Al
margen de las circunstancias propias de cada familia, existe en general una mayor aceptación por residir en las plantas elevadas de
los bloques de pisos. Tal vez, las personas mayores o aquéllas otras que
recelan del espacio cerrado que supone tener que tomar los ascensores prefieran,
por el contrario, habitar viviendas a ras del suelo o en las primeras plantas
de los edificios. Sin embargo esa mayor elevación, de que disponen los inquilinos
o propietarios de los pisos altos, hace posible disfrutar de mejores vistas
sobre la ciudad y una mayor luminosidad en las diferentes habitaciones del
inmueble.
Estas
ventajas de altura se potencian cuando la vivienda en cuestión es un ático. Esta opción añade un previsible mayor
espacio habitable y, por supuesto, no tener que soportar a esos vecinos de
arriba que, a veces, son poco cuidadosos con las normas cívicas en cuanto a
ruidos, el cuidado de grifos y cañerías y con la caída de objetos de toda
naturaleza sobre los que habitan en pisos inferiores. Es evidente que también existe
algún riesgo para los residentes en esa última planta, en el caso de fuertes
lluvias (siempre que la capa asfáltica de la cubierta o los tejados no estén
bien terminados) además de tener que soportar problemas con los contrastes
térmicos. Pero, a pesar de estos condicionantes, las ventajas de vivir en la
“cúspide” de los edificios superan los posibles inconvenientes que esta decisión
puede acarrear a los inquilinos del mismo.
El
ático de un bien construido bloque de viviendas, compuesto de ocho plantas y
situado en pleno centro antiguo de la ciudad, llevaba poco más de medio año deshabitado.
Sus anteriores ocupantes (una amplia familia integrada por el director de un importante
centro comercial, su mujer y cuatro hijos) lo habitaron en régimen de alquiler,
durante más de tres años. Pero este profesional, con una doble titulación
universitaria, fue trasladado a otra capital española. En ese momento, los propietarios
del inmueble tomaron la decisión de ponerlo a la venta.
Tras
esos meses expuesto en las ofertas inmobiliarias, la muy
bien situada y espaciosa vivienda fue adquirida por un respetable señor,
que disponía del elevado capital en que fue tasada la propiedad. Poco se
conocía de este comprador que superaba el medio siglo de vida. Sólo que tenía
otra propiedad en Madrid, pero que había decidido vivir en tierras costeras del
sur peninsular, gracias al buen clima de la zona, a esa lúdica y alegre forma
de vida que tanto valoraba y a la tranquilidad ambiental que a sus muchos años
apetecía.
Obviamente,
esta persona disponía de amplio capital. Además de abonar la costosa
adquisición, la preciada vivienda fue mejorada con unas reformas de
albañilería, a fin de mejorar diversos elementos de la misma. Estos operarios
también trabajaron en el espacioso solárium del que podría gozar el nuevo propietario.
En esos más de trescientos metros cuadrados de superficie abierta, fue
construido un invernadero y zonas de umbráculos,
pues este señor parece ser era muy aficionado a la
práctica de la jardinería, a tenor de sus decisiones de arquitectura con
respecto a esa zona para el cultivo y cuidado de plantas, adosada junto al
resto de la lujosa vivienda.
Rosendo no es especialmente comunicativo con sus
convecinos. Valora su privacidad. Ello no es obstáculo para que extreme las formas
cordiales y educadas en la vida relacional del ascensor y en otros encuentros
casuales, durante las ocasiones de entrada y salida del inmueble. Sin embargo, mantiene
un trato más abierto con Cosme, el conserje del bloque,
ya que en diversas ocasiones ha de solicitar su ayuda para cuestiones relacionadas
con el correo y otros imprevistos que van surgiendo con respecto a su nueva
propiedad. El humor de este empleado es manifiesto. De manera particular suele
llamar al propietario del ático “don Camaleón”
pues este hombre, que extrema su intimidad durante las mañanas (el empleado
tiene conocimiento que suele pasar las horas trabajando en su jardinería) a la
llegada de cada tarde, sale del ascensor pulcramente vestido y aseado,
cambiando cada día el color completo de sus elegantes trajes, cortados en
sastrería. De ahí procede ese travieso apelativo. Don Rosendo (así es como de
manera respetuosa se dirige a él), siempre lleva en el ojal de su solapa una
atractiva flor. Normalmente, un clavel rojo, con el que potencia la prestancia
y distinción de su muy cuidado atuendo.
