Me
gusta descubrir su existencia y disfrutar con esas posibilidades que generan,
para sutil alimento del ánimo y la cultura. Son lugares con encanto, que
pueblan y compensan el estrés acelerado que, desafortunadamente, azota en la
selva urbana. Aquí en Málaga, entre la Alameda principal y el puerto malagueño,
en esa geografía con plano en damero, donde calles estrechas se cruzan
perpendicularmente dejando manzanas heterogéneas de antiguos edificios, algunos
muy degradados por el paso del tiempo, se encuentra la SALA CHELA MAR.
Hablamos
de un trocito de la ciudad que nos recuerda a una burguesía, industrial y
comercial, que habitó en este lugar durante el siglo pasado y que, con la
evolución de los tiempos, ha buscado otros espacios residenciales para la
preferencia de su acomodo. Hoy día, en los bajos y plantas de estos bloques de
pisos, algunos penosamente deteriorados, otros ya restaurados o de nueva
edificación, predominan los pequeños comercios, las oficinas y consultas de
medicina, las entidades financieras, los bares, los pequeños hoteles y diversos
servicios de restauración. En las últimas décadas, bajo el manto de la noche, sobrevuelan
por sus calles y esquinas almas desencantadas y solitarias, que buscan e
intercambian el mercado del amor, con la fragilidad de sus cuerpos y la
ansiedad desbordada en los anhelos y consuelos.
Recientemente
el Ayuntamiento se esfuerza por rehabilitar, física y sociológicamente esta
zona, con el apelativo, foráneo y oportunista, del SOHO
malacitano. Se trata de generar un barrio dedicado para la cultura, el ocio, el
pequeño comercio y la restauración. La peatonalización de Muelle de Heredia,
importante arteria vial que comienza junto a la Iglesia de Stella Maris, ha
sido inteligentemente afortunada. Muy
bien terminada en su solería, se la ha dotado incluso de unas agradables muestras
arbóreas, que gratifican vegetativamente el lugar. En sus aledaños, junto a la
desembocadura del cauce del rio Guadalmedina, tenemos el Centro del Arte Contemporáneo, con un permanente esfuerzo
municipal, expositivo y gratuito, digno del mayor elogio. También en esta zona
funciona, pleno de actividad representativa, el veterano Teatro Alameda, ahora centrado en las artes
escénicas, tras haber sido referente para la proyección de un cine diferente
durante muchos años (tarea que ahora desarrolla el municipal cine Albéniz, anclado
en un preciado entorno monumental, situado a muy pocos minutos de distancia). Y
en pleno centro del nuevo Soho, ese pequeño lugar, pleno de encanto emocional,
al que me refería al comienzo de estas líneas: los Artesanos
de la Escena, Sala Chela Mar, en la calle Vendeja, nº 30.
Este
interesante punto de encuentro para la cultura está dirigido por Claudio Adrián Navas Marchioni, diplomado por la
Escuela Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. En este coqueto y reducido
espacio (16 metros cuadrados de escenario, aforo para unas 70 localidades) se
llevan a cabo cursos para disfrutar y aprender una gama muy variada de artes
escénicas: teatro, danza, música, canto, percusión, yoga, pilates, etc. Además,
durante los fines de semana, desfilan por su sala artistas de la más variada nacionalidad
y género ofreciendo, al público asistente, la riqueza que atesoran por su indudable
calidad interpretativa. En un lugar propicio para la comunicación artística, el
diálogo y, muy especialmente, la amistad. Los asistentes a cada actuación
pueden dialogar con los actores, a la finalización de su trabajo
interpretativo, degustando una copa vino, refresco o tapa, con la que
amablemente siempre invita la dirección del local.
Para
este sábado sábado noche, en un julio muy agradable aún en su temperatura (sin
el temible viento de terral, que tan bien conocemos los malagueños) estaba
anunciada la actuación del grupo CALLE MANOUCHETTE.
