Un muy
cansado bus, con largos años de servicio, circula por esas carreteras rudamente
conservadas, camino de un pueblecito leonés, en las entrañas profundas de la antigua
Castilla. En su interior sólo transporta una media ocupación de viajeros, la
mayoría personas de avanzada edad y una niña pequeña que dormita sobre el
hombro generoso de su madre. Es otoño y hace un intenso frío a esa hora
temprana del amanecer. Han partido, desde la estación de autobuses madrileña, a
las 6.30 de la mañana y tienen previsto llegar a su localidad de destino unas
cuatro horas más tarde. Hay una densa niebla en el ambiente, escarcha repartida
por los senderos vacíos y un silencio a naturaleza, sólo quebrado por el rugido
monótono de un anciano motor que cumple su obligación de trasladar a personas y
a enseres. Dada la escasez de usuarios, con una rentabilidad más bien limitada,
sólo realiza este servicio un día a la semana.
Entre
los pasajeros, se encuentra una joven mujer que apenas suma sus veintisiete
primaveras. Es delgada, morena y tiene unos preciosos ojos azules, clareados
como el cielo que a todos nos contempla desde lo alto de ese techo infinito. Lucía reside en Granada, ciudad en donde recaló finalmente tras muchos
vericuetos e historias no siempre afortunadas en su corta existencia. Allí
trabaja, en una acomodada peluquería, manteniendo una feliz convivencia con su
compañero Matías, que también ejerce en el
mismo oficio. Sus primeros años de vida fueron un tanto azarosos y complicados.
Tuvo que ser criada por sus abuelos ya que, según le contaron, su madre
(también Lucía) no podía ocuparse de ella. Esta inquieta mujer, totalmente
entregada al mundo de la farándula y las variedades, desapareció de su vida,
siendo ella aún un bebé. No había cumplido aún el primer año de vida y nunca más
volvió a tener noticias de ella. Pero la atención y dedicación de Milagros fue siempre elogiada por los escasos vecinos
de este pequeño pueblecito, enclavado en medio de una naturaleza agreste pero que
goza de una gran belleza. Nunca sintió la necesidad del cariño maternal, pues
su “baba” (nombre que desde pequeña daba a su abuela) suplía con abundancia
todo el afecto que ella podía necesitar.
Al
paso de los años, Lucía quiso buscar otros horizontes para enriquecer sus
aspiraciones en la vida. No se sentía feliz trabajando en un pequeño trozo de
tierra de donde obtenían el sustento necesario para el día a día. Milagros
enviudó siendo aún relativamente joven, por lo que nieta y abuela convivían
entre la humildad de unos animales a quienes cuidar y unos cultivos que
sustentaban la modestia de su alimentación. Aun sin haber cumplido la mayoría
de edad, quiso dejar esta realidad campesina que en poco le gratificaba,
buscando otros horizontes. Primero, en Madrid y más tarde viajando al sur
peninsular, donde al fin conoció a quien iba a ser su maestro profesional y buen
compañero afectivo. Aunque en los primeros años, desde su partida del pueblo,
mantuvo correspondencia frecuente con su abuela, incluso haciendo esa visita
vacacional por la Navidad, posteriormente la comunicación se fue enfriando,
hasta hacerse ocasional, muy espaciada y a la postre inexistente, en los
últimos años.
Hace
cuatro días que recibió una carta, remitida por el cura del pueblo donde ella
desarrolló su infancia y adolescencia, en la que le explicaba la triste noticia
del fallecimiento de Milagros, por motivos básicamente naturales. En realidad
esta señora aún no había cumplido los setenta pero su corazón, un tanto gastado
en sus engranajes, dejó de funcionar para la vida. Al fin la guardia civil
localizó la dirección de su nieta en Granada, a donde el párroco de esa
localidad de no más de trescientos habitantes dirigió la necesaria y sentida
misiva. Matías no la ha podido acompañar, pues el negocio que ambos tienen
abierto exige una presencia continuada, en tiempos económicamente difíciles. Le
ha prometido no obstante que aprovechará el puente festivo de Todos los Santos,
para viajar a ese pueblo donde nunca él ha estado y ayudarla en las necesidades
propias del caso.
