Habían sido unos cuantos kilómetros de dificultosa subida. Desde ese punto de
partida donde nos dejó el pequeño autobús, junto a los demás compañeros practicantes
del senderismo, tuvimos que recorrer a pie unos tres kilómetros hasta llegar a
la cumbre. Por un suelo agreste, degradado por la
nieve y el hielo invernal, soportando una temperatura ambiente que no
sobrepasaba uno o dos grados centígrados. La
cota, que nos proponíamos visitar, alcanza la altura de 3.395,68 m. sobre el nivel del mar. Me estoy refiriendo al Pico de El Veleta, en las montañas que acarician el
cielo de Sierra Nevada, en la ciudad de Granada. A las dificultades propias de la marcha, había
que añadir un gélido y constante viento que
calaba hasta los huesos. Incluso, en más de una ocasión, ese viento se
potenciaba con unas rachas eólicas que estuvieron a punto de tumbarnos en el
suelo, empuje facilitado por la irregularidad pedregosa de cantos, lajas y
guijarros sueltos, en el camino que necesitábamos atravesar. Aparte del intensísimo
frío, la dificultad más importante que sentíamos, para el objetivo de nuestra
marcha, era la dificultad en la respiración
pues, a esas alturas, el contenido de oxígeno en el aire se reduce de una forma
notable. Lo vemos, al igual que en nuestros pulmones, en los vehículos que
degradan la combustión realizada en el carburador de sus motores. El humo que
sale por los tubos de escape de los coches, a estas alturas, es de un color negruzco,
síntoma de que esa combustión no se está realizando en las más adecuadas
condiciones. La causa es la falta de oxígeno en el
aire. Hay personas que incluso pierden el conocimiento a esas alturas,
por las carencias que sufren en su respiración.
Una vez consumado el objetivo de
alcanzar la cima de ese gran pico serrano (con su peculiar e inconfundible forma de una vela de barco), disfrutando de un
inolvidable y celestial paisaje, iniciamos el descenso. Soportamos un viento
aún más frío que atenazaba los músculos y la epidermis corporal. Más de un
compañero de senderismo, incluso yo mismo, sentíamos el temblor de nuestros
cuerpos, a causa de ese viento, racheado y a ratos constante, que golpeaba y
enfriaba aún más nuestras cansadas anatomías. Tras hora y media de descenso,
alcanzamos un punto de encuentro donde íbamos a ser recogidos por el minibús
que nos trasladaría a la zona del Albergue
Universitario, situado ya en la cota de los 2500 metros de altura. Completamente
exhaustos en el agotamiento, esperamos pacientemente la llegada de ese bus que
descargaría nuevos viajeros y nos recogería a fin de trasladarnos a la Estación invernal de Pradollano, donde se encontraba
nuestro hotel.
Entre los viajeros que bajaban
del microbús, observé a tres jóvenes que iban
con una indumentaria inadecuada para alcanzar esa altura que mi grupo ya había
visitado. El muchacho, pronto sacó de su mochila ropa de más protección. Pero
las dos chicas que le acompañaban no se abrigaban lo suficiente, para las
alturas que iban a soportar. Me acerqué a las dos jovencitas y les aconsejé que
buscaran ropa de abrigo. El viento y la baja temperatura en la cumbre les iba a
hacer sufrir con intensidad. Me lo agradecieron con una sonrisa y algo
encontraron en sus mochilas para intentar guarecerse del frío. Ya sentado en mi
asiento del bus observé a través de los cristales como una de ellas, la de
cabello moreno, hacía gestos faciales inconfundibles de no poder soportar la
temperatura. Pensando con lo que se iban a encontrar, casi quinientos metros
más arriba, me bajé del coche y le dije a la chica morena. “Te doy mi gorro polar. Lo vas a necesitar ahí arriba.
Que paséis un buen día por esas cumbres del Veleta”. “Pero…. es suyo…. ¿cómo puedo aceptarlo? No sé que decir”.
“No te preocupes, a mi ya me ha servido y, si lo
aceptas, te va a resultar utilísimo para protegerte la cabeza y, de forma
especial, los oídos. El viento sopla hoy muy incómodo y frío”. “Me da mucha vergüenza pero …… muchas gracias”. Otra
vez desde mi asiento, vi como se ajustaba el gorro encima de su cabello moreno,
dejando libre una esbelta coleta. Sintiéndose más abrigada, sonreía. La forma y
color del gorro de lana (azul oscuro, con franjas blancas horizontales en la
base) potenciaba su esbelta figura. Era una chica delgada, pero fuerte y muy
bella en su expresión. Me sentí feliz por haber podido ayudarle. Su cuerpo iba
a estar más protegido para ese entorno, cuyo “barco ilusionado” navega por un
mar celeste de nubes y roquedos escarpados para la nieve.
Pasaron los meses y los números
incansables del calendario. ¿Cuál sería el nombre que
adornaba a esa chica? Fueron apenas dos minutos de entrecortada
conversación, en aquel paisaje elevado, con pequeñas
violetas asomadas entre rocas crispadas y neveros valientes. En estos
meses del estío, siguen esperando la lluvia para lucir en nieve lo natural del
entorno. Esta joven podría ser granadina. O de cualquier otro lugar de nuestra
geografía. Las escasas palabras que cruzamos no me permitieron identificar bien
ese dato, a través de su habla o acento. Estoy plenamente seguro que, también
ella, echó en falta la oportunidad de una dirección electrónica, donde poder
intercambiar impresiones acerca de la bondad de un día en la montaña. ¿Cómo resultó tu escalada, para esa Vela que navega hacia el
cielo? Al no poder materializarse la comunicación, nuestra imaginación
se adorna de palabras y frases en colores, que pueblan historias en la
inmensidad de la mente.
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Su vivienda está ubicada en la
séptima planta, de un bloque de ladrillos vista, color bermellón, en la
recoleta y cuidada calle de Azhuma. Orientación sur, desde su terraza, en el
popular barrio granadino de San Antón, próximo al Genil. Sara ha tenido hoy un largo día, teñido por un agotamiento
que parecía interminable. Ejerce, desde hace dos años, como maestra infantil,
en un colegio de titularidad privada. Su unión con Salva,
trabajador de una sucursal bancaria, la lleva relativamente bien. Decidieron
hacer esperar la llegada de algún hijo, hasta comprobar el resultado de vivir juntos
en el día a día. Hoy viernes, aguarda la llegada de su compañero que ha tenido
una imprevista reunión de trabajo. Han acordado salir a cenar, por el camino de
la Sierra. Llegaron ya las primeras nieves del otoño, por lo que este domingo se
han propuesto subir hasta la zona del Albergue Universitario y, desde allí,
caminar hasta el monumento de la Virgen de las Nieves.
Quieren recordar su cuarto aniversario cuando, precisamente en aquella montaña
de la Sierra, se prometieron amor, entrega y fidelidad, en un noviembre nevado
y precioso. Observa detenidamente una fotografía enmarcada en la que ambos
están, con las manos entrelazadas, frente a la dulce mirada de una Virgen,
reina y madre en la montaña.
Ya en la cena, que comparten con
sus amigos Javi y Lina, Sara saca de una pequeña carpeta, guardada en su bolso,
esa misma foto que minutos atrás observaba en el saloncito de su vivienda. Se
cruzan simpáticos comentarios acerca de aquella mañana en la nieve, cuando ante
algunos amigos hicieron aquel peculiar enlace para su
unión matrimonial. Frente al modesto altar presidido por la Virgen de
las Nieves, en una “iglesia” formada por laderas y cumbres inmaculadas por las
nevadas. La marcha nupcial fue orquestada por un nutrido grupo de maestros
invisibles. Esos profesores estaban encarnados por un gélido viento que silbaba
y tañía notas de emoción y esperanza para el futuro que ambos se proponían
compartir. Los trajes de boda llevaban la insignia deportiva de los
senderistas, para la necesidad del lugar. Plumíferos blanco y azul, pantalones
de montaña haciendo juego y botas que ayudaban a caminar por la nieve, generosa
y adelantada ya en ese mes de la celebración.
En esa foto,
ella luce un gorro de lana azul marino con pequeñas franjas horizontales en su
base. Quiso tenerlo en esta cariñosa ceremonia ante la Virgen. Le hacía
recordar aquel lejano domingo de julio cuando Salva le confesó, en la caída de
la tarde, el amor que hacia ella sentía, allá en todo lo alto del Veleta. Horas
antes, un montañero senderista se lo había regalado, a fin de que se protegiera
del frío que iba a soportar por esas alturas de la Sierra. Ese acogedor gorro
de lana aún hoy lo conserva, como símbolo de un día inolvidable de generosidad
y promesa para el amor. Piensa llevarlo, pasado mañana, cuando vuelvan a subir
al Veleta. Al bajarse de ese microbús, que les aliviará la dureza en la subida
a la cota, imagina que va poder recuperar la imagen de aquel montañero que tuvo
un bonito e imprevisto rasgo hacia ella. Le preguntará su nombre y le
agradecerá, una vez más en la distancia, ese compartir que humaniza e ilumina
nuestro carácter y proximidad.-
José
L. Casado Toro (viernes 6 de Julio, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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