atlánticas. Los bailes, danzas y entrañables
canciones duraron hasta más allá de la media noche. A los pocos minutos de que
Celia volviera a su habitación número quince, sonó el timbre de la puerta. Intrigada
ante esa inusual llamada, preguntó quién era, antes de proceder a la apertura
de la cerradura. Desde el pasillo exterior escuchó una voz que respondió con
una sola palabra: Soy Raúl.
Aquélla fue
para ambos necesitados seres una intensa y sentimental noche, en la que el
reloj se prestó a regalarles la magia imposible de simular la detención de las
manecillas. Los segundos y las horas resultaban demasiado limitadas para
compartir todo aquello que un hombre y una mujer pueden recrear con la
imaginación, la necesidad y el deseo.
Sepamos un
poco más de esta sencilla y afectiva historia. A él aún le restan un par de
años para alcanzar su jubilación laboral, como camarero de este importante
hotel insular. Ella puso en venta su piso de Málaga, para trasladarse a un
soleado y coqueto ático, en el Puerto de la Orotava. El destino, junto a la
voluntad de dos seres, felizmente así lo ha decidido. Hoy siguen compartiendo,
con la fuerza del corazón y la solidez en su confianza, una sugestiva aventura de
amor. Construyen juntos, en la suerte de sus muchos años, el por qué de las
horas y los días, enriqueciendo esa feliz convivencia, la tercera fase en la
biografía de sus vidas.-
José L. Casado Toro (viernes, 21 de Abril 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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