viernes, 6 de septiembre de 2013

EL MAESTRO Y EL ACTOR.


A pesar de que el calendario anual posee, siempre, importantes fechas, sean emblemáticas u ocasionales, para el cambio o renovación en nuestra trayectoria, Septiembre ofrece ese algo especial que nos motiva para reconducir hábitos y comportamientos, en el diario caminar para la existencia. En esta cíclica percepción influye, a no dudar, la esperanzadora vuelta escolar a las aulas. Tanto para aquellos que están en una cronología administrativa, apropiada y específica, para el aprendizaje reglado, como para otros muchos que sienten la necesidad de seguir aprendiendo. Sea en los centros de mayores, en las multivariadas ofertas culturales que la sociedad nos oferta y en la sin par y mimética escuela que proyecta el entorno vital.

Tradicionalmente, este primer artículo de una nueva temporada (ya en el sexto ciclo, de las palabras amigas) ha estado siempre dedicado al trascendente mundo de la educación. Y ello es debido a variadas e importantes razones. Principalmente, por la profesionalidad laboral que ha ejercido el autor. Pero también, por ese ineludible reconocimiento que todo ciudadano debe prestar a los enseñan, educan y aprenden, todo ello en esa piedra o núcleo basal donde una sociedad progresa, racionaliza y se hace fructíferamente mejor. Tanto en conocimientos como, de manera gozosamente especial, en la generación universal de valores.

Todas las actividades y profesiones poseen caracteres, dificultades, incentivos, protocolos y compensaciones, de una heterogénea y multicolor naturaleza. Cada una de ellas tiene, lógicamente, su propia especificidad. Sin embargo hay, en dos de las mismas, ciertas e interesantes similitudes que las aproximan en los preciados servicios que prestan a una sociedad necesitada de su inestimable función. El maestro y el actor. Ambos imparten y difunden la pasión de su creatividad en el aula de la escuela y en aquella otra que denominamos escena. Cada día de la semana tienen a sus “alumnos”, a los que enseñan y de los que, también, aprenden. Unos más estables, como aquéllos que acuden a los colegios, institutos o facultades. Otros, por el contrario, van cambiando, cada tarde o noche, cuando acuden al teatro para reflexionar y disfrutar, compartiendo e interactuando con todos aquellos que intervienen y protagonizan el ejercicio de la interpretación. Al igual que el docente, el actor también aprende de su público. Viendo, percibiendo, imaginando, motivándose, acerca de sus gestos, realidades, sentimientos y, muy importante, de la espontaneidad en sus reacciones.

En una y otra actividad, el público es el centro preferente del esfuerzo que desarrollan ambas profesiones. Alumnos y espectadores nuclean y focalizan el objetivo de todo lo programado. La diestra y cuidadosa preparación, para la mejor puesta en escena, es una premisa inexcusable a fin de conseguir una clase que motive, eduque y fortalezca la integración de conocimientos, destrezas, valores y actitudes, para la optimización formativa de lo humano. Esa preparación también ha de extremarse, con primoroso cuidado, en el arte de la representación. Hay que estudiar bien al personaje. Empatizar, dentro de lo posible, con sus circunstancias y carácter. Aportar, cada uno de los días, algo nuevo que evite las rutina y la desvitalización repetitiva. En esa importantísima programación, ambas profesiones habrán de aplicar el esfuerzo, la ilusión renovada y toda la voluntad plausible, a fin de conseguir la mejor y más fructífera oferta.

Los escolares, al igual que todos aquellos que asisten a un espectáculo escénico, han de quedar al margen de los problemas personales que puntualmente afecten a los maestros y a los actores. Unos y otros, obviamente, son personas que pueden estar sufriendo diversas causas o motivos de incomodidad. En su salud, física y anímica. También, en otros muchos aspectos que afecten a su privacidad. Pero cuando el profesional de la enseñanza entra en el aula de su responsabilidad, ha de apartar esos condicionantes que, como seres humanos, están padeciendo. Los alumnos no tienen por qué soportar la inestabilidad física o anímica de quien les explica o dirige su aprendizaje. No sería justo, desde cualquier punto de vista, que el profesor trasladase al aula los diversos problemas que afectan a su intimidad. De igual forma, el espectador, que ha pagado una entrada en taquilla, quiere reir, llorar o pensar, con el personaje que interpreta el actor. Éste ha de olvidarse, durante esas dos horas de actuación, de los avateres que incidan en su yo personal. Ahora no es él, en su intimidad, sino el personaje que actúa sobre el escenario de ese teatro.

