¡Hola Javi! He
venido a buscar a mi Alma. Como me imaginaba, se habrá pasado aquí en la plaza
casi toda la mañana. Es su primer día de vacaciones y tenía muchas ganar de
jugar con las amigas y compañeros del cole. Seguro que no te habrá dejado
tranquilo un momento, contándote todas sus historias y ocurrencias. La verdad
es que se lleva muy bien contigo. Eres muy complaciente y generoso con ella,
escuchándole y dándole algunas de las chucherías que tanto le gustan. Pero…. no
le hagas mucho caso, pues es un manojillo de nervios que lía a cualquiera. Bueno,
también te quería decir algo más. Esta noche es un tanto especial. Es
Nochebuena. Tú estás sólo y la niña y yo …. pues también. Si te parece ¿por qué
no te vienes a cenar a casa? Ya sabes que estoy muy apretada para hacer
extraordinarios. Hace ya dos meses que no me llaman de la cooperativa. Así que
tengo que controlar mucho los gastos. Pero algo se puede hacer para que
tengamos una buena cena y no estemos tan solitos en una Noche tan especial. En
realidad, ha sido Alma quien me ha dado esta estupenda idea. ¿Te animas a
venir?
Pero
¿quién es esta joven mujer (aún no ha cumplido las tres décadas en su vida) que
dialoga, animada y generosa, con un buen hombre que se gana el modesto sustento
con su puesto de golosinas y bocadillos, especialmente para los niños? El padre de nuestra Raquel,
Manuel, trabajaba en lo que salía. La aceituna,
en la temporada. También, los andamios, para el cemento y el ladrillo o
cualquier otra chapuza que permitiera llevar a su casa unas pesetas que tan
bien sabía administrar y multiplicar esa buena madre y esposa que atendía por
el nombre de “la Pilar”. Era hombre de
comportamientos y hábitos ordenados, que tan sólo sucumbía a ese medio paquetillo
diario de Celtas, cuando podía comprarlo en el estanco de la Avenida. Pero ese
humo letal y, también, tantas mañanas de trabajo, con temperaturas y vientos
helados desde Sierra Morena, hicieron que su naturaleza se fuera apagando poco
a poco, hasta aquel infortunado día en que dejó huérfana a su única hija, Raquel, una jovencita delgada, morena y de ojos
castaños, siempre la alegría de la casa. Muchos de los chicos de este pueblo
repleto de leyendas y realidades monumentales, herencia lejana de una época secular
de prosperidad y nobleza generadora, en la actualidad, de incentivos para el
turismo cultural, se disputaban el favor, las risas y la silueta embriagadora
de una niña-mujer en los ensueños mágicos de la adolescencia. Y la chica se
dejó prendar por los recursos físicos, adornados por el embrujo convincente de
la palabra, que otro adolescente, tres años mayor que ella, solía regalarle a casi
todas las horas del día en que la veía.
Tuvo
que suceder. El “Nacho” y la “Raquel” vivieron
muy deprisa la fuerza atractiva de sus cuerpos y la llamada desbordante y dulce
de la naturaleza. La pobre Pilar, casi le da un “flato” cuando su niña le dice
lo del embarazo. Que va a ser mamá, a sus diecinueve abriles en Primavera. Pero
al “Nacho” un figurita todo presencia, pero con una madurez de plastilina, le
entra el miedo y la angustia por las entrañas de la responsabilidad. No quiere
saber nada de paternidades y huye. Se escapa, con el rabo entre las
extremidades de la cobardía, al otro lado de los Pirineos. Su emigración
laboral se hace indefinida, paralela a la caída de las hojas, tanto en los
árboles como aquéllas insertas en el crudo silencio de los almanaques.
Han
pasado ya ocho años de aquella, comentada por todos, relación. Son los mismos
que atesora Alma, una preciosa niña que nació de
tardes y días, en dos jóvenes cuerpos entregados a esas ilusiones incontroladas
para la atracción, los ensueños y el amor de naturalezas sin frenos. Hija y
madre viven hoy solas en esa pequeña casita que supo crear con sus manos la
entrega y el sacrificio de Manuel, quien
ya tiene a su lado otra vez, en todo lo alto de nuestras creencias y miradas, a
su Pilar, para seguirla queriendo y cuidarla. ¿Y por qué no hacerlo, también
allá arriba, en ese sitio al que tantos necesitan llamar cielo? Raquel es una buena madre que atiende, con su
esfuerzo y dedicación responsable, el sano crecimiento de un ser, la sonrisa y
la vitalidad de la casa. Trabaja, siempre que la llaman, en una de las
cooperativas olivareras que hay en su precioso pueblo, rodeado de colinas
inundadas por un mar verde de olivos que da razón, economía y belleza, a esa
alta Andalucía que conforma los anales de nuestra Historia. Del Nacho, el padre de la criatura, nada ha vuelto a saber.
Ni él, ni su familia, se han preocupado de una niña que está creciendo sin
padre, pero sabiendo ganarse en cariño de muchos quienes tienen la suerte de
reír y disfrutar con sus inocentes ocurrencias y travesuras. Entre ellos, Javier. ¿Pero quién es este hombre cercano ya a la
cuarentena?
