Existen
numerosas ciudades cuya templada climatología, generalmente de tipo
mediterráneo, favorece la permanencia de sus ciudadanos en las calles durante
muchas de las horas del día. En estos espacios geográficos se potencia o
intensifica la vida relacional fuera de los edificios,
participando sus habitantes y visitantes de las posibilidades que las zonas
abiertas ofrecen para el paseo, los espectáculos, la restauración o el grato
intercambio de las palabras. Las calles de estas afortunadas ciudades, como es
el caso de los municipios malagueños, se pueblan de centenares
de terrazas, donde los usuarios de las mismas consumen, en la mayor
parte de las horas del día, una suculenta y apetitosa gastronomía variada, bien
regada con bebidas de la más diversas tipología, especialmente cervezas, vinos
y refrescos. Esa frase de que el centro antiguo de Málaga está hoy día “tomado”
por la restauración en sus calles es más que cierta. Muchos viandantes tienen a
veces dificultades para desplazarse por algunas aceras y calles peatonalizadas.
Además
de estas cosmopolitas y alegres terrazas al aire libre, tenemos la masa vegetal
y lúdica de los jardines, donde las familias,
las personas de la tercera edad y muy especialmente los niños, descansan,
juegan conversan o disfrutan plácidamente de amaneceres y atardeceres en los
días. De hecho, cada vez más, los responsables municipales van instalando
bancos y asientos en la vía publica (sería necesaria su ampliación actual) a
fin de favorecer esta vida relacional que tan necesaria y gratificante resulta.
Por cierto, además de esos asientos, para el sosiego, cada vez es más que imperiosa
la necesidad de ubicar estratégicos lavabos públicos, aunque su gestión y limpieza
estuviera controlada por responsables privados. Al ciudadano no le importaría
pagar una módica cantidad por hacer un uso responsable de los mismos, como vemos
en muchas de las ciudades europeas a través de nuestros viajes.
Y ya
ubicados en los jardines, plazas o terrazas, vemos una peculiar oleada del
pequeño comercio ambulante, de aquellos otros que piden la voluntad para sus
canciones o toques instrumentales o incluso de los que te piden una ayuda
económica, aplicando a su petición una suave o más imperativa atención. Entre
aquéllos que ofertan sus variados productos destaca, de manera especial en
Málaga, la afortunada imagen del biznaguero.
Efectivamente, en este templado enclave espacial, ubicado a las faldas del
Gibralfaro u otras colinas penibéticas junto el tranquilo y azulado mar
mediterráneo, las tardes se ven adornadas y cromatizadas por la gentil figura
de ese hombre de camisa blanca, pantalón oscuro y tal vez faja roja, que porta
en su brazo izquierdo una desespinada penca de cactus donde ha hincado sus
hermosas y aromáticas biznagas con decenas de jazmines para la venta.
La flor del jazmín, al margen de su académica descripción botánica, es un frágil y sensible regalo de la naturaleza, cuyo margen vital, a partir de su apertura a la vida, es sólo de unas cuantas horas. Está preparado por la mañana, abre sus blancas hojas por la tarde, gratifica de dulce aroma las noches y ya, al amanecer, inicia su misterioso viaje al reino o paraíso mágico de las flores. Esta sutil y delicada flor está muy enraizada, climáticamente hablando, en el entorno cultural malacitano. De hecho, la imagen de la biznaga ha sido elegida como afortunado símbolo para los films premiados en el Festival del Cine Español que se celebra cada primavera en nuestra ciudad. Pasemos ya al relato específico de este viernes veraniego, cuyo protagonista va a ser ese vendedor callejero de biznagas ofrecidas, de manera específica, para el disfrute y sensibilidad de la mujer.
Cuando
nos encontramos a gusto con el lugar y somos bien atendidos por el servicio,
solemos repetir la visita a determinados lugares de restauración. En un
anochecer de junio, me encontraba tomando una cerveza en el entorno populoso,
romántico y alegre de la Plaza de la Merced. El reloj marcaba cerca de las nueve
p.m. y entonces lo vi aparecer, una vez más, como era frecuente en su recorrido
diario por los lugares atractivos para la venta. Curiosamente, aquella noche
sólo llevaba clavadas en la superficie de su penca dos biznagas. Habíamos
intercambiado algunos diálogos sobre temas de actualidad ya que, por distintos
motivos, él y yo éramos asiduos visitantes de este bien concurrido bar de tapeo.
La otra mercancía que Cleo solía ofertar eran
décimos de lotería, especialmente durante los meses del frío. Ahora, en la
entrada del verano, se vestía como un típico biznaguero andaluz, para vender su
delicada mercancía a esas parejas enamoradas que saben apreciar la delicadeza y
simbología de tan agradable aroma vegetal.
“Veo que hoy se te ha dado muy bien la venta. Sólo te
quedan ya dos biznagas, de las muchas
que habrás preparado durante la mañana. Tu jazmín sigue produciendo
flores a buen ritmo, de lo que me alegro. La noche está un poco pegajosa por la
humedad. Si tienes algún minutillo te invito a tomar una cerveza fresca, que te
hará bastante bien para refrescar el cuerpo y especialmente la garganta”.
