Resulta agradable comentar muchas actitudes
personales que, por esa desacertada o interesada jerarquización de los valores,
apenas aparecen resaltadas en los altavoces mediáticos de la comunicación. Sin
embargo, el comportamiento ejemplar de estos anónimos
y admirables ciudadanos puede estar muy cerca de ti o de mí, en el radio
próximo de nuestra movilidad o conocimiento. La estupenda labor que, de manera
desinteresada, realizan podemos disfrutarla, a poco que detengamos y soseguemos
con la mirada la estresada agenda de nuestros intereses.
Puede ser el propietario
de aquel establecimiento restaurador que, en cada una de las mañanas,
ocupa unos minutos de su tiempo en barrer la acera que le corresponde, e
incluso baldea con una manguera las losetas ennegrecidas o manchadas por la
incuria peatonal. O aquella señora del tercero
que, un día tras otro, asea el distribuidor de su planta en la que también conviven
otras tres familias. También permanece en nuestra memoria el comportamiento de ese jubilado sin prisas que, mañanas o tardes, toma
placenteramente el sol otoñal en uno de los asientos ajardinados de nuestras
plazas urbanas. Antes de abandonar su diario reposo camino de casa, este buen
hombre dedica un trocito de su amplio tiempo disponible para recoger los
envases, hojas secas, papeles, restos de chucherías y otras menudencias que han
“caído” al suelo. Con manifiesta paciencia, los va llevando a la papelera
cercana, situada en un lugar bien visible para el uso y el civismo de todos los
usuarios del lugar.
Efectivamente, no son pocos los ejemplos que
podríamos citar. Estas admirables actitudes, aplicadas educativamente a nuestro
proceder, mejoran el entorno que nos sustenta e incrementan el acerbo de
valores, para ejemplo en demasiadas “ligeras” conciencias. Como aquella
jovencita que, alegre e irresponsablemente, abandonaba la arena de la playa
dejando sobre la misma su lata vacía de cola y un envase de patatas fritas. Una
señora, “corrió” tras de la joven y una vez que estuvo a su altura le entregó
la lata y la bolsa de plástico diciéndole: “chica, se te ha olvidado esto en la
arena sobre la que estabas sentada. Mira, a muy pocos metros, tienes una
papelera donde se deben echar los desperdicios. Así tendremos una playita más
limpia”. Fue una muy saludable lección, para el rostro de sorpresa de la
adolescente que apenas supo qué decir.
También es verdad de que corres un cierto riesgo con
la respuesta a recibir de estas ineducadas personas. Sus palabras pueden ser
groseras, insultantes o incluso próximas a la violencia. En numerosas ocasiones
tenemos que padecer el proceder ineducado de personas,
en recintos o habitáculos públicos. Son aquellos que, dentro de una sala
cinematográfica o viajando en los autobuses urbanos, ponen sus pies encima de
los asientos e incluso en el reposacabezas delantero. Es indudable la falta de vigilancia
en el interior de los cines, mientras que en los buses el conductor ya desarrolla una importante
y difícil labor, conduciendo por el complicado y densificado tráfico urbano. Se
ocupa de ir cobrando a los usuarios el ticket correspondiente, vigilando para
que todos acerquen la tarjeta del bonobús al lector automático correspondiente
y atendiendo las numerosas paradas del trayecto, con la apertura y cierre de
las puertas del vehículo. Los demás viajeros, que soportan la incívica postura
de esa “ligera” persona, en general no se atreven a intervenir por temor a
recibir unas groseras y desagradables palabras del maleducado usuario.
