Son
gestos rutinarios, mecánicamente aplicados, en el continuo discurrir de las
horas. Llegas a casa, tras la aventura insospechada o previsible de cada día,
compruebas el contestador telefónico y, con esa identidad repetitiva que te
caracteriza, echas un vistazo al listado de correos
entrantes en tu ordenador. Hoy, como ayer, también son muy numerosos. La
inmensa mayoría de los mismos (treinta, cincuenta, a veces más) corresponden a la
publicidad comercial. Algunos, con atrayentes incentivos para sus ofertas.
Otros, aburridamente monótonos en sus escaparates on-line. Resulta algo
parecido a lo que diariamente encuentras en el buzón del correo ordinario,
ubicado en el portal del edificio en que vives. En este caso, prevalecen las
cartas remitidas por las entidades bancarias. Frías y desangeladas, tanto en
sus contenidos como en las ofertas para sus, hábiles y retocados, productos
financieros. Lo mismo sucede cuando esas misivas llegan a través del servidor
electrónico.
Y,
al igual que ayer, te encuentras a un vecino, con el que compartes ese breve
trayecto viajero en el ascensor, quien viéndote el manojo de cartas con los
membretes insertos de bancos y cajas de ahorro, te regala el comentario acerca
de aquellas cartas que se escribían hace ya muchas décadas
en el tiempo. Es verdad, su naturaleza literaria y caligráfica era
esencialmente diferente a las que hoy nos llegan para nuestro desangelado conocimiento.
Las de hoy, suelen ser monótonas, aburridas y, en un gran porcentaje, con
carencias vitales o narrativas más que perceptibles.
Una
tarde, jugando con los descansos ante el estudio, recordé aquellas prácticas o
juegos llevados a cabo en momentos de asueto. Se escribían algún mensaje
significativo, con datos que ayudaban
para la respuesta. A continuación, se introducía ese
texto en el interior de una botella, debidamente cerrada, que era arrojada, con
ilusionada esperanza, al mar. Las corrientes, el azar del oleaje, las
oportunidades de su hallazgo, posibilitaban que llegase a manos de alguna
persona que residía, probablemente, a pocos o muchos kilómetros de distancia. Y
no siempre, pero sí en la ocasión que marcan las voluntades, esa misiva viajera
por las aguas saladas de los mares, era atendida en su respuesta para la sorpresa
y compensación del remitente. Ese símil metafórico de la botella navegante podría
aplicarse a esa otra navegación que densifica la circulación informática a
través de las redes. Y algo así me ocurrió, para el anecdotario de la
imaginación, sustentado en la voluntad por hacer algo diferente.
Dicho
y hecho. Fue una travesura comunicativa, para experimentar
respuestas desde la inmensidad de la selva urbana. A este fin redacté
unas breves líneas, con un mensaje parecido al que sigue:
“Good Corning, buenos
días. Es muy posible que te extrañe la recepción de este correo electrónico.
Estoy seguro que no conoces al remitente. No te preocupes. Es un simple juego,
para analizar las probabilidades psicológicas en lo social. Vivirás cerca, o muy
lejos, de quien te habla. Serás hombre o mujer. Joven o con muchos calendarios
ya en tu memoria. ¡Existen tantos datos, tantos detalles, en la inconcreción
del espacio que nos separa! ¿Y qué desea el autor de este correo? Pues
intercambiar alguna palabra, algún contenido, siempre en el anonimato de nuestras
respectivas privacidades. Cuando desees dialogar, aquí estaré y atenderé con
seriedad tu correo. El azar ha hecho
posible que estés leyendo, con dudas y curiosidad, el e-mail que acabo de
remitirte. Repito, sin más rostros o señas que la posibilidad del azar.
Entenderé tu cautela, si no te animas a responder. Saludos”.
Todo
ello sin más datos identificativos que mi necesario remite on-line. A
continuación, inventé una dirección de destino formada
por tres sílabas y, tras el arroba, el servidor correspondiente. Utilicé
tres vías electrónicas, para el mágico tren de lo posible: hotmail.com; gmail.com y, finalmente, yahoo.es. El
mensaje viajó con presteza, a través de las redes sociales, en busca de un
receptor que se acomodase a esas tres sílabas que identificaban su nombre.
Posteriormente, como aquel solitario náufrago, que ha de seguir buscando el
sustento en su isla, continué con esa actividad cotidiana que tanto nos equilibra
o desalienta.
De
inmediato, uno de los tres correos me vino devuelto.
Mi servidor electrónico es muy eficaz, en su rapidez, para indicarme la
imposibilidad de entregar el mensaje, a causa de no haber hallado una recepción
que se ajustara a mis datos. Sin embargo, ese envío fallido, me confirmó que
había en Internet dos personas que se acomodaban a las tres sílabas que ideé
para la experiencia. Pasaron unas semanas, en la orfandad de ambas respuestas.
Son numerosas las causas que pueden justificar estos
silencios: la prudencia, la desconfianza, el desinterés, la prioridad de
otros destinos o la papelera de los receptores.
También, cómo no, los filtros o cortafuegos protectores, para ese spam
indeseado.
