viernes, 15 de julio de 2016

¿DESHUMANIZACIÓN PERSONAL O ´HUMANIZACIÓN´DE LA MÁQUINA?

En este alocado mundo en el que, cada día más, las buenas formas y valores van siendo paulatinamente relegados o pospuestos ante el dominio del estrés y la prioridad de lo material, estamos perdiendo nuestra capacidad de asombro ante hechos, situaciones y comportamientos que, de manera penosa, empobrecen todos esos adecuados hábitos que mejor deberíamos aplicar en las relaciones sociales y en la jerarquía de nuestra íntima conciencia. Veamos algún ejemplo o experiencia que explica esta preocupante deshumanización que, de manera paulatina, va apareciendo en nuestras relaciones sociales.

La escena que narramos es más que frecuente en las vivencias cotidianas que protagonizamos. De manera especial, estos hechos se agudizan debido al avance, sin cotas que pongan límite a su poderío, de la tecnología digital.

Marcamos un número de atención al cliente, con referencia a una empresa de cualquier naturaleza o servicio al consumidor. Al otro lado de la línea (cuando no se halla en estado de “casi permanente” comunicación) escuchamos primero una continua y repetitiva sonata musical que, supuestamente, trata de alegrarnos o sosegarnos en esa larga espera a la que somos sometidos. Más adelante, escuchamos una voz metalizada que  nos va sometiendo a una serie de preguntas jerarquizadas, para que vayamos eligiendo entre sus diversas opciones aquéllas que mejor se acomodan al objeto de nuestra pregunta o reclamación. En ocasiones, al ser tan numerosas las opciones que se nos ofrecen, se nos han olvidado los primeros ítems “pronunciados” por esa voz robotizada que, supuestamente, nos está atendiendo. Como en todos los niveles tenemos que ir marcando determinados números, coordinados con la retahíla de opciones, ya en estado de indignación y nervios pulsamos cualquier tecla deseando, básicamente, que un ser con un mínimo de humanidad y comprensión se preste a atendernos. 

Hay ocasiones en que la “conversación” comienza con una indicación de carácter imperativo: “resuma brevemente el motivo de su llamada”. Nos esforzamos en sintetizar con muy escasas palabras el motivo de nuestro problema. No es infrecuente que esa misma voz nos repita, una y otra vez “no le he entendido”. Es obvio que tratamos de ser lo más explícito posible, pero nuestra voluntad se topa nuevamente con la incomprensión de la máquina receptora.

Esta kafkiana escena o “diálogo” que mantenemos con un “digitalizado” interlocutor alcanza su máximo nivel para el absurdo cuando al final de ese recorrido, que nos ha sumido en la mayor y desesperanzada confusión, la voz metalizada nos oferta una última e insólita disyuntiva. “Ya hemos tomado nota de su petición pero si lo desea puede ser atendido por un operador”. Esta posibilidad también suele aparecer, a veces, al comienzo de nuestra conexión. Bien es verdad que esa oferta no es gratuita pues, en caso de hacerla efectiva, tendrá necesariamente un coste que oscilará entre uno y dos euros.

En aquella oportunidad o necesidad quise probar suerte con esta segunda posibilidad que se me ofrecía. Se cargaría 1,50 € en mi cuenta telefónica, pero al menos iba a tener la oportunidad de conocer la diferencia en el trato que se me deparaba e incluso poder decirle a la persona que me atendiera lo que pensaba acerca de ese coste por hablar con una voz humana y no sintetizada digitalmente.

MI humana interlocutora era una mujer que, por el tono de su voz y la forma de llevar la conversación era de procedencia sudamericana. Se esforzó, en todo momento, por aportar amabilidad, complacencia y gestión, al problema que le planteé: una avería en mi ordenador portátil, que el establecimiento donde fue adquirido no aceptaba hacerse cargo de la misma. Por la parte empresarial se me argumentaba que en la “letra pequeña” de la garantía había un texto –escrito en formato times 4-5 (para leerlo con lupa)- donde se aclaraba que determinados problema no estaban cubierto por la garantía de compra.

En esa explicación o discusión nos encontrábamos cuando la chica me expuso lo siguiente: “Llevamos hablando ya más de dos minutos. Es mi obligación aclararle que por cada minuto que superemos, de los tres establecidos en un principio, el coste de esta llamada se incrementará en 0,60 €”. Como la Srta. operaria mantenía prácticamente los mismos argumentos que me habían dado en el establecimiento vendedor de esa marca, le pedí si me podía pasar por algún otro departamento donde poder hacer efectiva mi más firme reclamación y protesta. Estuve esperando, sin suerte, unos cuatro minutos para que ese traslado de llamada se hiciera efectiva, por lo que decidí cortar una comunicación que me iba a suponer un significado e injusto coste. Ante de hacerlo, no pude por menos que expresar a mi interlocutora muy duras palabras, con el trato y condiciones que estaba recibiendo. Le indiqué que iría a una oficina de atención o protección al consumidor, donde estudiaría plantear una demanda judicial.

