Aquella
mañana de junio se me presentaba con el grato color anímico que suele marcar la
diferencia. Apenas despierto, comprobé que el cielo nos había regalado un
luminoso e ilusionado amanecer. Desde muy temprano, dialogaba con la almohada
acerca de los acontecimientos previsibles para una jornada que sería, afectivamente,
especial. En ella, el más importante de todos esos retos era, sin duda, la despedida del curso que iba a tener con los
alumnos y alumnas de mi entrañable tutoría.
Habían
transcurrido casi nueve meses de acción compartida, en los que tan numerosas
vivencias habían hecho posible nuestro acercamiento, hermanando y enriqueciendo
el afecto, dentro de lo posible. A pesar del teléfono y (desde hace años) la
versatilidad de Internet con el correo electrónico, es cierto que en esta
relación se producen tiempos vacíos que limitan
la acción educativa desde lo escolar. Me refiero al período que transcurre desde
la llegada de la tarde, hasta las 8 de la mañana del siguiente día. Los mismo
ocurre durante esos largos fines de semana y períodos vacacionales, enmarcados
al comienzo de los solsticios y equinoccios meteorológicos. Y ahora, con el
llegada del verano, iban a ser tres los meses en que la formación de estos
jóvenes iba a quedar en manos, básicamente, de la interacción familiar y del
heterogéneo contexto social que tanto influye en nuestros comportamientos y
actitudes. Coloquialmente hablando, había llegado el
día de “la entrega de notas” y de esos saludos que dibujan el buen
quehacer y el afecto recíproco, ante una temporal y necesaria lejanía.
Previamente
a esa fecha, con la que el curso finaliza, los profesores habíamos tenido
largas y, en ocasiones, complicadas sesiones de
evaluación. El grupo en el que ejerzo la tutoría pertenece a 4º de la ESO.
Se trata de una etapa nuclear en la Secundaria, que abre caminos, paralelos
pero divergentes, hacia los “módulos profesionales - ciclos formativos” o el
bachillerato, previo a la entrada en la universidad. Aunque existen criterios o normativas al efecto, según las
diversas comunidades educativas, los alumnos deben superar todas las materias
para obtener uno de los primeros títulos de todo su recorrido formativo.
Ciertamente existen circunstancias y criterios que permiten esa Graduación en Secundaria Obligatoria, aunque no se
superen algunas materias, siempre que éstas no sean considerada troncales o
nucleares. Los itinerarios educativos también hacen posible esta fluidez
administrativa.
Hubo
problemas con algunos de los alumnos evaluados. Determinados compañeros
planteaban la existencia del patente “abandono” o dejadez injustificada en las
materias que ellos impartían, por lo que no era justo conceder el aprobado a
los autores de dicha estrategia. Tras el diálogo y la ineludible negociación,
me correspondió (como tutor) coordinar el proceso
administrativo de los boletines, que habrían de ser entregados en este
último lunes de junio. Hace años, todo se hacía de forma básicamente manual.
Ahora, con los versátiles programas informáticos, la gestión es más ágil pero,
al tiempo, laboriosa. La causa de este contraste se halla en el conocido (y
tantas veces “temido”) programa Séneca. No
pocas veces, supone un divertido sarcasmo o irrealidad paradójica denominarle con el nombre de tan
insigne y culto personaje de nuestra pasada Historia en la Antigüedad. Me ocupé
de firmar los boletines y, en muchos de los mismos, junto a las calificaciones,
anotar algunas observaciones y sugerencias, para el mejor conocimiento de todos
aquellos que iban a recibirlos. También preparé los sobres, donde iba a
introducirlos, con el nombre de cada uno de sus destinatarios. No olvidé
incluir el listado con las direcciones electrónicas
de todos los alumnos que así lo habían autorizado. Entre playa, sol y viajes
¿por qué no comunicar con esos amigos que tan cercanos han estado en el duro proceso
del aprendizaje?
Las puertas del instituto ofrecían el gran ambiente que preside los días señalados,
desde muchos minutos previos a su apertura. La hora de entrega había quedado
fijada para las diez. Numerosos padres acompañaban a sus hijos en la tensa y
nerviosa espera. Indiqué a mis alumnos que nos reuniríamos en el aula de clase,
un lugar muy apropiado y entrañable para todos nosotros. Tras saludamos,
pronuncié una palabras que quise fueran breves, pues los nervios habían tomado
ya carta de naturaleza en el rostro y en los gestos de una gran mayoría de los
presentes. A continuación fui pronunciando sus nombres, a fin de entregarles la
“credencial” de los esfuerzos aplicados a tantos meses en el proceso del
aprendizaje,
Alegrías,
decepciones, semblantes exultantes junto a otros que denotaban la preocupación
por los datos numéricos en las diferentes materias. La reacción familiar podría
ser muy contrastada, según los casos. Algún grito incontrolado y, también, esas
lágrimas perdidas que desean tener su parcela protagonista. La opiniones y los
diferentes gestos expresivos viajaban de un lugar a otro, sobre las mesas y
sillas de nuestra aula. A pesar de que en cada uno de los sobres, además del
boletín correspondiente, había añadido una hoja con diversas orientaciones
generales para los meses de verano, reiteré unos consejos básicos para todos
aunque, de manera especial, para los que tendrían que recuperar contenidos a
comienzos del próximo septiembre. Les rogué saludaran a sus padres en mi
nombre, deseándoles un buen verano y que, en caso de necesidad, mi correo
estaría siempre abierto a cualquier consulta que se me plantease.
