Sí, hay gustos y aficiones que se acomodan en todos los
caracteres, modas y actitudes. Y en este artículo, que comienza en las
intimidades de la reflexión y avanza por la senda inacabada del relato, debo
referirme a ese placer indescifrable que muchos
sentimos ante la visión, romántica e histórica, de la planimetría urbana en los
barrios antiguos. Y por estos barrios, adormilados o gozando del letargo
en sus estructuras edificatorias, es más que frecuente encontrar viviendas que
cubren sus privacidades con esas cubiertas, a una o dos aguas, conformadas de
tejas de arcilla o barro que, a modo de un mar sosegadamente ondulado, cierran
el cielo íntimo de las casas. “Florecen” por aquí, muy cerca y, también, por
todos los confines regionales que pueblan la humanidad.
Esta visión, teñida de un cálido y alegre sentimiento,
puede percibirse a través de la fotografía u otros medios gráficos de grabación
digital. Sin embargo, adquiere más impacto en nosotros el
visionado directo de estos tejados y terrazas, con todo el encanto que
sugieren y comparten. Siempre que ello sea posible, hay que localizar una
plataforma en altura para, desde esta elevada atalaya, divisar mejor esas
epidermis constructivas que cubren las casas individuales o las manzanas de
pisos en comunidad. También, por supuesto, nos motiva el color. Importante
elemento sensorial que nos ayuda a valorar o interpretar mejor nuestra
observación. Prevalece, lógicamente, el marrón con tonalidad anaranjada, de las
tejas de arcilla convencional. Sin embargo, podemos tener suerte y gozar del
cromatismo verdoso, azulado o de otras cerámicas esmaltadas que exigen un mayor
coste pero, al tiempo, una peculiar y placentera belleza ornamental. Todo tipo de tejas están ante nuestra visión:
aquéllas recién puestas o envejecidas por el paso del tiempo; colores y
calidades, a gusto del propietario o constructor; en perfecta alineación, o
planteando alguna actitud rebelde en algunas. Pero casi todas con ese juego
ondulado y alternativo, cóncavo y convexo, que facilita el discurrir del agua
de lluvia o el blanco inmaculado de la nieve con el buen sabor a Navidad;
también hay cubiertas plastificadas, donde predomina la uralita u otros
materiales de protección; existen tejas que permanecen rotas, con el
conocimiento o no del propietario y otras, ya reparadas, que aportan una
heterogeneidad plástica a estas cubiertas protectoras para las inclemencias del
tiempo. En “plásticas” ocasiones, dan cobijo a esos atrayentes ventanucos,
guarnecidos de tejas, que son como los ojos de una cabeza que desean ver mejor
el paisaje, asomarse al exterior desde esa última habitación o buhardilla,
plena de sugerencia y encanto para quien tiene la posibilidad de disfrutarla.
Podríamos seguir describiendo colores, formas y calidades, pero lo que
verdaderamente nos ha de importar, tras su estructura triangular, con sus
canaletas para la recogida del agua o con sus gárgolas embellecedoras, son los
trozos de vidas que todas ellas se esmeran en proteger y salvaguardar.
Debajo de esos tejados laten y vibran cientos, miles por
miles de vidas cuyas historias admiten y soportan todo un muestrario de
adjetivos. Veamos, con la atención del sigilo y con el respeto de su
hospitalidad, una de ellas. Se trata de un viejo edificio adosado de cinco
plantas (con una buhardilla, para aquélla que está bajo la cubierta de tejas)
algo reformado en sus servicios comunes, hace ya más de una década. Enclavado
en una de las urbanas barriadas nostálgicas, que saben hablarnos de otros
tiempos guardados en los archivos del almanaque. Muchos de los pisos del
entorno están habitados por grupos de estudiantes. También abundan jóvenes
trabajadores que tratan de abrirse paso, residiendo en la proximidad al centro
de la capital madrileña. Es una zona de mentes liberalizadas, para las
costumbres, las relaciones y los valores interpersonales. Como contraste
sociológico, se intercalan familias de pocos miembros, generalmente personas ya
de la tercera edad. Y, en este bloque, vapuleado por
el paso de climatologías y calendarios, habita con su modestia y sencillez
Encarna. Viuda, desde hace cuatro lustros, y con una existencia que se
acerca a la inmediatez del octogenario en su DNI. Tuvo un hijo, al que aún
sigue esperando en la memoria de sus deseos. No pocos le calificarían como un
cabeza loca que, hace ya muchos años se fue al tercio y de él nunca más se
supo. Pero ella aún sigue confiando en que su Lorenzo llame
en la puerta y poder abrazarle y verle hecho toda una buena persona. Es una
ilusión de madre, que se rebela ante todos los razonamientos y evidencias.
