Muchos
de nosotros lo percibimos como una sensación de
naturaleza agridulce. Ese volvernos a encontrar con el pasado, es
contrastado en los límites opuestos de la alegría, más o menos entusiasta, o un
rechazo de incomodidad, desigualmente disimulado. Me refiero a la imprevista, o
calculada, oportunidad de volver a estar, en nuestro deambular cotidiano, con
personas alejadas en la memoria de los años. Pueden ser familiares, vinculados en
los distintos grados de parentesco. También, compañeros de colegio, instituto o
facultad. Amigos, vecinos o conocidos…. En todos ellos, con el distinto nivel
de conocimiento o contacto, el impacto psicológico es manifiesto, en proporción
directa al tiempo que media en la distancia de nuestra separación. No cabe duda
de que hay personas que poseen una memoria fotográfica y sensorial, para
recordar lo pretérito, muy cualificada. Otros, por el contrario, carecen de esa
magnífica habilidad para reconocer, para hacer explícitas la fugacidad de las
imágenes, con la inmediatez que exigen las normas o las buenas habilidades
sociales. En este último caso la ayuda de nuestro interlocutor, con esos
oportunos detalles (que él sí recuerda) para la concreción, es más que
necesaria. Al final, y de manera afortunada, vamos dibujando o recuperando el
perfil de los datos que nos ayudan a revitalizar ese pasado que se había ya aletargado
en la opacidad de la distancia.
¿Quién no ha compartido una cena o almuerzo, con los
compañeros de aquella lejana promoción estudiantil, vinculada a nuestra
infancia o juventud? En su inicio, siempre fluye ese espacio para la “acción
investigadora” en la que, a modo de detectives, tratamos de identificar o
acertar ante esa persona, ese cuerpo y rostro, labrado y transformado, que se
halla delante nuestra. Dicha imagen, difícilmente se acomoda a ese crío o joven
con el que, tiempo ha, compartimos juegos, confidencias y estudios, en los
perfiles inmisericordes del almanaque. De inmediato, nos intercambiamos, con
ese canto imposible o rebelde a la evidencia, las falacias caritativas y
amables, del “estás igual, no has
cambiado en nada ¡Vaya de bien como te conservas! ¡Te veo más joven cada día!”
Por supuesto, sigues sin reconocer a ese amable interlocutor que te regala tan
bellas pero irreales palabras. Sí, la realidad sigue siendo tozuda. Dibujas o
crees ver una figura de la que han desaparecido, en la magia de lo falaz,
elementos como numerosos kilos de masa corporal, la alopecia, las canas, la
papada, las “bolsas” por doquier, las curvaturas sinuosas de columna, el
“michelín” traicionero, la barriga “marsupial” y esas arrugas poliédricas que
taladran epidermis y espacios en el historial, ilustrativo o plástico, de
nuestras vidas. El impacto escénico y estético es más que contundente.
Desalentador. “¡Ah, claro, ya me acuerdo de ti!” Con esta frase, navegando
entre las sonrisas de la educación y la cortesía, tratamos de salir, para bien,
de un atolladero que amenaza en continuidad. Otros antiguos alumnos o
compañeros aguardan, presurosos y solícitos, para entrar en escena. Es evidente
que nuestra propia imagen, para muchos de los demás, se ajusta a esos
inevitables parámetros que acabo de comentar.
Disfrutaba
paseando por el atractivo entorno espacial que conserva y comparte, con
generosidad y embrujo, la siempre sugerente Granada.
Sus calles, plazas, paseos y jardines, encierran ese misterio indefinible que,
un año tras otro, nos motiva a volver. A
recuperar parte de nuestra memoria. Especialmente, para todos aquéllos que hemos
tenido la inmensa suerte de vivir en esta romántica ciudad. Cierto es que,
desde aquéllos inolvidables años setenta, en la pasada centuria, los cambios
urbanísticos han ido transformando partes y zonas básicas de su geografía
urbana. Pero, en lo fundamental de su acogedora imagen, sigue permaneciendo ese
sabor a tradición, cultura y ensueño, que irradia la magia de las ciudades con
encanto. Albaycín, Sacromonte. Alhambra, Carmen de los Mártires, Corral del
Carbón, Alcaicería, Darro y Genil, Veleta, Realejo, San Nicolás….. saben
mantener ese tiempo, esa identidad, que desea rebelarse, entre lo islámico y lo
cristiano, al continuado paso del tiempo. Los atardeceres son líricamente
inolvidables, para todas aquellas almas y cuerpos que saben vibrar, sentir y
soñar, ante el susurro de la naturaleza y la historia. Agua y sonido, aroma y
color, piedra y tapial, baile y guitarra, belleza y amor.
