Seguro
que, unos y otros internautas, hemos caído alguna vez, poniendo algo de color
al tiempo de ocio, en la pícara tentación de escribir
nuestro nombre completo sobre el recuadro “sediento” de ese buscador
universal, tan versátil para casi todo. Efectivamente, más que localizar alguna
información sobre nosotros mismos en el Google
nos preguntamos, con esta divertida acción, si hay alguien por esos mundos de
Dios al que, el destino u otras circunstancias, le han adjudicado un nombre y
apellidos idénticos al nuestro. También resulta atrayente la segunda parte de
esa curiosa búsqueda o investigación. Consiste esta fase en pulsar el menú de
imágenes, a fin de echarle la vista a ese otro yo que luce y responde a los
datos de identidad que nos contemplan, en el Registro Civil de nuestra
localidad.
Tampoco
hay que extrañarse de que existan, en la amplia geografía nacional o incluso
mundial, otras personas que también poseen nuestros mismos nombres y apellidos.
Algo parecido ocurre con los topónimos geográficos. Un mismo término puede
aparecer en espacios y culturas muy distanciadas o contrastadas. Pero no es lo
mismo la coincidencia de un sólo término espacial para la localización, que los
tres elementos usuales que componen el nombre completo de una persona. Y esta curiosa
coincidencia ocurrió, en el contexto de la historia que vamos a resumir.
Era
un cálido sábado de verano cuando Alejandro M.T.
un policía local de una importante capital
andaluza, se hallaba (a causa de los turnos organizados por la jefatura a la
que pertenece) libre de servicio. Su antigüedad en el cuerpo de seguridad local
no era muy elevada, ya que alcanzó dicho puesto por oposición cuando había
cumplido los 25 años. En la actualidad tiene cuatro años más, está casado y es
padre padre de una niña pequeña que ya ha gozado de dos primaveras.
Esa
tarde, él y su mujer habían previsto salir. Necesitaban realizar unas compras
en el centro comercial de la barriada donde residen pero, dado el intenso calor
que aún soportaba la ciudad a esas horas del estío, decidieron esperar hasta
después de las siete, cuando la temperatura fuera algo más benévola. Hasta el
momento de cambiarse de ropa para la calle, se sentó un rato frente al
ordenador. Navegando por entre las páginas webs, llegó hasta el portal de Google
y fue entonces cuando se le ocurrió la idea de teclear su nombre completo, con
la curiosidad de ver cuáles eran las entradas que le proporcionaba ese afamado buscador
universal.
Para
su sorpresa, además de un reportaje de prensa con fotos en la que él aparecía
con los demás compañeros, el día en que les fue entregado el nombramiento de
policías locales, había otras informaciones relativas a dos personas que también tenían sus mismos nombres y apellidos.
Todo
aquel que posee experiencia en la “navegación” por las redes de Internet conoce
que una página suele llevar a otras, como si fuera un sistema arbóreo de ramas
enlazadas. Puede llegar el caso de que el tejido formado por esas redes
informáticas sea verdaderamente muy extenso. A causa de ello, Alejandro dejó
para la noche la investigación sobre esos otros dos compañeros que portaban la misma
nomenclatura en su identidad.
Tras
la cena, mientras su compañera Basi se puso a ver la película que daban por la
2, él se acomodó frente a la pantalla del portátil, dispuesto a continuar la
investigación que había iniciado unas horas antes. Aparecía en primer lugar un
Alejandro M.T. que, a tenor de unas fotos y unas informaciones sindicales de la
provincia castellana de Salamanca, era un transportista
de mercancías. Deducía, por la naturaleza de las informaciones
ofrecidas, que este profesional ocupaba algún cargo directivo en la estructura
de un sindicato local o regional del sector. A tenor de las imágenes, en que se
veía a esta persona delante de un enorme tráiler viajero, aparentaba alcanzar
el medio siglo de vida, más o menos.
Otro
Alejandro M.T. vestía en las fotos un elegante clergyman, sobre su generosa
humanidad corporal. Persona mayor, aparentaba andar por las seis o siete
décadas en su existencia. En las entradas de texto, había unas hojas
parroquiales de catequesis, con textos firmados por este
venerable sacerdote. Esos y otros datos indicaban una localización
espacial aragonesa, no exactamente de Zaragoza capital sino de otro municipio
de la región.
