En
general, nuestro comportamiento diario se suele dotar, con bastante regularidad,
de ese atuendo que nos identifica para la previsible rutina. Si nos fijamos en
nuestro proceder, solemos ser bastante repetitivos en aquellos
movimientos y gestos con que adornamos nuestra actividad. Desde que nos
levantamos, a fin de iniciar un nuevo día, hasta que volvemos al necesario
descanso, que nos proporciona la noche, el automatismo de no pocas respuestas
dibuja la personalidad que identifica nuestra imagen. Analicemos algunos
ejemplos. Aparecen en mi, en ti y, por supuesto, en los demás.
Está
amaneciendo o la luz inunda ya, con plenitud matinal, el cielo que nos cobija. Nos
desplazamos hacia nuestro lugar de trabajo o a ese centro escolar, en donde
practicamos el aprendizaje que nos hemos propuesto. Podemos utilizar nuestro
propio vehículo o, más aconsejable, el transporte público municipal. Situados
en la parada del bus, la identidad de la hora hace que
nos encontremos con rostros conocidos. Grabados, con firmeza, en la
memoria. Vemos, un día más, a esa señora, que reposa sus manos en los
bolsillos, bolso al hombro y que, con ojos somnolientos, nos regala el primer “buenos
días” de la jornada. Y llega esa otra chica, que igual trabaja o estudia, con
sus tenis color blanco, rudamente gastados por el uso. Y, dentro del autobús,
saludamos la figura de ese señor, de muchos calendarios en el recuerdo, que
continúa exponiendo su casi monólogo con el conductor del vehículo, siempre sobre
temas deportivos. Nos asombra su locuacidad, ya que parece conocer, por la
familiaridad con que se dirige a los mismos, a todos los profesionales del
volante, en esa línea pública del transporte. Baja, en la parada que tenemos
memorizada y, con una agilidad que nos asombra, recorre presuroso esa
trayectoria, hacia un destino que sólo él conoce. Pocos minutos después, nos
corresponde a nosotros realizar los mismos movimientos, camino de ese proyecto
diario que se repite en los días.
Optamos
por el mismo semáforo. También, repetimos por ese trozo de acera, con los
socavones y losetas que cimbrean a nuestro paso. Dibujamos esa trayectoria que,
de forma automática, recorremos cada día, acompañada por el mobiliario urbano
que ocupa sus espacios. Y, una mañana más, el cruce con esa madre y su hija,
ambas de uniforme. El de la señora, blanco y celeste, sabor a mar. Su cría, once…..
años, jersey, falda y zapatos, vinculados como insignia cromática a la
identidad de un colegio cercano. Luce coleta, color castaño claro, arreglada
con esmero por esas manos maternas atentas con primor al detalle. Y, azules
como el mar que nos acaricia, unos lindos ojos en la pequeña, despiertos con la
fuerza desbordante de la sonrisa. La vitalidad de esta niña nos reconforta, en
la confianza y el sosiego de la normalidad. Poco más adelante, coordinando
perfectamente con el minutero de las nueve, la pareja que siempre camina en
sentido opuesto al que recorremos. Puede ser un padre y su hija. La forma que
imprime a sus pasos esta joven, dirigiéndose posiblemente al trabajo (no lleva
libros o material escolar) la reconoceríamos entre miles. Habla y gesticula con
este hombre, que reposa el brazo en su hombro. Padre e hija parecen, aunque la
diferencia de edad no es excesiva para otra vinculación entre ambos. Siempre es
ella la que va utilizando el protagonismo de las palabras. Él la atiende, con
la familiaridad de los gestos. Nos miramos. Y así, un
día tras otro. Hoy y ayer como, probablemente, también mañana.
¿Imaginamos un nombre, una historia, una vida o un consuelo,
a esos compañeros, a esos amigos anónimos en nuestra rutina diaria? De
tanto observarnos, ya somos casi como de la familia. Incluso nos embarga la
duda o extrañeza cuando, hoy, hemos echado en falta esa imagen que, en su
silueta, forma parte ya, en alguna forma, de nuestra convivencia vital. Por la
repetición de los encuentros, tanto en nosotros como en los demás. Y siguen,
absurdamente, reinando los silencios. Quedan las miradas. Los gestos. Y el anticipo
nebuloso de una sonrisa.
Y
aquí viene una bella historia. Con esas
palabras que comunican sentimientos, latidos y el dulzor contrastado para la
vida. Lunes, aún en invierno. Sin embargo, el tiempo era soportable en
temperatura y con luz abundante, ante la práctica ausencia de nubosidad.
Estamos en uno de esos días en la semana, en los que vuelvo a las aulas. Ahora,
con el noble propósito de seguir aprendiendo y compartiendo cultura y amistad. ¡Qué
dos hermosas palabras, para lo real! Dado que utilizo, en esas horas tempraneras
del alba, el transporte público, suelo aprovechar el largo recorrido circular,
que el autobús recorre por la malla urbana. Repaso algunas fichas, apuntes o temas
del libro que se trabajarán en la explicación del día. Siempre elijo un asiento
en el fondo del bus, a fin de concentrarme mejor en los contenidos que me
propongo repasar. En ello estaba cuando, tras una de las numerosas paradas en
el trayecto, se sube uno de esos rostros anónimos que
me resultan tan familiares, en la regularidad de los días. Observo que,
tras pasar su tarjeta por el lector de control, echa un vistazo hacia las
personas, pocas en ese momento, que estaban repartidas por la geometría de los
asientos. Veo que se esfuerza en localizarme y, ante mi sorpresa, se acomoda
junto a mi. Con una sonrisa, trata de romper el hielo de lo desconocido. Junto
a una persona a la que solo se conoce por la repetición coincidente de su
imagen en el trayecto. Me da los buenos días y, rápidamente, fija sus ojos en
los míos, haciéndome la siguiente pregunta: “Perdone ¿olvidó Vd. algo en el autobús, el miércoles de
la semana pasada?
