En
la vida de una familia modesta surgen inesperados acontecimientos que alteran
el sosiego y la rutina cotidiana que suele presidir el paso de los días. Son
hechos que, al no estar programados, ejercen un especial y fuerte impacto que
pone a prueba la convivencia humilde, pero tranquila, que respira la atmósfera
de una vivienda de barrio, ubicada en un avejentado “bloque colmena” construido
en la época del desarrollismo franquista. Pero toda experiencia, por dura o
grata que sea, conlleva valores y enseñanzas que deben integrarse, aportando al
tiempo responsabilidad y experiencia, a fin de enriquecer el futuro vivencial
de sus protagonistas.
Plácido es funcionario del Servicio de Correos, desde
hace algo más de dos décadas. Trabaja como repartidor de correspondencia,
encargándose de que lleguen a su destino los envíos postales en dos importantes
barrios de la capital madrileña: Malasaña y Arguelles, zonas que por su
extensión territorial recorre, en días alternos, entre lunes y viernes. Con su
seguro, aunque modesto, sueldo, ha sacado adelante a su familia, integrada por
su mujer Úrsula y los dos hijos que ambos han
traído al mundo, Loreto y Juande, adolescentes ambos, con 16 y 14 años de edad
respectivamente. A ningún miembro de esta familia les ha faltado nunca un plato
de comida, ni ropa con la que abrigarse. Pero, también es verdad, que han
tenido épocas y momentos de especiales carencias y sacrificios, para cubrir el
alquiler del piso en que residen, además de esos otros pagos puntuales que en
modo alguno pueden desatenderse, como es el caso de la electricidad, el agua,
la basura o el recibo comunitario, en cada uno de los meses.
La
mañana de hoy viernes ha sido especialmente intensa, en el esfuerzo laboral de
este ejemplar funcionario. La proximidad cronológica de una consulta electoral,
así como la norma establecida por sus superiores de repartir al máximo la
correspondencia atrasada, dada la coincidencia de un lunes también festivo, ha
obligado a Plácido a emplearse a fondo, recorriendo muchos kilómetros de calles
, plaza y avenidas, buscando esos centenares de buzones, en donde hay que
depositar los envíos. Con pericia y no menos esfuerzo, su destreza le ayuda
cada día a organizar con inteligencia y eficacia los diferentes itinerarios que
ha de patearse arrastrando un carrito amarillo, símbolo inequívoco de la importante
empresa pública donde presta sus servicios.
Son
poco más de las tres de la tarde, cuando al fin llega al portal de su
domicilio, físicamente muy cansado aunque satisfecho de haber cumplido
ejemplarmente con su deber laboral. Como hace cada día, abre su propio buzón
para recoger esa publicidad o envíos bancarios que otro de sus compañeros habrá
depositado a lo largo de la mañana. Una de las cartas,
despierta su interés. El envío no
es de entidad bancaria alguna. Tampoco es un impreso publicitario. Cuando
repasa el nombre del remitente, esboza una sonrisa y la tensión acelera sus
pulsaciones cardiacas. Posterga su lectura para después del almuerzo, en el que
hoy tiene un sabroso potaje de lentejas, preparado Úrsula con gran esmero,
aunque las protestas de los hijos no tardan en aparecer cuando ven sus dos
platos repletos de ese suculento guiso de leguminosas.
No
comenta nada del envío que ha guardado celosamente en la mesita de noche.
Quiere conocer bien su contenido (algo se imagina del mismo) antes de
compartirlo con su esposa e hijos, a los que quiere dar un buen alegrón, si las
gestiones que con laboriosidad ha realizado dan el resultado que prevé. Se encierra en el
dormitorio y abre con emoción el sobre que tiene en las manos. Lee atentamente
su contenido y las sonrisas afloran en la redondez de su rostro. Compartirá las
buenas noticias, en la cena de esta noche. Plenamente satisfecho, dormita
durante un buen rato encima de la cama, pues ha de recuperar fuerzas tras el
continuo ajetreo que ha desarrollado durante la mañana.
A
eso de las nueve de la noche, están los cuatro miembros de la familia sentados ante
la mesa del comedor. Comparten una gran pizza que ha cocinado Úrsula cuando, en
un momento de la cena, Plácido, con mucha alegría en el rostro, les explica el motivo de su
satisfacción.
“Aunque siempre hemos estado "ajustadillos" de dinero,
hemos podido llegar a final de mes, con más o menos estrecheces. Pero,
últimamente, los gastos se han disparado. Y no lo digo sólo por vosotros, aunque
ya por vuestra edad las necesidades se van incrementando, sino también porque
mi sueldo ya no se puede estirar más. Yo sabía que mi tío tenía un primo que
siendo muy joven emigró, buscando fortuna en América. Le pregunté y él buscó
unas cartas antiguas, porque llevaba décadas sin saber nada de él. Me dio unas
direcciones y tras diversas gestiones, le envié un par de correos, a ver si
llegaban a su destino.