El
bueno de Cleo (sí, Cleofás, por libre decisión de sus padres) no lo dudó ni por
un instante. Dejó la penca con sus dos biznagas sobre la mesa y tomó asiento
junto a mí aceptando, la refrescante invitación. Nos trajeron dos nuevos tubos
de cerveza bien “helada” y un platito de tapas, para acompañar la bebida. Tenía
mucha sed mi compañero de charla. En su primera toma, dejó ya el largo vaso de
cerveza por la mitad. Se le veía animado y contento por los excelentes
resultados de la venta durante la tarde.
“En el día a día, recorriendo tantos lugares y hablando
con tantísima gente, a buen seguro tendrás un “libro” de anécdotas en tu
memoria. ¿Por qué no me cuentas alguna experiencia curiosa que hayas vivido,
con esta maravillosa mercancía que con tanto esmero preparas y que te permite
ir “tirando” para llevar algo de dinero a casa?”.
Junto
a mi tenía a un hombre fornido, que aparentaba menos años de los que en realidad
marcaba la documentación de su identidad. Ojos claros, pelo entrecano y una
piel bien curtida por la insolación de la naturaleza. Hoy, con su vestimenta de
biznaguero tradicional, ofrecía una buena imagen, de la que muy rara vez
desaparecía la sonrisa en su rostro. Siempre consideré a mi interlocutor como
una buena persona, al que la vida le había dado no escasos “palos” pero que
había sabido sobrellevarlos con esa inteligencia primaria que tantas veces
resulta positiva y eficaz. Obviamente, no era la primera vez que conversábamos.
Me agradaba la fluidez con que se expresaba, capacidad que había sabido
adiestrar en su trato diario con decenas de personas en la calle.
“Sí,
el día está siendo muy bueno. Precisamente, ahora que sólo me quedan ya dos
biznagas por vender, te voy a contar una bonita historia que puede agradarte.
Como no podía ser de otra manera, los jazmines tienen, como tu bien sueles
decir, un cierto protagonismo en lo que un día me ocurrió. Fue hace ya un
tiempo, pero no la he olvidado.
Me
había quedado sin vender, parecido al día de hoy, una sola biznaga, cuando
volvía de la zona del Paseo Marítimo. Serían sobre las diez y media de la
noche, más o menos. Al entrar en el Parque, vi a una señora sentada sola en un
banco. Era verano. Mucha iluminación, luna llena en el cielo. Aquella mujer
tenía en su rostro, a mi parecer, bastante tristeza. Me acerqué hacia donde
ella se encontraba, arranqué la biznaga de la penca y se la ofrecí. Sólo le
dije “es un regalo, no la quiero ver triste en una noche tan maravillosa como
la que hoy hace”. Aquella mujer se quedó observándome, durante unos segundos,
con la biznaga en sus manos. De inmediato va y me dice “tu eres Cleo ¿verdad?” Me
extrañó su afirmación o pregunta, pues en principio yo no la reconocí. Pero cuando
me dijo su nombre, Amaia, la memoria se me
refrescó.
Había
sido mi primer amor y, a buen seguro, el único que de verdad he tenido. Los dos
estábamos en nuestra veintena, Éramos muy jóvenes. Y yo era un crio alocado,
que me dio por la vida sin control. Fueron unos tres años de noviazgo que por
mi culpa se vinieron abajo. Estaba metido en muchas cosas “basura”. Hasta
trabajaba el “menudeo” ya que caí en el enganche y tenía que pagarlo como
fuera. Una vez me cogieron y me cayeron dos años, de los que pasé doce meses
encerrado. Ella me ayudó, esperó pero, al final, no pudo más y se apartó. Así
acabó lo que fue una linda historia de cariño con una gran mujer. Y esa noche,
treinta años más tarde, la tenía frente a mi, muy cambiada físicamente, con una
flor, con una biznaga en la mano. Supe arrancarle una sonrisa, pues ella
tampoco me había olvidado. Las cosas con su marido parece no le iban bien. Un
hombre, según supe sacarle, de prontos egoístas y, con los años, de respuestas
coléricas. Habían tenido una trifulca aquella misma tarde".
Le
invité a un café y hablamos largo rato. Después le acompañé hasta la parada del
bus. Nos despedimos con dos besos. No olvidaré esa imagen, viéndola alejarse
tras el cristal de su asiento, con mi última biznaga en su mano. Fue un
reencuentro fugaz en nuestras vidas, tras tres décadas de separación. Amaia había
sido la mejor oportunidad que me ofreció el destino y por mi mala cabeza no la
supe aprovechar.”
Habíamos
ya consumido nuestra segunda cerveza. Cleo me agradeció, una y otra vez, el
ratito fraternal de amistad. Yo a él esa bonita y sensible historia que aquella
noche supo y quiso confiarme. Cada uno marchamos hacia nuestras realidades
sabiendo que, cualquier otra tarde, a esas horas mágicas del oscurecer,
volveríamos a encontrarnos. Él con esos frágiles tesoros regalados por la
naturaleza, que gratifican nuestras vidas y le permiten ganar unas monedas. Y
yo esperando conocer alguna de sus entrañables historias, que hablan de la vida,
el amor y las personas.-
José
L. Casado Toro (viernes, 8 de Julio 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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