Sin embargo, y como contraste, hay hermosas
historias que ennoblecen y ayudan a vitalizar el siempre necesario optimismo en
nuestras vidas. Una de ellas está protagonizada por Gema,
bondadosa mujer que, durante largos años, ha trabajado en un obrador de
confitería y panadería. Ahora, tras haber abandonado sus obligaciones laborales
por una bien ganada jubilación, dedica parte de su amplio tiempo libre en
mejorar y cuidar un lugar de encuentro ciudadano, situado en el barrio donde
siempre ha residido. Se trata de un espacio urbano rodeado por varios
edificios, que funciona arquitectónicamente como una pequeña plaza en el plano
urbano. En este lugar hay instalados algunos bancos de hierro y madera para uso
vecinal, asientos que miran hacia una construcción ajardinada,
de forma circular, que alcanza unos cuarenta centímetros de altura. Por
descuido municipal, la tierra que ocupa el interior de la misma ha estado casi
siempre ocupada por malas hierbas, usual vertedero vecinal y lugar en el que
las mascotas son llevadas por los propietarios de las mismas, para que depositen
sus excrementos orgánicos, tanto sólidos como líquidos.
Una afortunada mañana esta diligente mujer decidió
poner en práctica el proyecto ilusionado que, desde hacia meses, tenía en mente.
Hacer que este “parterre”, abandonado a la desidia de unos y otros, se
convirtiera en un modesto pero agradable jardín, para disfrute de aquellos
ciudadanos que paseaban, descansaban y jugaban en esa entrañable placita para
la convivencia de todos.
Gema siempre había vivido con su madre, hasta que
esta señora, ya muy mayor, “viajó al más allá” de esta vida. El doloroso hecho,
para una hija que no encontró ese compañero con el que formar una familia,
ocurrió hace ya unos catorce años. Gracias a su laboriosidad en el trabajo y a
la buena relación con la vecindad, supo adaptarse bien a esta soledad
vivencial, aunque siempre abierta a ser solidaria con los proyectos para las personas
necesitadas. Ahora, con todo el tiempo diario para el disfrute, desde su pase a
la jubilación, dedica las horas del día para el cuidado de su casa, hacer obras
caritativas, relacionarse con antiguas y fieles amigas y, en estos momentos, poner en vida ese pequeño jardín abandonado en la
“plazuela” de su barrio.
Para ese estupendo proyecto, compró un par de
grandes vasijas de goma plástica (como las usadas por los albañiles para sus
obras) donde echaba lo que iba recogiendo de esa modesta parcela circular de tierra
dedicada a jardín. Se ayudaba para ello de una pala y rasqueta, que también
compró en un comercio regentado por chinos. Pacientemente fue limpiado esa
endurecida superficie térrea, librándola de matojos, hierbas, excrementos, envases
de cartón, papeles y botellas. Posteriormente, a esta diaria labor de desbroce y
limpieza, echaba los residuos en grandes bolsas de plástico, que introducía en
los contenedores cercanos. Esta esmerada labor le llevó toda una semana,
dedicando un par de horas cada jornada, tras el desayuno y la ordenación de su piso.
Una vez limpiada la superficie, habló con algunas
familias de la zona, pidiéndoles colaboración para enriquecer esa tierra, ya
limpia de cuerpos innecesarios, con plantas y macetas que sobraran en sus
balcones y terrazas. La donaciones fueron muy limitadas por lo que, una vez más,
Gema tuvo que acudir a su monedero a fin de comprar algunos plantones y
macetas, en un vivero de las afueras. Habló con el encargado del mismo y este
señor, Tomás, conociendo el fin ornamental de la placita, se prestó a hacerle
un precio especial e incluso a regalarle algunas especies vegetales que
cubrirían bien los metros cuadrados del espacio circular a embellecer.
La tenaz labor para plantar todas las especies
apropiadas, el regado del suelo, junto a la limpieza necesaria, por la
continuación de los incívicos comportamientos, le llevó muchas horas de esfuerzo
y dedicación. Pero al fin ese pequeño jardín de la plazuela había quedado muy
bien organizado, provocando el elogio y aplauso de
muchos convecinos. Todos ellos valoraban
el esfuerzo y paciencia de una mujer que había “luchado”, con admirable y
generosa entrega, por un trozo de
espacio verde entre tanto cemento por doquier, para el disfrute visual, anímico
y aromático de la ciudadanía y vecindario que por allí pasase.
