Aquel
paciente y creativo profesor solía explicar, ante la desigual atención de sus
alumnos, la visión o concepción que él poseía acerca de las frases u oraciones
gramaticales. En su opinión, el verbo era como
el corazón que dinamiza la actividad de los cuerpos. Los
sustantivos actuaban como las partes de ese organismo que se abre
diariamente a la vida. Las preposiciones y partículas
de enlace, como esas articulaciones que facilitan el mecanismo o el engranaje
corporal. Finalmente, los adjetivos
representarían ese ornamento, traje o atuendo que, con más o menos colorido,
envuelve, lustra y cuida una realidad existencial que interactúa con el medio.
Hablando
de adjetivos ¿encontramos, hoy, aquéllos que sean apropiados para expresar el continuo y espectacular avance de la tecnología,
en todas las realidades que rodean y enriquecen nuestras vidas?
Ciertamente
parece que se nos acaban o quedan pequeñas las palabras que definen ese
progreso indefinido de la tecnología electrónica, puesta al mejor servicio de
la microinformática. En el campo de medicina, vemos como se realizan
complicadas intervenciones quirúrgicas, dirigidas desde la distancia, con una
exactitud que nos asombra y ennoblece como personas. La comunicación de la
imagen y los sonidos, todo ello transmitido a tiempo real, no conoce límites ni
distancias. El mundo mediático se ve favorecido con unos sofisticados recursos
que facilitan la transmisión de la noticia, la reflexión y el debate de una
forma impensable hace tan solo algunas décadas. La voz sustituye a nuestras
manos y pronto la vista o el pensamiento serán artilugios que pondrán en
funcionamiento máquinas que articulen el proceso relacional de nuestras
necesidades.
Aunque
grandes pensadores, figuras ilustres de la Historia, pudieron aventurar en sus
escritos y dibujos la previsión de algunos de los actuales avances difícilmente
admitirían, en su tiempo o época, que ese progreso tecnológico llegara a
alcanzar la magnitud y rapidez con el que hoy nos asombra la ciencia, puesto
todo ello al mejor servicio de la humanidad.
Octavio de la Encina no era un ferviente aficionado a
los adelantos tecnológicos, como la mayoría de familiares, amigos y conocidos a
él vinculados. En modo alguno rechazaba estos espectaculares avances de la
microinformática. Sin embargo prefería no adentrarse por ese camino estresante
del “estar siempre al día” para la última novedad electrónica o en las
vanguardias digitales de la comunicación. Entendía que esta lúdica, y tal vez
obsesiva, competitividad actualizadora encuadraba mejor con las generaciones
más jóvenes, especialmente preparadas para optimizar el manejo de esas
sofisticadas, en su criterio, máquinas informáticas. Prefería vivir en ese
sosiego trasnochado del viejo teléfono fijo, frente a la deslumbrante cuarta
generación, las nubes virtuales, los nano segundos en la velocidad de navegación
o los espaciosos terabites, en los almacenamientos insaciables de la
información.
Pero
he aquí que hace unos días celebró, en
la intimidad familiar, su fiesta de cumpleaños. Se encontraba cenando en un
restaurante del Puerto malacitano, junto a su mujer y su único hijo, Carlos,
padre de una preciosa criatura de seis años, cuando a los postres le cantaron,
entre risas y con voces no muy estridentes, el “cumple feliz”. Sopló la única velita
(faltaban otras cincuenta y dos) anclada en el postre y entonces Stela, su
nieta, le hizo entrega de una cajita envuelta con un elegante lacito azul.
Abrió muy despacito el regalo, ante las miradas atentas y sonrientes de sus
tres acompañantes de mesa, quedando asombrado ante la generosidad de su
contenido. Era un móvil, precioso en su diseño, perteneciente a esa última
generación de la telefonía digital. Con besos, parabienes y alguna que otra
broma, finalizó aquella entrañable reunión celebrada en una noche de luna
llena, a poco de comenzar el verano. Ante el requerimiento de los mayores, Carlos
se comprometió a ir el domingo por la tarde a casa de sus padres, a fin de
explicarle el manejo básico de esa avanzada telefonía, ya que él también había
cambiado el suyo hacía sólo un par se semanas.
“Ya te lo he dado de alta en Internet. Aunque me dices
que eso del Whatsapp no te interesa (verás como pronto cambias de opinión) hay
en este móvil otras muchas prestaciones que te pueden ayudar, ilusionar y,
también, entretener. No me cabe la menor duda de que pronto te adaptarás y
agradecerás la novedad de esta tecnología de vanguardia”.
Así,
padre e hijo, comenzaron una didáctica y provechosa tarde dominguera, para el
mejor uso de esa sofisticada maquinita “milagrosa” para el funcionamiento
digital. Mientras la pequeña nieta jugaba con la abuela, su madre, Marta, se
entretenía preparando en la cocina unas apetitosas galletas, ya que se había
aficionado recientemente al arte de la repostería.
La
“clase” para el aprendizaje telefónico estaba siendo bastante fluida y
provechosa cuando, en un momento concreto, Carlos muestra a su padre la que estimaba
novedad más avanzada del sofisticado terminal. Una aplicación denominada “SIRI”, a través de la cual el usuario puede dialogar
con una especie de inteligencia virtual. Le mostró cómo le hacía preguntas
acerca del tiempo atmosférico, la ubicación de las farmacias o el horario de
los cines. De inmediato una voz, algo metalizada pero aceptable en su
naturalidad, les respondía con una certeza mágicamente admirable. El asombro de
Octavio, ante ese “robot” al que interrogas sobre algún servicio, atendiéndote
con puntual y rápida exactitud, fue verdaderamente de impacto. Difícilmente podía dar crédito a que ese pequeño artilugio
pudiera entender, y satisfacer al tiempo, la cuestión o petición que el usuario
planteaba.
También
quedó asombrado al comprobar que podía mantener un diálogo con un usuario
alejado en muchos kilómetros, añadiendo a las palabras de ambos sus propias
imágenes. Una vez le hicieron la experiencia del Skype en un ordenador. Ahora,
esa transmisión de texto, voz y vídeo la podía tener en su propio teléfono. Esa
aplicación, denominada FACE TIME, era otro
milagro de la ciencia. Hablar por teléfono, viendo en la pantalla a su
interlocutor y al espacio que le rodeaba. Le costaba dar crédito a esa otra
“mágica prestación”.
Aquella
noche este laborioso corredor de seguros “pasó”, una vez más, de la
“adormidera” rutinaria emitida por las cadenas televisivas. En su lugar se puso
a practicar con ese “juguete” tan sofisticado para la intercomunicación, que su
cariñosa familia le había regalado. Aparato en mano, comenzó a trabajar con las
teclas virtuales y aquellas otras explícitas en el hardware telefónico. Repasó
las funciones más usuales para su necesidad, navegando incluso por algunas
páginas de Internet. Le puso un mensaje a Stela que, a pesar de su corta edad,
ya manejaba estos artilugios con proverbial destreza.
En
un momento concreto, recordó la prestación que su hijo Carlos le había
enseñando, el SIRI. Ese “diálogo virtual” que posibilitaba recibir respuestas,
orales y escritas, a las peticiones previamente
solicitadas. Planteó algunas
preguntas sobre cine (una de sus grandes aficiones) y algunas direcciones
interesantes, como las farmacias de guardia, los centros comerciales o datos relativos
a sus compañeros del trabajo. Le resultaba
impresionante la rapidez y concreción que utilizaba esa especie de
inteligencia artificial, con dulce voz femenina, que reposaba en sus manos.
La
verdad es que había tomado un aromático té, después de la cena. Bien despierto,
continuó manipulando esa joya de la telefonía, correspondiente a la ultima (ya
va, por la quinta) generación. “Qué más podría
preguntar, a esta aplicación tan sabia?” se dijo a sí mismo. Cayó en la
cuenta de que a meses iban a celebrarse elecciones generales para renovar las
Cortes y el propio Gobierno de la Nación. Por ello se le ocurrió entablar un
peculiar diálogo con ese “sabelotodo” que parecía estar tras la pantalla de
resina, según le había explicado su hijo. Francamente, la escena se asemejaba
al inolvidable cuento clásico de Blancanieves ante el espejo.
- ¿A qué partido político español debería votar, en las próximas
elecciones, que se celebrarán en el mes de Octubre? La respuesta a su
complicada pregunta no se hizo esperar. Desde esa poderosísima base de datos
(parece, según el Google, ubicada en Irlanda) la chica de voz melodiosa,
siempre solícita, le dijo:
Por favor, indique al menos cuatro
preferencias básicas, para su mejor opción partidista.
- Partido que defienda, por encima de cualquier otra
motivación, los intereses de los ciudadanos. Que no utilice la mentira o la
manipulación como sistema de supervivencia. Que defienda y aplique la
concertación, el diálogo y el consenso, con las demás fuerzas políticas. Que
trate de resolver los problemas de los ciudadanos, en lugar de crearlos. Que se
enfrente, de verdad, con las prácticas corruptas. Que ese grupo construya, de
verdad, políticas de Estado más que objetivos partidistas o electorales.
En
esta ocasión, esos microsegundos que tardaba el viaje de ida y vuelta, a la
previsible y gigantesca base de datos que el sistema poseía en Internet, se
convirtieron en algunos breves segundos, para la tan ansiada respuesta. Al fin
ésta llegó, con su proverbial concreción para la ayuda. Escrita en pantalla.
Pero también, con la acústica perceptible de la palabra.
Lo lamento. No puedo ayudarle con todas esas
preferencias. No encuentro la opción más adecuada que atienda las exigencias
que plantea.
Tras
unas semanas de práctica, Octavio había adquirido la suficiente destreza en el
manejo de tan sofisticadas máquinas para la comunicación. La propia Aúrea no
acababa de dar crédito a la conversión tan profunda que su marido había sufrido
para integrarse en esa cofradía universal de la telefonía. Ella nunca llegó a
saber el contenido de una pregunta que Octavio había planteado al Siri. ¡Ay, si
hubiera conocido la respuesta…! Efectivamente, aquella mañana de lunes Octavio
decidió no ir a desayunar, como hacía todos los días de trabajo. Se encontraba
en los servicios de su oficina y se le ocurrió plantear un interrogante a esa
mágica aplicación que siempre trataba de ayudarle.
-
Estoy totalmente “colado” por una compañera
de trabajo. No sé como decírselo a mi mujer. No me atrevo a descubrirle la
verdad. ¿Qué puedo hacer? Estoy muy aturdido.
La
metalizada voz, a modo de helénica deidad, no tardó en responderle desde los
santuarios mágicos y universales del paraíso on-line digital.
No
debes preocuparte. A ella también le ocurre lo mismo con respecto a ti. No se
atreve a decirte la verdad de sus sentimientos con respecto a otra persona que
existe en su vida. Creo que a los dos os falta un mucho de diálogo para la
intimidad y la verdad.
Difícilmente podía dar crédito a la
peculiar y dura anécdota de la que estaba siendo partícipe. Aquella noche
apenas consiguió conciliar el sueño. En la inmensidad de la noche, decidió no
volver a preguntar a la maquinita sobre cuestiones que podían conllevar tan
impactantes respuestas. Se decía, con el temor propio del caso, cuál era el
verdadero poder de esa inteligencia artificial que nos
hace creer en la racionalidad de lo imposible.
José L. Casado Toro (viernes, 4 julio, 2014)
Profesor
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