Lucía
va dormitando sentada en la austeridad de su asiento. Recuerda, en los
anaqueles de su memoria, aquellos gratos años de su niñez. Qué felices eran
aquellas horas cuando jugaba con su mejor amiga de la escuela, Almudena, en la
parte trasera del caserón, junto a los corrales y granero, con las risas y
actividades propias de una niñez que se dibujaba sencillamente feliz. Son
imágenes que la hacen sonreír con nostalgia y cariño. Aunque también esas
instantáneas se mezclan con los avatares que tuvo que afrontar tras abandonar
sus raíces familiares, desoyendo los consejos y ruegos que le hacía su “baba”
advirtiéndole del duro porvenir que le podía aguardar por esos complicados mundos
de dios. ¿Cómo era su abuela? Podríamos
definirla como una mujer de su casa, no muy abierta a la relación con la vecindad
pero muy laboriosa para con sus obligaciones. Fuerte de cuerpo y bella de
rostro, ofreciendo un típico modelo de carácter castellano, un tanto adusto y
frío, pero no exento de nobleza y bondad.
Le
despertaron esas campanadas que marcaban las 11 de una mañana gélida, nublada y
que ya dejaba caer las primeras gotitas de agua, sobre el parabrisas y
cristales del bus. Habían llegado al pueblo y pronto alcanzaron la plaza del
vetusto Ayuntamiento, donde se hallaba situada la parada final del viaje. En
aquel preciso momento, sólo había en ese lugar tres ancianos lugareños, sentados
bajo el soportal de piedra que encuadra a toda la plaza. El paisaje convivencial
que la recibió ofrecía una imagen dantesca de silencio, olvido y soledad. Se
dirigió directamente a la Iglesia, un templo de raíces góticas puesto bajo la
advocación de San Benito, donde esperaba contactar con la persona del cura. Don Aurelio, un orondo sacerdote, bonachón y amigable,
vestido a la antigua con una raída sotana, atendió a Lucía con prontitud y
delicadeza. Se acomodaron en un pequeño despacho, falto de luz y rezumando
humedad, situado detrás de la sacristía.
“Lamento, hija mía, no haber podido localizarte antes.
Dos vecinas vinieron a comentarme que no veían a la señora Milagros desde hacía
unos tres días. Habían llamado a su puerta, pero nadie respondió desde el
interior de la casa. Junto fuimos al puesto de la Guardia Civil donde una pareja
de la benemérita pudo forzar una ventana, a fin de penetrar en el caserón.
Posteriormente, el médico certificó que llevaba sin vida al menos cuatro días.
Su corazón había dejado de latir. La última persona con la que habló fue con
don Rosendo, el boticario, quien le aconsejó fuera al médico, para esa gripe
que sin duda le estaba aquejando. Las llaves de la casa están en poder de la
Guardia Civil. Vamos al puesto de mando y ellos te la entregarán. Tu eres,
lógicamente, la única heredera de esa propiedad. En un pueblo cercano tenemos
un notario que atiende todos los lunes del mes. El te puede ayudar a resolver
todo el papeleo relativo a la transmisión de bienes. Estos son más bien
modestos, pero tu ya debes conocer lo que ella poseía. Las tierras las vendió
hace ya unos años, a fin de atender las necesidades de cada día. No tenía otros
ingresos. Queda la casa y sus enseres. Tendrás que decidir qué hacer con todo
ello. ¿No te gustaría venirte a vivir por estas tierras….? Por cierto, no te
preocupes con los gastos del sepelio. La buena señora lo tenía todo más que
bien controlado”.
Lucía
explicó a don Aurelio, a grandes rasgos, sus circunstancias personales y de
trabajo. En un principio no quería deshacerse de la casa que la vio nacer y
donde transcurrieron los años más felices de su infancia. Aunque ella
conservaba una copia, las llaves originales le fueron entregadas por el
teniente de la Guardia Civil. Junto con el sacerdote, entraron en el viejo
caserón cuando más arreciaba la lluvia. Comprobaron que todo estaba en buen
orden. Dado lo incómodo del tiempo, la joven preparó un buen café que los tres
compartieron, continuando la conversación iniciada en el despacho del párroco.
Mientras hablaban, sonó una llamada en la puerta. Era una de las vecinas que tras
saludar a Lucía, se ofreció a todo lo que la chica necesitase.
Dos
días más tarde, sábado, Matías pudo llegar al pueblo de su compañera.
