Llevaba varios
meses ya enfrascado entre libros, apuntes, fichas y esquemas, con el rígido
sometimiento a las sugerencias y control del preparador (cuatro horas a la
semana) y ajeno, prácticamente, a las vivencias lúdicas de la calle. Las
oposiciones, si te las tomas en serio, exigen un sacrificio llamado renuncia, a
esos pequeños o grandes placeres que puedes hallar en la libertad de cada día.
Pero este finde fue un tanto especial. Chencho,
mi fiel amigo de la facultad, me propone una grata posibilidad que me vende
como atrayente. “Necesitas salir un poco a la
calle. Te estás convirtiendo en un ratón de biblioteca. Unas horas de diversión
te van a sentar de maravilla para recomponer una cabeza que tienes repleta de
artículos, normas y preceptos, en ese inmenso océano de las leyes. Mira, te
recojo a las 8, porque el tráfico está mal en estos días previos a la Navidad.
La fiesta, de la que no te vas a arrepentir, comienza a las nueve. Al menos, el
aparcamiento ya lo tengo controlado”.
Aunque mi conciencia me daba algún coscorrón que otro, no podía negarme a la generosidad de mi buen
amigo. En realidad, llevaba razón. Me había convertido en un esclavo del reloj
y necesitaba liberarme un poco de esas ataduras de tanto “nadar” en el rutinario
e inabordable mar del papel. El incentivo o destino al que acudir era, en
principio, bastante suculento. Se trataba de una
fiesta de aniversario, en un viejo caserón del barrio de Arguelles
madrileño. ¿El motivo de la celebración?
Conmemorar el quinto año desde que decidieron separarse, viviendo cada uno por
su cuenta, Dámaso y Clara, tras un conflictivo matrimonio que duró casi otro
lustro. Él, un escritor algo excéntrico, se gana la vida como traductor de
alemán, trabajando para distintas editoriales sitas en la capital. Vivió unos
años en la Germania, acompañando a sus padres, emigrantes en los setenta. Ella es administrativa de una agencia de
seguros, no menos alocada y polémica en el ámbito de su privacidad. Por
supuesto que yo no conocía en principio a ninguno de los ex contrayentes, ni tampoco
a los que probablemente iban a asistir. Pero Chencho me había puesto en
antecedentes de los protagonistas principales asistentes a esa lúdica fiesta
que prometía, sin duda alguna, entretenimiento y diversión.
“Oye ¿hay que llevar algo? Porque
presentarme con las manos vacías no creo que sea elegante. Y, al menos, tú los
conoces. Pero yo voy de prestado.” Ambos amigos somos de soluciones
rápidas. Compramos dos camisetas, muy chulas y baratas, en una tienda donde te
las imprimen en unos quince minutos. Una, de un color fucsia glamour, mientras
que la otra presentaba una vibrante tonalidad turquesa. Los textos respectivos
de ambas prendas, enmarcados en corazones “enfadados” eran: I LOVE YOU, BUT WELL AWAY (te quiero, pero bien
lejos) y I LOVE YOU TOO, BUT WELL AWAY FROM ME
(yo también te amo, pero bien lejos de mi), todo muy propio en la fértil
imaginación de mi cachondo amigo.
Por fin, a eso de las nueve y cuarenta, nos presentamos en la celebración.
Nos recibe Dámaso, un cuarentón, guasón y ojos
de pícaro, con un turbante rojo que le cubría la oronda calva, una capa azul
encima de una camisa de flores pequeñitas, pantalón corto deportivo y botas,
también azules, all star. Ambas piernas, gordotas y flácidas, estaban inundadas
por un denso vello peludo, color selva. También saludamos a la ex, la co
anfitriona, Clara, que lleva muy bien sus muy
generosas cuatro décadas a las espadas. ¡Lo que hace el Yves Rocher! Parece que
la noche va a tener algo de islámico, pues el turbante que ella luce es de un
intenso naranja atardecer. Chaleco deportivo y una mini, todo lo posible hasta
llegar a sus partes nobles. Chanclas negras, que dejan bien visibles sus uñas esmaltadas
con un atrayente rojo sensual. Les encantan nuestras camisetas, que ambos
llevarán, presumidamente y con desenfado, durante toda la fiesta.
Y aparece, inevitable, el teatral turno de los saludos. Entre cinco y diez minutos, me toca
saludar, estrechando manos e intercambiando besos, a no menos de unos cincuenta
asistentes. Cuántas palabras amables para tantas personas desconocidas. Medio
centenar de nombres que desaparecen, con prontitud, en las estrías epigráficas de
nuestra memoria. Hay mucha gente joven, aunque predomina aquella que se afana
en aparentar esa juventud perdida entre las brumas del tiempo. Suena música
enlatada con la potencia suficiente como para no entender apenas nada de lo que
tu interlocutor se afana en comunicar. Risas, comentarios y mucha comicidad compulsiva,
en los gestos y las actitudes, de todos y cada uno de los presentes. Mirando el
brillo de mi vaso de cerveza, me fluye una sonrisa pensando en la cantidad de
tonterías que he pronunciado y escuchado, de una forma mecánicamente educada,
en tan corto especio de tiempo. Veamos como sigue la noche.