Alejandro,
muy aficionado a la lectura y al disfrute con las películas en el cine, trató
de imaginarse algunos rasgos acerca de los caracteres de sus otros dos
compañeros de identidad. El salmantino ofrecía
una imagen de persona resolutiva, activa, lógicamente viajera y con previsibles
dotes de liderazgo. Tal vez, un tanto nerviosa o temperamental. Tenía la piel
muy cobriza, bronceado consecuente de estar muchas horas en la sucesión de los
días, viajando de un lugar para otro, desplazando las mercancías a su cargo. En
cuanto el cura aragonés, su imagen sugería o
aparentaba ser una persona tranquila, sosegada, bonachona, amante sin duda de
la buena mesa, por la circunferencia que mostraba la horizontalidad de su
cuerpo. Dada la hora avanzada de la noche, decidió irse a la cama para
descansar. Al día siguiente, aunque era domingo, le correspondía prestar
servicio durante una larga jornada. En concreto, una de esas actividades
programadas era la de hacer guardia, junto a otros compañeros, en la celebración
de una corrida de toros, espectáculo en el que no se sentía en absoluto a
gusto. Nunca había sido seguidor de una fiesta popular que consideraba
cruel para con los animales.
Ya
en la cama, antes de conciliar el sueño, estuvo elucubrando la mejor forma de ponerse
en contacto con estas dos personas de su mismo nombre. Tal vez en Estadística o
en el Registro Civil del Juzgado pudieran proporcionarle algún dato telefónico
al respecto. De todas formas, se propuso rastrear mejor por las páginas de
Internet, a fin de buscar un correo
electrónico o incluso entrar en los listados de Facebook. Se mostraba dispuesto
a conocer, un poco más en lo posible, a estos dos compañeros de nomenclatura.
La
constancia de este policía local fue dando sus frutos, aunque no de una forma
rápida. Consultas en las redes sociales;
visitas a la Delegación local de Estadística;
también, correos a las de Zaragoza y Salamanca; entrevistas con responsables
del Registro Civil; investigación a través del
buscador Google; cartas a los departamentos de
estadística de diversos ayuntamientos; llamadas
telefónicas al obispado de Zaragoza; también, a
la Asociación Nacional de Transportistas;
contactos con varias compañías de telefonía móvil;
etc. Todo ello fue creando, de manera
paulatina, una base de datos que permitió, finalmente, poner en comunicación a
los tres Alejandros, que residían en Andalucía, en Aragón y en la Comunidad
Autónoma de Castilla y León. Tras un par de meses en el proceso y un mes más, a
fin de cuadrar fechas en las respectivas ocupaciones que los tres ciudadanos desempeñaban,
acordaron reunirse en Madrid, punto más o menos
equidistantes de sus ciudades de residencia, en un sábado
de diciembre, estando muy próximas ya las fiestas navideñas.
Ese
día, desde sus respectivos hoteles, las tres personas del mismo nombre acudieron a un céntrico
restaurante, cercano a la muy concurrida Plaza Mayor de Madrid. Tras un cordial
saludo inicial, dedicaron unos muchos segundos en escudriñarse recíprocamente,
contrastando la imagen inicial que todos ya poseían (habían intercambiado unas
fotos) con la realidad física que ahora tenían a muy pocos centímetros de su
vista. Curiosamente, los tres Alejandros M.T. en un gesto nervioso, sacaron de
sus carteras los D.N.I que cedieron amablemente para su comprobación a sus
interlocutores. Tomaron una mesa y tras ojear la carta, que el camarero les
había facilitado, pidieron un cocido madrileño. Mientras esperaban la suculenta
comida, con sus copas de Rioja bien repletas, cada uno de ellos fue haciendo
una breve presentación biográfica para el conocimientos de los demás.
“Me
doy cuenta (habla el sacerdote, Alejandro M.T.)
que pertenecemos, por nuestras edades, a tres generaciones distintas. Es
evidente que, con mis 68 años, yo soy el mayor. Mi familia es muy reducida.
Sólo tengo un hermano, bastante menor, que ¡es actor! y vive en el extranjero,
hace ya muchos años. Desde que me hice sacerdote, he pasado por diversos
destinos pastorales hasta fijar mi residencia de una manera más estable. En la
actualidad soy párroco de un precioso municipio en el norte de Zaragoza. Aunque
nunca me he puesto a investigar como tú, siempre he pensado que todos tenemos
por ahí nuestro otro yo, tanto en los nombres como en el parecido físico.
