“Hola…. No, por
favor, no cuelgue. Esta llamada le puede resultar extraña. Lo entiendo y me
disculpo por ello. Pero he marcado un número al azar confiando en hallar, al
otro lado de la línea, un poco de atención y comprensión para mis palabras. Sea
Vd. quien sea, le aseguro que me encuentro….. mal, muy desanimada, ante la
situación por la que estoy atravesando. No, no es por un problema de enfermedad
o de gravedad o dificultad económica. Tampoco por el miedo, ante algo corporal
que me puede ocurrir. Mi problema, mi gran problema….. es el de la
incomunicación. Verá, cuando te levantas un día y otro….. y otro más, sabiendo
y sufriendo esa soledad íntima ante los demás, te llegas a preguntar si merece
la pena seguir viajando por esa rutina de las hojas del calendario. Simple y
gravemente …… no tengo a nadie en quien confiar, con quien compartir y hermanar
este horrendo vacío de la soledad…..”
Recibir
una llamada de teléfono, a esas horas incómodas de casi la medianoche, con este
duro, durísimo contenido, me dejó psicológicamente afectado. Francamente, no
atinaba la mejor respuesta que darle a mi anónima y desesperada interlocutora
¡Claro que pensé que podría tratarse de una broma de mal gusto! O de alguna
mente enferma, que se permite utilizar las redes sociales o su propio teléfono,
para sembrar la duda o la inquietud entre aquellos con quienes contacta. En
otro sentido, el planteamiento del problema estaba más que claro, por parte de
la persona que me había llamado. Reconduje rápidamente mi sorpresa inicial y me
dispuse a participar, tal vez de manera un tanto imprudente o temeraria, en ese
envite para el que había sido involuntariamente convidado. Si la casualidad me
había señalado ¿por qué no aceptar esa oportunidad de conocer a un alguien
anónimo y tratar de ayudarle en su más que evidente estado de angustia?
“Bueno, reconozco que no es muy normal que, a estas horas
de la madrugada, recibas una llamada de teléfono, con un contenido de esta
naturaleza. No sé quien eres, no sé absolutamente nada de ti. Sólo que padeces
un estado de profunda tristeza e, incluso, desesperación. Ruego te pongas en mi
lugar ¿Qué puedo decir o hacer para ayudarte? Lo único que se me ocurre es que
al escuchar tus planteamientos y razones estoy abriendo un primer camino para
aliviarte de este algo que sólo tú pueden concretar y desarrollar. No, no te
preocupes. No voy a colgar o a cortar la comunicación. Si ello te hace bien,
explícame quién eres, cómo te llamas y más detalles de tu vida y, de manera
especial, sobre ese problema que te hace sentir tan mal”.
Quien
me hablaba, tenía una voz dulce, femenina, pero soportando una indudable
tensión anímica. Con su decisión, un tanto infantil, se había ganado de manera
rápida el premio a seguir dialogando. Ya desde este momento tenía la percepción
de que la noche iba a ser larga y, también, muy interesante. La intriga estaba
puesta, con todos los honores, sobre una mesa entre dos.
“Soy una persona, como esas otras que te cruzas por la
acera o con las que compartes el bus, en el día a día. Con sus pequeñas y
grandes historias, con sus afanes, fracasos e ilusiones que sólo ellas y su
entorno más próximo conocen. A veces, ni ese entorno inmediato, se encuentra al
cabo de su intimidad. Me atrevería a decir que, en no pocas ocasiones, ni ellas
mismas, controlan lo que les sucede. En mi caso, soy una mujer sola, rodeada de
gente. Me llamo….. me hubiera gustado llamarme Stela, como esas estrellas que
nos miran desde la noche y que parecen estar siempre felices. Bueno, me
pusieron al nacer otro nombre pero….. dejémoslo en Stela. Te decía que me hallo
rodeada de gente, pero cada una de estas personas va a lo suyo. Sólo a lo suyo,
con ese profundo ego que nos domina. En algunos de estos familiares y aquellos
que se dicen amigos, podría entenderlo. Pero ya es más difícil y terrible,
percibir esa lejanía próxima en aquellos que están más vinculados a ti, por
razón del hogar en el que vives.”