Este cuarteto musical iba a ofrecer un apetecible concierto de jazz a la
francesa. Pero, a poco de que dieran las diez, hora fijada para su iniciación,
sólo éramos seis las personas que esperábamos el inicio de la actuación. Pasando
unos minutos de la hora prevista, se abrió la puerta de la entrada en la sala. Con
una cierta tristeza en su semblante, Claudio nos anunció que habían decidido suspender el espectáculo,
dado el escaso número de asistentes. Que este concierto se volvería a
representar en los próximos meses. Se nos devolvió el importe de la entrada y
se nos invitó a degustar un trocito de empanada, bandejas que al efecto tenían
ya preparadas para el tapeo final.
Sin
embargo, de manera gozosamente imprevista, apareció la figura de Silvia González, voz, alma y cantante del grupo,
quien se ofreció a regalar un par de sus canciones, para que nos pudiéramos
marchar con el mejor sabor de boca. Era un pequeño milagro, en medio de la
desilusión que nos embargaba. Agradeciéndole el gesto, sólo seis enamorados a
la música, pudimos gozar de la dulce y melodiosa voz de Silvia, acompañada con
la maestría de Antonio Yuste (guitarra acústica), Javier Berrocal (guitarra
jazz) y Pepe Triano (contrabajo). Fue una entrañable interpretación en familia,
con tres bellas canciones, sensibles y afectivas, finalizadas con La Vie en
Rose. Silvia, peinando una corta melena, ojos castaños, sonrisa comunicativa,
traje negro de falda-pantalón hasta los tobillos, collar plateado de media luna
para el ensueño, actuó intencionalmente descalza. Tal vez queriendo estar más
cerca de esa tierra que nos sustenta y define, ante la sensibilidad, misterio y
grandeza de unas vidas que necesitan el hálito de la naturaleza. Aplausos, sonrisas,
gestos y connivencia, para vernos en una nueva oportunidad en la que el público
no se debe equivocar de una buena opción para la noche. Será mañana, tal vez
pasado o siempre. Gracias, Calle Manouchette, por el ritmo melodioso y sensible
de vuestro arte y generosidad.
Aún
el minutero de la noche nos permitiría completarla con un sugerente y agradable
paseo, por algún que otro de los espacios que dibujan y pueblan la ciudad. Eran
muy pasadas ya las once, cuando nos mezclamos entre un numeroso público
hambriento y sediento que aún abarrotaba
las terrazas, los locales de restauración, las tabernas y los sitios de copas. Granada,
Larios, Merced, Uncibay, Calderería….. la gente seguía engullendo vorazmente
para la necesidad, mientras vaciaba sus vasos y copas a fin de saciar la sed y
propiciar los olvidos. Aquí sí había espectadores, con una densidad muy
numerosa que, al tiempo, eran también intérpretes y protagonistas de una obra,
espiritualmente menos sutil y sensible. Observando el diámetro de algunos
“michelines, cualquier sensato observador podría aconsejarles equilibrar el
alimento primario de la materia con ese otro, más sublime e intelectual, que
nutre y vitaliza el espíritu. Sea una canción, una interpretación o una danza
para la vida.
Esos
valiosos espacios escénicos, para un público ausente, deben volver a sonreír, a
comunicar e interpretar. La empatía, que nos proporciona el teatro, el baile,
el cine, la dulzura o la fuerza en la palabra, el arte, la cultura en todos sus
espectros para el color, nos enriquece, sosiega y vitaliza.
La
noche se había hecho dueña absoluta del tiempo. Unos y otros volvíamos, con esa
cuota diferencial de vivencias integradas, a nuestro destino en origen para
cada uno de los días. Y allí, junto a unas luces adormiladas que ofrecen algo
de color a una calle que se hermana a la Catedral, dos chicas jóvenes
reclamaban con su música la atención de tantos y pocos peatones anónimos. Una
de ellas, con ese fino rostro dibujado de angelical, entonaba estrofas en
inglés. Su compañera, también de apariencia bohemia y afectiva, obtenía de una
bien trabajada guitarra esas notas que endulzan los mensajes de las palabras.
Apenas nadie se detenía. ¿Alguno realmente escuchaba? Esa calle, teñida de
luces marchitas y pisadas inciertas, era un escenario abierto para gentes con
prisas que disimulaban sus miradas. Unas pocas monedas en el suelo, reposaban y
esperaban.-
José L. Casado Toro (vietnes, 26 julio, 2013)
Profesor