¡Horror, cielo santo, llegan los
canapés! Dignos del mejor aplauso, por su laboriosa preparación, con esa
intriga mágica acerca de su contenido, parecen inventados para el mejor negocio
de las farmacéuticas Almax, Eno y similares. Recordé al instante las palabras
de una entrevista, pronunciadas por una famosa estrella del cine. Comentaba a
carcajadas su ímprobo esfuerzo, al llegar a una fiesta, por localizar algún
lugar idóneo donde dejar, con disimulo elegante, ese canapé, pasta o trozo de
tarta, que el anfitrión siempre se esfuerza en hacerte consumir y paladear. Y entre patata y patata frita, con alguna
aceituna traviesa, esos diálogos ocasionales con curiosos y esperpénticos
personajes (seguro que también a ellos les parece así mi figura) con los que
nunca antes has intercambiado palabra alguna.
“Qué… muy animada la fiesta ¿verdad?
Y además la temperatura acompaña, pues la noche está la mar de agradable.
¿Amigo o familiar de Dámaso o Clara? No… la verdad es que yo pasaba por aquí y…
ya sabes. Los he conocido esta noche y me han
resultado la mar de simpáticos, eh! dos excelentes personas. Los
turbantes que ambos llevan le sientan muy bien. No, yo me dedico al eso del
estudio. Lo de las oposiciones es una lata, mucho, mucho sacrificio, horas y
horas jodido y después a lo peor te quedas en alguna secretaría municipal, Ja!
Ja! Pero si yo a ti te he visto en algún sitio antes. ¿No habremos coincidido….
tal vez en algún concierto? A mi es que pirra cualquier tipo de música. Oye ¿quieres
que te vaya por más bebida? tienes ya la copa vacía y después de toda esta
conversación te va a entrar una buena sed. ¡Un día es un día! Nooo, si yo te
veo muy bien. Tienes una figura de artista “from” Hollywood. Y unos ojos preciosos.
Pero, si yo creo que hemos hablado en otro momento. Esa sonrisa, que me
regalas, soy incapaz de olvidarla…..
Y tras este denso y trascendente intercambio de ideas, llega el
momento festivo por excelencia. ¡El Karaoke!
Especialmente, cuando los niveles etílicos van alcanzando un apreciable nivel
sobre las conciencias y las voluntades. ¡Son tantos los que tienen esa
habilidad pendiente en el corazón de sus emociones! Reconozco que algunos lo
hacen bastante bien, con estilo y arte. Lo más positivo de esta fase, en la
fiesta, es la profunda autoestima y el nulo sentido del ridículo que atesoran
aquellos que toman el micro cual bocata de calamares para una merienda vespertina.
Aplauso tras aplauso, van actuando teloneros y protagonistas en la lúdica noche
festiva. Cuando de pronto caes en la cuenta que un señor, al que no has
saludado previamente en la vida, se te pega cual lapa playera y te ofrece un minicursillo (no solicitado) acerca de la realidad
económica, mundial y local. Cuando te propones contra-argumentar su categórico
discurso, comprimido en formato mp4, observas que, superada la necesidad
expositiva que le afectaba, busca ahora cobijo en la placentera imagen de una
rubia, todo simpatía y movimiento rítmico en sus nalgas o posaderas, macizas y
bien aireadas.
La zambra festiva se prolongaba. Nuevas aportaciones para la
intendencia, de naturaleza desconocida, sólida y líquida, permitían continuar
el baile, los chascarrillos, el “indio” (con perdón) ante el micrófono, los
diálogos ocasionales y algunas escapadas a esas habitaciones siempre oportunas
para las intimidades pareadas. Por cierto, hacía un buen rato que había perdido
de vista a mi amigo Chencho. ¿Qué estaría tramando por las cavernas peor
iluminadas de este viejo caserón para el divertimento? Serían poco más de
las dos, cuando sonó ese timbre sinfónico de la puerta, como sucede en las
mejores películas de intriga. Una
pareja de policías locales, con indisimulada cara de sueño, preguntan por el responsable de la fiesta. Y allá aparece Dámaso, con
su turbante rojo y las bermudas deportivas, repitiendo, con la lengua
atrompicada por el “mollate” esa teatral frase de “Oh,
mis queridos Sres. Agentes, no se preocupen que vamos a reducir el volumen. Pasen,
pasen y disfruten. Aquí estamos echándole salsa a la vida. Por cierto, desean
Vds un cafetito u otra cosa para beber….. acabamos de poner unas magdalenas muy
sabrosas, que ha hecho la abuela, en la mesa del manduco. Les aseguro que dan
un gustirrinín…..” Hacía tiempo que no había contemplado unas miradas
con tan evidentes rasgos asesinos, en los rostros de sus dos interlocutores.
¡Vaya nochecita! Volvía, cuatro de la
mañana, a casa, recorriendo las enormes aceras de una Gran Vía huérfana
de tráfico, dada la hora. Me apetecía caminar y sentir ese aire fresco
castellano que acaricia una piel que reclama descanso. El mendigo acampado, en
las puertas del Capitol, dormía plácidamente, mientras los servicios de
limpieza municipal aseaban la costra infame del trajinar en el día. No me había
podido despedir de Chencho (es máster, en ligues temporales), pero sí lo hice
de Clara, que mantenía puesta su camiseta con lo del “bien lejos de mí”. A Dámaso
lo habían tenido que acostar, con una “cogorza de cojones”. El estómago se me había
cansado ya de protestar, entre luces de neón somnolientas, recuerdos divertidos
de la fiesta y un señor con bigote, muy atento en las brumas de la madrugada,
que dio las buenas noches. Él y yo cruzábamos en soledad por el semáforo de
Callao.-
José L. Casado Toro (viernes, 1
febrero, 2013)
Profesor
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