Mientras
Stela desarrollaba su íntimo monólogo, marcando una forma especialmente lenta,
en la dicción de las palabras, pensaba en tantas y tantas personas que, a buen
seguro, estarían atravesando una situación tan complicada como la de mi
comunicante…. sin tener a quien decir o compartir sus desalientos. Me atreví a
interrumpirla, más que nada, por darle un cierto respiro a una tensión que yo
percibía claramente “in crescendo”.
“Pero ¿no crees que, en esa incomunicación en la que te
sientes, hay una parte (puede ser importante) que afecta a tu propia
responsabilidad? Entenderás que no estoy al tanto de los detalles (prácticamente
no conozco ninguno) pero siempre he considerado que, cuando las relaciones se
degradan, la culpa o los errores están en las dos partes. Parece que estás
casada… ¿tienes hijos? Digo esto porque si con tu pareja no hay conexión,
siempre puedes apoyarte en esa bella prolongación de tu vida que, sin duda, son
los hijos”.
Tras
unos largos segundos en el silencio, continuó este curioso diálogo. Las
manecillas del reloj marcaban ya las 11.30. Decidí apagar el aparato de
televisión. Aunque la película no era especialmente interesante, había perdido
ya el hilo argumental y quería concentrarme en la conversación que estaba
manteniendo con una silueta de la que sólo controlaba su voz.
“No, en estos años de matrimonio no hemos tenido
descendencia. Y ahora, en la distancia del tiempo, lo veo como un error, un
profundo error. El trabajo de ambos y ese ego que tanto nos traiciona, hizo que
fueran pasando los meses y los años, acomodándonos a una situación que a medida
que el tiempo avanzaba no nos atrevíamos a modificar. Y cuando la convivencia
con mi pareja se tornó árida y vacía de contenido, ni él ni yo tuvimos en quien
apoyarnos para intentar salvarla. Debo reconocer que, en estos catorce años de
convivencia, fueron buenos los cinco o seis primeros. Pero después, la fuente
se fue secando, de manera paulatina, hasta que por sus grifos sólo manaba esa
rutina adobada de silencio y disimulo. Seguimos viviendo juntos, pero cada uno
va a lo suyo.”
“Por mi parte, aunque no te lo creas, la situación
tampoco es muy lúcida para la ostentación. Ahora que vivimos separados, mi
relación con la que ha sido mi pareja ha mejorado. Los dos niños viven con
ella, pero cumplimos sin problema los tiempos en que vienen a mi casa. Cuando
surge alguna dificultad que les afecta, dialogamos y llegamos pronto a un
acuerdo para solucionar su problema. Me centro en mi trabajo y en esas
aficiones que nos vitalizan. También, hay algunos amigos en los que hallo
siempre el calor del afecto. En este sentido, te reitero esa sugerencia para
enriquecer un poco tu vida. Aficiones, amigos, el trabajo (si lo tienes….)”.
Sentí
entonces, a través de ese micrófono que nos identifica, como la respiración de
mi interlocutora se fue tornando más jadeante y nerviosa. Sin darme apenas
tiempo a reaccionar, interrumpió esa parte de mi exposición que trataba de
aportarle luces y soluciones para su bloqueo anímico.
“¿Puedo volver a llamarte en otro momento? Es la primera
vez que escenifico o protagonizo esta situación. Tenía miedo de hacerlo, pero
he tenido la inmensa suerte de encontrar una respuesta admirable en tu persona.
Te lo aseguro. Es la primera llamada, después de haberlo pensado mucho. Y
parece que he acertado con los números mágicos de esa ruleta que marca caminos
inesperados de nuestro destino. Creo que eres una persona amable, comprensiva e
inteligente, a fin de encontrar soluciones a los problemas. Y muy generosa. Me
siento mucho mejor, después de este rato de conversación.”
