En el mundo del cine, como en tantas y tan diversas
realidades de la vida, parece que todo, o casi todo, está ya inventado. Pero
esta apreciación no es en su totalidad exacta. Siempre hay o surgen nuevas experiencias,
otros estilos o avanzadas tecnologías tanto en éste, como en otros campos de la
actividad diaria. Centrándonos en la creatividad cinematográfica (también,
literaria) una de las fases más complicadas de la trama argumental es cómo poner un buen final a ese relato, desarrollado en
pantalla o en las gratas páginas de un libro. Junto a la valoración
argumental y a la interpretación de los actores, una de las primeras y
principales frases que fluyen desde la opinión o apreciación del espectador se
centra en el tratamiento dado por el director a esa última fase de la
narrativa.
“Tiene un buen final; resulta aburridamente
decepcionante; lo ha dejado abierto, para que cada cual lo organice como más le
guste; es ininteligible; resultaba fácilmente previsible; no está bien
explicado; cuando menos lo esperas, aparece el The end; está almibarado; te
deja una sensación esperanzadora; es excesivamente violento; yo lo habría
acabado de otra forma; y después de dos horas de proyección….para llegar a
ésto; a pesar de todos tus argumentos y posicionamientos, yo sigo sin
entenderlo; etc, etc”.
¿Quién no ha escuchado o expresado algunas de éstas u
otras frases, cuando abandonaba el patio de butacas? Y, para poner un ejemplo
concreto a la interpretación de esos controvertidos finales ¿recuerdan el plano
con el que finalizaba El Resplandor (The shining)
1980, dirigida por Stanley Kubrick (Nueva York 1928 – Reino Unido 1999)? Me
refiero a la foto grupal, en la que aparece, muchas décadas atrás, el
protagonista principal de este drama psicológico y de terror, Jack Torrance
(Jack Nicholson, Nueva York, 1937). Esa vieja imagen deja abierto el debate y
la polémica explicativa. En el contenido de esta foto, racionalmente anacrónica
en el tiempo, puede estar la clave explicativa del metraje, tras 146 minutos de
tensión y suspense, espléndida y magistralmente construidos.
Tenía ilusión en aprovechar, de la mejor forma posible,
los tres días disponibles de visita en Madrid. Una de las posibilidades, para
aquella mañana, era recorrer calles y plazas. Tanto del centro, en lo urbano,
como en esos recoletos arrabales de la vieja ciudad, plenos de encanto. Ya en
el núcleo de Callao, hermanado con la Gran Vía, me detuve en los multicines
Capitol, para disfrutar con la visión de los grandes cartelones (dibujados a
pincel y a brocha, como se hacía en los lejanos sesenta) de las tres películas
que en esas salas se estaban proyectando. Percibí que
alguien, junto a la taquilla, me estaba observando. No me equivocaba al
respecto pues, tras unos minutos de espera, un hombre de mediana edad, cabello
entrecano, gafas fumé, poblado bigote y hendidura u hoyuelo en la barbilla
(tipo Cary Grant o Kirk Douglas) portando un archivador o carpeta, se me acerca
y, amablemente, me pregunta:
“Perdone ¿es Vd. aficionado al
cine?”. Ante mi afirmativa respuesta, aclaró su pretensión. “Verá, pertenezco a
una productora cinematográfica. Estamos seleccionando a personas que respondan
a diversos parámetros sociológicos, a fin de invitarles a una proyección para esta
tarde a las seis. Se trata de una película española, en fase de postproducción.
Queremos conocer las reacciones de un colectivo, bien elegido al efecto, ante
los dos finales que hemos grabado para la historia. La proyección será
efectuada en una sala preparada al efecto, bastante cerca de aquí, en la zona
de Fuencarral. Vd. y otras treinta y nueve personas, heterogéneas en su edad,
apariencia, sexo, formación y profesión, verían la película, con las dos
posibilidades para su final y, posteriormente, responderían a un cuestionario
donde optarían por uno de los tres títulos propuestos. Pero, sobre todo,
razonarían por una de las dos opciones ofrecidas, para la resolución de la
historia. (Sonriendo) Vería la película antes que nadie y de manera gratuita. Conocería
y optaría por el mejor final. Por supuesto, se le invitaría a merendar y
recibiría algún pequeño obsequio. ¿Qué me responde, a esta sugerente
experiencia que le estoy ofreciendo?”
Pasadas
las cinco y media de la tarde, ya me encontraba en el
tradicional y encantador barrio de Fuencarral, localizando la calle y
número insertos en la tarjeta que me había facilitado el Sr. Sánchez Burlot, en
plena Gran Vía madrileña. La explicación que me había facilitado este diplomado
en cinematografía me había parecido convincente y, sobre todo, muy interesante.
Nunca había tenido oportunidad de participar en una actividad de esta
naturaleza. Poder influir en la titulación de una película que, a corto plazo,
veríamos en cartelera pero, sobre todo, optar por uno de esos desenlaces que
tanta controversia producen entre los expertos en la crítica y el público
general que asiste a las salas, suponía una posibilidad apasionante.
Especialmente, para una persona caracterizada por su cinefilia, como era mi
caso.