Efectivamente,
Rosendo pasa las mañanas en el solárium de su ático, cuidando los numerosos compartimentos
térreos, bajo los practicables umbráculos que ha mandado instalar. Allí crecen variadas
especies vegetales, gracias a la bondad climática de este sur mediterráneo y a
un sofisticado sistema acuoso que mantiene el equilibrio hídrico de los cultivos.
Un espléndido huerto urbano, allá en la novena
planta de este gran bloque desde el que se puede contemplar la fortaleza de
Gibralfaro y otras espacios emblemáticos llenos de historia para la ciudad. Por
las tardes, deja reposar sus tareas jardineras y sale a la calle, con un
uniforme cromáticamente cambiante, posiblemente a caminar y cenar. Esa última
comida del día la suele realizar en un restaurante, próximo a la zona
portuaria, donde el propio Cosme ha tenido oportunidad de verlo sentado en su
mesa sin compañía alguna. Un solitario más, en un
entorno social poblado de muchas personas.
Cierta
tarde de temperatura casi primaveral, cuando Rosendo pasaba delante del
mostrador del conserje, en el acristalado portal del edificio, se dirigió al
empleado con estas amables palabras:
“Cosme, el próximo martes, 1 de marzo, celebro mi
onomástica. Me haces muchos favores y, de alguna forma, quiero agradecer tu siempre
servicial disponibilidad. ¿Querrías acompañarme a compartir la comida de ese
día conmigo? Encargaría que nos trajeran algún modesto aunque suculento menú.
Pasaríamos un agradable rato de charla y así tendría también oportunidad de
mostrarte algunas de las tareas de jardinería, con las que me entretengo
durante las mañanas. Ya me comentaste que tenías familia. Pero me agradaría que
ese día del santoral me acompañaras. Tu señora e hijos seguro que lo
entenderán”.
Fue
una sorpresa para el conserje el amable gesto del residente en el ático para
con su persona. Aceptó sin dudar el grato ofrecimiento. Pensó que estas
personas importantes sufren más la soledad de sus vidas en esos días específicos
para la celebración, como es el caso del cumpleaños, el santoral o la propia
festividad navideña. Valoraba que, a pesar de los favores que ciertamente le
había hecho, una persona con tan cultivados modales e indudable poder económico aceptara
compartir mesa con un modesto servidor laboral. Se esforzaría en hacerle pasar
un buen rato de compañía. Incluso pensó en algún detalle o regalo, como
felicitación. A este fin, compró una buena botella de Rioja, pues no quería
acudir a la casa de D. Rosendo sin nada en la mano que ofrecerle en su santo.
La comida, encargada a un afamado servicio de
catering, resultó verdaderamente suculenta. El “camaleón” carecía de problema
alguno con el dinero. Excelentes y variados entremeses ibéricos, como
entrantes; gambones “gigantes” trufados en una salsa ligeramente picante,
deliciosos al paladar; carne, exquisitamente mechada al licor, como plato
principal; pastel de fruta, navegando en un baño de helado con dátiles
tunecinos, como postre; vinos blancos y tintos de reserva, con una copa final
de cava. Ese fue el contenido de tan “modesto” menú. Cosme, sin embargo, se
reafirmó en su creencia de que este hombre sufría la cruel tristeza de la
soledad en su vida. Se decía a sí mismo que el dinero no lo trae todo en la
vida. Y este propietario, de tan pulcros y educados modales, carecía de
familiar o compañera afectiva con quien celebrar su anual onomástica.
En
un momento concreto del “ágape”, el agradecido conserje se sintió motivado para
preguntar a D. Rosendo acerca de si había estado casado; Pero el cambio en el
talante de su interlocutor, en el que fluyó una profunda tristeza facial, le
hizo desistir en ir por ese íntimo camino. El tema del interés por la
jardinería que realizaba, en esos invernaderos y umbráculos tan bien
organizados que, antes de la comida le había mostrado, era un tema mucho más
atractivo. No era conveniente avanzar por cuestiones íntimas que provocaban una
pesadumbre evidente en tan solitario personaje. A eso de las cuatro y treinta,
Cosme se reincorporó a su puesto de conserje en el portal del edificio, no sin
antes mostrar un profundo agradecimiento a su hospitalario anfitrión por la
comida de lujo que había tenido oportunidad de disfrutar.
