Suele
ser frecuente en las pautas de nuestro comportamiento. Ocurre siempre que te
encuentras con tu sinceridad o la compartes con la de otras personas, próximas
en la amistad. Me refiero, en concreto, a ese primer
gran amor que muchos tuvieron, o creyeron tener, en tiempos de la adolescencia
o en el dinamismo vital de su juventud. Incluso, también, en el calendario
inconcluso de la madurez. Es a partir de alguna foto, en el contexto de esa
ocasional conversación con los amigos o en la oportunidad íntima de la
reflexión, cuando traes a la mente el recuerdo de él o de ella, con la que pudo
ser o con el que pudiste compartir el recorrido, siempre breve, de la
convivencia. A veces es ese amigo que se te sincera confiándote aquello de que
nunca la ha podido olvidar. O aquella amiga que susurra en el pensamiento el
interrogante de cómo habría sido su vida, si hubiera elegido o aceptado a ese
compañero de clase, trabajo o vecindad. Y siempre eres tú mismo, cuando navegas
en el mar relajado de la nostalgia, el sentimiento o la reflexión, sumido como
un naufrago en medio del estrés.
Gonzalo tiene una vida acomodadamente estable. Pero,
sin embargo, admirablemente aburrida, por esa endemia sagazmente diabólica de
la rutina. Va cubriendo, en su agenda vivencial, todas las etapas normalizadas
de un modélico ciudadano. Buen expediente académico, oposiciones ganadas con la
tenacidad de un esfuerzo ejemplar, ese matrimonio al fin tras un eternizado noviazgo
con una compañera de Universidad. Llegaron tres varones en la descendencia, por
la caprichosa decisión de la naturaleza, trabajo teñido de cruel monotonía, de
ocho a tres, en la quinta planta del negociado, comuniones, graduaciones e
independencia en los hijos que le convierten, al fin, en cuidador de nietos durante
muchas tardes y fines de semana, sin que falte ese diálogo mil veces trillado,
desvitalizado y cada vez más espaciado gracias al televisor, uno más en la
familia, por su generosidad para suplir otras carencias y silencios.
Desde
luego que no la ha olvidado. En sus momentos de
inconsolable desvelo o en esos minutos siempre alocados y espontáneos para la
valentía, recuerda aquella otra compañera, llámese Cristina o Silvia, con la
que tuvo sus mejores vibraciones en el latido impetuoso y juvenil de los
sentimientos. ¿Cómo habría sido su vida junto a ella, en caso de haber
mantenido esa relación que finalmente se torció por mor del capricho, las
circunstancias o esa numeración que todos parecemos tener escritas en nuestra
programación como humanos?
De
aquella juvenil imagen recuerda todo o casi todo en positivo, con el colorido
ilusionadamente alegre de unos años en los que parecía no existir barreras
infranqueables para la dificultad. Hubo atracción, mucho afecto, tal vez amor,
pero aquello….. no resultó. Sin embargo esos sentimientos, nunca ha podido
borrarlos al completo de su corazón, de su mente o imaginación. Y esta noche,
tras no pocos minutos remando por el mar infinito de la red informática, ha
podido localizarla y con una cierta habilidad ha conseguido su dirección
electrónica.
“Buenas noches, Cris. Pienso que ste correo será una
sorpresa para ti. No sé si, después de tres décadas en el tiempo, te acordarás
de su autor. Comprendo que son muchos los años que han pasado. Fuimos
compañeros de bachillerato en el Instituto y posteriormente también compartimos las aulas en la Facultad
de Derecho. Te recuerdo con mucho cariño, porque nuestra proximidad en aquellos
años de la juventud fue profundamente afectiva. Sentimentalmente intensa. Después
la vida nos fue conduciendo a cada uno por sendas diferentes, aunque hubiera
sido bastante probable que tú y yo hubiéramos hecho todo este camino juntos.
Muchas veces me he preguntado… ¿por qué no resultó lo nuestro? Ahora, en la
lejanía del recuerdo me gustaría saber algo, todo lo que sea posible, de ti. La
realidad es que no hemos vuelto a
coincidir, tras nuestro último año de estudios en la facultad. Creo que sería
muy bonito un reencuentro, entre dos personas que se quisieron mucho, con
nobleza y verdad. Ya conoces mi dirección electrónica y también adjunto el
número del móvil. Espero con profunda ilusión tu respuesta”.
¿Cómo era esa Cristina, que Gonzalo nunca ha podido llegar a
olvidar? Su imagen era la una apuesta joven, de cuerpo delgado y mediana
estatura. Solía tener su largo cabello, castaño oscuro, suelto sobre sus
hombros, aunque alguna que otra vez lo recogía en una cola que le daba a su
casi siempre agradable rostro un aire muy adolescente y pleno de simpatía. La
sonrisa en ella era más que permanente. Vestía muy a lo deportivo, predominando
entre sus atuendos la camiseta reivindicativa y los vaqueros deshilachados.
Agradable para con todos, tenía una especial predilección por su amorcito (como
ella lo llamaba) Gonzalo, el intelectual o cerebro de la panda. Un tanto
“traviesa” eso sí, en los momentos adecuados, la actitud de Cris era todo
responsabilidad, aunque siempre podía esperarse de ella cualquier “salida” que
cambiaba en lo positivo la brumosa atmósfera reinante. Si algún defectillo
tenía la cría es que era un tanto celosa, de todo aquello que consideraba como
propio. Tal era el caso con Gonzalo. Y por ahí vino, finalmente la ruptura,
cuando fueron apareciendo otros variados incentivos entre las apetencias
afectivas del joven Gonzalo, siempre un tanto mujeriego.
