A pesar de que el
calendario anual posee, siempre, importantes fechas, sean emblemáticas u
ocasionales, para el cambio o renovación en nuestra trayectoria, Septiembre ofrece ese algo especial que nos motiva
para reconducir hábitos y comportamientos, en el diario caminar para la
existencia. En esta cíclica percepción influye, a no dudar, la esperanzadora vuelta escolar a las aulas. Tanto
para aquellos que están en una cronología administrativa, apropiada y
específica, para el aprendizaje reglado, como para otros muchos que sienten la
necesidad de seguir aprendiendo. Sea en los centros de mayores, en las
multivariadas ofertas culturales que la sociedad nos oferta y en la sin par y
mimética escuela que proyecta el entorno vital.
Tradicionalmente, este primer artículo de una nueva temporada (ya en el
sexto ciclo, de las palabras amigas) ha estado siempre dedicado al trascendente
mundo de la educación. Y ello es debido a variadas
e importantes razones. Principalmente, por la profesionalidad laboral que ha
ejercido el autor. Pero también, por ese ineludible reconocimiento que todo
ciudadano debe prestar a los enseñan, educan y aprenden, todo ello en esa
piedra o núcleo basal donde una sociedad progresa, racionaliza y se hace
fructíferamente mejor. Tanto en conocimientos como, de manera gozosamente
especial, en la generación universal de valores.
Todas las actividades y
profesiones poseen caracteres, dificultades, incentivos, protocolos y
compensaciones, de una heterogénea y multicolor naturaleza. Cada una de ellas
tiene, lógicamente, su propia especificidad. Sin embargo hay, en dos de las
mismas, ciertas e interesantes similitudes que
las aproximan en los preciados servicios que prestan a una sociedad necesitada
de su inestimable función. El maestro y el actor.
Ambos imparten y difunden la pasión de su creatividad en el aula de la escuela
y en aquella otra que denominamos escena. Cada día de la semana tienen a sus “alumnos”,
a los que enseñan y de los que, también, aprenden. Unos más estables, como
aquéllos que acuden a los colegios, institutos o facultades. Otros, por el
contrario, van cambiando, cada tarde o noche, cuando acuden al teatro para
reflexionar y disfrutar, compartiendo e interactuando con todos aquellos que
intervienen y protagonizan el ejercicio de la interpretación. Al igual que el
docente, el actor también aprende de su público. Viendo, percibiendo,
imaginando, motivándose, acerca de sus gestos, realidades, sentimientos y, muy
importante, de la espontaneidad en sus reacciones.
En una y otra actividad,
el público es el centro preferente del esfuerzo que desarrollan ambas
profesiones. Alumnos y espectadores nuclean y
focalizan el objetivo de todo lo programado. La diestra y cuidadosa
preparación, para la mejor puesta en escena, es una premisa inexcusable a fin
de conseguir una clase que motive, eduque y fortalezca la integración de
conocimientos, destrezas, valores y actitudes, para la optimización formativa
de lo humano. Esa preparación también ha de extremarse, con primoroso cuidado,
en el arte de la representación. Hay que estudiar bien al personaje. Empatizar,
dentro de lo posible, con sus circunstancias y carácter. Aportar, cada uno de
los días, algo nuevo que evite las rutina y la desvitalización repetitiva. En
esa importantísima programación, ambas profesiones habrán de aplicar el
esfuerzo, la ilusión renovada y toda la voluntad plausible, a fin de conseguir la
mejor y más fructífera oferta.
Los escolares, al igual
que todos aquellos que asisten a un espectáculo escénico, han de quedar al
margen de los problemas personales que
puntualmente afecten a los maestros y a los actores. Unos y otros, obviamente,
son personas que pueden estar sufriendo diversas causas o motivos de
incomodidad. En su salud, física y anímica. También, en otros muchos aspectos
que afecten a su privacidad. Pero cuando el profesional de la enseñanza entra
en el aula de su responsabilidad, ha de apartar esos condicionantes que, como seres
humanos, están padeciendo. Los alumnos no tienen por qué soportar la
inestabilidad física o anímica de quien les explica o dirige su aprendizaje. No
sería justo, desde cualquier punto de vista, que el profesor trasladase al aula
los diversos problemas que afectan a su intimidad. De igual forma, el espectador,
que ha pagado una entrada en taquilla, quiere reir, llorar o pensar, con el
personaje que interpreta el actor. Éste ha de olvidarse, durante esas dos horas
de actuación, de los avateres que incidan en su yo personal. Ahora no es él, en
su intimidad, sino el personaje que actúa sobre el escenario de ese teatro.
No, no
resulta fácil, abstraerse de esa intimidad.