Como
no podía ser de otra forma, aquella tarde, sobre las seis y media, vio desde su
mostrador como Don Rosendo salía, como cada día, para la calle. Siempre bien
trajeado, con el cambio cromático en su elegante atuendo, y ese rojo clavel en
su solapa que tan noble prestancia daba a su esbelta figura. Saludó con respeto
y admiración a ese tan cualificado y adinerado personaje con el que horas antes
había compartido la intimidad de su mesa.
Una
mañana, semanas después del almuerzo conjunto, vio con extrañeza como “el Sr. camaleón”
(como lo seguía denominando en la intimidad de sus conversaciones con su mujer)
salía hacia la calle, arrastrando un gran trolley
de cuatro ruedas. Se ofreció a ayudarle aunque D. Rosendo le indicó, con firme
gesto “endulzado” con una sonrisa, que no era necesario. Curiosamente, a esas
horas de la media mañana, el propietario del ático no iba vestido con sus
atuendos habituales. Verle con una sudadera, vaqueros un tanto gastados y unas zapatillas
de deporte, provocó al conserje una profunda y divertida sensación de sorpresa.
Era la primera vez que este señor ofrecía a sus convecinos esa apariencia tan
deportiva y popular.
Aparte
del correo ordinario, generalmente con remite bancario, junto a periódicos envíos
procedentes de una prestigiosa tienda de ultramarinos y productos gourmet,
apenas nadie preguntaba por el vecino del ático. Por ello fue intensa la
extrañeza del conserje cuando aquella tarde de agosto,
dos jóvenes, con gafas de sol y atuendo desenfadado, preguntaron por Rosendo
Villasclara. Portaban en sus manos unas grandes cajas de cartón. Venían
acompañados por dos miembros uniformados de la Guardia
Civil. Cosme, que se acababa de incorporar a su puesto de trabajo, les
indicó las señas exactas de la vivienda por la que preguntaban. Subieron en el
ascensor y allá arriba estuvieron por espacio de casi tres horas.
Tras
ese largo período de tiempo, al fin los dos jóvenes, posiblemente policías
especialistas que vestían de paisano, salieron del ascensor. Portaban tres
voluminosas cajas, seguramente repletas de algo pesado, a juzgar por el
esfuerzo que les suponía su transporte, además de unas grandes bolsas de
plástico gris, también llenas de alguna materia. Minutos después, fueron los
números de la Guardía Civil quienes bajaron en el ascensor, esta vez
acompañados por D. Rosendo, vestido con su sudadera y vaqueros. Se le veía
visiblemente afectado.
¿Qué había ocurrido? La sagaz rapidez del periodismo
local desveló, sólo en veinticuatro horas, la verdadera realidad de este
personaje, de modales exquisitos, amplio poderío económico y muy celoso de su
privacidad. El admirado inquilino del ático había
acumulado diversos historiales delictivos a su paso por Sudamérica, Bélgica,
Madrid y, ahora, en el sur de España. Incluso había cambiado de personalidad en
un par de ocasiones. Siempre supo eludir o superar, con suma habilidad, sus actividades
delictivas, en el marco de lo económico. Parece ser que una existencia convulsa
le había aconsejado cambiar a una vida más plácida en el sur mediterráneo,
viviendo en un lujoso ático donde había instalado un sofisticado criadero de
marihuana, entre otras plantas estupefacientes. Venía siendo vigilado desde,
hacía meses, por el grupo antidroga de la Guardia Civil.
En
estos duros momentos, el insigne personaje espera juicio recluido en la prisión
provincial donde, cada quince días, recibe una única visita. Cosme se encarga
de que tenga ropa aseada, llevándole también algunos alimentos y chucherías,
además de regalarle esos veinticinco minutos de conversación a los que,
normativamente, tiene derecho. El buen conserje siempre valoró la prestancia,
buenas formas y el generoso trato recibido por parte de su admirado propietario
del ático.-
José
L. Casado Toro (viernes, 27 Mayo 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
jlcasadot@yahoo.es
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