Cuál ha sido mi alegría cuando esta mañana, al volver del
trabajo, me he encontrado una respuesta manuscrita del primo Cecilio. Con palabras muy
cariñosas, me dice que quiere venir a visitarnos. Que de su primo no quiere
saber nada, pero que le dará una gran alegría conocernos. Incluso me ha
concretado que, sobre el quince del mes que viene, se pondrá en camino desde
México. Pues es allí donde tiene fijada su residencia. Lógicamente es una
persona mayor. Yo calculo que debe andar por encima de los setenta. Tal vez
incluso cerca de los ochenta. Pero lo más importante es que debe de tener buen
dinero, pues parece ser que andaba con asuntos o negocios de petróleo. Si le
hacemos un buen recibimiento y lo acogemos con mucho afecto y hospitalidad,
seguro que nos ayuda a cuadrar o mejorar un tanto nuestra anémica economía.
Pero hay que prepararlo todo muy bien, para que sienta el fuerte cariño y el
calor familiar de sus parientes en España”.
El
conocimiento de esta respuesta, desde las Américas, fue un alegre y esperanzador revulsivo para toda la familia Montardo.
Cada uno de sus cuatro miembros ponía el acento en aquellos regalos o ayudas que
podrían obtener del que suponían muy acomodado pariente. A buen seguro que el
primo (lo chicos le llamaban “tío”) Cecilio, en su ya longeva edad, sería
especialmente generoso con sus raíces afectivas en España. Los nervios y
estrecheces, por algunas facturas acumuladas, desaparecerían. Igual podrían
renovar algunos electrodomésticos, ya muy avejentados e incluso obsoletos. Los
chicos ponían más su ilusión en el material informático, muy necesario para sus
estudios y la relación con sus amigos y compañeros de Instituto. Plácido,
aparte de los previsibles incentivos económicos, pensaba en aquellos lugares
más apropiados para llevar a su “primo” aunque también habría que ordenar un
poco el piso a fin de que se sintiera a gusto, durante los días de estancia en
España. Sería necesario pintar algunas habitaciones y adecuar uno de los
dormitorios para uso exclusivo de Cecilio, con lo que Loreto y Juande habrían
de compartir, temporalmente, la misma habitación. Solicitaría ante sus jefes
algunos días de permiso, correspondientes a su período anual de vacaciones, a
fin de poder acompañar y atender mejor al deseado viajero.
Con
esos anhelos y proyectos, fueron pasando los
días y las semanas, esperando la llegada del mes de octubre. Habían pintado
parte del piso, tapizado las sillas del salón, sustituido algunas losetas rotas
del cuarto de baño, renovado parte del menaje y la cubertería, comprado sábanas
y un buen cobertor para la cama del tío. La antigua lámpara del saloncito, que utilizaban
desde la boda, fue sustituida por otra más moderna y con bombillas halógenas.
La ropa de los armarios fue también revisada, especialmente la de Úrsula y
Loreto. Todos esos gastos pudieron hacerse gracias al adelanto de la paga de
Navidad que uno de los jefes de Plácido aceptó concederle.
El
sábado 10 de Octubre, a las once, era el día y hora indicado para que el avión
de Cecilio aterrizara en la terminal 4 del Aeropuerto
de Barajas, lo que efectivamente se produjo con un retraso de cincuenta
minutos, a causa de la densificación en los vuelos procedentes de América. Toda
la familia le estaba esperando con un simpático cartel identificativo, aunque habían
tenido la previsión de intercambiarse unas fotos. Al verlo aparecer por la
puerta de salida, les extrañó que sólo viniera acompañado de una maleta, eso
sí, de gran volumen. Era un hombre inequívocamente mayor, septuagenario
avanzado. Más bien bajito y con una patente obesidad, especialmente en su
cintura. Escaso cabello en su oronda cabeza, ojos azules, con una mirada un
tanto picarona y un andar pausado, dando muestras del cansancio acumulado por
un viaje de tantas horas en el aire. Vestía una cazadora beige y unos vaqueros
azules, muy ajados por el uso. Calzaba unas deportivas blancas que acumulaban
muchos kilómetros de recorrido. Fue abrazado y besado efusivamente por todos y
rápidamente buscaron la línea del Metro hacia el centro de Madrid. Nadie hizo
mención de la palabra taxi, aunque todos llevaban en sus cabezas la comodidad
de este medio de transporte. Cuando llegaron al domicilio de los Montardo, era
ya la una y media de la tarde. Úrsula había dejado ya ordenada la mesa del
comedor y en la cocina recalentaba el cocidito madrileño que había preparado, dándose
un gran madrugón, con los mejores ingredientes al efecto.
