En
este alocado mundo en el que, cada día más, las buenas
formas y valores van siendo paulatinamente relegados o pospuestos ante
el dominio del estrés y la prioridad de lo material, estamos perdiendo nuestra
capacidad de asombro ante hechos, situaciones y comportamientos que, de manera
penosa, empobrecen todos esos adecuados hábitos que mejor deberíamos aplicar en
las relaciones sociales y en la jerarquía de nuestra íntima conciencia. Veamos
algún ejemplo o experiencia que explica esta preocupante deshumanización que, de manera paulatina, va
apareciendo en nuestras relaciones sociales.
La
escena que narramos es más que frecuente en las vivencias cotidianas que
protagonizamos. De manera especial, estos hechos se agudizan debido al avance,
sin cotas que pongan límite a su poderío, de la
tecnología digital.
Marcamos
un número de atención al cliente, con
referencia a una empresa de cualquier naturaleza o servicio al consumidor. Al
otro lado de la línea (cuando no se halla en estado de “casi permanente”
comunicación) escuchamos primero una continua y repetitiva sonata musical que,
supuestamente, trata de alegrarnos o sosegarnos en esa larga espera a la que
somos sometidos. Más adelante, escuchamos una voz metalizada que nos va sometiendo a una serie de preguntas
jerarquizadas, para que vayamos eligiendo entre sus diversas opciones aquéllas
que mejor se acomodan al objeto de nuestra pregunta o reclamación. En
ocasiones, al ser tan numerosas las opciones que se nos ofrecen, se nos han
olvidado los primeros ítems “pronunciados” por esa voz robotizada que,
supuestamente, nos está atendiendo. Como en todos los niveles tenemos que ir
marcando determinados números, coordinados con la retahíla de opciones, ya en
estado de indignación y nervios pulsamos cualquier tecla deseando, básicamente,
que un ser con un mínimo de humanidad y comprensión se preste a
atendernos.
Hay
ocasiones en que la “conversación” comienza con una indicación de carácter
imperativo: “resuma brevemente el motivo de su
llamada”. Nos esforzamos en sintetizar con muy escasas palabras el
motivo de nuestro problema. No es infrecuente que esa misma voz nos repita, una
y otra vez “no le he entendido”. Es obvio
que tratamos de ser lo más explícito posible, pero nuestra voluntad se topa
nuevamente con la incomprensión de la máquina receptora.
Esta
kafkiana escena o “diálogo” que mantenemos con un “digitalizado” interlocutor
alcanza su máximo nivel para el absurdo cuando al final de ese recorrido, que
nos ha sumido en la mayor y desesperanzada confusión, la voz metalizada nos
oferta una última e insólita disyuntiva. “Ya hemos
tomado nota de su petición pero si lo desea puede ser atendido por un operador”.
Esta posibilidad también suele aparecer, a veces, al comienzo de nuestra
conexión. Bien es verdad que esa oferta no es gratuita pues, en caso de hacerla
efectiva, tendrá necesariamente un coste que oscilará entre uno y dos euros.
En
aquella oportunidad o necesidad quise probar suerte con esta segunda
posibilidad que se me ofrecía. Se cargaría 1,50 € en mi cuenta telefónica, pero
al menos iba a tener la oportunidad de conocer la diferencia en el trato que se
me deparaba e incluso poder decirle a la persona que me atendiera lo que pensaba
acerca de ese coste por hablar con una voz humana y no sintetizada
digitalmente.
MI
humana interlocutora era una mujer que, por el tono de su voz y la forma de
llevar la conversación era de procedencia sudamericana. Se esforzó, en todo
momento, por aportar amabilidad, complacencia y gestión, al problema que le
planteé: una avería en mi ordenador portátil, que el establecimiento donde fue
adquirido no aceptaba hacerse cargo de la misma. Por la parte empresarial se me
argumentaba que en la “letra pequeña” de la garantía había un texto –escrito en
formato times 4-5 (para leerlo con lupa)- donde se aclaraba que determinados
problema no estaban cubierto por la garantía de compra.
En
esa explicación o discusión nos encontrábamos cuando la chica me expuso lo siguiente:
“Llevamos hablando ya más de dos minutos. Es mi
obligación aclararle que por cada minuto que superemos, de los tres
establecidos en un principio, el coste de esta llamada se incrementará en 0,60
€”. Como la Srta. operaria mantenía prácticamente los mismos argumentos
que me habían dado en el establecimiento vendedor de esa marca, le pedí si me
podía pasar por algún otro departamento donde poder hacer efectiva mi más firme
reclamación y protesta. Estuve esperando, sin suerte, unos cuatro minutos para
que ese traslado de llamada se hiciera efectiva, por lo que decidí cortar una
comunicación que me iba a suponer un significado e injusto coste. Ante de
hacerlo, no pude por menos que expresar a mi interlocutora muy duras palabras,
con el trato y condiciones que estaba recibiendo. Le indiqué que iría a una
oficina de atención o protección al consumidor, donde estudiaría plantear una
demanda judicial.