En absoluto. Pero cuando estás en clase, observas a esos alumnos que te prestan
atención y que desean que su profe les enseñe. Viendo las expresiones de esos
niños o jóvenes, su espontaneidad e inocencia, consigues más fácilmente
abstraerte de esa problemática personal que te afecta. También el actor,
percibe la sonrisa o la preocupación dramática que domina en el rostro de quien
le contempla. Esa atención, esa alegría o tensión, le hace sobreponerse a su
intimidad personal, con más o menos dificultad. En ambos casos, la experiencia,
los recursos y habilidades necesarias, la conciencia ética del deber, facilita
el buen ejercicio profesional, al margen de cualquier otro condicionante. Los
sentimientos de la privacidad, en la medida de lo posible, tendrán que saber
esperar. La baja sustitutoria sería la medida más acertada, cuando la gravedad
de caso así lo aconseje.
Los ejemplos a citar en
el mundo de la escena, sobre esta premisa, serían numéricamente elevados. Citemos,
entre otros datos conocidos, los 40
grados de fiebre que tenía Gene Kelly
(1912-1996) cuando estaba grabando Cantando bajo la lluvia, Singing in the rain
(1952). Ese baile junto a Cid Charysse, bajo una intensa lluvia artificial, avala
la admirable profesionalidad del actor. Lo mismo cabría decir de Gary Cooper (1901-1961) cuando interpretó su última
película, Sombras de Sospecha (1961). Gravemente enfermo, resistió con entereza
el dolor, falleciendo a poco de terminar el rodaje. También, Alberto Closas (1921-1994). Apenas podía respirar
sobre el escenario, interpretando El canto de los cisnes, en el teatro Alcázar
de Madrid. La grave enfermedad que padecía acabó con su vida a los pocos meses.
Y así, una larga lista de actores que posponían el sufrimiento ante sus
obligaciones en el escenario o ante la cámara. ¿Qué profesor no tiene en su
biografía días de asistencia a clase, con fiebre, dolor de muelas, afonía u
otros padecimientos físicos y anímicos? Pero también, su conciencia y entereza
profesional, les hace posponer ese determinante o condicionante, ante su
obligación de plantear una docencia cualitativamente correcta y enriquecedora
para sus alumnos.
En el ámbito de las compensaciones, las identidades son también
manifiestas. Esa sonrisa de agradecimiento, esa connivencia en las miradas, esa
confianza en que el profesor tutor te escucha, te entiende y te ayuda. Esa
comprobación, en el día a día, por la que tus alumnos avanzan en conocimientos,
en las destrezas o habilidades y en la asunción de valores….. todo ello
gratifica en lo humano y compensa, a no dudar, muchas de las incomprensiones
administrativas y sociales. Qué mayor premio ha de poseer un maestro que el de ejercer
o “actuar” en no pocas ocasiones, como un padre, como un amigo, como un
psicólogo, como un investigador, sin descuidar, por supuesto, su cualificación
técnica, doctrinal y pedagógica.
En cuanto al intérprete
de una obra teatral, también “lee” y percibe, en cada función, las respuestas
de su público. No sólo es importante el aplauso de cortesía o reconocimiento
sino, de manera especial, esa atención, ese respeto, ese goce (teñido de
alegría o tensión) que le es transmitido desde el patio de butacas. Dicen que
los actores, algo deslumbrados por los focos multicolores y por su inmersión en
los personajes que interpretan, sólo ven siluetas difusas de aquéllos que
contemplan el fruto de su trabajo. Pero, al margen de esas palmas finales, hay
claves, gestos, sonidos y latidos, que manifiestan la aprobación o desánimo del
espectador. Hoy día, cuando una obra finaliza, los actores, bajan al patio de
butacas e intercambian saludos y opiniones con aquellos que han sido “alumnos” en
el arte del pensar, sentir, disfrutar, asumir y, sobre todo, comunicar.
Estamos ya en
septiembre. The autumn season will come soon. La estación meteorológica del
otoño pronto llegará. El vigor térmico desciende, las tardes se hacen más
cortas y habrá que reestructurar el armario, tanto en la ropa como en el
planing diario de nuestras vidas. Se inicia una nueva
aventura, en el diseño renovado de cada día. Reanudamos el previsible
conflicto entre los nuevos e ilusionados objetivos y la permanencia de las
conocidas y más o menos ancladas realidades. Pero todo es como una nueva oportunidad, para encontrar el mejor camino
entre los diversos objetivos que percibe y recrea nuestra ilusión. Y, entre
todas esas posibilidades que florecen en el jardín de lo humano, tenemos un maestro que enseña y un actor
que potencia y escenifica otras muchas vidas. Ambos,
hermanados con su público. Heterogéneo e impaciente, complaciente o
travieso, sentimental y receptivo. Y, al timbre de la llamada, comienza, una
vez más, otra nueva actuación. Intérpretes y profesores van a compartir los
latidos del alma y el tesoro infinito de la inteligencia.-
José L. Casado Toro (viernes, 1 septiembre, 2013)
Profesor
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