viernes, 6 de julio de 2012

CAMINOS PÀRA LA UNIÓN, HACIA LA CUMBRE DEL VELETA.


Habían sido unos cuantos kilómetros de dificultosa subida. Desde ese punto de partida donde nos dejó el pequeño autobús, junto a los demás compañeros practicantes del senderismo, tuvimos que recorrer a pie unos tres kilómetros hasta llegar a la cumbre. Por un suelo agreste, degradado por la nieve y el hielo invernal, soportando una temperatura ambiente que no sobrepasaba uno o dos grados centígrados. La cota, que nos proponíamos visitar, alcanza la altura de 3.395,68 m. sobre el nivel del mar. Me estoy refiriendo al Pico de El Veleta, en las montañas que acarician el cielo de Sierra Nevada, en la ciudad de Granada. A las dificultades propias de la marcha, había que añadir un gélido y constante viento que calaba hasta los huesos. Incluso, en más de una ocasión, ese viento se potenciaba con unas rachas eólicas que estuvieron a punto de tumbarnos en el suelo, empuje facilitado por la irregularidad pedregosa de cantos, lajas y guijarros sueltos, en el camino que necesitábamos atravesar. Aparte del intensísimo frío, la dificultad más importante que sentíamos, para el objetivo de nuestra marcha, era la dificultad en la respiración pues, a esas alturas, el contenido de oxígeno en el aire se reduce de una forma notable. Lo vemos, al igual que en nuestros pulmones, en los vehículos que degradan la combustión realizada en el carburador de sus motores. El humo que sale por los tubos de escape de los coches, a estas alturas, es de un color negruzco, síntoma de que esa combustión no se está realizando en las más adecuadas condiciones. La causa es la falta de oxígeno en el aire. Hay personas que incluso pierden el conocimiento a esas alturas, por las carencias que sufren en su respiración.
   
Una vez consumado el objetivo de alcanzar la cima de ese gran pico serrano (con su peculiar e inconfundible forma de una vela de barco), disfrutando de un inolvidable y celestial paisaje, iniciamos el descenso. Soportamos un viento aún más frío que atenazaba los músculos y la epidermis corporal. Más de un compañero de senderismo, incluso yo mismo, sentíamos el temblor de nuestros cuerpos, a causa de ese viento, racheado y a ratos constante, que golpeaba y enfriaba aún más nuestras cansadas anatomías. Tras hora y media de descenso, alcanzamos un punto de encuentro donde íbamos a ser recogidos por el minibús que nos trasladaría a la zona del Albergue Universitario, situado ya en la cota de los 2500 metros de altura. Completamente exhaustos en el agotamiento, esperamos pacientemente la llegada de ese bus que descargaría nuevos viajeros y nos recogería a fin de trasladarnos a la Estación invernal de Pradollano, donde se encontraba nuestro hotel.

Entre los viajeros que bajaban del microbús, observé a tres jóvenes que iban con una indumentaria inadecuada para alcanzar esa altura que mi grupo ya había visitado. El muchacho, pronto sacó de su mochila ropa de más protección. Pero las dos chicas que le acompañaban no se abrigaban lo suficiente, para las alturas que iban a soportar. Me acerqué a las dos jovencitas y les aconsejé que buscaran ropa de abrigo. El viento y la baja temperatura en la cumbre les iba a hacer sufrir con intensidad. Me lo agradecieron con una sonrisa y algo encontraron en sus mochilas para intentar guarecerse del frío. Ya sentado en mi asiento del bus observé a través de los cristales como una de ellas, la de cabello moreno, hacía gestos faciales inconfundibles de no poder soportar la temperatura. Pensando con lo que se iban a encontrar, casi quinientos metros más arriba, me bajé del coche y le dije a la chica morena. “Te doy mi gorro polar. Lo vas a necesitar ahí arriba. Que paséis un buen día por esas cumbres del Veleta”. “Pero…. es suyo…. ¿cómo puedo aceptarlo? No sé que decir”. “No te preocupes, a mi ya me ha servido y, si lo aceptas, te va a resultar utilísimo para protegerte la cabeza y, de forma especial, los oídos. El viento sopla hoy muy incómodo y frío”. “Me da mucha vergüenza pero …… muchas gracias”. Otra vez desde mi asiento, vi como se ajustaba el gorro encima de su cabello moreno, dejando libre una esbelta coleta. Sintiéndose más abrigada, sonreía. La forma y color del gorro de lana (azul oscuro, con franjas blancas horizontales en la base) potenciaba su esbelta figura. Era una chica delgada, pero fuerte y muy bella en su expresión. Me sentí feliz por haber podido ayudarle. Su cuerpo iba a estar más protegido para ese entorno, cuyo “barco ilusionado” navega por un mar celeste de nubes y roquedos escarpados para la nieve.