Rápidamente dio con la casa, encontrando a Lucía en un estado de profundo aturdimiento
y shock emocional. ¿Qué había podido ocurrir?
¿Tanto le había afectado el fallecimiento de un familiar, ciertamente alejado en
los últimos años de un afecto directo?
“Ayer
por la mañana estuve rebuscando entre las pertenecías personales de mi “baba”.
La verdad es que no esperaba encontrar nada de especial valor, pues mi…..
abuela era una persona en extremo modesta. Alguna joya, fotos familiares,
documentos relativos a la propiedad de la casa, mi vieja muñeca que ella supo
conservar con ese amor que tanto le caracterizaba… pero en el último cajón de
la vieja cómoda localicé una caja de madera lacada
con su cerradura bien echada. Me intrigó bastante qué podía contener aquel
cofrecito tan bien conservado y cerrado. Al final me decidí a forzar su
apertura, no sin gran esfuerzo, pues tenía un engranaje muy bien construido.
Tras abrirlo, observé las fotos de un hombre al que nunca he conocido. No era
mi abuelo de joven, ya que de él tengo alguna fotografía en Granada. Un par de
cartas, escritas en un papel muy amarillento por la antigüedad, sin duda
remitidas por esa persona a Milagros. También había una carta dirigida a mi.
Había sido escrita en fecha reciente. Concretamente este verano. Probablemente
mi abuela se sentía mal y decidió dejarme esta terrible confidencia en forma
epistolar. Está aquí. Léela tu mismo. Yo aún no me he podido recuperar, tras
conocer su contenido. Esta noche apenas he podido dormir, por efecto de la
emoción que me embarga.”
La
carta no era muy extensa, pero extremadamente profunda en su exposición.
“Mi querida Lucía. Aunque hace tiempo que no sé nada de
ti, quiero hablar contigo a través de esta hoja de papel. Siento que mi salud
se va deteriorando, día a día, y no quiero marcharme de este mundo sin que tú
conozcas la verdad de un secreto, que he
mantenido oculto casi tres décadas. No, no ha sido fácil guardarlo en una
comunidad tan pequeña y donde al final todo se sabe o se malinterpreta. He de
confesarte que tuve un gran amor. Ocurrió en una época en la que la relación
con tu abuelo se había completamente marchitado. Sí fue una relación
pecaminosa. Mientras mi marido vivía su vida, esta persona y yo sabíamos encontrar
los momentos para compartir nuestra mutua atracción. Él también estaba casado.
Fueron un par de meses, en los que me sentí verdaderamente feliz por primera
vez en la vida. Mi alocada hija ya vivía las desventuras por esas tierras de
todos. Nunca quiso volver por aquí y nunca he sabido nada de ella. Lo grave ocurrió
cuando me quede embarazada de este amor ilícito. Mi cuerpo superaba ya los
cuarenta años de edad. La sorpresa fue que cuando al fin se lo tuve que contar
a tu abuelo, él supo reaccionar con una frialdad que yo nunca entendí. Decidió
que nos alejáramos del pueblo. Entonces naciste tú. Y a la vuelta, urdimos esa
historia de una madre que abandona a su hija, teniendo la abuela que ejercer el
oficio de madre. Tú eres …. mi hija. Y esa supuesta madre, a la que no
conociste, en realidad es tu hermana. En vida, nunca me atreví a confiártelo.
Ahora, cuando leas esta carta, conocerás toda la verdad. Le he pedido muchas
veces perdón a Dios. También te ruego sepas perdonarme. En el pueblo nunca
habrían entendido mis razones. Sentí ese miedo a la condena social, insufrible,
muy cruel y despiadada. En realidad, siempre te traté como a una hija. Con todo
mi cariño y amor. Tu “baba”. Tu madre.”
El
viento racheado continúa golpeando con gruesas gotas de lluvia los ventanales
somnolientos del envejecido caserón. En su interior, Lucía y Matías permanecen
sumidos en ese desconcierto crítico generado por la verdad. Los rojizos leños
del hogar templan la temperatura de una estancia donde los recuerdos prevalecen
y en el que una joven mujer, abrumada por la confusión, trata de reconstruir y
aceptar el nuevo sentido de su realidad.-
José L. Casado Toro (viernes, 21
noviembre, 2014)
Profesor
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