La memoria, esa maravillosa capacidad de nuestro
cerebro que nos permite almacenar y evocar informaciones, de toda naturaleza y
carácter, es imprevisiblemente caprichosa. Hay personas en las que esa
importantísima funcionalidad se halla muy desarrollada, mientras que para otras
ese necesario o imprescindible recurso para nuestra vida se encuentra limitado
o, incluso, patológicamente bloqueado. Es indudable que tan cualificada
potencialidad es sumamente heterogénea para todos nosotros. Algunos la han
ejercitado más, manteniéndola con la fuerza de la claridad, mientras que otros
la han dejado aletargarse en las brumas de la inconcreción. Pero, desde luego, existe la convicción de que, con la edad, dicha facultad va
perdiendo vigor, frescura o agudeza. Somos muchos los que nos quejamos o
lamentamos, con esa manida frase, de que “cada
vez tengo menos memoria”. El no saber encontrar el lugar donde has dejado
las llaves, el olvido sobre obligaciones importantes que habías de atender
aquel determinado día, o incluso el “tener en la punta de la lengua” un nombre
o dato que se te hace imposible expresar en el preciso momento…. son algunas muestras,
más que frecuentes, de esa debilidad en el recuerdo, a fin de que tu mente
responda al interrogante o ciertos datos que necesariamente requieres.
Quiero
centrarme en un hecho que, no sólo en mí sino también en los comentarios
ajenos, resulta bastante frecuente. Consiste en que olvidamos situaciones o
informaciones que son muy próximas para nuestro protagonismo pero, al tiempo, aparecen
en el recuerdo escenas, personas y detalles muy lejanos, con una profusión
informativa y concreción en las imágenes verdaderamente difícil de explicar. No
llegas a entender como situaciones de ayer o de la semana pasada se te borran
de la memoria, con una pasmosa facilidad, mientras que otras escenas, bien
alejadas en la distancia del tiempo,
recuperan su nítida vigencia para la retina de la imaginación. Las estás reviviendo,
bien cercanas o próximas, cuando han pasado no pocos calendarios desde el
momento en que sucedieron y pudiste integrarlas en tus vivencias. Pero, así es
la memoria. Juguetona, traviesa, espontánea,
complaciente o cruelmente indiferente.
¿Ejemplos
que avalen lo previamente expuesto? Cada uno de nosotros posee, en el archivo de su existencia, miles de hechos
y anécdotas que avalan lo que aquí se expone. Veamos alguna, entre todas
aquéllas que los lectores de estas líneas podrían fácilmente compartir. Ocurrió
una tarde reciente, cuando me encontraba trabajando ante el ordenador. Tal vez
por una asociación de ideas, en relación a la temática que estaba desarrollando
en uno de mis escritos, recordé a una persona que había
conocido durante mis años de estudio, en la Universidad de Granada. Su
nombre y apellidos, así como otras características identificativas acerca de su
imagen, se me hicieron nítidamente explícitas, sin saber exactamente el porqué.
Acerca de otros compañeros de estudio, sí recordaba algunos aspectos personales,
pero se me borraban muchos de sus nombres, especialmente los apellidos. Debo
aclarar que, desde hacía casi cuatro largas décadas, no había tenido noticia
alguna de este compañero. El contacto, amistoso y cordial durante aquellos años
de estudio, desapareció al momento en que ambos finalizamos nuestro periplo estudiantil
en esa universidad. Tanto uno como otro, volvimos a nuestras respectivas
provincias de origen, para ejercer las profesiones para las que nos habíamos
estado formando.
Durante esa larga noche en el tiempo, el diálogo y la
amistad entre ambos no supo reencontrar el espacio para su oportunidad. Nunca
existió motivo espacial alguno, entre ambos, para justificar la ausencia de una
simple felicitación navideña u otro tipo básico de comunicación, más o menos
cordial o educada. Sólo la separación física de ese espacio que nos había
vinculado durante los cinco años de estudio, la prioridad de nuevas amistades en
nuestras respectivas provincias de nacimiento y trabajo y, por supuesto, esa
pereza o falta de interés por conservar amistades que, sin saber por qué, tanto
nos afecta. Pero, esa tarde de otoño, desde alguna recóndita
estancia de la memoria, se me motivaba a
preguntarme acerca de esta persona de la que nada había sabido, en ese oscuro
calendario para el olvido y la
distancia.