La
voracidad del “tío” Cecilio asombraba a sus familiares, especialmente a Loreto
que trataba, desde hacía tiempo de mantener la figura lo más estilizada posible.
Sin duda, tantos kilómetros de viaje habían provocado ese “lanzarse” sobre el
plato aunque, también motivaba ese intenso apetito la espectacular y suculenta
bandeja con los garbanzos, la morcilla, la panceta, el chorizo, el jamón, el pollo
y la ternera, todo ello bien guarnecido con patatas, coles, habitas y zanahorias.
Durante la comida hablaron de muchas cosas, más o menos intrascendentes y,
después de los postres (natillas con trocitos de fruta escarchada) se sentaron
frente al vetusto televisor, a fin de tomar un café bien cargado que había sido
preparado por las expertas manos de Úrsula. Todos se
mostraban expectantes ante las palabras que el primo pronunciaría, con
respecto a sus previsiones de estancia, y a las “dádivas” que traería en las
“alforjas”.
“Me
encuentro verdaderamente encantado y, a la vez, emocionado con este fraterno y
cariñoso recibimiento. Han sido muchos los años viviendo separado de mis raíces
familiares y ahora, tras este dulce y afectivo reencuentro, me siento
plenamente feliz. Vuestra hospitalidad es cálida, generosa y, sobre todo,
verdadera, lo cual es muy importante en esta etapa ya postrera de mi vida. Si,
mi ya larga existencia, ha estado presidida por muy contrastados vaivenes, de
la más variada naturaleza. Y es duro decirlo pero, en estos últimos años, los
negocios se me han hundido, de la forma más dolorosa. Son tiempos difíciles,
qué duda cabe, pero la suerte no ha querido ser mi compañera en los proyectos
que, con más voluntad que acierto, he tratado de emprender. Es triste
reconocerlo y manifestarlo, pero debemos ser valientes ante la realidad. Estoy
patéticamente arruinado”.
Tras
pronunciar estas reveladoras palabras, Cecilio se vio presa de la emoción.
Lágrimas en los ojos y voz temblorosa, situación que Loreto trató de mejorar
trayéndole con rapidez un vaso con agua, en el que la chica había añadido unas
gotitas de anís seco.
“Si,
entrañable familia ¡No tengo un maldito peso en el bolsillo! Todo mi patrimonio
está en esa maletón, en el que no hay nada de valor. Salvo una valiosa foto de
la que fue mi gran amor. La dulce y añorada Gabriela, bellísima mujer a la que
no he podido olvidar. Y eso que después, por los avatares del carácter y las
circunstancias, he tenido otras tres compañeras. Pero ahora estoy sólo y sin
plata en la cartera. Incluso el viaje ….. ¡Me lo ha tenido que pagar una asociación
benéfica asistencial, vinculada a una parroquia, donde recibo un plato de
comida al día! Y, por la noche, voy a los dormitorios sociales, aunque mi
ultima ex aceptó guardarme mis pobres pertenencias, ante de echarme del pisito
que compartíamos. Esta es la cruda realidad de mi situación. No tengo otras
ayudas asistenciales porque, en su momento, debido a mi mala cabeza no coticé
para estos años de la vejez. En modo alguno quiero ser una carga para vosotros,
aunque vuestra admirable modestia y generosidad es ejemplar. Estaré aquí los
días que me permitáis. Después, volveré a mi corral mexicano. Os pediré un
último esfuerzo ….. para el billete de avión. Pero sé que obtendré una linda
respuesta, de vuestro noble y bendito corazón”.
Aquella noche Plácido tuvo que ayudarse para
descansar, tomando un fuerte tranquilizante. No podía olvidar la dura mirada de
Úrsula cuando ya en el cuarto le dijo esas palabras hirientes: “Ya veo tus
“brillantes soluciones” para resolver los problemas de nuestra familia. Una vez
más te has lucido. Es lo que siempre podemos esperar de tu imaginación. Siempre
acabamos en lo mismo. Y a ver como le das una salida a esta situación, en la
que nos has situado. Yo no estoy dispuesta a soportar a tu primo del alma”.
Mientras tanto, Loreto y Juande hablaban, con responsabilidad, desde sus camas.
“Menudo número. Seguimos igual, pero para peor. Sin embargo a este pobre hombre
habrá que ayudarle. Es una situación de conciencia y solidaridad”. En un tercer
dormitorio, el primo Cecilio descansaba relajadamente, bien arropado y
alimentado, tras las contrastadas emociones del día. -
José
L. Casado Toro (viernes, 27 Noviembre 2015)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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