Finalmente, procedí a estrechar las manos
de todos los presentes, deseándoles la mejor de las vacaciones.
Casi
todos los adolescentes habían abandonado ya el espacio de clase, cuando me fijé
que sólo quedaba una alumna sentada ante su mesa Permanecía sola y patentemente
seria, en un ángulo de la habitación junto a la ventana. Era Alice, una buena estudiante que había logrado aprobar
todas las materias aunque, en este último trimestre del curso, su rendimiento
hab ía descendido de manera un tanto notoria. A pesar de sus
aceptables resultados, mostraba en su rostro un cierto tono
de seriedad y preocupación.
Me acerqué
hacia ella, preguntándole si algo le ocurría, a fin de intentar ayudarle. Tras
unos segundos de silencio, por su parte, se puso en pié y, con los ojos algo
enrojecidos, me resumió el problema que le estaba afectando. Me explicó que
ella y su hermano, dos años menor, comenzaron a ver comportamientos extraños en
sus padres, desde hacía aproximadamente un par de meses. Había noches en las
que su padre no volvía a casa. Como explicación, al día siguiente, les
comentaban que era por motivos de trabajo. Pero lo que debía ser una atmósfera
normalizada, en tantas y tantas familias, se fue convirtiendo en un árido
clima, donde la ausencia de palabras o, también, la tensión del reproche se fue generalizando por días.
Aparecieron agrias discusiones entre sus padres, delante de ellos o desde
dentro del dormitorio. Ella y Guille trataban de disimular, aunque sentían o
percibían que la relación entre papá y mamá iba cada
vez a peor.
Nos
habíamos quedado solos, ella y yo en el aula, mientras el griterío o esa
acústica nerviosa del exterior, declinaba hasta hacerse plácidamente
imperceptible. Ali necesitaba desahogarse, era evidente. La tensión que había
ido acumulando, desde hacía semanas, provocó que, en más de una ocasión, su
equilibrio o autocontrol, se rompiera en esas lágrimas que ayudan para el
alivio. “Probablemente, ya os han anunciado que van
a optar por una separación” me atreví a comentarle. Asintió, con un
movimiento repetido de cabeza, sin pronunciar palabra alguna. Sí, me añadió que,
para ella, el venir al instituto cada mañana era un
ansiado espacio de liberación, donde se alejaba, temporalmente, de una
realidad crispada que le hacía sufrir y sentirse desgraciada. Por eso en el día
de hoy, cuando se iba a alejar de esta otra realidad más normalizada, recibía
el hecho (para otros gozoso) con una profunda y pesimista tristeza.
Le
prometí mi firme disposición para dejar abierta la puerta del correo
electrónico, durante ese largo verano que apenas comenzaba. Que debía
esforzarse en mantener el contacto con un par de compañeras, con las que se
llevaba aparentemente bien. La amistad, entre compañeros y amigos, siempre es
importante, especialmente en los momentos en que nos vemos embargados con esos
problemas que, en soledad, tanto cuesta afrontar. La playa, algún deporte,
practicar en el gimnasio….. podría serle también muy útil para descargar
tensión (y esos gramos a los que Alice era especialmente propensa). “Esta tarde voy a realizar una llamada telefónica a tu
madre. Creo que es necesario. Sólo he hablado con ella en una ocasión. Fue
durante el primer trimestre. Y me pareció una persona agradable y razonable en
sus comentarios. Tendrás que ayudarla, pues ella te va a necesitar mucho en
esta experiencia, muy dura, que se le ha presentado. Sentirse relegada por tu
padre…..”
“No, Profe, creo que no me ha entendido bien o yo no he
sabido explicarme. No es mi padre, sino ella quien está “colada” por una
compañera de la agencia. Es bastante menor que ella y tiene una hija de cuatro
años. Se está comportando como una niña alocada”.
Ese
no fue un final de curso presidido por la rutina o la normalidad. La más
complicada sesión tutorial se me había presentado, de manera traviesamente inesperada,
en un día que, presumidamente, era puerta esperanzada para el justo y necesario
descanso. Pero así aparecen, sin tarjeta de visita, los acontecimientos. Mi
tarea como tutor iba a prolongarse (con Alice y, probablemente, con algún otro
de entre sus compañeros de clase) también durante el verano. En realidad, solía
comentar con los alumnos que el ejercicio de esta importante función no
terminaba hasta el primero de septiembre, cuando se inicia otra nueva
experiencia para la convivencia escolar. Hay tutorías
que, obviamente, no finalizan con el
curso.
Ali
y yo recorrimos el claustro ajardinado, camino de la puerta de salida. El
bullicio y la acústica desordenada se había tornado en un sosegado paisaje
donde, mañana o pasado, volverían a bullir las vivencias administrativas para
las matrículas y las “aclaraciones de dudas” con respecto a los resultados y
valoraciones académicas. En miles de domicilios estarían ya fluyendo las
felicitaciones, los enfados, las reacciones contrastadas ante unos boletines
con números y palabras que hablaban de experiencias compartidas. También, de
responsabilidades. Por parte de aquellos que aprenden y enseñan. Y de unas
familias y un contexto social que sustenta la función formativa en una
colectividad. Tras el afecto en la despedida, Alice caminaba hacia su otra
realidad próxima. Se la notaba algo más tranquila y relajada. Quiso regalarme
una triste sonrisa, mientras yo reflexionaba diciéndome: “un curso más en esta aventura, sin tiempo, para compartir y
ayudar”.-
José L. Casado Toro (viernes, 9 agosto, 2013)
Profesor
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