Siempre que las obligaciones en la gestoría me lo
permiten, suelo bajar a una cafetería cercana a
fin de alejarme, durante algunos minutos, de esa vorágine presidida por el
papeleo administrativo. Normalmente disfruto con un buen zumo de naranja
natural aunque, en otras ocasiones, el apetito me impulsa a pedir algún
suculento acompañante, tipo tostada, que me ayuda a recuperar las energías.
La tarde se había presentado agradable, en esa entrada pausada
y atrayente del otoño, aún con los ropajes climáticos de un verano que se
resistía en la despedida. Sentado en un ángulo esquinado de la terraza
exterior, contemplaba a un público variado que disfrutaba de la merienda,
intercambiado ocurrencias y necesidades para su locuacidad. En una mesa
próxima, me fijé en una mujer bastante mayor que
rebuscaba en su pequeño bolso algo que parecía no localizar. Se
encontraba un tanto abrumada y nerviosa pues, por más que miraba en su
interior, no hallaba esas monedas con las que poder atender el precio de la
taza de café que acababa de tomar. El camarero, con una manifiesta
indelicadeza, permanecía expectante y cercano a su mesa, donde la señora seguía sin encontrar el objetivo de su
búsqueda. Por alguna razón, esa mujer no podía afrontar el modesto precio de la
cuenta, lo que incrementaba su nerviosismo. Aunque dudé, ante la reacción de la
persona implicada, hice una rápida señal al camarero,
indicándole que yo atendería el coste de esa consumición.
Cuando a los pocos minuto abandonaba el local, la señora
me regaló una sonrisa y unas palabras, pronunciadas en voz baja, como muestra
de agradecimiento. No le di más importancia al hecho. Resulta normal que,
cuando salimos de casa, se nos olvide llevar alguna de las cosas que nos van a
resultar más o menos necesarias. En este caso, esos billetes, tarjetas o
monedas con los que poder atender las obligaciones y compras correspondientes.
Pasaron un par de días cuando otra tarde bajé de la
oficina, en la hora intermedia de la merienda. Estando ya próximo a la
cafetería vi de nuevo a la mujer de la otra tarde,
que paseaba despacio mirando hacia el interior del establecimiento. Ella
también me reconoció, correspondiendo a mi saludo. Una vez que me sirvieron el
zumo de naranja natural, observé que esa persona, anónima para mí, aún
permanecía en la puerta, como sin atreverse a entrar. En uno de esos impulsos
que, en más de alguna ocasión, nos sobrevienen, me levanté de la mesa y me
dirigí hacia la señora, rogándole si me permitía
invitarla a merendar. No me equivoqué, en absoluto, pues aceptó de
inmediato el ofrecimiento, dándome repetidamente las gracias.
Luz superaba ya los ochenta años de edad, pero
admirablemente bien llevados en salud. Vestía de forma modesta, aunque pronto
me aclaró que en otras etapas de su larga existencia había gozado de una vida
bastante acomodada. Hacía unos veinte años que enviudó y su marido, dedicado a
los negocios de compra-venta de objetos de arte, no supo prever bien sus
cotizaciones por lo que, tras el fallecimiento de aquél, sólo le quedó una
pensión mínima. A duras penas podía atender a los gastos de alquiler de la casa
y la electricidad de cada mes. Y en cuanto a la alimentación, pasaba
privaciones aunque, con su edad, se conformaba con una alimentación presidida
por la austeridad.
Me comentaba que su única ilusión
o capricho, aparte de esos ratos frente el televisor, era poder dar un
paseo por la tarde y tomar un café con leche, bien caliente, sentada en esta
terraza próxima a su domicilio. Un tanto avergonzada me explicaba que, en las
semanas finales de cada mes, apenas tenía recursos para esa pequeña ilusión en
la tarde.