Sabéis que somos obra de Dios y de la naturaleza, verdades que, no pocas veces,
se comportan de una manera traviesamente divertida y misteriosa. Lo que resulta
curioso es que nuestros apellidos hayan coincidido en tres momentos del tiempo,
separados por unos veinte años de diferencia. Y eso sin que nuestras familias
hayan tenido contacto alguno. Pero así son estas casualidades, en estas
nuestras primeras vidas”.
Todos
sonreían, ante las “paternales” palabras del bondadoso sacerdote, un cura de
almas, como antes se solía decir. A continuación tomó la palabra el transportista, Alejandro M.T. expresivamente una persona
de modales menos cultivados o elegantes.
“La
verdad, yo tengo que decir que todo esto me parece una historia de cine. Demasiado
novelesca. Y tampoco hay que darle tanta importancia a que otra persona se
llame igual que tú. Pues será una coincidencia. Esas cosas pasan. Pero este no
es mi problema. Yo me gano la vida en la carretera, llevando de aquí para allá,
todo tipo de mercancías. Desde electrodomésticos y comida, hasta animales
vivos. Recuerdo una vez que tuve que transportar una camioneta llena de
cochinos. Me tengo que ganar así la vida, Y el lunes, otra vez a la carretera.
Llueva o haga sol. Entiendo la curiosidad del policía, que ha movido todo esto.
Pero a mi, el estar aquí hoy, me ha costado mi buena pasta. Y los euros no te
los regalan.. Pero nada, sigamos con la película”.
Finalmente,
con la sopa inicial del menú, encima de la mesa, fue el
andaluz, Alejandro M.T. quien expresó su planteamiento inicial.
“Efectivamente,
he sido yo quien ha dinamizado esta posibilidad. Y os agradezco en el alma
vuestra generosidad y esfuerzo, para que hoy pudiéramos estar aquí reunidos.
Localizaros y acordar este punto de encuentro, os lo aseguro, no ha sido tarea
de un día. Pero qué cosa resulta fácil en estos tiempos, en que todos estamos
“atrapados” por nuestras ocupaciones y tentaciones materiales. Como decía
Alejandro, de Aragón, en este caso yo sería el menor, como “el nieto” en esa
generación que conforman nuestras edades. La razón de todo este entramado es
que tenía curiosidad por conocer a esas otras personas que llevan exactamente
mi nombre y apellidos. Sí, Alejandro, de Castilla, tal vez sea una tontería,
pero no me negarás que resulta curioso el que sin tener vínculos familiares se
dé también la coincidencia de los apellidos. Ya conocéis que trabajo en la
seguridad, como policía local. A partir de hoy podré decir que tengo dos amigos
más, o si queréis, algo así como un padre y un abuelo. Cosas de la vida”.
Poco
a poco, la atmósfera relacional se fue relajando para la curiosidad y necesidad
del afecto. Dieron las cinco de la tarde y aún continuaban con la sobremesa de
los cafés, hablando y charlando sobre sus vidas y los avatares diarios de la
profesión que los tres desempeñaban. Por sugerencia del sacerdote, acordaron reunirse una vez cada año, por estas
fechas. Irían alternando los lugares del encuentro. Comenzaría este recorrido
anual por Zaragoza, lugar de residencia del mayor de los Alejandros M.T. Al
sentirse de alguna forma “hermanados” y con el fervor propio de la emoción, la
buena mesa y la embriagadora bebida, se comprometieron a
prestarse ayuda recíproca, no sólo en lo material, en caso de necesidad.
Finalmente, intercambiaron algunos regalos que habían traído para la reunión. Un rosario de plata, con la Virgen del Pilar, una botella de tinto reserva de Toro y una artística
jarra de cerámica granadina.
Ya en
la mañana del domingo, volvieron a encontrarse en la estación cosmopolita de Atocha. Con breves diferencias en el
tiempo, los tres Alejandros partieron hacia sus lugares de origen. El sonido pautado
de las ruedas, sobre los raíles de la distancia, alejaban y, al tiempo unían, a
tres vidas, a tres generaciones y a un solo nombre.-
José
L. Casado Toro (viernes, 6 Mayo 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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