Y así transcurrieron los días hasta ese otro, en el
que la suerte se nos torna esquiva. Ocurrió en una noche de viernes, fiesta y
bebida, con esas bromas y retos adolescentes en el que no se sabe poner freno a
la irracionalidad. Aquella mañana de sábado, en un ya frío Noviembre, la mayor parte del jardincito apareció “arrasada”.
Plantas cruelmente arrancadas, excrementos por doquier, numerosos cascos de botellas
esparcidos y restos de lo que parecía haber sido una fogata, para quemar
objetos diversos. La patética imagen que ofrecía el siempre bien cuidado jardín
era verdaderamente desoladora. Incluso ese limonero, que alegraba con su benévola
sombra un banco cercano, había sido tronchado con esa fuerza mal empleada para
objetivos absurdos y dañinos. El impacto emocional, que provocaba la muy dura plástica
destructiva, afectó a todos los que por allí pasaban y descansaban pero, de
manera especial, a la ejemplar autora de tanto esfuerzo, tenacidad y buen hacer
para el goce solidario. Fue un fin de semana muy “nublado”, en el ánimo de esta
buena mujer. Hubo lugar para esos suspiros de protesta que brotan para mostrar
la íntima disconformidad.
Ya en el lunes, Gema, tras el desayuno, tomó su
carrito para desplazarse al no lejano súper de la avenida. Tenía que comprar
unos bocaditos en salsa, además de esas bolsitas de infusiones relajantes, que
tanto gustaban a su zalamero gato Sócrates. Tuvo la tentación de no pasar por
la plazuela, haciendo un giro de varias calles, para acceder al comienzo de esa
avenida. Sin embargo decidió al fin realizar el trayecto más corto, atravesando
la placita donde se hallaba el derruido jardín. El panorama que éste ofrecía,
ese primer día de la semana, resultaba alegre e inexplicable. El destrozo aparecía básicamente reparado. ¿Cómo era
posible que en tan escasas horas, todo ese espacio hubiera sido limpiado, replantado,
regado y abonado….? Además, un nuevo limonero, en fase de crecimiento, lucía
esplendoroso en el mismo lugar donde había estado aquel otro destruido por la
incuria ineducada de algunos adolescentes. A Gema, emocionalmente sorprendida,
se le saltaron las lágrimas de alegría. No daba crédito a lo que, de forma
esperanzada, sus ojos gozosamente contemplaban.
Toda la tarde/noche del domingo, hasta horas muy
avanzada de la madrugada, la espontaneidad vecinal quiso solidarizarse con Gema
y reparar en lo posible lo que otros, desafortunadamente, habían destruido. El
buen ejemplo, que ella siempre se había esforzado en ofrecer, tuvo eco en las
conciencias de muchas personas que supieron detener el ego de su tiempo a fin
de dar oportunidad al gesto de la inteligencia, el esfuerzo y la bondad.
Ciertamente esta hermosa historia, protagonizada
por Gema, contrasta con otras actitudes desafortunadas que soportamos a diario,
producto de la desidia, la escasa educación y esa falta de civismo que
perjudica a sectores de la colectividad. Muchos piensan o señalan a los centros
escolares. Otros, por el contrario, destacan la responsabilidad que tienen las
familias en estos degradados e infortunados hábitos. Resulta obvio que los
padres son los primeros que han de ejercer esa necesaria e insoslayable acción
formativa sobre sus hijos. Pero, a poco que profundicemos en esta casuística,
también los tutores familiares deberían cuidar y modificar esos ejemplos
inadecuados que ofrecen a los más jóvenes de la casa. “Escuela” para los hijos, por supuesto. Pero habría que añadir también conciencia,
responsabilidad y “escuela” para muchos padres.-
José L. Casado Toro (viernes, 25de Noviembre 2016)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga