Resulta
bastante probable que, a lo largo de nuestro tiempo, hayamos tenido relación
con personas entregadas a la práctica del coleccionismo. Podríamos citar, a
poco de que busquemos en nuestra memoria, numerosos ejemplos de familiares,
amigos y conocidos, aficionados a la entretenida
práctica de ir juntando objetos de la más variada tipología. Esta
curiosa actividad no se lleva a cabo sólo para distraer las horas sino que, en
ocasiones, la extremamos y convertimos en un incentivo, tan profundo y
visceral, que provoca el desequilibrio y, consecuentemente, el más que profundo
desasosiego.
Unos
y otros poseemos en el recuerdo aquellas imágenes afectivas
de nuestra infancia. En esas tempranas edades, ya nos agradaba juntar lo
que denominábamos “mis pequeños tesoros”. Normalmente coleccionábamos estampas
y fotos, relativas a películas, modelos de coches, futbolistas, actores o
artistas del cine o algunas historias relativas a nuestros grandes héroes de
los tebeos. Todavía hoy, cuando percibo el aroma de una tableta de chocolate o
las veo alineadas en los estantes comerciales, no puedo por menos que recordar
la ilusión que sentía en aquellos lejanos años, no sólo por la dulzura del
grato manjar, sino también por ese par de estampas que acompañaban al producto,
ubicadas entre el envoltorio y el papel de aluminio que cubría la tableta. La
tradicional y prestigiosa marca Nestlé facilitaba, al efecto, unos álbumes,
donde había que pegar esas atractivas estampas a fin de ir completando la
colección.
Por
supuesto que nuestro esfuerzo no sólo se centraba en acceder a las apetitosas tabletas
de chocolate sino que, una vez abiertas las mismas y, tras comprobar que ya
teníamos alguna estampa repetida, había que proceder a
la fase de intercambiarlas por aquellas otras que nos faltaban a fin de
completar el álbum, tarea que podía resultar en ocasiones no exenta de
dificultad. Siempre había alguna lámina o estampa que se introducía, en muy
escasas unidades, dentro de las tabletas. Era, por consiguiente, la “joya”
preciada por conseguir. El coste en el intercambio suponía dar varias estampas,
a cambio de esa otra que nos faltaba o, incluso además, realizar algún mandato o
capricho para el poseedor de tan preciada imagen.
Ya de
mayor, las personas también solemos ser aficionadas a coleccionar objetos de la
más diversa naturaleza. Los ejemplos son muy heterogéneos. Las cucharillas, con los anagramas de muchas ciudades;
los dedales de cerámica; las figuras de
muchos animales, especialmente gatos y búhos;
los más raros y sofisticados relojes; los preciados
discos de vinilo; centenares objetos de vidrio; los artísticos cuadros
de pintura; los interesantes sellos de
correo, utilizados para el franqueo ordinario; las casitas
de cerámica, alusivas a la arquitectura de muchas nacionalidades; monedas, joyas,
incluso coches (para aquéllos que tienen
posibilidades económicas de hacerlo) fotos y láminas
antiguas, latas de refrescos vacías,
utilizadas en diferentes países, muñecas de las
más hermosas tipologías … y así un largo y heterogéneo etc.
En
este contexto resumamos una bella historia, de la que fui partícipe hace ya
unos cuantos años, relativa a esta curiosa afición.
Con
esas prisas infundadas, con que banalmente nos vemos acelerados, realizaba una
mañana el rutinario repaso de la prensa digital.
Sueles centrarte en cuatro o cinco diarios, procurando un equilibrio entre las
noticias locales y aquellas otras de ámbito nacional e incluso generadas más
allá de nuestras fronteras. Normalmente, sólo lees los titulares que cada medio
destacan como principales noticias de portada. En el caso de que algunos de
esos reclamos te sean de especial interés, entras en la información y
profundizas algo más en sus contenidos. Avanzando por las distintas secciones,
me llamó la atención un pequeño titular publicitario que aludía al “coleccionista de sonrisas” frase, sin lugar a dudas,
especialmente atractiva. Marqué ese aparente anuncio para, con más sosiego, avanzar
durante la noche en su contenido.
Tras
la jornada laboral, ya en casa, recordé el titular de esa mañana y leí con
detenimiento la brevedad de lo que decía. Una persona, llamada Gregorio, solicitaba colaboración para enriquecer
su afición en el coleccionismo de “sonrisas”. Poco más
avanzaba esa escueta publicidad pagada, a no ser una dirección electrónica a
través de la cual se podía contactar con el autor de tan peculiar y sana
afición.
Es
obvio que el coleccionismo resulta usual entre muchas personas. De manera
especial, para con determinados objetos que, por muy diversas causas, les motivan
en esa búsqueda que incrementa el valor numérico, sentimental o lo que fuere, con
respecto al conjunto acumulado. Y, desde luego, estaba de acuerdo con ese dicho
de que “en cuestión de gustos no hay nada escrito”. Por esta razón comprendía que cada
coleccionista se centrara en aquellos objetos cuya motivación sólo ellos conocerían.
Pero no era menos cierto que provocara mi extrañeza (posiblemente también la de
otros muchos lectores del anuncio) que este señor coleccionara algo tan positivamente
s util,
anímico y maravilloso como son las sonrisas. Me preguntaba ¿A qué se referiría exactamente?
Dejé
pasar unos días, en los que le seguía dando algunas vueltas a las intenciones
exactas de esta persona. Llegué a preguntarme si se trataría de alguna broma,
la consecuencia de alguna excentricidad o un anuncio que encubriera algún
mensaje oculto o secreto, de intencionalidad sólo comprensible para otra
persona o grupo determinado. Al fin, una noche de viernes, tras comprobar que
el texto publicitario aún permanecía en esa página de prensa, decidí probar
suerte enviando un correo a la dirección electrónica, citada en el
correspondiente anuncio publicitario.
“Estimado Sr. Gregorio. Me ha hecho pensar bastante, su petición
de ayuda o colaboración a fin de incrementar (creo entender) su colección de
sonrisas. ¿De que forma podría colaborar en la misma? Tal vez pueda ayudarme a
entender, algo mejor, este insólito anuncio donde viene adjunta su dirección.
Atentamente”.
Transcurrieron,
aproximadamente, un par de semanas sin que al buzón de mi correo llegase
respuesta alguna con respecto a la comunicación enviada. En ese marco temporal,
el insólito anuncio dejó ya de publicarse. No es que me olvidase del asunto,
pero sí es cierto que, al paso de los días, el tema de las sonrisas fue
perdiendo intensidad en los niveles de mi memoria. Cuando pensaba ya que todo
era la consecuencia de alguna broma de origen indefinible, observo con sorpresa una respuesta a mi envío. Estaba
firmada por alguien llamado Gregorio Luis. Con cierto nerviosismo, abrí ese
correo sumido en interrogantes que necesitaban una respuesta más o menos
convincente. El texto era ciertamente largo. Supongo que habría partes en el
mismo utilizadas como plantilla para todas las respuestas y algún párrafo o
datos específicos modificados para la personalización. Básicamente, transcribo el
escrito que llegó a mi poder.
“Apreciado
hermano. Muchas otras personas, como tú (permíteme el tuteo) has hecho, se han
sentido motivadas en responder a mi “extraña” petición de colaboración. Ante
todo quiero agradecer la nobleza de tu sana voluntad.
No
es un secreto para nadie. El mundo actual sufre una dinámica de situaciones,
regionalizadas pero, al tiempo, globalizadas, que provocan en nuestros
espíritus el ánimo depresivo de la seriedad, el letargo de los mejores valores,
la materialidad que nos envilece y ese dolor, que no siempre es de naturaleza
física, que nos provoca el sin sentido de la tristeza. Pero, ante esta ingrata realidad
hay que reaccionar. Debemos cada uno, con nuestra modesta pero dinámica gota de
arena, conformar esa gran masa de voluntades que generen situaciones abiertas a
las sonrisas. Este buen gesto, en nuestros rostros, será positivamente terapéutico,
con ese afán esperanzado por conseguir un mundo menos hosco, menos violento y
embrutecido, más verdadero y socializado, a fin de compartir todo aquello que
la naturaleza y nuestro esfuerzo germina
para una mejor vida.
Sí,
desde la sencillez y lejanía de mi celda, en este monasterio perdido entre
montañas, yo quiero coleccionar no bienes materiales, a los que renuncié hace
ya muchos años. Por el contrario, me esfuerzo en despertar muchas conciencias,
para que todos recapacitemos en que el camino que recorremos nos lleva, cada
vez más, por la senda errónea de un mundo que padece una preocupante ausencia
de sonrisas y amor.
¿Y
que puedes hacer tú? ¿Y aquél? ¿Y ese otro, en tan saludable empeño? Creo que,
honestamente, mucho. Esfuérzate en dinamizar la fresca esperanza de la alegría,
frente a la oscura pesadumbre por carecer de tan saludable valor. Hazlo cada
día. Cada minuto. Cada latido de vida, en la limpieza de tu caminar. Mientras más
seamos los que así actuemos, más alegría generaremos en un mundo que ansía y
necesita cambiar. La sonrisa debe superar el letargo depresivo de la tristeza. No
me cabe duda de que, tú también, eres capaz de coleccionar y enriquecer este hermoso e ingrávido valor.
Cuando
lo necesites, será una inmensa alegría recibir tus gratas noticias. Hermano
Gregorio Luis”.
En algún
recóndito paraje de nuestra contrastada geografía, cielo, agua, tierra y amor,
un fraile, imaginativo y tenaz, se esforzaba en difundir el noble mensaje de la
sonrisa. Su ilusión era construir un mundo más amable, solidario y vitalizado
en bondad. ¿Por qué no comenzar, desde ahora mismo, en tan apasionada aventura?
José
L. Casado Toro (viernes, 20 Mayo 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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