Son
días, o tal vez semanas de transición, para una anhelada y nueva oportunidad.
Tras esa “huida hacia delante” que siempre supone el periplo vacacional, nos
reencontramos nuestra realidad ineludible, con la que hemos convivido hasta la
llegada del estío veraniego. Las carreteras, los aeropuertos, las estaciones de
ferrocarril, se ven invadidas de vehículos, equipajes y personas “caminando”,
más o menos presurosas o cansinas, hacia el contexto memorizado de su
interrumpida identidad. Esta vuelta al hogar,
ornada de multicolor y diferencial sentimiento para cada uno de nosotros, va
también acompañada por esos cambios en la meteorología
que, para algunos, resultan agradables, aunque el espíritu de la mayoría se
suele ver embargado por una violácea o malva melancolía que tanto incomoda.
Algunos la denominan el “síndrome post vacacional”, estado que los doctos en
psicología explican y afrontan con remedios eficaces para su mejor superación.
Pero lo cierto es que los días se van acortando en su luminosidad solar, el
fenómeno de la “gota fría” hace de las suyas, en el marco ribereño del
Mediterráneo, las hojas de muchos árboles pueblan y tapizan los suelos mojados de
paseos y plazoletas y sólo la imagen de los atuendos escolares dibuja trazos de
sonrisas entre miles de rostros atrapados, una vez más, en la malla tupida de
la rutina para la trillada normalidad. Son esos “días
de viejo color” que no se han podido marchar con la bulliciosa diáspora viajera de julio o agosto, ansiada
peregrinación que pone rumbo a los soles, a las marismas o a las creaciones
inmensas para la monumentalidad. Ahí siguen, ahí permanecen pues, para ellos,
no ha existido esa oportunidad banal que otros muchos han querido crear o
interpretar, en el ficticio infantil de su complicada imaginación.
Para
casi todos, es la siempre entrañable vuelta al cole,
el de los remozados o bien magullados pupitres escolares u aquellos otros que
también se ofrecen para la integración del aprendizaje. Y es que además de las
aulas, de nuevo dispuestas, remozadas y abiertas, que la Administración,
pública o privada, hace posible, la ilusión por asimilar nuevos contenidos y
habilidades puede incentivar la compras de apetecibles cursos, ofertados en los
kioskos callejeros o también los que
ocupan los escaparates on-line que, con diversas motivaciones, aparecen tras
las pantallas del ordenador. Es otra vuelta a esos
“fascículos” de toda la vida que se adquieren con el noble deseo de una
recuperación de la infancia, ya muy lejana pero siempre apetecible. O en ese Internet
sugerente de las tutorías paternales, para todas las horas de cada uno de los
días. Después…. la débil constancia en la regularidad, la imprevisible fuerza
de esa voluntad no siempre disciplinada para “lo castrense”, las
circunstancias personales y
alternativas de cada uno en la
generalidad de los días, impiden que tantos y tantos proyectos culminen en el
nivel de los éxitos y sean numerosos los que dormiten, anclados con sopor, en
la dulce bahía de los letargos.
Anel y Yamir tienen
la suerte de poseer un trabajo estable, dentro de lo que hoy día es posible
ante las inestabilidades laborales que nos acosan por doquier. En el Parque o
Área Comercial, donde se conocieron hace aproximadamente dos años, ella dedica más de esas horas reglamentarias en una
lavandería de servicio rápido, franquicia muy repartida por las principales
provincias españolas. Él es un responsable
reponedor, en el hiper ubicado en la planta baja del complejo, aunque también
se presta a cualquier otro servicio que pueda ser necesario, en el ajetreo
mercantil de cada uno de los días. En el ir y venir de sus respectivas
funciones, se conocieron e intimaron para algo más que
la amistad. Antes de las Navidades pasadas, decidieron unirse en
convivencia, compartiendo el pequeño ático que él tenía alquilado en uno de los
barrios, sitos por la zona oeste de la ciudad. Sus
caracteres son un tanto contrastados, pero complementarios, al tiempo.
La hiperactividad nerviosa de Yamir es compensada con la paciente dulzura
temperamental de Anel, por lo que su relación se ha mantenido en un positivo
equilibrio, a pesar de las opiniones contrarias de algunos compañeros que
auguraban un noviazgo con problemas, debido a esa peculiar forma de ser que
anímicamente los diferencia.
Antes
del verano, en una linda noche estrellada de Primavera, esta mujer confesó a su
adormilado compañero que debían plantearse la posibilidad
de tener descendencia. Anel, para el otoño, iba a cumplir los treinta y
cuatro años. Entre otros motivos consideraba, con inteligente reflexión, que
estaba entrando en una edad incómoda o con cierto riesgo para la maternidad. La respuesta que recibió de su compañero fue profundamente decepcionante. Yamir entendía que,
dada su inseguridad laboral (ocupaba plaza de contratado eventual) no veía con
acierto probar la senda de un embarazo, situación que no mejoraría la
estabilidad de que ambos disfrutaban. La discusión en la pareja alcanzó un
protagonismo inusual, en relación a las discrepancias que muy ocasionalmente
surgían en su convivencia. Fue una señal de esas grietas que surgen entre
personas allegadas en el afecto. Y esas primeras grietas fueron ahondando las
distancias entre formas de ser y actuar, especialmente profundas en el
contraste.
Ciertamente
la principal causa para la discrepancia era importante. Sustentar o no con un
hijo la convivencia, posee la suficiente trascendencia para poner en cuestión
la relación entre un hombre y una mujer. Tal es así que pronto llegaron los silencios, los gestos bruscos, la
incomprensión y el distanciamiento entre dos personas, en realidad, muy
diferentes. Pero una noche de junio, a la vuelta del trabajo, Yamir sugirió a
su compañera que saliesen a cenar. Era un viernes, anterior a una fiesta local,
por lo que podrían alargar la velada ya que no tendrían que madrugar para
incorporarse a sus puestos de trabajo en el macrocentro de la Alameda. Fueron
un par de horas serenas, en las que ambos aparcaron sus rencillas y agravios
para lo infantil. Estaban tomando unos helados, como postre, cuando este joven
de origen turco (siete años más joven que su compañera) sacó de su pequeña bandolera unos billetes de
avión y una reserva de hotel, en un entorno muy atrayente del norte italiano: Venecia.
Anel
se mostró ilusionada con la propuesta. Desconocía de dónde pudo Yamir obtener
la cantidad necesaria para sustentar 8 días de vacaciones, a finales de agosto,
para viajar a un lugar tan encantador y romántico, como es Venecia. A pesar de
sus agobios económicos, él disponía de los billetes para el vuelo y la estancia,
en régimen de alojamiento y desayuno. Tal vez sus ahorros o algún préstamo
procedente de manos amables y generosas. Era un objetivo atractivo. Sus
canales, sus góndolas, sus preciosas y coquetas iglesias, los museos, la
atmósfera amable y festiva que embarga ese gran entorno turístico, era una grata
e inmejorable posibilidad para acercar los afectos, superando las distancias
nubladas para la incomprensión. Incluso la posibilidad de esa descendencia, tan
necesaria para sus vidas, podría de nuevo plantearse con el sosiego y la
serenidad necesaria que ha de conllevar las grandes decisiones que se adoptan
en la vida. Esperó con ansiedad la llegada de esas fechas, en las que ambos
podrían dedicar parte de sus vacaciones para estar más cerca y hablar con la
franqueza de dos personas que se quieren y necesitan.
Fueron
días de acercamiento, disfrute y, en determinados momentos, de gozosa identidad
en dos seres que, a pesar de sus problemas, habían cubierto con manto de seda
esa jaima sensual de su intimidad. Anel evitó sacar a diálogo ese importante
tema que tanto le preocupaba. No quería romper la atmósfera colorista que se había recuperado para el tiempo de
vacaciones y el goce. Las excursiones, las cenas y los paseos entre las luces
anaranjadas de los entrañables barrios venecianos, alimentaron la convivencia
de dos enamorados que centraron sus pensamientos en sus egos sentimentales
recíprocos. Pero una mujer no olvida, ni relega, el ansia mágica de la maternidad para su existencia.
Tras
la vuelta de su semana para lo lúdico, cenaban aquella noche en la terracita de
su pequeño ático. Anel había preparado un poco de té, infusión que gustaba
mucho a Yamir. Armándose de valor, y con el temblor propio, de las grandes
confidencias, miró fijamente a los ojos de su compañero, esbozando una mezcla
de sonrisa e inseguridad:
“Yamir, he de
confesarte un secreto que, desde poco antes de nuestro viaje a Venecia, lo
tenía guardado en lo más profundo y hermoso de mi corazón. Estoy algo nerviosa,
acerca de lo que tengo que comunicarte. Tengo la sospecha, en realidad ya es
una certeza, de que me encuentro embarazada. Será nuestro hijo, será ese niño o
niña que unirá nuestro amor y vínculo matrimonial para toda la vida. A pesar de
tus prevenciones, yo he querido dar este paso. Te aseguro que no te arrepentirás.
Todo lo contrario. Encontrarás esa felicidad que sólo un hijo puede
proporcionar”.
Volviendo
al principio de esta reflexión, ampliada con la
inmediatez del relato, septiembre y el frío
colorido otoñal renovaron esos nublados, físicos y anímicos, en éstas como en
otras vidas. El atardecer de las lluvias hizo aflorar viejas y ancladas
realidades que un verano luminoso había logrado disimular. Anel no volvió a
saber más de Yamir. Unos amigos comunes recuperaron sus pertenecías, tras días
de abandono y desamor. Esta mujer cría hoy, con encanto de madre, a una
preciosa niña que atiende por el nombre de Quía.
Es morena, como ese padre que huyó a la débil oscuridad de los amargos
silencios.-
José L. Casado Toro (viernes, 13 septiembre, 2013)
Profesor
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