¡Cómo
no! recurrí al Google,
ese versátil, servicial y atento buscador de Internet, que tantos apuros y
necesidades, en el conocimiento y la información, sabe resolvernos. Tecleo el
nombre y los dos apellidos de este antiguo compañero y amigo y obtengo como
respuesta un número verdaderamente importante de entradas. Los tres datos nominativos que aporto son bastante comunes, en
la generalidad de la ciudadanía. Entonces toca armarse de paciencia para ir
desbrozando y encontrando a esa persona que puntualmente tú deseas localizar. Tras
un buen rato de consulta, la búsqueda se centra y
reduce sobre dos nombres que, por una u otra razón, pueden corresponder
a ese compañero de los años de universidad. El problema estaba en que llegaba a
unos archivos que no eran excesivamente explícitos, pues, a veces, sus nombres
se hallaban insertos en listados administrativos que no ampliaban detalles de
índole privada o personal. En cuanto al apartado de las
imágenes, la búsqueda también resultó laboriosa. Aparecían fotos, de no
excesiva calidad en pixels y generalmente en grupos o celebraciones, sobre las
que había que imaginar o adaptar rasgos físicos de hacía casi cuarenta
primaveras. De ambos anoté direcciones postales y teléfonos. Pensé que era
preferible enviarles sendas cartas, por correo
ordinario (no conseguí localizar sus direcciones electrónicas) donde les
explicaba con la mayor delicadeza el motivo de mi búsqueda. Así tendrían más
tiempo para reaccionar a la sorpresa, que utilizando la inmediatez o
inoportunidad de una llamada telefónica. Y esperé a que llegase la respuesta.
Por supuesto que, en ambos escritos, anoté mi e-mail por si estimaban oportuno
utilizarlo para su posible comunicación.
Apenas
una semana después, recibí un correo electrónico remitido por un farmacéutico
de la provincia alicantina de Calpe. El amable
remitente me comentaba que no era él la persona con la que yo deseaba
contactar. Y que le resultaba curioso saber que otro profesional de su
especialidad tenía, a pesar de ser bastante común, su mismo nombre y apellidos.
Decía que su único vínculo con la bella ciudad de Granada era un parentesco
lejano de su mujer, profesional de la hostelería. Sin embargo hoy, ya casi tres
semanas después desde la fecha de mis envíos, me han dejado, en el buzón de
correo, una carta remitida desde Elda por el
otro destinatario. Además de un folio, difusamente explicativo, se adjunta en
el interior del sobre una foto en blanco y negro, escaneada desde el original,
donde ambos estamos, junto a otros compañeros de Colegio Mayor, en el patio
interior de la residencia universitaria. Efectivamente, esta segunda opción era,
al fin, la acertada.
Leí,
con mucha atención y emoción, el contenido de su breve
misiva. En ella subyace el afecto de dos amigos, para esa inolvidable
fase de nuestra juventud que queda, en este momento, muy alejada en la memoria.
Me resume algunos trazos de su evolución profesional y familiar, aludiendo a
determinados detalles, en ambas dimensiones, contrastados en la suerte. Todo
natural y comprensible, pues la vida tiene días de intensos nublados
compensados con otros muchos en los que el sol permite que miremos la realidad
con un mayor protagonismo para la esperanza. Finaliza su carta agradeciéndome
el esfuerzo y el interés que he tenido para localizarle, rogándome que
continuemos la comunicación (me adjunta su e-mail).
Sí,
el lector puede considerar este relato con la lógica apreciación de ser una
historia simple y cotidiana. Sin embargo para sus dos principales protagonistas,
la valoración de cómo supimos recuperar algo del tiempo pasado, trasciende la
dimensión secundaria de una simple anécdota. En esa foto, que Ramón me envió junto a su respuesta, él y yo parecemos
muy jóvenes, cándidamente ilusionados en nuestros estudios para diseñar una
trayectoria que, en aquél momento, se nos hacía desconocida, pero apasionante.
Y han pasado ya cuatro décadas en nuestras
vidas y en la de todos esos compañeros que nos acompañaban, antes de subir al
comedor, en aquel alegre (así se nos ve en la fotografía, con nuestros nombres
escritos en el reverso) domingo primaveral, del año 72.
Amistades que desaparecieron, prácticamente, dos años más tarde. Llegó esa larga noche que cubre el tiempo en los calendarios,
cuando el olvido se blinda ante los recuerdos y la “amnesia” de la memoria cubre
el erial de las distancias y los silencios.
Intercambiamos
algunos correos, cordiales y afectuosos, aunque percibí, desde un primer
momento un algo especial, de difícil concreción, en las líneas subliminares de
sus breves escritos. Por fin, pasados unos meses, le
propuse la posibilidad de saludarnos, en lo personal, idea que, percibí,
no le provocó un especial entusiasmo. Le sugerí, en esa propuesta, que Granada,
el hogar ciudadano que nos había acogido en nuestra etapa universitaria, podría
ser el marco inmejorable para un reencuentro en la amistad, tras cuatro décadas
de distancia. Silencio como respuesta. Pero una noche observo en mi ordenador que hay un e-mail de Ramón.
Debió de pensar bastante su afirmativa respuesta. Nos citamos, dos semanas más
adelante, precisamente en la calle donde estaba ubicado nuestro Colegio Mayor
(hoy trasladado de ubicación, en el perímetro urbano nazarí granadino).
Sobre
las dos de la tarde, y soportando el intenso frio de la estación otoñal, nos
observamos el uno al otro, en medio de unos segundos de expectación. Viendo los
inmensos deterioros recíprocos en nuestros respectivos “fuselajes” epidérmicos
y funcional, rompimos a reír, Después del abrazo correspondiente, fuimos
paseando, camino de un restaurante, por entre el laberinto antiguo de esa
Granada misteriosa, acogedora y romántica. Tomamos algo, en ese antiguo
restaurante que aún pervive, ornado de atauriques, mocárabes, azulejos y
lacerías, en la zona de las teterías, camino del Albaycín. Recordamos algunas
anécdotas un tanto deshilvanadas de una fase de nuestras vidas, inevitablemente teñidas de un color sepia por la distancia. El entorno granadino hacía que todo pareciera igual (o casi
igual) que en los setenta pero….. todo era diferente. Muy diferente.
Ya con las tazas del té dormitando vacías sobre la mesa, a modo de impulso le hice una pregunta a mi interlocutor que le hizo cambiar el tono de su semblante. “Pienso que tú no eres Ramón ¿verdad?” Silencio de no sé cuantos segundos en mi interlocutor, que modulaba una expresión a veces seria, a veces inexpresiva. “Y cómo te has dado cuenta”. “Porque la magia de la memoria aún sigue viva para mi necesidad. O, tal vez, intuición”.
“Efectivamente, llevas razón. Mi hermano, hace ya muchos
años, abandonó sus raíces familiares. Desapareció una mañana, sin despedirse de
nadie. Hace ya unos dieciocho años. Nunca, nunca supimos el porqué de su
decisión. La policía tampoco supo encontrar una lógica al misterio de su
desaparición. Pensamos que una situación sumamente complicada en su negocio
pudo estar detrás de un proceder radical e inexplicable. Cuando se recibió tu amable
carta en casa, tras su lectura, pensé y dudé que igual podrías aportarnos
alguna luz en nuestra larga y cruel desesperanza. Y bueno….. suplanté a la
persona de mi hermano en esos cuatro correos y, hoy mismo, en nuestra
entrevista. Pero he comprobado que tampoco tú eres el camino que nos podría
ayudar a encontrar alguna respuesta a todos nuestros interrogantes”.
Fue
una despedida algo tensa, fría, pero al fin educada. Verdaderamente extraña la
personalidad del hermano de Ramón. Cuando conducía por las Pedrizas, camino de vuelta
a Málaga, sentía que también yo era partícipe indirecto de la angustia que
soportaba toda esa familia, en la incertidumbre dolorosa de los comportamientos.-
José L. Casado Toro (viernes 7 Diciembre, 2012)
Profesor
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