Pasaron los meses y los números incansables del calendario. ¿Cuál sería el nombre que adornaba a esa chica? Fueron apenas dos minutos de entrecortada conversación, en aquel paisaje elevado, con pequeñas violetas asomadas entre rocas crispadas y neveros valientes. En estos meses del estío, siguen esperando la lluvia para lucir en nieve lo natural del entorno. Esta joven podría ser granadina. O de cualquier otro lugar de nuestra geografía. Las escasas palabras que cruzamos no me permitieron identificar bien ese dato, a través de su habla o acento. Estoy plenamente seguro que, también ella, echó en falta la oportunidad de una dirección electrónica, donde poder intercambiar impresiones acerca de la bondad de un día en la montaña. ¿Cómo resultó tu escalada, para esa Vela que navega hacia el cielo? Al no poder materializarse la comunicación, nuestra imaginación se adorna de palabras y frases en colores, que pueblan historias en la inmensidad de la mente.
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Su vivienda está ubicada en la séptima planta, de un bloque de ladrillos vista, color bermellón, en la recoleta y cuidada calle de Azhuma. Orientación sur, desde su terraza, en el popular barrio granadino de San Antón, próximo al Genil. Sara ha tenido hoy un largo día, teñido por un agotamiento que parecía interminable. Ejerce, desde hace dos años, como maestra infantil, en un colegio de titularidad privada. Su unión con Salva, trabajador de una sucursal bancaria, la lleva relativamente bien. Decidieron hacer esperar la llegada de algún hijo, hasta comprobar el resultado de vivir juntos en el día a día. Hoy viernes, aguarda la llegada de su compañero que ha tenido una imprevista reunión de trabajo. Han acordado salir a cenar, por el camino de la Sierra. Llegaron ya las primeras nieves del otoño, por lo que este domingo se han propuesto subir hasta la zona del Albergue Universitario y, desde allí, caminar hasta el monumento de la Virgen de las Nieves. Quieren recordar su cuarto aniversario cuando, precisamente en aquella montaña de la Sierra, se prometieron amor, entrega y fidelidad, en un noviembre nevado y precioso. Observa detenidamente una fotografía enmarcada en la que ambos están, con las manos entrelazadas, frente a la dulce mirada de una Virgen, reina y madre en la montaña.

Ya en la cena, que comparten con sus amigos Javi y Lina, Sara saca de una pequeña carpeta, guardada en su bolso, esa misma foto que minutos atrás observaba en el saloncito de su vivienda. Se cruzan simpáticos comentarios acerca de aquella mañana en la nieve, cuando ante algunos amigos hicieron aquel peculiar enlace para su unión matrimonial. Frente al modesto altar presidido por la Virgen de las Nieves, en una “iglesia” formada por laderas y cumbres inmaculadas por las nevadas. La marcha nupcial fue orquestada por un nutrido grupo de maestros invisibles. Esos profesores estaban encarnados por un gélido viento que silbaba y tañía notas de emoción y esperanza para el futuro que ambos se proponían compartir. Los trajes de boda llevaban la insignia deportiva de los senderistas, para la necesidad del lugar. Plumíferos blanco y azul, pantalones de montaña haciendo juego y botas que ayudaban a caminar por la nieve, generosa y adelantada ya en ese mes de la celebración.

En esa foto, ella luce un gorro de lana azul marino con pequeñas franjas horizontales en su base. Quiso tenerlo en esta cariñosa ceremonia ante la Virgen. Le hacía recordar aquel lejano domingo de julio cuando Salva le confesó, en la caída de la tarde, el amor que hacia ella sentía, allá en todo lo alto del Veleta. Horas antes, un montañero senderista se lo había regalado, a fin de que se protegiera del frío que iba a soportar por esas alturas de la Sierra. Ese acogedor gorro de lana aún hoy lo conserva, como símbolo de un día inolvidable de generosidad y promesa para el amor. Piensa llevarlo, pasado mañana, cuando vuelvan a subir al Veleta. Al bajarse de ese microbús, que les aliviará la dureza en la subida a la cota, imagina que va poder recuperar la imagen de aquel montañero que tuvo un bonito e imprevisto rasgo hacia ella. Le preguntará su nombre y le agradecerá, una vez más en la distancia, ese compartir que humaniza e ilumina nuestro carácter y proximidad.-

José L. Casado Toro (viernes 6 de Julio, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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