Decidí de nuevo probar suerte con el establecimiento vendedor. Allí pude contactar con un receptivo profesional a quien resumí mis desventuras con el servicio de atención al cliente de la empresa fabricante. Tras escucharme, con plausible atención, realizó una breve consulta telefónica, probablemente con alguno de sus jefes. Con una sonrisa, muy de agradecer, me indicó que cuando me fuese posible le trajese el portátil. Se comprometió a entregarlo al departamento técnico donde tratarían de solucionar el problema de funcionamiento. Agradecí su generosa comprensión y disponibilidad. Antes de despedirnos, mi eficaz interlocutor me narró, durante unos breves minutos, otra anécdota o experiencia paralela de la que él y su familia fueron protagonistas.

“Aunque no es exactamente la desagradable aventura que Vd. ha tenido que recorrer, con una absurda comunicación enlatada y esa posibilidad de dialogo personal, previo pago (estamos abocados a ello en estos tiempos de “locura digital”)  quiero  comentarle la situación que viví este verano, en un macro-restaurante del levante español. Me encontraba disfrutando de una semana de vacaciones, junto a mi mujer y nuestra hija Estela. Una noche acudimos a un entorno de moda, con todas las terrazas, cafeterías y restaurantes repletos de un público a rebosar. Elegimos un establecimiento especializado en comida oriental, exactamente china, cuyo rotulo publicitario anunciaba, con grandes luces de neón, WOK SELF SERVICE.

Pensábamos que, como en otros establecimientos similares de la especialidad, nosotros elegiríamos la comida que, posteriormente, un cocinero nos prepararía en las sartenes correspondientes. Pero, una vez que nos acercamos con los platos llenos de los alimentos elegidos, un camarero nos señaló una zona habilitada como cocina, en donde tendríamos que cocinar la carne, verdura o pescado en las correspondientes sartenes. Ante nuestra sorpresa, ese camarero nos dijo, con un español dificultoso para la comprensión que, si no queríamos cocinar, un profesional del establecimiento lo haría. Pasarle a él los platos incrementaría el coste de la cuenta  en cuatro euros por cada comensal.

Es cierto que ya estamos habituados al “hágalo Vd. mismo” en estos tiempos para el autoservicio. Pero nunca lo habíamos experimentado en un restaurante. En esa tesitura (el reloj marcaba casi las once horas en la noche) y dada la masificación de clientes en el resto de establecimientos, decidimos pagar esos doce euros de más, y un orondo cocinero chino cocinó los tres platos, ante nuestra vista, en no más de cinco minutos.

Le aseguro que esta insólita experiencia no hizo sino reafirmar mi convicción de que vivimos tiempos enloquecidos, en nuestros actos y responsabilidades. Tener que “negociar” con una máquina robotizada, ir a un restaurante para prepararte tu propia comida, poner en marcha un complejo aparato informático o audiovisual, sólo con la ayuda de unas someras indicaciones que, en ocasiones, tienes que descargarte de Internet o vienen impresas en una hoja escrita en múltiples idiomas, eso sí con  tamaño de letra que te obliga a leerla con lupa o usando muy buenas gafas….”

Pasados cinco días, pude al fin recoger, en el departamento informático de esos grandes almacenes, mi portátil debidamente reparado, teniendo que abonar sólo 45 euros, en concepto de manipulación y valor de la pieza sustituida. Elías, el servicial dependiente que con tanta amabilidad me había atendido, quiso aclararme que normalmente la factura de reparación era más costosa pero que, gracias a su intervención, me había sido rebajada en un 30 %  de su coste.

De manera afortunada, los clientes o usuarios aún tenemos la posibilidad de acudir a un mostrador donde exponer nuestra petición o problema, realizar una compra, consultar al vendedor sobre aspectos y aclaraciones del producto que adquirimos o encontrarnos a un camarero que te sirve con diligencia el café o la infusión que deseas tomar. Pero el dominio de la máquina informatizada avanza a pasos de atleta, sin posibilidad para la asimilación comprensiva, a una velocidad innegociada para nuestra lógica o racionalidad. Esa misma y versátil máquina te sirve la infusión, aparca tu vehículo, mantiene el diálogo con el asunto que consultas y escribe un texto en la pantalla de tu ordenador, sin que tengas que pulsar el teclado, sólo atendiendo a la dirección de tu voz. Precisamente en estos días la prensa nos está narrando las insólitas aventuras de los coches sin conductor. Todo ello nos hace preguntarnos: 

¿Estamos inmersos en un proceso de deshumanización sin retorno o, por el contrario, el enloquecido avance de la tecnología está facilitando la “humanización” de la máquina?


José L. Casado Toro (viernes, 15 de Julio 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

No hay comentarios:

Publicar un comentario