Ya
hemos comentado que Encarna soporta su soledad, con la modestia de una pequeña
pensión de su difunto esposo, también llamado Lorenzo, que fue un honrado
funcionario de correos. De esos que sabían gastar, con afán y nobleza, muchas
suelas de zapatos, presumiendo de su dominio habilidoso del callejero, memoria
que él se afanaba en proclamar y ostentar por todo Madrid. Hoy, en la vida de
esta mujer, las numerosas y heterogéneas grietas corporales la mantienen,
prácticamente, recluida en su coqueto pisito, por el que parece que el tiempo
se ha detenido en tres o cuatro décadas atrás. Los
vecinos del bloque conocen perfectamente la limitación física, en movilidad,
que le afecta. Por este motivo, su disposición solidaria es generosa y
responsable, ante una persona que sabe hacerse querer por la bondad de su
naturaleza. Sus convecinos le preguntan, casi todos los días, si necesita algo
del supermercado. Le traen también algún plato caliente de esa olla compartida
que a todos agrada. Y, sobre todo, le regalan ratitos de conversación para esas
tardes que se hacen muy largas, sólo con la compañía de las imágenes que emiten
las diferentes cadenas de televisión. Ayudándose de un pequeño bastón, se
desplaza con lentitud e inseguridad, para las necesidades propias de su aseo,
alimentación y descanso, por los vericuetos sencillos de su pequeña vivienda.
Nunca trabajó, fuera del hogar. Era su marido quien se encargaba de conducir el
timón laboral familiar, en la mentalidad sociológica de épocas pretéritas en el
tiempo. Y así es la existencia de Encarna Cifuentes, para la igualdad de los
días, en uno de esos trozos de vida que amanecen y atardecen bajo ese tejado,
objeto preferente de nuestra atención y curiosidad.
“Hola, mamá ¡Cuánto, cuánto tiempo ha pasado! ¿Verdad? Te
veo muy bien, aunque a todos nos supera el tiempo por las travesuras
inevitables del minutero. Sé que no me he portado bien contigo. Lo reconozco.
Lo siento. Y que has tenido que sufrir,
por mi irresponsabilidad. Ya ves… cosas y respuestas de una juventud alocada y carente de
sensatez. Allá en Ceuta, viví muy rápido, demasiado sin duda, para una
prudencia que no supe ver en el momento necesario de la oportunidad. Los placeres
artificiales de aquí y allá, me sumieron en el descontrol y la impudicia.
Aquello tenía que acabar mal, como efectivamente así sucedió. Abandoné el
campamento y, por el abismo de la delincuencia, encontré un justo castigo para
mis errores y desequilibrios en las respuestas. Pero, aunque te cueste trabajo
creerme, siempre os recordé con respeto y afecto, pero sin ánimos, ni voluntad,
para llamar a vuestra puerta. Pero estas leyes nunca, nunca fallan. Y, hoy, nos
hemos vuelto a encontrar. Los dos. El destino en las personas no admite
discusiones u otro tipo de negociación. Así son las cosas, en este mundo que
nos tocó vivir. Déjame, al menos, que te bese. Fuiste, siempre fue así, una
buena madre. La mejor… de las madres”.
Aquella mañana, su vecina de planta Mely le traía, como
solía hacer con frecuencia, un tazón de ese café bien cargado que tanto gustaba
a Encarna. Llamó en el timbre de su puerta, a poco más de las 9 y treinta,
utilizando a continuación una llave que tenía en casa, para evitarle el esfuerzo
de desplazamiento hacia la puerta. Al no
verla, ya sentada en la mesa camilla, junto a la terracita, pensó que se habría
quedado adormilada. Pronunció su nombre en voz alta en un par de ocasiones, sin
encontrar respuesta alguna a sus requerimientos. Efectivamente, Encarna aún
permanecía en la cama, bien abrigada, pues hacía un otoño muy frío en esos
meses que ponen fin al calendario. Dormida, y
acurrucada entre las sábanas, con un semblante que reflejaba placidez y
serenidad, a modo de una tierna y agradable sonrisa. Al paso de los
minutos, los servicios sanitarios certificaron con profesional diligencia la
situación. Otros muchos vecinos acudieron de inmediato a ese 4 C, ante el
imprevisto conocimiento del hecho. Desde cualquier parte, allá en la inmediata
lejanía, esta apreciada mujer les agradecía tantos ratos y atenciones de
solidaria convivencia. Y el tazón café quedó esperando, junto a la esquina
huérfana de la mesa, a ese invitado que supiera apreciar la compañía de su buen
sabor y calidad.-
José
L. Casado Toro (viernes 3 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario