Eran
poco más de las seis, en la tarde, cuando volvía camino de casa con la mente y
el cuerpo un tanto cansados. La rutina laboral de cada día se había visto hoy ampliada
con la celebración de un almuerzo de hermandad,
con motivo de las fiestas navideñas. En principio solemos poner algún reparo a
nuestra participación en este evento de relación social pero, al fin, la
mayoría de compañeros en la empresa nos vimos allí reunidos, tratando de generar
lo más grato de esa jornada festiva.
Para
los que suelen controlar, con rígida disciplina, su ingesta se encuentran con menús verdaderamente exagerados, en los hábitos
cotidianos que presiden sus días. Es frecuente escuchar esa cantinela, por otra
parte más que lógica, de que “yo habría comido, y bien, sólo con los entrantes”.
Embutidos y ensaladas a mansalva, antes de ese caldo que no siempre llega con
la debida temperatura a la mesa. A continuación, tras una espera que se
eterniza por la limitación del servicio, llega el plato de carne o pescado, a
veces frío, crudo o quemado, que lucha
por encontrar acomodo en un estómago, extrañado, protestón y saturado, donde
poco hueco disponible queda ya. Y todavía hay que afrontar la amenaza de un
postre denominado creativamente, como todos los platos de la copiosa y literaria carta, “secretas
delicias en la nieve, con un ensueño al ron” (básicamente un trocito de
bizcocho, de calado indescifrable, cubierto de azúcar glas donde, tal vez, el
secreto de la sorpresa sea un toque de inquietante crema pastelera que podemos
hallar en uno de los estratos que conforman el venturoso pastel). Tinto,
blanco, cerveza y agua, con generosidad y, para el brindis, esa copa de cava o
champagne (otro año, también seco) que llega como un estilete cruel a nuestra
sufrida digestión, muy cerca ya de las cinco en la tarde. Y todavía puede quedar
hueco para el café. Y si encarta, esas copas……. no deportivas y de coste extra,
para los sedientos spongemen.
Son
menús cercanos a los cuarenta euros el cubierto, nada más, que tratan de ser
digeridos en un ambiente de camaradería y sano jolgorio (casi nunca falta algún
valiente para con los villancicos). Por supuesto, después de haber consultado
numerosos restaurantes (con un mes de antelación), casi todos ellos con las
mesas cubiertas para ese día, en tiempos de aguda crisis. Por cierto ¿cuál
sería la estadística de todas las veces que has asentido, lo que comentaba –o
gritaba- ese compañero sentado enfrente tuya, sin poder escuchar y entender
palabra alguna de lo que te estaba diciendo? Y ya, camino de vuelta a casa, con
esa mezcla pendular de aturdimiento y excitación, me preguntaba por las razones
de unas despedidas que duran cerca de los treinta minutos, desde la mesa que
has ocupado hasta la puerta liberadora del establecimiento. Besos, abrazos y
parabienes de frases ingeniosas para el delirio. Mañana volveré a compartir un
día de oficina, con todos estos compañeros y compañeras del suculento ágape en
fraternidad.
Recogí
el correo, aburridamente bancario y comercial, en el buzón comunitario y saludé
a ese vecino del cuarto, verdaderamente habilidoso en su afición al bricolaje.
No había nadie en casa, pues mi mujer tiene hoy turno de tarde en la clínica
dental donde trabaja y el crío me comentó que iba a preparar los exámenes con
una amiga. Pensé en darme una ducha tonificante pero, antes de quitarme la ropa,
escuché cómo llamaban a la puerta.
Era Mila, del tercero C. Aunque la relación con todos los
vecinos del bloque es cordial, he hablado un poco más con esta vecina, dado que
también trabaja en el ámbito de los seguros, aunque no en mi oficina. Sé que
lleva varios meses en el paro, desde que su empresa sufrió una profunda
reestructuración. Su marido, algo cabeza loca, trabaja en un taller de reparaciones
de automóviles, aunque ahora debe estar también sin trabajo, por algún
comentario que le escuché cuando compartíamos el ascensor. Tras el saludo, e
invitarle a que pasara, nos sentamos en el salón, pues me ruega si tenía unos
minutos para escucharla.
Presenta
un semblante serio y crispado. Se la nota nerviosa y con
evidentes rasgos de ansiedad. Confiesa que me ha visto llegar, ya que
estaba tendiendo la ropa de la lavadora y que, en uno de esos impulsos, ha
decidido plantearme su problema. Que se
siente confusa y bastante avergonzada, pero que ha dado ese paso de subir tres
plantas más arriba de su casa, para tratar de encontrar un poco de desahogo. Segundos
antes de entrar en cuestión, se rompe en lágrimas. Yo también me siento muy
desconcertado ante la escena y, viendo ante mí a esta joven mujer sumida en la
desesperación de los nervios, me dirijo a la cocina a fin de prepararle una
infusión que pueda calmarla en su inestabilidad. Y ya, con la taza a medio
consumir, parece que alcanza un mínimo de serenidad para poder hablarme del
problema que, obviamente, le afecta. Le tiemblan un poco las manos y mueve
compulsivamente sus piernas.
“Mario y yo, estamos pasando un momento terrible. No sé
todavía como he tenido valor para subir aquí y explicarte lo que nos ocurre.
Pero la decisión ya está hecha. Llevamos ya muchos meses pasándolo fatal. Nada
de nada, en el trabajo. El despido de él fue totalmente imprevisto. Un
verdadero mazazo. Y, al poco tiempo, reestructuran la agencia donde yo trabajaba.
Total que sólo tenemos esos cuatrocientos y pico de euros, para vivir durante
el mes. Con dos niños, en primaria, y una hipoteca… cuyos recibos se acumulan. Y
en las familias de nuestros padres, las cosas no van mucho mejor. Ellos apenas pueden
defenderse. Entre nosotros, aparecen los desánimos, las desagradables discusiones
o esos horribles silencios, en los que parece que nada tengamos que decirnos……..”
De
nuevo Mila se ve rota en su autocontrol. Observé que trataba de disimular el
temblor de sus manos. Me angustiaba ver el mal rato que estaba pasando esta
vecina con la que, hasta esa tarde, habíamos tenido una cierta amistad aunque
no especialmente intensa.
“Es terrible llegar a esto. Pero, aunque te cueste trabajo
entenderlo…. tenemos el frigorífico y la despensa prácticamente vacía. ¡Dios
mío, qué vergüenza! Para la Nochebuena vamos a ir a casa de mis padres. Están
también fatal, sin un euro y con otras muchas bocas, pero es que a esta familia
se le ha venido todo encima. Tengo un hermano, también casado y con niños …. bueno,
para qué te voy a dramatizar más. Mira, Jaime, esta noche no tengo para ponerle
un plato digno de comida a mis dos niños. Nunca, nunca pensé que íbamos a
llegar a esto. Mario va dando tumbos de un lugar para otro, sin saber qué
hacer. No sabe que yo estoy aquí explicándote nuestra situación. Él es más bien
orgulloso. Pero el problema son dos niños de ocho y diez años. De verdad que ya
no sé que hacer. Estoy….. desesperada. He ido a la parroquia, pero la lista de
los que allí acuden es patética y cada día se hace más inabordable”.
Mi
joven interlocutora se sume en un profundo silencio, fijando su desalentada
mirada en la mullida alfombra que nos soporta. Nunca podía imaginar que la
situación de estos vecinos alcanzara el drama que me estaba narrando una mujer de
ojos enrojecidos y atrapada por un descontrol evidente. Sabía que tenían dificultades
económicas, pero no a ese nivel que impide poder dar de comer a dos hijos
pequeños. Quise aparentar una imagen de serenidad, aunque yo mismo era también
presa de los nervios. Mila me estaba pidiendo una ayuda básica, dejando toda su
autoestima y orgullo aparcado ante la imperiosa necesidad de unos críos a los
que no quería ver sufrir la necesidades más elementales. Tratando de reducir la
tensión me puse de pie diciéndole, con palabras que intenté fuesen cálidamente
acogedoras, lo siguiente:
“Ahora no debes pensar más en la situación que acabas de
confiarme. Hay que ser prácticos. Actuemos con diligencia. Vamos a la cocina
que seguro encontramos algo para las urgencias”. Cogí una gran bolsa, de
las que llevamos a la playa y repasé la alacena y el frigorífico. Fui guardando,
en esa y en otras dos bolsas más, todo lo que estimé como necesariamente
urgente para esta familia. Galletas, latas de conservas, arroz, pastas, azúcar,
harina, botes de leche y legumbres, bolsas de pan, aceite, huevos, verduras,
barras de chocolate, patatas, cacao, café molido, naranjas, manzanas, plátanos,
yogurts…… (Reflexioné sobre la cantidad de alimentos que acumulamos obsesivamente
en nuestras despensas y que, en más de una ocasión, tenemos que eliminar por su
fecha de caducidad…) Preparé las tres grandes bolsas mientras Mila asistía como
ensimismada a esa recolección alimenticia que hice con la mayor diligencia. “¿Hay alguien en tu piso?” le pregunté “No, sólo los niños, pues Mario salió esta mañana, para ir a
casa de sus padres, y aún no sé nada de él”. “Entonces
vamos a bajar todo este material. No es la solución a vuestra situación, pero
al menos va a ayudar durante algunos días. Y estas fechas son muy especiales.