Vive
en la que fue casita de sus padres, en las afueras del pueblo, casi rodeada de
colinas y laderas para el aceite. Fue hijo único e inesperado, pues nació en
esas edades en que ya no se espera el maná esperanzado de la descendencia. En
pocos años ha ido despidiendo a sus padres, dos personas muy mayores, que le
han dejado un trocito de tierra para cultivar y una casita rural, también de su
propiedad. Se organiza bien con ese puesto de golosinas y meriendas (tiene un
colegio y un instituto cercanos) y tampoco viene mal la ayuda de lo poco que
saca de su parcelita, a la que cuida, con esmero y dedicación los fines de
semana. El Javi (así le llaman sus convecinos) es algo tímido de carácter. De
apariencia normal, más bien delgado, alto de cuerpo, tiñe sus ojos del color de
la oliva y el celeste claro del amanecer. Disimula bien una leve cojera al
andar, secuela de una polio traicionera, en su ya lejanos años de la infancia.
Tuvo novia formal, pero la Beli acabó por encariñarse con otro joven del lugar,
que supo ganarse la prioridad de ese amor que va y viene como la ondulación
viajera del mar.
“No me lo
esperaba, Raquel, aunque nos conocemos desde hace muchos años. Eres muy amable
y generosa. Ya sabes, con los años, me he acostumbrado a organizar bien mi soledad.
Pero es cierto que en noches, como la de hoy, por mucha televisión y ordenador
que te acompañen, no es fácil verte allá en casa sin nadie con quien hablar.
Tu, al menos, tienes esa joya de cría que te llena de alegría ¿verdad? Alma
juega mucho por aquí con sus amiguitas. Es muy noble y abierta conmigo. No para
de contarme cosas del cole y de todo lo que se le ocurre. Sabe hacerme reír con
sus ocurrencias. Es un ángel de persona que sabe ganarse la bondad y confianza
de todos. Algunas veces me doy cuenta que no puede comprar chuches como sus
amigos. Cuando se apartan del puesto, le hago una señal y le doy algún caramelo
o paquetillo de pipas. Es lo menos que puedo hacer por una niña, todo bondad
que me hace sonreír y sentirme bien con sus historias. ¡Pues nada! Si madre e
hija me invitan, yo encantado. Te llevaré un cestillo de fruta, pues ese es un
buen alimento para la salud. Me ha dado mucha alegría que te hayas acordado de
mi para esta Nochebuena que, seguro, va a ser muy diferente para todos nosotros.
¿A qué hora te parece bien que vaya a tu casa, Raquel?
Aquella,
en diciembre, fue una Noche de cena muy hermosa. Sencilla, pero suculenta, en
lo culinario (taza de caldo con hierbabuena, pollo relleno y bien dorado al
horno, una ensalada multicolor en su preparación e ingredientes, enriquecida
con los dulces navideños de siempre) y muy entrañable, en lo afectivo. Javier
se presentó puntual, cuando daban las nueve campanadas desde la Torre de San
Pablo. Iba muy bien arreglado y abrigado, pues ese invierno recién inaugurado
se había presentado con un cielo muy frío pero, a la vez, bien limpio para
lucir el brillo gélido de las estrellas. Además de un gran cesto con frutas,
tuvo el detalle de una preciosa muñeca para Alma y unos atractivos pendientes
para la Raquel. Sonaron y cantaron villancicos, hablaron y contaron mil y una historias,
mientras el protagonismo hiperactivo de la niña hacía posible superar esos
tempos en silencio en que los recuerdos, contrastados en su naturaleza,
irrumpen como inoportunos invitados para la intimidad de la ceremonia. Como
siempre suele suceder, para esos latidos de la necesidad, las miradas de Javier
y Raquel se cruzaban con ese diálogo que ni las mejores palabras saben o pueden
igualar. Mujer y hombre, el destino quería servir de
punto de encuentro para recorrer juntos un camino que ambos anhelaban modelar.
Mañana, pasado o tal vez al otro, encontrarían la respuesta para su necesidad.
Eran
más de las once. Antes de poner fin a esa cena, en una ilusionada Noche para
los tres, Raquel quiso ofrecer a Javi una taza de té, infusión que tanto sabía
le agradaba. Desde la cocina, donde estaba calentando el agua, oyó el sonido
telefónico. Dada la hora, le extrañó la oportunidad de la llamada. Tras el
“dígame” escuchó una voz que, a pesar de los casi nueve años de distancia, le
resultó conocida. Temblándole el pulso, escuchó, sin
pronunciar palabra alguna, unas frases que percibió como vacías y absurdas para
la credibilidad. Fueron unos segundos los que permanecieron en la
crispación del silencio, tal vez minutos. Raquel, con la firmeza de la razón,
puso fin a la llamada, sin haber articulado la acústica de ningún vocablo. Ya
en la puerta, tras los besos de despedida y ante la mirada sonriente de la cría,
acertó a decirle a ese buen hombre una corta o densa frase para el aliento de
la esperanza. “Yo… también te necesito, Javi”.
Aquella
imprevista llamada, de las once y veinticinco, no volvió ya a repetirse. Durante
esa Noche. Ni en otras tardes o mañanas. Raquel, desde el cristal de su
ventana, vio alejarse a Javi quien, desde la esquina, le hizo un saludo
cariñoso con su mano. Hacía frío en la calle, pero florecía una tibia
temperatura en el corazón de dos personas. Y muy cerca de ella jugueteaba una
niña de ocho años, Alma. Era el Alma de la Navidad.-
José L. Casado Toro (viernes 14 Diciembre, 2012)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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