Decidí
de nuevo probar suerte con el establecimiento vendedor.
Allí pude contactar con un receptivo profesional a quien resumí mis desventuras
con el servicio de atención al cliente de la empresa fabricante. Tras
escucharme, con plausible atención, realizó una breve consulta telefónica, probablemente
con alguno de sus jefes. Con una sonrisa, muy de agradecer, me indicó que
cuando me fuese posible le trajese el portátil. Se comprometió a entregarlo al
departamento técnico donde tratarían de solucionar el problema de
funcionamiento. Agradecí su generosa comprensión y disponibilidad. Antes de
despedirnos, mi eficaz interlocutor me narró, durante unos breves minutos, otra
anécdota o experiencia paralela de la que él y su familia fueron protagonistas.
“Aunque
no es exactamente la desagradable aventura que Vd. ha tenido que recorrer, con
una absurda comunicación enlatada y esa posibilidad de dialogo personal, previo
pago (estamos abocados a ello en estos tiempos de “locura digital”) quiero
comentarle la situación que viví este verano, en un macro-restaurante
del levante español. Me encontraba disfrutando de una semana de vacaciones,
junto a mi mujer y nuestra hija Estela. Una noche acudimos a un entorno de
moda, con todas las terrazas, cafeterías y restaurantes repletos de un público
a rebosar. Elegimos un establecimiento especializado en comida oriental,
exactamente china, cuyo rotulo publicitario anunciaba, con grandes luces de
neón, WOK SELF SERVICE.
Pensábamos
que, como en otros establecimientos similares de la especialidad, nosotros
elegiríamos la comida que, posteriormente, un cocinero nos prepararía en las
sartenes correspondientes. Pero, una vez que nos acercamos con los platos
llenos de los alimentos elegidos, un camarero nos señaló una zona habilitada
como cocina, en donde tendríamos que cocinar la carne, verdura o pescado en las
correspondientes sartenes. Ante nuestra sorpresa, ese camarero nos dijo, con un
español dificultoso para la comprensión que, si no queríamos cocinar, un
profesional del establecimiento lo haría. Pasarle a él los platos incrementaría
el coste de la cuenta en cuatro euros
por cada comensal.
Es
cierto que ya estamos habituados al “hágalo Vd. mismo” en estos tiempos para el
autoservicio. Pero nunca lo habíamos experimentado en un restaurante. En esa
tesitura (el reloj marcaba casi las once horas en la noche) y dada la
masificación de clientes en el resto de establecimientos, decidimos pagar esos doce
euros de más, y un orondo cocinero chino cocinó los tres platos, ante nuestra
vista, en no más de cinco minutos.
Le
aseguro que esta insólita experiencia no hizo sino reafirmar mi convicción de
que vivimos tiempos enloquecidos, en nuestros actos y responsabilidades. Tener
que “negociar” con una máquina robotizada, ir a un restaurante para prepararte
tu propia comida, poner en marcha un complejo aparato informático o
audiovisual, sólo con la ayuda de unas someras indicaciones que, en ocasiones,
tienes que descargarte de Internet o vienen impresas en una hoja escrita en
múltiples idiomas, eso sí con tamaño de
letra que te obliga a leerla con lupa o usando muy buenas gafas….”
Pasados
cinco días, pude al fin recoger, en el departamento informático de esos grandes
almacenes, mi portátil debidamente reparado, teniendo que abonar sólo 45 euros,
en concepto de manipulación y valor de la pieza sustituida. Elías, el servicial dependiente que con tanta
amabilidad me había atendido, quiso aclararme que normalmente la factura de
reparación era más costosa pero que, gracias a su intervención, me había sido
rebajada en un 30 % de su coste.
De
manera afortunada, los clientes o usuarios aún tenemos la posibilidad de acudir
a un mostrador donde exponer nuestra petición o problema, realizar una compra, consultar
al vendedor sobre aspectos y aclaraciones del producto que adquirimos o encontrarnos
a un camarero que te sirve con diligencia el café o la infusión que deseas tomar.
Pero el dominio de la máquina informatizada
avanza a pasos de atleta, sin posibilidad para la asimilación comprensiva, a
una velocidad innegociada para nuestra lógica o racionalidad. Esa misma y
versátil máquina te sirve la infusión, aparca tu vehículo, mantiene el diálogo
con el asunto que consultas y escribe un texto en la pantalla de tu ordenador,
sin que tengas que pulsar el teclado, sólo atendiendo a la dirección de tu voz.
Precisamente en estos días la prensa nos está narrando las insólitas aventuras
de los coches sin conductor. Todo ello nos hace preguntarnos:
¿Estamos inmersos en un proceso de deshumanización sin
retorno o, por el contrario, el enloquecido avance de la tecnología está
facilitando la “humanización” de la máquina?
José
L. Casado Toro (viernes, 15 de Julio 2016)
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profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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