Ya,
con el discurrir del tiempo, casi me olvidé de esta infantil jugada en el
estadio universal de la red. Me pregunto ¿hubiera obtenido
respuesta ese escueto mensaje, en caso de haber sido yo el receptor
correspondiente? La verdad es que no lo sé. Con tan limitados datos y
con todas esas leyendas que pululan, con más o menos verosimilitud, en el boca
a boca informático, lo más sensato y razonable hubiera sido pasar página de
esos mensajes no solicitados. Otros asuntos reclamaban la atención del día a
día. Los dos correos sin respuesta volatizaron
en el olvido motivaciones e intereses que se iban alejando en las brumas del
tiempo.
“Hola, ¿quién
eres y dónde vives? ¿A que ya no esperabas recibir este correo? Pero hoy me he
decidido a responderte. Habla un poco acerca de ti y tus motivaciones”.
Casi
dos meses, había sido el tiempo transcurrido desde aquella oportunidad en la
que yo también eché esa “botella”, repleta de curiosidad, al mar de la incertidumbre
o la casualidad. Pero hoy me llegaban, al escritorio del ordenador, tan
escuetas e inconcretas palabas procedentes de una dirección electrónica que me
era bien conocida pues, en su momento, la tuve que inventar. Eran tres sílabas que
iniciaban un nombre, real o supuesto, de alguien quien, en el océano ilimitado de
las redes, había tomado la decisión de responder a mi
llamada. Igual podía ser un hombre o una mujer. Nuestras respectivas
geografías podrían estar cercanas o más alejadas. Tampoco me pareció que fuera
cosa de niños, pues esas treinta palabras, a pesar de ser muy inconcretas,
reflejaban la autoría de una persona adulta. Parecía divertirle la situación.
Sin soltar prenda alguna de quien era, al tiempo, planteaba o exigía mi
respuesta identificativa. Pensé que era una curiosa oportunidad para entablar
amistad o un simple diálogo con alguien desconocido, con todos los riesgos
posibles que ello comportaba.
Iniciamos
un intercambio de correos, más o menos con el ritmo cíclico de la periodicidad
semanal. En principio eran de breve contenido aunque, en más de alguna ocasión,
por la temática que dialogábamos, se hacían algo más extensos. Comentábamos noticias de prensa, algunos de los
estrenos cinematográficos (ambos compartíamos la afición al cine) anécdotas
acerca del quehacer diario o algunos de esos proyectos que diseñamos para
enriquecer los fines de semana. De una forma tácita, uno y otro decidimos no aportar datos que concretaran a nuestras
respectivas personas. Pero, desde su primer correo, siempre tuve la
percepción de que tenía a una interlocutora en nuestro diálogo. Pienso,
también, de que ella suponía que hablaba con un hombre. Siempre hay comentarios,
giros expresivos, palabras o frases que son más propias o utilizadas en un
hombre o en una mujer. Desde luego puede parecer algo infantil, por parte de
ambos, que mantuviéramos con tanto celo la intimidad de nuestra privacidad
identificativa. Pero lo cierto es que nos fue bastante bien seguir manteniendo
esa intriga que fluía de nuestro reciproco desconocimiento.
Esta
relación epistolar, intermitente pero continuada, se prolongó durante un par de meses. A partir de esos momentos se fue espaciando en el tiempo hasta que, al llegar
el verano pasado, desapareció. Fueron unos tres
o cuatro los correos que le seguí enviando, sin obtener respuesta alguna a los
mismos. Incluso en el último e-mail, me decidí a explicarle algunos datos
básicos de la que había sido mi profesión, además de revelarle la provincia o
lugar desde donde le escribía. Esa última parte del correo (el más extenso de
entre los que le escribí) decía, más o menos así.
“Entiendo que puedas
tener razones para poner fin a este diálogo que hemos mantenido durante los
pasados meses. Para mí ha sido muy novedoso, divertido pero, sobre todo, enriquecedor
para lo humano. En tu caso, pienso que también te habrá aportado ese valor de
intercambiar ideas, opiniones, reflexiones o ese simple quehacer que conforma
la historia de cada uno de los días. Veo que quieres silenciar esta
comunicación. Y ese deseo, lógicamente, lo debo respetar. Siempre te quedará mi
dirección electrónica, para cuando quieras o necesites llamar a su puerta. He
soñado, muchas noches, con esa feliz utopía de tener puertas sin cerraduras. Al
menos… on-line. Repito, no tendrás necesidad de llamar. Simplemente……. empujas
esa puerta que no necesita llaves, para la amistad y el diálogo. Gracias, por
haber sido generosa y valiente”.
Y cada
día, cuando repaso el buzón de mi escritorio, tengo la esperanza, tal vez la convicción,
de que pueden y van a aparecer, otra vez, esas tres
sílabas _ _ _
@hotmail.com, que hagan posible la reanudación de aquella fructífera vía
para la comunicación. Será una señal inequívoca de que aún existen hoy algunas puertas
sin cerraduras, miradas transparentes y el aire fresco de una sonrisa. Sonrisa
que fluye, sin duda, del corazón.-
José L. Casado Toro (viernes, 15 febrero, 2013)
Profesor
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