No, no resulta fácil, abstraerse de esa intimidad. En absoluto. Pero cuando estás en clase, observas a esos alumnos que te prestan atención y que desean que su profe les enseñe. Viendo las expresiones de esos niños o jóvenes, su espontaneidad e inocencia, consigues más fácilmente abstraerte de esa problemática personal que te afecta. También el actor, percibe la sonrisa o la preocupación dramática que domina en el rostro de quien le contempla. Esa atención, esa alegría o tensión, le hace sobreponerse a su intimidad personal, con más o menos dificultad. En ambos casos, la experiencia, los recursos y habilidades necesarias, la conciencia ética del deber, facilita el buen ejercicio profesional, al margen de cualquier otro condicionante. Los sentimientos de la privacidad, en la medida de lo posible, tendrán que saber esperar. La baja sustitutoria sería la medida más acertada, cuando la gravedad de caso así lo aconseje.

Los ejemplos a citar en el mundo de la escena, sobre esta premisa, serían numéricamente elevados. Citemos, entre otros datos conocidos,  los 40 grados de fiebre que tenía Gene Kelly (1912-1996) cuando estaba grabando Cantando bajo la lluvia, Singing in the rain (1952). Ese baile junto a Cid Charysse, bajo una intensa lluvia artificial, avala la admirable profesionalidad del actor. Lo mismo cabría decir de Gary Cooper (1901-1961) cuando interpretó su última película, Sombras de Sospecha (1961). Gravemente enfermo, resistió con entereza el dolor, falleciendo a poco de terminar el rodaje. También, Alberto Closas (1921-1994). Apenas podía respirar sobre el escenario, interpretando El canto de los cisnes, en el teatro Alcázar de Madrid. La grave enfermedad que padecía acabó con su vida a los pocos meses. Y así, una larga lista de actores que posponían el sufrimiento ante sus obligaciones en el escenario o ante la cámara. ¿Qué profesor no tiene en su biografía días de asistencia a clase, con fiebre, dolor de muelas, afonía u otros padecimientos físicos y anímicos? Pero también, su conciencia y entereza profesional, les hace posponer ese determinante o condicionante, ante su obligación de plantear una docencia cualitativamente correcta y enriquecedora para sus alumnos.

En el ámbito de las compensaciones, las identidades son también manifiestas. Esa sonrisa de agradecimiento, esa connivencia en las miradas, esa confianza en que el profesor tutor te escucha, te entiende y te ayuda. Esa comprobación, en el día a día, por la que tus alumnos avanzan en conocimientos, en las destrezas o habilidades y en la asunción de valores….. todo ello gratifica en lo humano y compensa, a no dudar, muchas de las incomprensiones administrativas y sociales. Qué mayor premio ha de poseer un maestro que el de ejercer o “actuar” en no pocas ocasiones, como un padre, como un amigo, como un psicólogo, como un investigador, sin descuidar, por supuesto, su cualificación técnica, doctrinal y pedagógica.

En cuanto al intérprete de una obra teatral, también “lee” y percibe, en cada función, las respuestas de su público. No sólo es importante el aplauso de cortesía o reconocimiento sino, de manera especial, esa atención, ese respeto, ese goce (teñido de alegría o tensión) que le es transmitido desde el patio de butacas. Dicen que los actores, algo deslumbrados por los focos multicolores y por su inmersión en los personajes que interpretan, sólo ven siluetas difusas de aquéllos que contemplan el fruto de su trabajo. Pero, al margen de esas palmas finales, hay claves, gestos, sonidos y latidos, que manifiestan la aprobación o desánimo del espectador. Hoy día, cuando una obra finaliza, los actores, bajan al patio de butacas e intercambian saludos y opiniones con aquellos que han sido “alumnos” en el arte del pensar, sentir, disfrutar, asumir y, sobre todo, comunicar.

Estamos ya en septiembre. The autumn season will come soon. La estación meteorológica del otoño pronto llegará. El vigor térmico desciende, las tardes se hacen más cortas y habrá que reestructurar el armario, tanto en la ropa como en el planing diario de nuestras vidas. Se inicia una nueva aventura, en el diseño renovado de cada día. Reanudamos el previsible conflicto entre los nuevos e ilusionados objetivos y la permanencia de las conocidas y más o menos ancladas realidades. Pero todo es como una nueva oportunidad, para encontrar el mejor camino entre los diversos objetivos que percibe y recrea nuestra ilusión. Y, entre todas esas posibilidades que florecen en el jardín de lo humano, tenemos un maestro que enseña y un actor que potencia y escenifica otras muchas vidas. Ambos, hermanados con su público. Heterogéneo e impaciente, complaciente o travieso, sentimental y receptivo. Y, al timbre de la llamada, comienza, una vez más, otra nueva actuación. Intérpretes y profesores van a compartir los latidos del alma y el tesoro infinito de la inteligencia.- 




José L. Casado Toro (viernes, 1 septiembre, 2013)
Profesor


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