Habían tenido un hijo pero éste, tras casarse con una
mujer dominante y egoísta fue, día a día, distanciándose de su madre, hasta
llegar a una situación en la que hoy apenas se preocupaba o esforzaba para visitarla
y tampoco en ayudarla en sus modestas necesidades. La situación económica de
este hombre parece que tampoco le había
ido bien y, según su madre, vivía acosado por las facturas. Todo esto me lo iba
contando, mientras sorbía pausadamente ese café, con el mejor aroma, que tanto
le agradaba. Tampoco me equivoqué, afortunadamente, preguntándole si le
apetecía acompañar su consumición con algún pastel. Verdaderamente, esta mujer
no podía disimular la necesidad de saciar su apetito. Caí en la cuenta que nos
encontrábamos a finales de septiembre. La percibí feliz y divertida ante un
interlocutor, del que ella tampoco nada sabía. Básicamente, yo me limitaba a
escucharla, atendiendo con respeto e interés todo aquello que espontáneamente
me iba narrando.
A pesar del deterioro físico que produce cruelmente los
años, el aspecto de Luz aún revelaba matices de esa belleza que se atesora en
el calendario lejano de la juventud. Pero la suma de tantas décadas en la
historia personal transforma, sin misericordia, nuestra imagen, añadiendo
trazos y grietas desafortunadas en unas pinceladas que dibujan la decrépita
realidad. Ante mi se encontraba esta mujer que ahora sufría las dificultades de
una economía drásticamente limitada. Pero, sobre todo, padeciendo esa frialdad
ausente del hijo y demás familia, situación que muestra la ingratitud de la
falta de afecto. El pathos
de la soledad, especialmente a esas edades, resulta acremente duro y
desalentador.
Apenas le hice una o dos preguntas, pues verla feliz ante
el calor de la compañía, junto a esa taza de café con leche y un suculento
“suizo” o bollo de leche, era lo que más me importaba. Me disculpé,
explicándole que debía volver al trabajo. Tras abonar
la nota, se me ocurrió plantearle una simpática propuesta. Los
miércoles, como el día en que estábamos, podía dedicar algo de más tiempo para
ausentarme de la gestoría. Mi idea era que, en esa fecha de la próxima semana,
podríamos continuar con la merienda, alrededor de las 6:30. Se mostró muy
agradecida con mi propuesta, confirmándome que no faltaría a la cita. Ya en la
oficina, comenté con mi compañera de trabajo, Magda, lo que me había ocurrido
con la señora. Entendió muy positiva mi actitud, animándome a que tratara de
ayudar, en lo posible, a una persona, muy modesta y sencilla, que necesitaba
ese apoyo tan vital en el inevitable atardecer de su existencia.
Una de esas tarde de reunión en la cafetería, tras el
correspondiente saludo, percibí en mi veterana amiga una especial e
indisimulable ilusión. Quería corresponder a estos ratitos del café en los
miércoles, con un regalo para mi persona. Mostrando una laboriosidad, digna del
mayor encomio, me había tejido una rebeca/jersey,
color azul marino con unas franjitas blancas, para que la utilizara
durante un invierno que se acercaba con la crudeza del frío. Valoré mucho su
gesto pues, conociendo sus dificultades
para llegar a final de mes, había comprado
esos ovillos necesarios para la elaboración de tan acogedora prenda. Desde
luego, el tiempo aplicado para tricotar la lana había tenido que ser muy
generoso. Cuando llevé a casa el regalo, también gustó mucho a mi actual
compañera, Irene, a pesar de las bromas
que hacía por mi peculiar amistad en horas de la merienda
Uno de esos días supe, con antelación, que no podría bajar
a la cafetería. Tendría que desplazarme a una localidad cercana, a fin de
realizar gestiones ineludibles por motivos del trabajo. Hablé previamente con
el encargado de la cafetería, a fin de que atendiera la consumición de la
señora, con el cargo correspondiente a mi cuenta. También él le comunicaría los
motivos laborales por los que me era imposible estar allí a esa hora puntual de
las seis, en la tarde. Ya en la semana siguiente Luz me confesó su tristeza,
por no haber podido dialogar un ratito con su amigo aunque, desde luego,
entendía las obligaciones laborales que condicionaron mi ausencia.
Otro miércoles, cercana decorativamente la Navidad,
ocurrió un hecho novedoso que marcó la inflexión en esas meriendas para la
amistad y la solidaridad. Cuando bajé a la cafetería, Luz
estaba (como era usual en ella) en la puerta de entrada. Pero, en esta ocasión,
acompañada de un hombre. De inmediato pensé en ese hijo, bastante
irresponsable, del que su madre me había hablado. Pronto deseché esa
suposición, pues ese hombre aparentaba tener una edad similar a la de mi amiga.
Me lo presentó como “Mi compañero Julián”. No
recordaba que me hubiera hablado de él aunque , tal vez, pudo haberlo conocido
en los días previos. Los tres nos acomodamos junto a una de las mesas y, tras
pedir las consumiciones, comenzamos a hablar de temas más o menos
intrascendentes. Pronto reparé en que este señor no se caracterizaba
precisamente por su locuacidad,
ofreciendo una imagen algo sería en su carácter. Transcurrían los
minutos, cuando Julián se levantó para ir al servicio del establecimiento.
Después me di cuenta que utilizó este recurso a fin de que Luz pudiera decirme
algo en su ausencia. Efectivamente, así sucedió. Me explicó que lo había
conocido en una reunión parroquial. Se habían hecho muy amigos, por lo que
ahora aprovechaban muchas de las horas del día para salir e intimar contra la
soledad. Me alegraba, lógicamente, de lo que me estaba contando, aunque la
guinda de su breve exposición vino al final.
“Julián es muy celoso. Y no le gusta que yo siga viniendo
a esta cafetería, cada miércoles. Tú lo entenderás ¿verdad? Lo cierto es que
estamos muy enamorados”.
A mí
se me subían los colores de la cara. Una señora, a la que yo trataba de ayudar
con ese poquito de solidaridad semanal, y que podría ser mi abuela por la
diferencia generacional, trataba de justificar la necesaria interrupción de
estos, aproximadamente, treinta minutos en la tarde de cada miércoles. Los sentimientos del señor Julián estaban de por medio.
Antes de que yo pudiera reaccionar, volvió su pareja. De una forma cordial me
despedí de estas personas, justificando una cita previa en la gestoría.
Aquella noche, comentando la escena con Irene, mezclaba
las ganar de reír con una especie de tranquilidad moral. Entendía que mi
comportamiento había sido generosamente solidario con una mujer que luchaba
contra el amargor de la soledad y las puntuales carencias económicas. A partir de
ahora, ese amor postrero entre Luz y Julián, mezcla de compañía y afecto,
podría endulzar las últimas páginas de dos biografías anónimas en su modestia,
que acumulaban una trayectoria muy larga en el transcurso del tiempo. Había
sido, sin duda, una sencilla y bella experiencia, poder conocer a esta buena
mujer.
Pasaron algunos meses y nada supe de ellos. Algunas
tardes, en los minutos de merienda, pensaba o
imaginaba que Luz estaba allí sentada, junto a su taza de café con leche, con
esa sonrisa bondadosa, esperando pacientemente el letargo acromado del
día.
“Irene, hoy me he encontrado con Julián. Caminaba con una
cierta dificultad pero, aún así, ha querido localizarme. Casi sin decir
palabras, pues se mostraba algo emocionado, me ha entregado esta bolsita que
contiene una bufanda. También es de color azul marino, como la rebeca, con unos
flecos de color blanco. Luz había acabado de tricotarla y la tenía guardada
para entregármela personalmente. Pero lo ha hecho a través de este hombre, con
el que ha disfrutado su postrera amistad. Me ha pedido que, cuando algún
miércoles vaya a tomar mi zumo de naranja, piense y rece por ella. Que desde
allá arriba, en el misterio mágico de la naturaleza, Luz tampoco dejará de
hacerlo por nosotros”.-
José L. Casado Toro (viernes, 16 agosto, 2013)
Profesor
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