Reconozco
que no todos los reencuentros, permitidos por
la memoria, son iguales en su significación. Muchos de ellos son laboriosamente
programados. Como aquéllos que comentaba, hace unas líneas. Pero hay otros en
que lo imprevisible del hecho les dota de un clímax
sentimental y afectivo muy grato para el recuerdo. Pero ¿qué ocurrió? Caminaba
por una coqueta calle comercial, en pleno centro de la ciudad, hoy
afortunadamente liberada del tráfico rodado y bien entoldada, durante estos
meses veraniegos, para la protección de la intensa fuerza solar. Calle Mesones, entre el bullir de Recogidas, la hermandad
de alhóndiga y ese lugar de encuentro y sosiego que siempre sabe dar la Plaza
de la Trinidad. Nuevos comercios, en esta vieja arteria mercantil, junto a
islotes de historia de aquellas otras tiendas que permanecen prácticamente sin
variación, en el discurrir de las décadas. Observaba ese tradicional escaparate
de una conocida librería/papelería que habita al final de la calle, cuando una mujer se me acerca. Y, observándome, con una
sonrisa plena de asombro, pronuncia mi nombre completo. En esos breves trocitos
que saben marcar los segundos, también recupero en la memoria la imagen de esta
persona, a pesar de las cuatro décadas que han transcurrido, sin vernos, desde
nuestra añorada relación estudiantil.
Mi
agradable interlocutora ha sabido mantener aquella atractiva e inocente
fragilidad en su figura, con la delgadez que siempre la caracterizó.
Lógicamente, el tiempo nos ha transformado. Pero la recíproca alegría supera
ese inevitable determinante material. Yo también me atrevo a pronunciar su
nombre, con una cierta lentitud ante el temor del equívoco. Es un nombre muy
entrañable, para la significación granadina. Ambos permanecemos un tanto “cortados”
al principio en nuestra expresión pues lo que, en esos momentos, verdaderamente
nos importa es recuperar unas sencillas vivencias de aquellos paseos y diálogos
que manteníamos por el viejo caserón del palacio de Puentezuelas. Allí, en la antigua facultad de Filosofía y Letras, supimos
crear una sencilla y bella amistad estudiantil que, sin saber por qué, quedó
interrumpida hasta esta oportuna, dulce e inesperada tarde en agosto.
Aun sin pertenecer al mismo curso de especialidad, nos ayudábamos con esos
apuntes, con esos simpáticos ratitos para la conversación que tanto bien me
hacían. Creo que a ella también le resultaban gratos. Nos saludamos con un
beso, mientras que la despedida lo fue con una abrazo cariñoso entre dos
personas que, tras la incomodidad de la distancia, el azar ha querido hoy
volver a reunir. Casi….. cuarenta años, para unos quince/veinte minutos de
conversación, en los que intercambiamos aspectos básicos de nuestras vidas.
Pero,
esta vez, no se va a volver a repetir el silencio del olvido y la distancia. El
inestimable servicio del correo electrónico, va a permitirnos no desperdiciar
la grata posibilidad de seguir en contacto. Podremos conservar una amistad que
fue importante en los años de juventud y que
ahora, en la madurez, tendrá la riqueza de las
numerosas experiencias que hayamos sabido atesorar. Por cierto, mi linda
compañera de facultad ha sabido, y podido, conservarse muy, muy bien. Yo lo
quiero y necesito ver así. El limpio caudal de su calendario ha querido
respetar esa estética sencillez que, en aquellos nostálgicos años de los
setenta, siempre supe admirar.
No, no todos los reencuentros poseen el mismo carácter. Usualmente, se intercambian unas amables
palabras. Se evocan algunas anécdotas simpáticas, y mil veces relatadas, que
nos hacen sonreír y pensar. Salen a la palestra de la memoria los nombres de
ese “temido” profesor, con su crudo apelativo social, impuesto por la
muchachada del momento. O el de aquella docente que nos dejó muestras de su
bondad y saber, en el trato que supo ofrecernos por aquellos tiempos de nuestra
infancia o juventud. Y, por supuesto, recordamos y preguntamos por ese compañero
del que alguna vez nos llegó la noticia de su último viaje a ese lugar de
incalculable y enigmática distancia. Prometemos vernos con más frecuencia,
telefonearnos y buscar motivos para celebrar cualquier aniversario que nos
permita fomentar la amistad y las palabras, superando la aridez de la
distancia. Para ese momento todos seremos un poco más diferentes. Sin duda, en
lo físico. Probablemente, también en los ideales. Aunque siempre anidará algo en
nosotros de aquél joven o aquella jovencita que lucían edades para la ilusión, y
una fuerza dinamizadora para la aventura.
Hace
pocos días recibí un nuevo correo de mi querida y apreciada compañera y amiga.
Por esta vez, no voy a utilizar un nombre, supuesto o real, para identificarla.
“…. ese
problema, del que ya te he hablado, me tiene profundamente trastornada. Me
siento un mucho indefensa ante el mismo, y con los ánimos por los suelos. No te
quiero preocupar ni incomodar en tu vida, pero no tengo muchos referentes a
quienes acudir. Seguro que tu ves esta mi situación con una mayor objetividad….
La confusión y el aturdimiento me están superando……”.
“ …… la
distancia entre nuestras dos ciudades supone, apenas, una hora y cuarto de
conducción. Este sábado, vamos a dialogar. Y no quiero que sea mediante los e-mails
o el teléfono. Sino en la proximidad física de las palabras y el afecto de las
miradas. Trataré de aportarte alguna ayuda. Tu también supiste hacerlo conmigo
(nunca lo he olvidado) cuando ambos éramos dos jóvenes adolescentes. Verás como
pensar juntos te aliviará. Llegaré temprano. En cuanto aparque, te llamo al
móvil……”
José L. Casado Toro (viernes 24 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
jlcasadot@yahoo.es