Aunque
las dudas seguían flotando en el mar sereno de mi conciencia, le respondí de
una manera positiva. Por mucho que me asombraba la situación que acaba de
vivir, consideré que ayudar a las demás personas, cuando la necesidad de las
mismas es manifiesta, no debe suponer sólo un gesto amable, sino una obligación
en conciencia. Nos dimos las buenas noches y me fui a la cama. Mañana había que
volver al trabajo de ocho a tres, en el negociado de urbanismo al que acudo
diariamente. Esta noche se me había presentado muy diferente a todas las demás.
Desde luego el día había finalizado de la forma ….. más curiosa e insospechada.
Pasaron
los días y el teléfono permanecía mudo, en esas horas después de la cena. Debo
reconocer que, en determinados momentos, sentía la necesidad de volver a
dialogar con la supuesta Stela. Carecía de su número, pues ella había activado
la privacidad del mismo. Las preguntas fluían,
entre la imaginación y el deseo. ¿Qué rostro podría poner a la cara de esta
chica? ¿Habría seguido alguno de mis consejos o sugerencias? ¿Se encontraría
mejor de aquella situación de crisis, cuando decidió marcar unas teclas al
océano del azar? Desde luego tenía la certera convicción de que, en algún momento, la conversación se
iba a poder reanudar.
La respuesta a todas mis dudas e interrogantes se produjo
algunos meses después. Y fue también producto travieso de la casualidad. Entre mis aficiones se encuentra,
ocupando un destacado lugar, la asistencia a los espectáculos teatrales.
Especialmente me agrada participar, como espectador, en esas obras
experimentales, protagonizadas por grupos universitarios vinculados a la
vanguardia creativa.
En
el Festival Anual de Teatro, asistía a la
representación de una obra correspondiente al ciclo de “Nuevas experiencias en escena”. Lo cierto es que, a los pocos
minutos de su desarrollo argumental, me vi perfectamente retratado en unos de
los dos personajes que compartían el espacio escénico, hombre y mujer separados
por una mampara de cristal. Evidentemente, la
situación que yo había vivido a través del teléfono con Stela, era parte
sustancial de la obra. Caí en la convicción que había sido elegido, por
el azar o la intencionalidad, a fin de ayudar, con mis reacciones y actitudes,
a construir una historia que, evidentemente, yo conocía muy bien. De ahí la
llamada misteriosa de aquella noche. Cosas… del teatro experimental.
Aprovechando
la oportunidad que me brindaba el momento, a la finalización de la
representación me acerqué a su creadora, e intérprete principal, que se
encontraba saludando a los muchos espectadores y amigos asistentes.
“Buenas noches ……. Stela. Veo que has conservado ese
nombre para tu personaje. En cuanto al actor, aunque lo ha hecho bastante bien,
creo que yo habría podido representarlo de una forma más natural y real. Por
cierto, el final que le has dado a la complicada trama argumental ha estado
presidida por un bello lirismo, emocionado y abierto a la esperanza”.
Mi asombrada
interlocutora me miraba sin poder articular palabra. Un color sonrosado había
inundado la agradable tersura de su rostro. Le quise quitar hierro al asunto e
improvisé algún comentario simpático.
“El nombre de Alex, que me has concedido en tu libreto,
no me desagrada. En realidad mi verdadero nombre también comienza por la
primera letra del alfabeto. Por cierto ¿Cuándo vas a volver a comunicar otra
vez por teléfono, a fin de compensar esa soledad que tanto te abruma….?”
Efectivamente,
aquella misma noche recibí otra vez la llamada de Dania,
su verdadero nombre. Tras intercambiarnos gestos, palabras y ocurrencias, al
fin me confesó algo que yo presentía. Mi persona y dirección telefónica no eran
datos desconocidos, para esta valiente e imaginativa, escritora e intérprete. Hacía
años que habíamos compartido la anónima convivencia de los silencios. Pero
ahora iba a significar el comienzo de una grata amistad. Ese vínculo afectivo, en el momento de
redactar estas líneas, aún hoy permanece.-
José L. Casado Toro (viernes, 20 junio, 2014)
Profesor
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