Fácilmente
llegué a una placita, urbanizada en el más rancio tradicionalismo madrileño,
anclado a mediados del siglo pasado. En un vetusto edificio, simulando un
neoclasicismo muy degradado por el abandono exterior, había un gran cartelón
que publicitaba el nombre de PRODUCCIONES
CINEMATOGRÁFICAS ALEF. En la acerca, junto a la puerta de entrada,
estaban ya esperando unas, aproximadamente, quince o veinte personas. En las
apariencias externas, se mezclaba el género, la edad, el atuendo y esos
detalles que nos identifican en la diversa variedad de lo humano. Todos
hacíamos un poco de tiempo cuando, a poco de las seis, vi llegar a quien me
había fichado por la mañana, en el Capitol. Fermín
Sánchez, miembro del departamento de marketing, venía acompañado de una
esbelta mujer que caminaba con la marcialidad castrense de un comandante del
ejército. Cazadora beige oscura, vaqueros lavados azul claro y botas militares,
descuidadas en su lustre. Después conocí que en la empresa ocupaba el cargo de
segunda jefa de producción. ¡Madre mía, si esta
señora Aroa, llega a ser la primera
jefa…. todos firmes!
Entramos en el anticuado edificio, en donde se nos indicó
que pasáramos a un salón en el que habían sido instaladas unas mesas que
soportaban un pequeño bufet para la merienda. Café o
té, leche, pastas y hojaldres. Sobre las seis y media, se nos condujo a
una sala preparada al efecto, donde cabrían no más que unas sesenta personas.
Ante nosotros, una pantalla de formato mediano, cine-fórum. Ya teníamos en
nuestro poder la carpeta, con unos impresos y un bolígrafo. Aunque había varias
personas de la productora fue Fermín, y después Aroa, quienes nos dirigieron la
palabra. Íbamos a presenciar una video-proyección, todavía sin título, cuyos
últimos veintitrés minutos estarían
duplicados, para las dos opciones en el desenlace. A la finalización de la
cinta, tendríamos treinta minutos para rellenar los impresos, optando por uno de los tres
títulos propuestos (se nos permitía añadir otro, que nosotros
estimásemos apropiado). Sin embargo, lo más importante era elegir el final A o el B. Explicando, en no más de
siete líneas, las razones que teníamos para inclinarnos por uno u otro. Entre
mis compañeros de sala, me llamó curiosamente la atención ver a un hombre
joven, con clerigman y barba incipiente, una señora bastante mayor de mirada
inquietante, que se ayudaba de un pequeño bastón y un barrigudo ejecutivo,
aparentemente de banca o negocios, con su maletín negro de piel.
Debo
evitar narrar explícitamente (así se nos pidió) el
argumento de la película. Aún no ha “saltado” a la cartelera. Me
limitaré a decir que se trataba de una historia, triangulada, de amores y
frustraciones afectivas. Actores muy conocidos en el “santoral” fílmico hispano
y con un desenlace A, complicado y difícilmente inteligible para algún sector
de los espectadores, pero linealmente positivo, con otro final B, más simple en
su comprensión, pero desalentador, aunque la protagonista ve compensados los
esfuerzos, patológicamente obsesivos, en su evolución lineal de conducta.
A medida que abandonábamos la sala, entregábamos la
carpeta con nuestras opiniones y opciones. Se nos
compensó con un precioso llavero que lucía el logotipo de la productora.
Era Fermín quien nos saludaba individualmente, agradeciéndonos nuestra disciplinada
colaboración. Aquellos que quisimos, le facilitamos nuestro dirección
electrónica, pues comentó que el día de su estreno le agradaría que
asistiéramos, como invitados, a la primera exhibición comercial de la cinta.
Junto a él, Aroa, manteniendo su castrense marcialidad expresiva, calzando esas
negras botas usadas por el ejército.
En mi opinión, la experiencia
había resultado novedosa y original. Me sentí, de alguna forma,
copartícipe en un proyecto elaborado por una suma desigual de esfuerzos heterogéneos.
Todos, por supuesto, inequívocamente importantes. Sonreía, camino de Preciados,
preguntándome qué palabras habrían sido escritas por el asténico ejecutivo, la
oronda trabajadora de la limpieza (llevó su uniforme) o aquella joven cuya
imagen estaba sacada de un “puticlub” de luces entristecidas en la carretera.
Desde luego, ante determinadas ardientes y sensuales escenas, la opinión del sacerdote
con clerigman sería más que interesante, en el plano de lo conceptual e
ideológico. En pocos minutos llegué a mi hotel y allí estaba esperando mi
compañera que, al fin se había quedado liberada de sus obligaciones académicas,
en la ciudad universitaria de la Complutense. Nos
fuimos a cenar a un restaurante vegetariano, cercano a Sol, muy
suculento en sus platos, aunque su mejor estandarte era la ornamentación y
ambientación musical de su interior. De vuelta a Callao, vimos en el Palacio de
la Prensa una película de esas románticas que “tienen que acabar bien”. Como
estábamos bien en el tiempo, nos agradó pasar por taquilla para seguir
disfrutando e imaginando alguna de las historias dibujadas en pantalla.
Evidentemente, el cine ocupa un lúdico y
apasionado lugar entre nuestras apetecibles ilusiones.
Apenas
una semana después me crucé, por la Plaza de Santo Domingo, con Aroa. La
segunda jefa de producción portaba una betacam al hombro y caminaba, a paso
legionario, con unas deportivas All Star. Se me quedó mirando, con actitud
disciplente, pero no saludó. A duras penas podía seguirle un frágil hombrecillo, que caminaba avanzando a modo
de trote con pequeños saltitos. Una chica rubia
y extremadamente delgada, con los pies descalzos, tocaba, junto a un aburrido semáforo,
su pequeño violín. El “rugido” de los motores al circular actuaba como
percusión fraternal, junto a las delicadas notas que generaba la sensibilidad
musical de la chica. Esta mañana iba a estar dedicada a la visita de jardines y
rincones perdidos en medio de la maleza urbana.
Allí donde vibran latidos y bostezos, en la maravillosa rutina que nos regala un nuevo día.-
José L. Casado Toro (viernes, 23 agosto, 2013)
Profesor
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