En
muy escasos segundos, entiendo perfectamente el fundamento de su pregunta.
Efectivamente, tras mi anterior viaje, eché en falta el manual de ejercicios,
para la materia que estoy estudiando. Lo había buscado, de manera infructuosa,
por todas partes, tanto en casa como en el Centro escolar. Dada la importancia
del mismo, decidí el sábado adquirir uno nuevo al que, afortunadamente, aún no
había comenzado a rellenar, en sus numerosos apartados para las actividades. Mi
joven interlocutora continuó su explicación. “Coincidimos
en esta hora temprana de los viajes, cuando voy a mi trabajo. Me bajo tres
paradas más avanzadas que la suya. Y ese día pasé junto a su asiento. Observé
que el suelo había un libro o cuaderno de ejercicios, pero sin datos o
identificadores que me permitieran localizarle. Sé que era suyo, pues le vi muy
atento repasando, como suele hacer durante todos los viajes. Pensé en dárselo
al conductor, pero tenía la seguridad que íbamos a seguir coincidiendo en este
trayecto, como venimos haciendo desde septiembre ¿verdad? Y no me equivocado.
Ya que me lo pides, te tuteo. Viajas los lunes y los miércoles, casi siempre a
las mismas horas que yo. Tengo que estar en la tienda antes de las nueve, para
ordenar un poquito la mercancía. Bueno,
pues aquí tienes tu libro”.
Akane es una agradable mujer de nacionalidad
argentina, que suele utilizar también la misma línea y hora que yo para el
desplazamiento, en su caso, laboral. Morena, luce ojos azulados y una piel algo
cobriza que realza la bondad que transmite con la suave tonalidad de su voz. Sabe
transmitir esa espléndida vitalidad que atesora en sus casi tres décadas de
vida, una de éstas residiendo en España. Está casada con Rubén, cocinero en una importante multinacional del
fast food. Son padres ilusionados de una niña que rebosa dinamismo, Daila, que este año comienza sus estudios de Primaria
en un Colegio publico, por la zona occidental malagueña. Obviamente, Akane, es
una persona en sumo observadora, entre otras cualidades que conforman el
mosaico de su sencillez.
Al
margen de recuperar mi libro de ejercicios, con un importante número de hojas
anotadas y corregidas, me agradó, me encantó, la bondad y generosidad de esta
mujer, de trato tan afectivo y familiar. “No te
puedes imaginar lo que agradezco tu gesto.
Al necesitar ese libro para mis estudios, el sábado había comprado otro
ejemplar que ahora podré devolver, pues no había hecho anotación alguna en sus
páginas. Me interesaba mucho recuperar el que tu me has guardado, por todos los
ejercicios resueltos que había acumulado en estos meses de clase ¡Qué
maravillosa capacidad de observación posees! Bueno, he de confesarte que tu
persona me es muy familiar, dada las veces que hemos coincidido en este autobús
por las mañanas. De verdad que te estoy muy agradecido. Es estupendo comenzar
así la semana. Este lunes va a tener un significado mucho más alegre….. Mi
semana comienza muy bien gracias a ti. Bueno, ahí cerca está el río que divide
la radiografía de nuestra ciudad. Me tengo ya que bajar. Ya conoces mi parada.
Volveremos a coincidir. Gracias de nuevo por tu generosidad. Por cierto ¿qué
significa esa palabra grabada en la plaquita que llevas colgada en el cuello?
Debe referirse a algo sin duda precioso.
Ya
de pié, para acceder a la puerta de salida, pude escuchar su breve aclaración. “Es mi nombre. Akane tiene un origen mapuche
(sudamericano). Significa nube y …..” Desde la acera, apenas me dio
tiempo de hacerle un saludo con la mano. Cruzamos sendas sonrisas mientras, en
unos segundos, el circular urbano continuaba pacientemente su camino.
El
miércoles no tuvimos la grata oportunidad de los horarios. Pero, el lunes
siguiente, pude entregarle un pequeño detalle como muestra de mi agradecimiento,
gesto que aceptó complacida. Ahora, en muchos de los trayectos compartidos,
hablamos de su trabajo, de esa adoración que siente por su Daila. Se ríe mucho,
con esa bondad que le caracteriza, corrigiéndome algunas expresiones que le
resulta divertido preguntarme, en ese complicado idioma que ella domina y yo
comienzo a desbrozar.
Creo
que todos, con la serenidad y potencia que proporcionan los valores, deberíamos atender y pensar, algo más, en esos “amigos”
anónimos que comparten nuestro deambular cotidiano. Estos cortos encuentros
que, día tras día, se tornan coincidentes en nuestros menesteres nos indican
que, al margen de la proximidad física, existe o puede haber una cercanía
anímica o psicológica, en la que no reparamos lo suficiente. La ausencia de
palabras no debe identificarse con la inexistencia de diálogo ¿verdad? El
ejemplo de Akane es significativo, pero no el único, de esas personas, almas y
vidas, que comparten, en mayor o menor grado, nuestras rutinas y vivencias. Akane dejó de ser una difusa percepción o silueta
anónima desdibujada. Se había convertido, con la fuerza y realismo de lo
próximo, en una saludable y enriquecedora amistad.-
José L. Casado Toro (viernes 11 de Mayo 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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