La semana que viene, os preparo también otro lote. ¡Ah, se me olvidaba! Tengo
ahí debajo del mueble de la cocina, apenas
empezada, una caja grande de dulces navideños surtidos, mantecados, turrones,
ya sabes…. que os va a venir muy bien,
especialmente para los niños, que saben gozar y bien con estas cosas. También
te la voy a bajar. Fíjate ¿qué te parece? viene con su botella de sidra, otra
de Rioja y una barrita de lomo embuchado. Me la trajo, como regalo, un buen cliente
de la empresa, a quien resolví un complicado problema que tenía con una demanda
de terrenos pertenecientes a su familia. Sí, a pesar de los seguros, hago
algunas cosillas en el terreno jurídico”.
Me
esforcé, en todo momento, por ofrecer normalidad y sencillez a mis gestos.
Traté de paliar la situación crítica en una familia que sufría las
consecuencias de una situación económica, cruelmente, injusta. Mila se mostraba
algo más calmada y sonreía cuando yo aportaba alguna que otra broma a mis
movimientos por la cocina. Ella entendía, con estos gestos, que su vecino se
esforzaba por quitar toda muestra de dramatismo a la situación que tanto le
estaba afectando. Al fin, bajamos las tres bolsas a su casa, junto a la apetecible
y golosa caja de Navidad.
Aunque
muy callada, se esforzaba en sonreír como muestra de agradecimiento. Al fin me
dijo: “No sé como se lo voy a explicar a Mario. Ni yo
misma sé como te he puesto en esta tesitura. Pero, a pesar de su carácter, me
esforzaré para que lo entienda. Los niños han de estar por encima de otros
muchos criterios en cuanto a la forma de actuar. Y yo no quiero, por nada del
mundo, que mis hijos pasen hambre. Y a ti, Jaime, darte las gracias es poco. Lo
que más te agradezco es la actitud…..” No la dejé terminar. Lita y
Fredy, ya estaban por allí correteando y tratando de descubrir el contenido de
las tres voluminosas bolsas y el contenido de la caja navideña. Me acompañó
hasta su puerta y me abrazó, entre lágrimas. Reconozco que había algo de lluvia
también en mis ojos. Fue el momento en que aproveché para dejarle, en el
bolsilla de su chándal, un par de billetes que había preparado minutos antes. Esos
euros también les iban a ser útiles para estos días en los que el año finaliza.
Salía
de la ducha cuando escuché una voz desde el pasillo. Era Luz, quien ya volvía del trabajo. “Jaime, hoy he tenido un día horrible en la clínica ¡Si
yo te contara! No he parado en toda la tarde. No he tenido tiempo ni para tomar
un café. Tú habrás estado aquí, bastante tranquilito, jugando con el ordenador.
Poquito trabajo y toda la tarde en casita. Ahora te das una ducha calentita ¡Lo
bien que viven algunos! Habrás tenido tiempo hasta para aburrirte. Bueno, me
voy a cambiar de ropa. Después prepararé algo para la cena. El niño me ha llamado.
Que se queda a cenar en casa de los Écija, con Marta. Dice que están preparando
un trabajo, pero a mi me da que está colado por esa niñuca que lo pone a mal
traer. Por cierto, mañana me voy a comer con todas las compas del gimnasio.
Hasta la Santosvalle se ha apuntado”.
Me
dio como un pequeño ataque de risa. Pensaba en la cara que iba a poner Luz
cuando entrara en la cocina y viera el desmantelamiento que allí se había
producido. ¿Cómo se lo iba a contar? Desde luego, fue para mí una tarde de esas
que no se olvidan. El desaforado espectáculo del ágape navideño, con los
compañeros del trabajo, contrastaba con la posterior visita de nuestra vecina
Mila, y la desafortunada situación que ella y su familia estaban padeciendo.
Había sido una tarde de contrastes, para vivir la
Navidad.-
José L. Casado Toro (viernes 21 Diciembre, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com
jlcasadot@yahoo.es
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