Pasaron
los días y la respuesta al email, repetido en momentos diferentes, no acababa
de llegar. Tampoco era devuelto por el servidor, lo que demostraba que había
encontrado un lugar de acomodo para su destino. Reflexionando, Gonzalo pensaba
en diversas circunstancias que podrían estar motivando el silencio de su compañera
afectiva, en aquellos ya lejanos años
del campus académico. Hay que reiterarlo. Desde hacía poco más de treinta años
no había vuelto a tener noticias de ella. Tampoco por los amigos comunes de la
época estudiantil. Pero navegando por el mar oscuro de la depresión, Gonzalo se
agarraba a sus recuerdos idealizados de aquella
que bien podía haber sido hoy su compañera, en y para toda la vida.
Trece
días después. con exactitud en el dato, observa en su móvil un mensaje de texto.
Sólo decía: “¿Terminaste derecho en la promoción
del 84 y tu apellido es Rancalla? Espero tu respuesta”. Estaba tomando
su café del mediodía (era un fanático de esta agradable infusión) y el sorbo se
le atragantó, con solo ver en su tablet la firma del texto: Cris. Los decibelios acústicos de su corazón
“retumbaban” en la cercana cafetería Oasis, bien poblada a esa hora de la media
mañana. La presión sanguínea se había desbordado en un organismo presa del letargo
en los últimos tiempos. Respondió de forma atropellada, pero rebosante en
ilusión, al mensaje de texto y a partir de ahí ya todo resultó más fácil y
esperanzado.
¿Qué sería lo más conveniente para llevar como regalo,
a ese encuentro con el que fue un primero e inolvidable amor juvenil? ¿Unas
flores, unos bombones …. o aquella foto grupal, convenientemente ampliada y
enmarcada, en la que ambos estaban juntos, celebrando con unos amigos la
onomástica del anfitrión a la fiesta? Al final optó por una caja de bombones, a
pesar que ella siempre mostraba prudencia hacia alimentos que pudieran engrosar
el peso corporal, en su anatomía joven y
atlética.
Aunque
era persona de chaqueta y corbata, aquella tarde del
viernes quiso mostrarse con un aire más juvenil. Dado que estaban en
pleno otoño, buscó una cazadora de ante, color gris perla y se enfundó unos
pantalones Emidio Tucci de pana fina, color azul marino. Esta prenda que había
comprado en las rebajas del ultimo invierno, atraído por una talla que le era
bien cómoda, pues la cincuenta y dos le estaba quedando pequeña al perímetro de
su prominente barriga. Aunque pensó en unas deportivas Converse, al final la
sensatez le aconsejó cambiarlas por unos zapatos de piel negra tipo mocasín,
tras reflexionar mirándose ante el cruel espejo de su dormitorio. Su extensa
calvicie pensó disimularla con alguna gorra deportiva pero, tras probarse una
que su hijo mayor le había regalado para la playa, desistió del intento, no sin antes estallar en
diversas carcajadas, cual “Ceniciento” otra vez sólo ante el espejo.
La
noche previa al reencuentro con la mujer de sus sueños la pasó prácticamente
desvelado, mientras Dora dormía plácidamente,
entre ronquido y ronquido. Día siguiente. 18:15 de una tarde en Octubre. Quince
minutos antes de la hora concertada, ya se hallaba en la puerta de esa coqueta cafetería, en la céntrica Plaza de la Merced, muy cerca de la casa natal del
genio malacitano en el arte. Siete minutos después de la hora concertada,
apareció caminando, de forma pausada y desde la calle Alcazabilla, la musa de sus sueños. Como en aquella película
del….. “Breve encuentro”.
Por
Cristina tampoco habían pasado con generosidad esos treinta y picos años de
distancia. Los gramos, también en ella, habían hecho tierra fértil para el
acomodo. Aquella coleta de caballo había desaparecido y el color castaño de su
cabello se había descuidado, mostrando la sinceridad de un paisaje nevado en el
croma. La epidermis de ambos reflejaba, con puntual nitidez, las líneas ajadas,
profundas y curvas dejadas por un inmisericorde almanaque. Un muy realista paisaje
epidérmico pleno de surcos y eriales. Desolador, verdadero, actual. Los ojos de
su compañera de esa ansiada tarde, ante un par de tazas de té, seguían siendo
preciosos, pero las bolsas inferiores en las mejillas reflejaban el camino que
la naturaleza marca en la ruta de todos los humanos.
Fueron
dos horas especialmente cordiales. A través del diálogo pudo conocer como ella
había superado esa viudez que tuvo que afrontar, hacía ya unos siete años. Que
tenía dos hijos casados, con cinco nietos a los que atender. Uno veterinario,
que residía en Cantabria aunque todas las vacaciones las pasaba aquí en Málaga,
junto a su madre. El segundo vástago, que había hecho empresariales, iba de fracaso
en fracaso, en su tenacidad por montar unas oficinas inmobiliarias en tiempos
complicados para la construcción.
Al paso de los minutos, el impacto visual del contraste
físico fue dejando paso a una serie de detalles e ilusionados recuerdos con los
que ambos gozaron, trasladándose imaginativamente a la lejanía de los tiempos.
Pero esta vez ninguno de los dos estaban
dispuestos a cometer los errores de aquellos alocados años de su juventud, en
los ochenta. ¿Por qué no recuperar algo del tiempo perdido en la memoria?
A
partir de esa tarde, su amistad se hizo fuerte y duradera. Aunque en sus historias
separadas había habido toda suerte de terrales y lluvias, fríos y amaneceres
templados, sonrisas y silencios, el
destino había querido unirlos dándoles una nueva
oportunidad para la madurez otoñal en sus
vidas. La convicción afectiva de Gonzalo fue decisiva. La ley de ese
primer gran amor, una vez más se cumplía.-
José L. Casado Toro (viernes, 28
noviembre, 2014)
Profesor